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Boceto de decorado para “Deseo
bajo los olmos”
Eugene O’Neill
DESEO BAJO LOS OLMOS
(1923)
Índice
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El dramaturgo norteamericano
Eugene O’Neill
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El Premio Nobel de Literatura
de 1936 fue concedido a Eugene O'Neill «por el vigor, la honestidad y la
emoción, honda y sentida, de su obra dramática, en la que cobra expresión una
original concepción de la tragedia».
Uno de los
fenómenos más interesantes en el panorama de la literatura contemporánea es el
de la aparición, en la segunda década del siglo, de un teatro nacional
norteamericano. De este teatro, cuya brillante constelación incluye, entre
otros muchos, nombres tan relevantes dentro de la escena contemporánea como los
de Marc Connelly y Thornton Wilder, William Saroyan y Tennessee Williams,
Arthur Miller y Robert Sherwood, es a un tiempo promotor reconocido, arquetipo
permanente y estrella de magnitud máxima O'Neill. A sus cuarenta y ocho años
—edad excepcionalmente
temprana entre las de los beneficiarios del premio— llevaba ya estrenados un
par de docenas de dramas, algunos de los cuales son unánimemente considerados
piezas fundamentales de la dramaturgia universal moderna.
Por si estos dos
méritos incuestionables —valor sustantivo de la obra, fecundidad de sus
consecuencias— no bastasen, aún venía a agregárseles un tercero, no menos
estimable a los ojos de la Academia sueca: su estirpe intelectual. Estética e
ideológicamente, el padre del teatro norteamericano es hijo del pensamiento
europeo: en lo estilístico, puede considerársele un epígono de Strindberg; en
lo conceptual, uno de los muchos corolarios de Freud. Ahora bien: por una
ironía de las circunstancias, precisamente Freud, cuya candidatura había sido
propuesta por Romain Rolland, era el más caracterizado de sus rivales en la
elección. En cuanto a Strindberg, muerto hacía tiempo sin haber recibido el
premio que clamorosamente reclamaran para él sus compatriotas, es uno de los
escasos escritores cuya exclusión de la nómina de laureados haya reconocido
inicua la propia Comisión Nobel. La concesión del galardón a O'Neill venía así
a resultar un triple acto de justicia: efectiva para el favorecido; simbólica
para su rival; reparadora para la víctima del antiguo desafuero. La acumulación
de todos estos factores determinó que fuera ésta una de las raras ocasiones en
que la Academia suscribió en pleno el nombramiento.
O'Neill, sometido a
una cura de reposo cuando le fue otorgado el premio, no pudo acudir a recogerlo
personalmente en el solemne acto académico que, según costumbre, se celebró en
Estocolmo, pero envió unas cuartillas de agradecimiento que, en su nombre, leyó
el encargado de Negocios de su país en Suecia, James E. Brown. En ellas
reivindica el honor que se le confería para todos los compatriotas
participantes en el empeño de crear un teatro nacional digno del europeo —«considero
que esta distinción viene a honrar no sólo mi obra, sino la de todos mis
colegas americanos, así como a sancionar la mayoría de edad de nuestro teatro»—
y declara noble y calurosamente la decisiva influencia recibida de Strindberg:
«Fue al leer sus dramas cuando, en el invierno de 1913 a 1914, decidí ponerme a
escribir; fue él quien me deparó la visión de lo que el drama moderno podía ser
y quien me dio el impulso que me inició como autor teatral. Si algo de valor
duradero hay en mi obra, se debe a ese impulso, que desde entonces nunca ha
dejado de constituir mi acicate y mi fuente de inspiración, traducido en el
ambicioso afán de seguir las huellas de su genio hasta donde mí talento me lo
permita. Tengo a orgullo proclamar esta deuda con Strindberg y es una satisfacción
reconocerla ante su pueblo. Para mí sigue siendo, en su esfera, el maestro...,
mucho más moderno que nosotros, que todavía no hemos pasado de discípulos
suyos.»
*****
«La búsqueda de una
expresión dramática propia ha hecho pasar a O'Neill por toda clase de ensayos,
acaso con la única excepción del teatro social militante que estuvo en boga
hacia 1930, y aun este género debe mucho a sus experiencias en el campo del
realismo», escribe John Gassner. Las diez obras dramáticas recogidas en el presente
volumen ofrecen una panorámica muy representativa de las sucesivas etapas de
ese inquieto desarrollo para evidenciar el cual la ordenación de aquéllas se ha
efectuado con un criterio cronológico. Más
allá del horizonte es la primera obra larga de O'Neill y la que le consagró
como dramaturgo profesional, tras los ejercicios escénicos preliminares en un
acto escritos para compañías de aficionados. Con Anna Christie (acaso de toda su producción posterior lo más afín en
espíritu y en tratamiento teatral a esas primeras piezas juveniles), Distinto y El primer hombre, puede adscribirse al que suele designarse «ciclo
realista» inicial, aunque quizá fuera más correcto denominarle «naturalista».
En Oro, en cambio, aunque
perteneciente al mismo período, son más insistentes las resonancias románticas,
mientras que en Deseo bajo los olmos, por la
monumental simplicidad de su estructura y de su tema —el instinto de posesión—,
el paradigma inequívoco es la tragedia clásica. La indagación de ¡as raíces
subconscientes de este mismo instinto a la luz del moderno psicoanálisis, en un
cuadro mucho más complejo y sutil de relaciones intersexuales, tiene su
expresión en Íntimamente unidos. Los millones de Marco Polo es una de las
muestras de la vena humorística, tan raramente cultivada, del autor, un scherzo
satírico contra el agresivo utilitarismo occidental en contraste con la
sabiduría y la refinada sensibilidad de Oriente. En El gran dios Brown y en Días
sin fin se lleva a planteamientos extremos el problema de la escisión de la
personalidad, recurriendo al empleo de máscaras e incluso de personajes
complementarios para dar todo su dramatismo a la angustia íntima de las almas,
en conflicto consigo mismas o con Dios. Ambas obras pueden valer como ejemplos
de la manera que los críticos han calificado «simbólica» o «místico—alegórica»,
y a la que el propio autor caracterizó con más precisión, al hablar de «esa
especie de supranaturalismo que nos permite dar expresión escénica a la
obsesión por nosotros mismos, obsesión que sólo intuitivamente comprendemos y
que viene a ser como los intereses que el hombre moderno ha de pagar por el
empréstito de la vida».
Deseo
bajo los olmos, El gran dios Brown y Los
millones de Marco Polo pertenecen al grupo de obras que, según O’Neill,
integran lo más acabado de su producción; Más
allá del horizonte y Anna Christie
(como luego Extraño interludio) depararon
a su autor sendos Premios Pulitzer, la más alta recompensa literaria que se
otorga en los Estados Unidos.
Prólogo
de León Mirlas a “O’Neill. Teatro
Escogido” de la Biblioteca Premios Nóbel de Editorial Aguilar. Segunda Edición
– 1963.
O'Neill, uno de los
dramaturgos más representativos de nuestro tiempo, hito en que confluyen el
ayer y el mañana del teatro contemporáneo, figura entre los artistas que más
merecidamente concitan la atención del público. Todo ejerce en sus obras una
extraña fascinación: su fatalismo, su lenguaje de desgreñada belleza, sus
sugestivas imágenes en que alterna la violencia con la melancolía, sus caídas
en el misticismo —que chocan inesperadamente con un escepticismo brutal y
despiadado—, su omnipresente ternura, sus personajes desventurados y en pugna
con su propia inferioridad y su destino.
Salvo alguna
evasión hacia un humor sardónico, O'Neill es un trágico. Tiene, como pocos, el
sentido esquiliano de la vida. Sólo excepcionalmente escribe una comedia riente
—¡Ah soledad!— o una sátira —Los millones de Marco Polo——, que
iluminan como un relámpago risueño su mundo sombrío y lacerante. Para él, la
vida es un espectáculo trágico en que es forzoso aceptarlo todo, recibir todas
las cartas: tal es la regla del juego. El amor, el odio, la traición, la
deformidad espiritual, la codicia, son en su teatro los elementos de una
concepción patética del mundo. Entre sus meandros sombríos, entre sus
sinuosidades siniestras, surge el lirismo de una voz pura, el canto de la
esperanza, el faro de una ilusión. O'Neill ama a sus agonistas y se compadece
de ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre y mezquino Billy Brown que del
apasionado Dion Anthony. No tiene predilección por los santos, los puros, los
hermosos; casi diríamos que prefiere a los desdichados, a los míseros, hasta a
los canallas, porque sabe que necesitan más amor, que son viles porque alguna
vez les hizo falta amor y no lo tuvieron.
Esa ternura
inmanente es la tónica profunda y confortante que alienta en el teatro de
O'Neill y le da tan peculiar seducción. Cuando la Emma Crosby de Distinto se debate en el laberinto del
sexo y concluye por extraviarse, ese acento tierno y compasivo se percibe en
cada una de sus frases doloridas; cuando Jim Harris clama por un poco de
comprensión para evadirse de la jaula oprimente de su piel, O'Neill le tiende
la mano cordial que le niega Ella Downey; cuando Anna Christie intenta rescatar
su alma de una vida abyecta, encuentra piedad y aun amor. O'Neill no le niega a
nadie ese consuelo: hasta dice, en una de sus obras: «Hacen falta muchas clases
de amor para hacer un mundo.»
Las pasiones
desbordan y trepidan en las piezas del ilustre dramaturgo norteamericano
—véase Deseo bajo los olmos, Electra, Extraño interludio—,
pero jamás llega a los excesos del expresionismo de Hasenclever o de Wedekind
ni al realismo descarnado y brutal de Strindberg. Dibuja a sus personajes con
una fuerza avasalladora —Yank, Nina Leeds, Ephraim Cabot— y plantea sus
situaciones con tanto vigor que sugiere una lucha sin cuartel; pero tiene un
singular instinto del equilibrio expresivo. Sus entes podrán matar, movidos por
el odio o el amor o el despecho, pero jamás gozan sádicamente de su acto. No se
arrepienten de una manera cristiana, como los personajes de Tolstoi o de
Dostoyevski, no buscan un desahogo en la expiación y la contrición pública,
pero tampoco alardean de su actitud. Obran con naturalidad, con la naturalidad
con que devoran o se ayuntan las bestias, con esa diáfana simplicidad propia
del instinto no deformado por el cálculo, el interés, ese balance de ganancias
y pérdidas tan propio de muchos personajes del teatro universal al decidirse a
obrar. Abbie reconoce que habrá de pagar su pecado, pero no se arrepiente de
él. En otra escena de Deseo bajo los
olmos, Eben, refiriéndose a sus amores con Min y aludiendo a sus
hermanos, dice: «¡Mi pecado es tan hermoso como el de cualquiera de ellos!» La
idea del pecado aletea a menudo en el teatro de O'Neill, pero el dramaturgo no
la acepta. Amante de la vida, la considera siempre emocionante, hermosa,
poética. Donde se responda a su llamada, para él no hay pecado y los instintos
en libertad tienen la belleza de su inocencia.
En todo su teatro
sobrevuela, como un pájaro agorero y siniestro, la idea de la fatalidad: todo
está predeterminado. Pero el soplo de lo inevitable no es allí un determinismo
artificioso e impuesto, sino que deriva de la línea psicológica de sus
personajes. Yank concluye como concluye, debe terminar así, porque Yank es la
fuerza irresponsable y ciega; Jones, al pisar el linde de la selva, es señalado
por la muerte y no se salvará por más que se esfuerce; desde que aparece Abbie,
Eben está perdido, porque Abbie es como es y él es como es.
Se trata, pues, de
un mero reconocimiento de lo que contienen en potencia los personajes. Para
O'Neill no existen el bien y el mal, como tampoco la belleza y la deformidad.
Los hombres son como son, la vida es así, todo sólo es hermoso y fuerte cuando
es natural, cuando está librado a sus instintos, cuando no desvirtúa su raíz,
su esencia. Sólo fulmina su anatema contra el que desnaturaliza su yo, el que
repudia su propia vida —como Billy Brown—, y exige la lealtad a la naturaleza,
al sexo, a la especie. En otro plano, se encontraría con D. H. Lawrence. Pero
O'Neill sólo es un adepto a la Naturaleza, no su fanático, como el autor de El amante de lady Chatterley.
Durante la
trayectoria fatalista y predeterminada de sus personajes, a diferencia de lo
que suele suceder en el teatro de Lenormand —Mixture, Le temps est un
songe, L'homme et ses fantómes—,
donde se advierte al dramaturgo empujando a sus entes hacia el desenlace
forzoso y de rigurosa causalidad, para probar prácticamente la viabilidad de
alguna teoría de Freud, de Marañón o del propio Lenormand, no se advierte la
mano del autor. Los personajes obran con una libertad condicionada y son
víctimas, desde el primer momento, de un desequilibrio psíquico o una
desarmonía con el medio.
La temática de
O'Neill es amplísima, ya que le atraen irresistiblemente todos los grandes
problemas que desasosiegan el alma del hombre: la concepción, la muerte, la
fugacidad del tránsito humano por el mundo, la doble carátula enigmática del
amor, la incomprensión que existe entre los hombres, la estéril lucha de los
apetitos, la creación y la necesidad de realizarse. Vagabundean por los
sinuosos caminos de su teatro los artistas fracasados, los mediocres, los
puros, los abyectos, les deformes, los angélicos y los que, siguiendo el
consejo de Baudelaire, viven siempre ebrios de algo. Este concepto de la
ebriedad reviste importancia: los agonistas de O'Neill procuran olvidar que necesitan
alguna cosa, ya sea un afecto, la posibilidad de ser alguien o, simplemente, un
lugar bajo el sol. Beben o se embriagan con lo que está a su alcance porque son
disconformistas. Quieren ser algo más: evadirse de su piel, como Jim Harris, o
de su bestialidad e ignorancia, como Yank; disfrutar de la vida en todo su
frenesí, aunque sea detrás de una máscara, como Dion Anthony; ser puros, como
Anna Christie; ser propietarios de algo, como Eben y Abbie. Pero quizá el tema
favorito de O'Neill sea el de la personalidad: la personalidad desintegrada y
lacerada de El gran dios Brown, el
presentimiento de la personalidad en El
mono velludo, la personalidad humillada en Anna Christie, la personalidad que intenta realizarse en Todos los hijos de Dios tienen alas.
Este tema ronda obsesivamente sus dramas y ello es natural, ya que ha
inquietado con su enigmático planteamiento a muchos grandes artistas, de
Shakespeare a Pirandello, de Goethe a Unamuno.
Así como O'Neill
tiene su temática propia, su coto de caza donde captura grandes presas del
alma, así también se ha forjado su método propio. Fue a buscarlo a la
antigüedad helénica, pero para adaptarlo a sus modalidades, a sus necesidades
expresivas. Su mayéutica, su sistema socrático de arrancar la verdad profunda a
sus criaturas, es la llamada «gimnasia de desenmascarar», que preconiza como un
recurso eficaz para vencer las limitaciones realistas de la escena, los
convencionalismos del teatro contra los cuales luchó durante toda su vida.
Muchos de sus personajes usan máscaras, y éstas suelen alcanzar las dimensiones
de un verdadero personaje.
¿Qué máscaras son
éstas? ¿Tienen algún parentesco con las rígidas de la tragedia griega? En
absoluto. Para O'Neill, superan su condición de recurso material a fin de
trocarse en símbolo y en muralla conceptual que separa a los personajes,
subrayando la incomunicación existente entre sus espíritus. No pretenden, pues,
inspirar repulsión o piedad o terror, para llegar a una catarsis purificadora,
como en la tragedia helénica, sino que encarnan la instintiva defensa del
hombre frente a la vida, la evasión del yo hostilizado por el medio, la
protección de nuestra intimidad, la contradicción entre el pensamiento y la
acción, entre la esencia y la apariencia. Dion Anthony, acobardado al ver que
su novia le teme y desconoce cuando pretende confesarle su verdadera identidad,
se pone la máscara y ya no se la quita hasta que muere; la débil y encantadora
Margarita de El gran dios Brown la
usa para protegerse del mundo; cuando Yank, en El mono velludo, empieza a pensar y establece así una valla
infranqueable, un verdadero abismo entre los demás personajes y él, éstos
cubren sus rostros con sendas máscaras.
Naturalmente, para
usarlas O'Neill confía en que el espectador acepte el convencionalismo de que
los personajes se desconozcan —o reconozcan— al ponerse o quitarse las
máscaras. Pero tanto da. A fin de cuentas, todo es convención en el juego del
teatro. El espectáculo dramático, por definición, por esencia, pretende
engañar. Si no logra ese objetivo, no interesa, defrauda. Da ilusión, brinda
mentiras, aunque entre esas mentiras sobrenade la verdad. Si el espectador es
capaz de aceptar el convencionalismo inicial de que los actores no le ven, de
que juegan su extraña impostura en un lejano mundo de ficción, nada tiene de
particular que admita una mentira más.
Las máscaras son
simplemente uno de tantos recursos audaces a que apela O'Neill para ejecutar
sus planes dramáticos. También utiliza con notable precisión y eficacia el
aparte, al desdoblar las frases de los personajes de Extraño interludio, en lo que se piensa y lo que se dice, y cuando
presenta así el fluir de los pensamientos con la incoherencia aparente propia
de la realidad. Este monologar deliberadamente arbitrario de sus personajes,
toda una técnica novelística moderna, está grávido de asociaciones ocultas.
Evoca a Joyce, a Freud y a Jung en la inconexión de las imágenes y el
encadenamiento de los recuerdos. O'Neill usa además con gran vigor el monólogo
en El emperador Jones y en Antes del desayuno, y desdobla en el
tiempo a su personaje John Loving en Días
sin fin: John es el protagonista del drama, el hombre vivo y actuante cuya
alma ha muerto durante una grave crisis psicológica, y Loving, quien permanece
siempre en segundo plano y con el rostro cubierto por una máscara, es el alma
muerta y maldita de John. Otro atrevido recurso teatral de O'Neill para
subrayar escénicamente la tensión permanente del «misterio dialéctico» que es
esta curiosa obra, donde se entabla un apasionado debate metafísico, una
controversia de las fuerzas del alma.
Si la temática y
los recursos teatrales de O'Neill son audaces, su galería de personajes acusa
una variedad sorprendente. Se codean en ella el pasional Darrell con el
utilitario Marco Polo, el primitivo Yank con Dion Anthony, el artista; la
neurótica Emma Crosby con el obsesionado Parritt, delator de su madre.
Personajes disímiles, opuestos, todos ellos; el patético Hickey de Viene el heladero y el desconcertante
Tyrone de Una luna para el bastardo,
y Robert Mayo y Alfred Rowland y Eben y Ephraim Cabot, todos son facetas de la
personalidad versátil, contradictoria, enigmática y, sin embargo, de una unidad
asombrosa, de Eugene O'Neill. En ese mundo de la fatalidad y señalado por la
tragedia, en ese ámbito o'neillano en que las almas de los condenados giran en
una zarabanda infernal, como en un círculo dantesco, todos se conocen, todos
están unidos por una angustiosa coyunda. Allí, ni el fracaso ni el desencanto
ni la mediocridad o la abulia o el desenfreno o la pasión culpable son un
estigma. Se ama, se fracasa y aun se mata como un azar más del juego vital,
como un elemento inevitable en la mecánica del mundo. Diríase que todos son
hermanos, los débiles y los fuertes, los inocentes y los malditos, los audaces
y los tímidos; todos están ligados por una extraña sangre, por una levadura de
amor y de sueños lapidados.
O'Neill traza
magistralmente los caracteres, sostiene con firmeza su línea estructural hasta
el fin y lleva sus procesos hasta las últimas consecuencias. Si Emma Crosby
rechaza a su novio Caleb a causa de una insólita pretensión de pureza sexual,
pagará su error haciendo el ridículo al perseguir a un jovencito holgazán; la
avidez de poseer de Eben, al lograr a Abbie, se realiza totalmente y, sin
embargo, Eben se despeña; Ella Downey odia a Jim Harris triunfante y le ama
débil y vencido, y alcanza la felicidad destruyendo al hombre amado; Eleanor y
Michael, en Íntimamente unidos, se
aman y se aborrecen y atormentan hasta el fin y no pueden vivir el uno sin el
otro; son un reactivo recíproco, con una lógica inexorable.
Pero, naturalmente,
al dramaturgo norteamericano también le interesa perfilar tipos, esencia de
todo teatro simbolista, y el de O'Neill lo es, por excelencia. Un simbolismo
sin esfumaturas, sin tonos desvaídos, desde luego. Ni la imprecisión deliberada
de Maeterlinck, ni la vaguedad lírica de Lord Dunsany. Trazos fuertes,
pinceladas firmes. Si quisiéramos olvidar por un momento que son caracteres
recios, seres humanos de sólida carnadura, veríamos tipificados en Yank al
instinto; en Anthony, al artista frustrado y, sin embargo, triunfante; en
Lázaro, a la afirmación de la vida; en Brown, al hombre gris e indiferenciado
de la multitud; en Marco Polo, al eterno materialista, al que lo mide y
aquilata todo con el patrón del oro, como el Soames Forsyte de Galsworthy.
Lógicamente, si la
humanidad de estos personajes les da una trepidante vida a los dramas de
O'Neill, sus contornos simbólicos les confieren dimensión trágica. Yank,
marinero brutal, ignorante y oscuro, merece piedad; pero Yank—símbolo rebasa el
marco de El mono velludo para
convertirse en la fuerza sin rumbo, en la materia sin la guía del espíritu, y
se cruza a mitad de camino con Alan Squier, el último intelectual de Robert Sherwood,
el superrefinado de una civilización decadente que va a morir en el osario del
bosque petrificado de Arizona. Alan es el antípoda de Yank. El marinero,
caótica masa de instintos, es un descolocado y busca su lugar en la sociedad;
Alan Squier intenta vanamente volver a la Naturaleza. Ambos fracasan en los
extremos opuestos de la escala humana. El osario de Yank es la jaula del
gorila.
El teatro de
O'Neill es una lucha permanente entre el paganismo panteísta y el misticismo.
Estos dos impulsos siempre están en pugna, y de su restallante choque surgen el
apasionado acento, la vibración y el hondo lirismo del escritor norteamericano.
En O'Neill siempre existió un místico agazapado; pero ese místico nunca pudo
domar y frenar la violencia dionisíaca del hombre de turbulenta vida, del
hombre que conoció todos los infiernos del mundo y del alma; y más de una vez,
tuvo que transigir con él.
Por eso, en sus
dramas se entremezclan en singular y fascinante promiscuidad los acentos
místicos con los terrenos. Esto se advierte particularmente en El gran dios Brown, donde la eternidad y
la fugacidad de nuestro tránsito por la tierra le arrancan al dramaturgo
clamores desesperados como éste: «¡Señor, desde mi abismo te grito...! ¡Soy tu
hechura, tu terrón de tierra impía!», mientras que, en otros momentos, proclama
su amor a la vida, el disfrute de los sentidos, el apego a la materia, a los
hombres y a las cosas.
En O'Neill, el
impulso poético domina y señorea el rumbo ideológico. El lírico y el hombre de
teatro avasallan al pensador. O'Neill jamás busca soluciones ni las propone:
plantea problemas, enigmas, enfrenta a los seres humanos con sus dilemas más
desgarradores. Algunas de sus obras son profundos «misterios» dramáticos, como El gran dios Brown y Días sin
fin; su clima esotérico las aleja de nosotros, sin restarles fascinación;
en otras, el autor tortura a las almas, como en Íntimamente unidos, o sondea para descubrir hasta dónde son capaces
de llegar, como en Deseo bajo los olmos. Pero
siempre el vehemente impulso lírico supera a la razón, el testimonio de los
sentidos vence al frío examen intelectual. O'Neill es un apasionado, un
apasionado por la vida. Necesita embriagarse, perder la serenidad y la mesura,
porque él y sus entes viven en un ámbito de vibración permanente. ¿Cómo logra,
en ese clima de exaltación dionisíaca, mantener el equilibrio y la línea
psicológica de sus personajes y no desvirtuar la lógica rigurosa de sus dramas?
He ahí el secreto de su arte: precisamente porque consigue conservar la serenidad
al perderla, porque se mantiene sobrio cuando está ebrio, porque jamás olvida
las exigencias del teatro en plena embriaguez lírica, por esa maestría suya de
hacer estable y sólido un equilibrio difícil y precario, O'Neill es un gran
artista.
El elemento nuclear
de su teatro es, por lo demás, su concepción trágica del mundo como una serie
de esferas espirituales aisladas en que los seres humanos se mueven y obran y
piensan sin comprender, con mutua desconfianza y aun con hostilidad. Para el
dramaturgo, cada personaje lleva en sí un mundo interior que se basta a sí
mismo, tan completo, integral y lógico en su coherencia, que ignora casi la
existencia de otros mundos paralelos. O'Neill, como Crommelynck y Sarment, cree
que el hombre no logra perderse en la multitud, indiferenciarse, porque es
demasiado distinto, está eternamente aislado y a distancia de los demás. Este
arraigado individualismo del autor norteamericano se traduce en la
«incomunicabilidad» de los espíritus, que se hablan en lenguaje cifrado.
¿Quién posee la
clave de ese lenguaje? Quizá ni siquiera el propio creador de esos personajes,
puesto que, al darles forma, los ha predestinado a un perímetro infranqueable,
a un destino, a una soledad eterna. Precisamente esto induce a O'Neill a enmascarar
a sus personajes: la máscara es la valla, el muro divisorio, el deslinde de
estos mundos antagónicos, hostiles, distintos.
Por eso, el
individualismo a ultranza que vibra en todos sus personajes refleja el
temperamento del creador, a quien le interesan más los derechos del hombre
aislado, en función del yo, que los del hombre en función de la masa. Ese
individualismo culmina en su extraordinario drama Viaje de un largo día hacia la noche, su testamento literario, de
una audacia y una fuerza poco comunes, en que rastrea sus propios orígenes y
sondea implacablemente su alma. Este drama es una memorable confesión, la de
las oscuras y tremendas potencias que se agitan en el hombre. Con ella, O'Neill
baja a los abismos de la conciencia humana, para bucear en sus profundidades y
extraerlo todo a la luz, lo limpio y lo abyecto, lo bello y lo horrible, lo
puro y lo repulsivo, en apretado haz de lacerada humanidad. Al expresarse así,
revela su secreto, la raíz misma de su arte, y los exhibe en su propia carne llagada
y dolorida: es el secreto de la ambivalencia, de la pugna de los elementos
opuestos en el alma humana, de lo malo y degradante mereciendo tanta piedad y
atención como lo bueno y lo justo. A O'Neill nada humano le ha sido nunca
extraño, y a ello se debe lo perdurable de su arte. No hay en él, nunca lo
hubo, ni sombra siquiera de narcisismo, como se advierte en ese drama. Al
reconocer en sí mismo los dispares elementos propios de todo ser humano, el mal
y el bien, la bondad y la intolerancia, el amor y el odio, prueba una vez más
que sabe huir de todo esteticismo estéril y negativo para identificarse
totalmente con las pasiones del hombre y revelarlas en su autenticidad, sin
pretender velar su deformidad.
Una de las
características más interesantes del teatro de O'Neill, reveladora de que es
afecto a sondear a fondo en sus personajes y a lograr la máxima perfección y
acabado en el escorzo psicológico de cada uno de ellos, es la frecuencia con
que reaparecen en sus obras, en realizaciones más completas y detallistas,
personajes abocetados o perfilados más sumariamente en dramas anteriores. Se
diría que, una vez nacidos, atormentan y obsesionan de modo tal a O'Neill, que
éste no logra liberarse de ellos y se ve forzado a darles nueva vida.
Es lo que sucede,
por ejemplo, con Bentley, el viejo de La
cuerda, quien se prolonga en el Ephraim Cabot de Deseo
bajo los olmos, dibujado más a fondo, con un cúmulo de sutilezas
y rasgos de que carecía aquél; con Alfred Rowland, el cual reaparece en el
nuevo avatar de Dion Anthony; con Emma Crosby, la distinta, la descarriada en
el camino de la normalidad sexual, quien se convierte en la Josie de Una luna para el bastardo, un singular
marimacho de aristas poéticas muy distinto de la neurótica Emma; y aún suele
asomar el mismo personaje con el mismo nombre, como el Jim de Viaje de un largo día hacia la noche, a
quien vemos nuevamente en Una luna para
el bastardo y que es, en realidad, el propio hermano de O'Neill.
Si el dramaturgo
reelabora con tan paciente y soberana artesanía los entes de sus dramas, si le
cuesta tanto abandonarlos, ello no se debe solamente, sin duda, al entrañable y
lógico amor del creador por sus criaturas: es que todas ellas son facetas de su
múltiple yo, momentos y ángulos de su personalidad, y, al trazar sus perfiles,
O'Neill se confiesa, se entrega, cumple con esa función esencial del escritor
de narrarse a sí mismo al narrar, de esclarecer sus propios secretos íntimos al
exhibir la verdad de sus personajes.
Hemos aludido al
individualismo de O'Neill. Esa esencial peculiaridad suya se traduce en una
constante oposición del hombre a la masa, del ser aislado a la multitud: Dion
Anthony, el artista, escarnecido y antagonizado por la sociedad de los
indistintos y mediocres; Lázaro, el hombre que trae una afirmación de vida del
trasmundo, frente a la muchedumbre que se deja arrastrar por momentáneas
pasiones, pero que olvida; Yank, frente a los seres que no le comprenden y a
cuya esfera intenta incorporarse infructuosamente; y también el hombre frente a
Dios, en actitud de imprecación o de desafío; o el emperador Jones enfrentado a
las fuerzas de la Naturaleza en libertad, al terror cósmico.
Para comprender el
individualismo del dramaturgo y sus hondas raíces hay que remontarse a las
fuentes de su vida, a su linaje irlandés indomable y bravio.
O'Neill nació en
1888 en Nueva York. Sus padres eran James O'Neill y Ella Quinlan: él, popular
actor; ella, buena pianista. Ambos eran devotos católicos. La madre de Eugene,
mujer agraciada y tierna, se había criado en un convento. Su fervor religioso y
su amor por la música resaltan en el patético drama de su hijo Viaje de un largo día hacia la noche,
donde exhibe al desnudo, con una violencia y crudeza nunca vistas, su vida de
familia. El padre del futuro autor dramático era un comediante de talento,
quizá un gran actor en potencia, pero se frustró. El ilustre actor
norteamericano Booth, célebre por sus creaciones de personajes shakesperianos,
opinaba que James O'Neill le superaba en el papel de Otelo. Un éxito comercial,
el que obtenía con la pieza El conde de
Montecrísto, que le deparaba enormes auditorios y le rendía en las giras
hasta cincuenta mil dólares anuales, le cristalizó y le quitó deseos de hacer
otra cosa. Este conformismo le proporcionó bienestar económico; pero más tarde
comprendió que se había frustrado como artista, y esta comprensión envenenó su
vida.
Eugene era un
adolescente tímido, con arranques de vehemencia, apasionado. La vida le atraía
con una fuerza que dejó perdurables huellas en sus dramas. Nada sabía de ella;
pero su hermano Jim le enseñó todo lo que necesitaba saber. Buena o mala, esta
influencia se proyectó hasta los umbrales de su juventud.
Mientras tanto,
acompañaba a su padre en sus giras; también viajaba con ellos su madre, aunque
a regañadientes, porque jamás le había atraído el teatro y menos aún la vida
trashumante de los actores bohemios, en incesante viaje. Cuando Eugene no
acompaña a su padre, asiste a diversas escuelas católicas y laicas. En 1902
ingresa en la Academia Betts, de Stamford. Cuando concluye sus estudios
primarios, se matricula en el ciclo secundario de Princeton. Pero antes de
terminar el curso, le expulsan a causa de un acto de indisciplina. Despuntaba
ya el disconformismo, la rebeldía de O'Neill, que se manifestaría más tarde en
su teatro.
A estas alturas
Eugene tiene ya veinte años. Es un joven alto, flaco, nervioso, sensible. No
tiene todavía un rumbo definido en la vida: sólo sabe que ya no le interesan
las escuelas. Trabaja como empleado de comercio y se casa con Kathleen Jenkins,
quien le da un hijo. Pero a los tres años se divorcia, confesando que su
matrimonio ha sido un error.
Mientras tanto, en
las horas en blanco que le deja la rutina oficinesca, lee, lee desordenadamente
lo primero que va a parar a sus manos. De esas lecturas entresaca a sus
novelistas favoritos: Jack London, con su sabor a aventura; Conrad, con su olor
a mar; Kipling, con su vaharada de jungla. Todos ellos van formando vagamente
su personalidad. En O'Neill no ha aflorado aún el artista: se ignora a sí
mismo. Todo es un montón informe de experiencias que se aglutinan y decantan en
su inconsciente, como un mensaje onírico que algún día surgirá a la luz. En
años posteriores lee a Marx, Kropotkin y Nietzsche. Su innato individualismo y
su hostilidad a las injusticias y a los convencionalismos se nutre ampliamente
de ellos. Más tarde, dejarán resonancias en algunas de sus obras, como El mono velludo.
A partir de
entonces, sus peripecias se multiplican y diversifican caóticamente, sin objeto
aparente. Busca oro en Honduras, vuelve a viajar con la compañía de su padre,
esta vez como traspunte, se contrata como marinero en un barco noruego, recala
en Buenos Aires y queda varado en esta ciudad, sin dinero; se lía allí a
puñetazos con los pianistas de los viejos cinematógrafos de Barracas, pasa
hambre y duerme en los bancos del Paseo Colón, trabaja en las oficinas de las
compañías Westinghouse y Swift de La Plata y en la Singer bonaerense, bebe sin
tasa, corre juergas, vuelve a contratarse como marinero, se va a Sudáfrica y
por fin regresa a Nueva York.
De esta etapa de
camorrista y bebedor de tiro largo quedan sustanciosos y pintorescos
testimonios en su serie de siete piezas agrupadas bajo el título común de La luna de los Caribes y otras seis piezas
del mar, bellos aguafuertes en que se amalgaman la frustración y nostalgia
de los marinos y la fugacidad de sus placeres. En 1934, cuando acababa de
estrenarse en Buenos Aires mi versión castellana de El gran dios Brown. O'Neill me escribió esto, que constituye un
interesante documento sobre su permanencia en dicha ciudad:
«Hace veinticuatro años trabajé en Buenos Aires en un
empleo muy respetable y de muy poca importancia en la Westinghouse Electric
Company local. Mi actuación distó de ser un éxito. Me despidieron. Más tarde,
estuve en otras dos compañías de importancia internacional, fracasando
igualmente. Lo cierto es que la historia de la época que pasé en Buenos Aires
es una historia de sucesivos fracasos, hasta que terminé por comer de tarde en
tarde y por dormir (¡cuando los vigilantes me dejaban!) sobre los bancos del
Paseo Colón. Pero eso no importa. Yo tenía apenas veinte años y sentía más
curiosidad y deseos de vivir que de triunfar. Toda experiencia, por
desagradable que fuese, poseía entonces el colorido de la aventura y el encanto
de lo romántico.»
Después de un
período de privaciones y desesperanza en Buenos Aires, O'Neill consigue
contratarse en un carguero inglés que va a Nueva York, y allí, en el puerto, se
aloja en la taberna de Jimmy The Priest.
En este pintoresco tugurio, asediado por las ratas y donde una habitación
costaba tres dólares mensuales, vivió algún tiempo en el anonimato de los
muelles y encontró la atmósfera de uno de sus dramas de mayor éxito y difusión,
Anna Chrístie, cuya acción se
desarrolla precisamente allí. Más tarde, imantado de nuevo por la sugestión del
mar, se embarca rumbo a Southampton, vuelve a Estados Unidos y llega en tren a
Nueva Orleáns, donde se encuentra con su padre, quien representa con su éxito habitual
El conde de Montecristo. Le pide
dinero para volver a Nueva York, pero concluye por unirse a la compañía y
trabaja a su lado, interpretando papeles secundarios. Poco después, ingresa
como aprendiz de reportero en el Telegraph, donde publica unos versos sin
importancia, y, finalmente, en 1912, los abusos y desgastes que han minado su
organismo durante una vida azarosa y andariega hacen crisis y tiene un
principio de tuberculosis.
Esta es la
encrucijada de su vida, ya que en ella se decide su destino. Le internan en el
sanatorio rural para enfermedades pulmonares de Gaylord, y allí le sobra tiempo
para reflexionar sobre el mundo vivido, sufrido y gozado, que verterá en sus
dramas. En Gaylord, que le servirá de atmósfera para su pieza Ilusión (The Straw), pulsa por primera vez
sus posibilidades de artista, se descubre a sí mismo.
Le dan de alta al
año por «carecer de interés» su caso, y se va a vivir con unos amigos, los
Rippin, cuya casa está frente a Long Island y donde se queda más de un año
leyendo, nadando en la bahía y escribiendo sus primeros tanteos dramáticos,
como Sed, balbucientes aún, pródigos
en defectos, pero en los que apunta ya la promesa de un escritor. Un par de
años después va a Provincetown con su segunda esposa, Agnes Boulton, quien le
dará dos hijos; y allí nada a menudo, internándose peligrosamente entre el
oleaje, o rema en su canoa esquimal hasta cuando el tiempo es borrascoso, y
fortalece así su organismo. Vive en una cabaña de troncos y, cuando hace mucho
frío, se envuelve en una manta, se arrima a una estufa y escribe durante largas
horas, aislado del mundo, sin permitir que nadie, ni aun sus amigos, le
interrumpa cuando trabaja.
O'NeilI siente
despertar su vocación creadora. El teatro le atrae irresistiblemente. Ha
asistido a muchos espectáculos, y el contacto con la compañía de su padre le ha
permitido familiarizarse con el mecanismo escénico. Pero advierte que, puesto a
escribir, le falta cierto dominio de la técnica. De modo que decide ingresar en
el famoso «Taller 47» de arte dramático del profesor Baker, en la Universidad
de Harvard. Allí escribe una pieza en cuatro actos, La ecuación personal, y una farsa en un acto, El encantador doctor. O'NeilI, refiriéndose a ellas más tarde, las
calificó de desastrosas. En cambio, cuando le mostró al profesor Baker su
aguafuerte marino en un acto Rumbo a
Cardiff, una pieza vibrante de emoción y nostalgia, Baker le dijo que
aquello no era teatro.
Pero el
acontecimiento realmente afortunado, feliz, de su vida en esa época, es su
encuentro con los Provincetown Players, un grupo de gente joven decidida a
hacer teatro de calidad y que había fundado en el pueblo de Provincetown el Wharf Theatre o Teatro del Muelle. Sus
animadores eran George Cram Cook y Susan Glaspell; ésta, más tarde, autora de
prestigio. Ese teatro, en realidad, era una vieja pescadería convertida en
templo de Talía, con capacidad para noventa personas. El ambiente resultaba
singularmente pintoresco, ya que las obras se representaban en un embarcadero
lamido por las olas y entre los murmullos del agua y el canturreo del viento. A
los jóvenes actores les faltaban obras, y uno de ellos dijo que Eugene O'NeilI
tenía en su baúl una pieza llamada Rumbo
a Cardiff, que no estaba mal. Cuando la leyeron, los integrantes del grupo
de los Provincetown Players comprendieron que habían descubierto a un autor. Y
desde el estreno de Rumbo a Cardiff,
O'NeilI estuvo vinculado a todas las aventuras artísticas de aquella juvenil y
entusiasta compañía y estrenó allí sus primeras tentativas dramáticas, lo cual
le sirvió a un tiempo para hacer su práctica de autor y para que empezara a
difundirse su nombre.
Poco después, el
joven dramaturgo envía tres de sus piezas en un acto a los directores de la
revista literaria The Smart Set, los
reputados críticos George Nathan y Mencken, quienes se las publican; y desde
entonces, poco a poco, se le van abriendo a O'Neill todas las puertas del
teatro. Empieza a trabajar de firme, y Más
allá del horizonte, un vigoroso drama rural que le vale el Premio Pulitzer
y que es el punto de arranque de todo el teatro nacional norteamericano,
consolida definitivamente su prestigio y le convierte en la realidad más firme
de la dramática de su país.
Esta es, a grandes
trazos, la primera etapa de la vida de O'Neill, quien ancla en su tranquila
madurez creadora junto a la compañera ideal, la bella ex actriz Carlotta
Monterey, en un tercer matrimonio que le da por fin la paz y la dicha que
necesita para trabajar en sus ambiciosos proyectos.
Entonces van
surgiendo, en rápida sucesión, en un verdadero frenesí creador, dos obras
recias y de singular fuerza poética, cuya repercusión proyecta el nombre de
O'Neill más allá de las fronteras de Estados Unidos: Anna Christie, una pieza realista de honda y desgarradora emoción,
y El emperador Jones, una obra de
excepcional originalidad, el monodrama de un hombre frente a sus alucinaciones
y que le inspira al autor una vieja leyenda de las Antillas. En el mismo año,
1920, estrena Distinto, un penetrante
análisis psicológico, en dos actos, de una muchacha frustrada en su vida
sexual.
A esta altura,
O'Neill ha probado ya su dominio de la técnica dramática, su capacidad para
abordar los grandes temas, la intensidad poética de su tono; en una palabra, su
fuerza. En 1922 estrena la tragedia expresionista El mono velludo, fruto de su pasado de rebelde contra las
injusticias sociales; en 1924, Todos los
hijos de Dios tienen alas, un canto tierno y poemático del drama racial en
Estados Unidos, y Deseo bajo los olmos, un
magnífico drama rural, vibrante de acentos telúricos y resonancias líricas.
Entonces, el
intafigable viajero que buscara todos los ecos de la vida «más allá del
horizonte», radicado ya en tierra firme, decide emprender un denodado viaje
espiritual, un audaz periplo alrededor de su alma. Este periplo, al cual le
empuja su debate íntimo del problema de Dios, comprenderá tres etapas: la
primera es el misterio dramático El gran
Dios Brown (1925), en que alienta un misticismo tumultuoso y se advierte
una interrogante angustiosa en procura de las primeras causas y los últimos
efectos, resuelta teatralmente en un juego de símbolos; la segunda, Dínamo (1929), intenta crear una nueva
religión, un culto materialista y energético de un panteísmo por momentos
confuso, por momentos de vastas resonancias líricas; la tercera, Días sin fin (1934), es una controversia
apasionada de las fuerzas del alma, una polémica entre la fe y la materia, un
debate metafísico entre el espíritu demoníaco y el espíritu cristiano. También
debía figurar en este ciclo la pieza No
puede ser locura, que O'Neill, seducido por otros planes creadores más
ambiciosos, no alcanzó a escribir.
A esta época de
intensa labor pertenecen su hermoso estudio psicológico del amor Íntimamente unidos (1924), su mito
dionisíaco Lázaro reía (1925—1926), Extraño interludio (1926—1927) y su
monumental trilogía Mourning Becomes
Electra, cuyo título podría traducirse por El luto le sienta bien a Electra o El duelo es el destino de Electra, en la que, sobre el clásico tema
de La Orestíada, de Esquilo, presenta
una torturante maraña de crímenes, Odios e incestos en el seno de una familia
trágica que es un verdadero círculo de condenados, donde la felicidad es una palabra
desconocida, donde entre hermanos y entre madre e hija se dicen cosas monstruosas
y los sentimientos alcanzan una violencia desmedida. Para escribir estos trece
densos actos, de electrizante acción, el dramaturgo se traslada con su esposa
Carlotta a Francia y trabaja allí, en el fecundo aislamiento de su residencia
rural de Le Plessis, durante los años 1929 y 1930. A fines de 1930, va a Las
Palmas, en las islas Canarias, buscando una atmósfera adecuada para una
revisión final de su trilogía, ya acabada.
Pocos años después,
asoma en la vida de O'Neill la tragedia que debía destruirle. En mayo de 1937,
en una de sus cartas, el dramaturgo me aludió por primera vez a la dolencia que
proyectaría una irremediable sombra sobre su vida, ya que me escribió:
«Estoy convaleciendo de una larga enfermedad que me
obligó a internarme en un sanatorio durante dos meses y medio, y me sería
imposible proyectar un viaje a ninguna parte (la
prensa mundial hablaba de la posibilidad de un viaje de O'Neill a la América
del Sur).
Debido a mi enfermedad, no he podido seguir trabajando en mi ciclo de comedias desde
septiembre. No tengo obras listas para estrenar y, como debo descansar y
abstenerme de escribir durante muchos meses, no sé cuándo quedará terminada
alguna de ellas.»
Todo esto era
inquietante, pero no demasiado aún. O'Neill y su esposa vivían en su residencia
rural de Contra Costa County, en California, en un clima sano y tonificante, y
se podía confiar en que los restos de la «larga enfermedad» a que aludía el
escritor no tardarían en desaparecer allí.
Pero un año
después, en marzo de 1938, recibí una carta que significaba un primer toque de
alarma. ¡Al año de iniciada su convalecencia, O'Neill volvía a enfermar! Y su
dolencia —una neuritis— podía ser el prólogo de algo más grave. Además —y esto
acentuó mi preocupación— por primera vez me escribía en su nombre su esposa
Carlotta Monterey. El escritor ya no estaba en condiciones de atender
personalmente su correspondencia, ¿Qué sucedía? Este intercambio epistolar por
intermedio de su esposa debía trocarse en algo permanente.
En mayo de 1939,
O'Neill me comunicó, siempre mediante los buenos oficios de Carlotta Monterey,
que había mejorado mucho y estaba trabajando de firme en su ambicioso ciclo de
siete comedias en que quería abarcar la vida de una familia californiana
durante un siglo, desde 1829 hasta 1932. Aquel penoso episodio parecía, pues,
clausurado.
Una carta de 1944,
relativamente optimista, no modificó mi impresión. Pero, dos años después, en
octubre de 1946, y a los pocos días de haberse estrenado en Nueva York The Iceman Cometh (Viene el heladero),
otra carta, firmada como siempre por su esposa, me reveló de manera imprevista
la dolorosísima verdad:
«No creo que usted conozca el verdadero estado de salud
de mi marido. Tiene una paralysis
agitans, a consecuencia de la cual le
resulta casi imposible escribir. Asimismo, dicha dolencia, dado su carácter de
enfermedad del sistema nervioso, hace estragos en su salud en todas
direcciones. Es una tragedia espantosa. De ahí que sea yo quien le escriba.»
Las palabras
«tragedia espantosa» situaban el asunto en el plano que le correspondía y no
dejaban el más leve resquicio a la esperanza. Yo conocía la paralysis agitans o enfermedad de
Parkinson, dolencia caracterizada por una desconexión de los centros nerviosos
motores y los sensitivos, incurable en el estado actual de los progresos
científicos y, además, propensa a agravarse de día en día. En cartas
ulteriores, Carlotta Monterey debía proporcionarme
más detalles sobre
su infierno cotidiano, sobre el inenarrable suplicio de su vida y la de
O'Neill. En otra carta de diciembre de 1947, me expresó: «¡Quién sabe qué nos deparará la suerte en
los doce meses próximos!» Cuatro años antes, en plena enfermedad,
O'Neill había terminado su vigoroso drama Una
luna para el bastardo. En una carta posterior, su esposa me escribió estas
desoladoras palabras:
«Mi esposo nunca mejorará. Por el contrario, su temblor y
su parálisis empeorarán gradualmente. Pero le ruego que no le mencione jamás
esto. Yo hago el papel de secretaria suya. Ya lo he hecho durante muchos años.
Es desalentador tener que contemplar con los brazos cruzados esta gradual
desintegración de un hombre que le ha entregado su vida y sus energías a su
obra. No es paciente y sufre ataques de nervios que le dejan exhausto y, sin
embargo, furioso.»
En 1941, O'Neill
escribió su genial drama autobiográfico Viaje
de un largo día hacia la noche, quizá la obra más estremecedora que se
conozca en el teatro universal; en 1946, dio El poeta y sus sueños y Mansiones
más majestuosas, los dos primeros dramas de su ambicioso ciclo de siete
piezas. Con estas tres obras, quedó clausurada definitivamente su producción literaria.
La angustiosa pausa que se había operado en su vida resultaba una liquidación
total de sus energías creadoras. Su drama personal era más hondo y lacerante
que todos los que concibiera. Moderno Prometeo, no sólo sufría indecibles
dolores físicos, sino también el incesante desgarramiento de no poder expresarse
más, de estar confinado dentro de sí mismo, algo más terrible aún que el
enclaustramiento que se había impuesto en los últimos años en su finca de
Massachusetts, en compañía de su esposa y un criado. Si a Emerson le había
guiado una prodigiosa clarividencia al decir: «El hombre sólo es la mitad de sí
mismo; la otra mitad es su expresión», O'Neill sentía más que nadie esa
necesidad. Y ahora que se veía morir un poco todos los días de su dilatada
tortura, hora tras hora, minuto tras minuto, el dramaturgo apenas fue la sombra
de un extraordinario creador que se sobrevivía.
Sus accesos de ira,
después de sus ataques, daban la pauta exacta de su sufrimiento. Esta no
aceptación de su destino, esta rebeldía contra la fatalidad en un hombre que
fue un eterno insumiso, un sublevado contra las normas convencionales de la
sociedad, contra los cánones estrictos y mojigatos que coartaban y envilecían
la belleza y la verdad, revelaban que su dolor espiritual excedía aún al
físico. Agréguese la honda herida que le había causado la boda de su hija Oona
con Charlie Chaplin, cuya edad triplicaba la de ella, y se comprenderá que
sobraban motivos para acentuar su visión patética del mundo, como se advierte
con claridad en Viene el heladero.
Más tarde, en 1950,
un nuevo desgarramiento: su hijo Eugene, vástago de su primer matrimonio y
hermanastro de Oona, catedrático de griego en la Universidad de Yale, con
aspiraciones de autor, se suicida, en un arranque de neurosis, abriéndose las
venas. Y tres años después, durante los cuales Carlotta Monterey pone a prueba
su ternura y su paciencia de enfermera, O'Neill muere tras una agonía larga y
dolorosa, acelerado su fin por una neumonía. Deja una disposición
testamentaria: la de que su drama Viaje
de un largo día hacia la noche no debe darse a conocer, dado su carácter
autobiográfico, antes de 1978; esto es, un cuarto de siglo después. Pero
Carlotta Monterey, vencida por las solicitaciones del teatro Real de Estocolmo,
al cual el ilustre dramaturgo había estado ligado por una deuda de gratitud,
accedió a autorizar su estreno mucho antes, lo cual permitió que todos los
públicos del mundo, en esta generación, conocieran una obra extraordinaria y
que rebasa todos los cánones del teatro.
He aquí, pues, la
vida fascinadora y alucinante del creador de El emperador Jones. Toda su parábola vital es extraña y
desconcertante y, sin embargo, lógica. Cuando le arrastraba el mero goce de
vivir, era N. N., un marino o un empleadillo o un cronista innominado; sólo
cuando le deslumbró la revelación de sí mismo apareció el período de la
decantación, de la ordenación de los ricos materiales acumulados por el
aventurero en su azaroso y desatinado vagabundeo. Si la sustancia que rebosan
sus dramas es tan humana, es porque no intentó deliberadamente documentarse
para escribirlos: se limitó a vivir, se emborrachó, peleó a puñetazos, pasó
hambre y noches de vigilia y supo del odio y el amor mercenario y de todas las
pasiones humanas, como un hombre cualquiera, sin pose literaria, confundido con
la multitud que jadea en el caos de las ciudades de hoy. De ahí la curiosa
paradoja de que O'Neill nace a los treinta años: surge como artista, se
descubre a sí mismo cuando ya ha madurado como hombre, alcanza su mayoría de
edad de escritor sin haber pasado por la adolescencia.
Igualmente
desconcertante es su personalidad. Extrovertido y apasionado, se ve obligado a
volcarse hacia adentro. ¿Por qué? Quizá la clave del enigma sea su extremada
delicadeza temperamental, su sensibilidad tan sutil, que le hacían mella cosas
que no habrían afectado a otro. Por eso se refugió en sí mismo, como su
personaje Dion Anthony, quien tal vez refleje en varios aspectos sus impulsos
contenidos. Pero, al mismo tiempo, volcó toda su reprimida pasión en su labor
creadora. Muchas de sus obras son en realidad autobiográficas: su fisonomía
espiritual aparece en diversos rasgos de sus personajes. Nunca tuvo empaque,
solemnidad, estiramiento. Era un hombre sencillo, límpido, sin reservas
mentales; callaba a menudo por mero pudor, pero al hablar no disimulaba sus
pensamientos.
Rara vez iba a ver
los ensayos de sus obras. Se sabe que sólo asistió al estreno de cinco de
ellas. Temía contemplar, en el escenario, la mutilación, la lapidación de sus
sueños. Pero no era un insociable ni un solitario. Le animaba, por el
contrario, una intensa cordialidad para con todos los hombres, aunque no se prodigaba.
Seleccionaba sus amistades. En sociedad, su magnetismo personal era
considerable. La pléyade de grandes autores que dieron brillo a la dramática
norteamericana en las primeras décadas del siglo xx —Robert E. Sherwood,
Maxwell Anderson, Sidney Kingsley, S. N. Behrman, Clifford Odets, Sidney
Howard— sentía un profundo afecto por él y le consideraba su decano, el
patriarca y fundador del teatro norteamericano. Y lo era.
La selección de sus
obras que aquí presenta la Editorial Aguilar es certera. Registra tres de los
dramas en que su inspiración rayó a mayor altura: El gran dios Brown, magnífica pieza en que el hombre es desgarrado
por la aspiración panteísta y el enigma del trasmundo; Deseo
bajo los olmos, el drama de la posesión más perfecto que se haya
escrito, y Anna Chrístie, la
salvación de un alma gracias a la taumaturgia de la Naturaleza. En Los millones de Marco Polo, O'Neill
presenta una fina y risueña sátira de la materialista sociedad contemporánea,
que olvida los valores espirituales; Íntimamente
unidos es uno de los mejores buceos psicológicos del amor que jamás se
hayan hecho; y Distinto, el vívido
retrato de una mujer desviada de la normalidad sexual. Días sin fin, que bien podría calificarse de «misterio dialéctico»,
es la obra que tanto revuelo causó al estrenarse en Nueva York, en 1934, ya que
algunos críticos dijeron entonces que el dramaturgo se había convertido al
catolicismo y que aquélla era su profesión de fe.
Finalmente, Más allá del horizonte, el drama de los
sueños frustrados, mereció un Premio Pulitzer, y de él arranca todo el teatro
típicamente norteamericano, de acento nacional, propio, ya que hasta entonces
la escena sólo se nutría en Estados Unidos de vodeviles y comedias de enredo y
de alcoba extranjeras, en adaptaciones crudamente comerciales; y completan la
selección El primer hombre y Oro, dos recios dramas de la etapa
inicial de O'Neill, que documentan su afán de crear intensos climas dramáticos.
A través de esta
selección, pues, el lector podrá aquilatar todas las virtudes de este escritor
excepcional, signado por el genio y la desventura: su vuelo poético, su
lenguaje desbordante de fuerza y rico en cautivantes imágenes y la avasalladora
humanidad de sus personajes. Podrá advertirse que, por su singular y manifiesta
personalidad, O'Neill tiene todas las características de un innovador, de un
jefe de ruta; y, sin embargo, no ha hecho escuela. Las razones son evidentes.
Su personalidad es demasiado impar, sus concepciones dramáticas y su estilo son
demasiado distintos. Si alguien tratara de seguir sus huellas, se expondría a
imitarlo en lo superficial, en lo externo, y quedaría ajeno a todas las
resonancias profundas de su teatro, a la seducción tan personal de su lirismo.
Ello no impide que muchos autores contemporáneos acusen su influencia en
materia de temática y tono. La evolución del teatro moderno le debe mucho en
punto a climas dramáticos, a liberación de convencionalismos, a renovación
total de elementos y de manera literaria. Una razón más que justifica el Premio
Nobel con que se consagró la presencia de un creador de vigorosa personalidad.
![](file:///C:/Users/RAFAEL/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image008.jpg)
y de la
traducción de la obra,
mantuvo
un constante contacto personal
con
Eugene O’Neill
(Con
las fechas de terminación y, entre paréntesis, las de estreno)
Thirst (Sed), 1914 (1915).
Bound East
for Cardiff (Rumbo a Cardiff), 1914
(1916).
Before Breakfast (Antes del desayuno), 1916 (1916).
The Long Voyage Home (El largo viaje de regreso), 1917 (1917).
In the Zone (En la Zona), 1917 (1917).
The Moon of the Caribbees (La luna de los Caribes), 1917 (1918).
Ile (Isla), 1917 (1917).
The Rope (La
cuerda), 1918 (1918).
Beyond the Horizon (Más allá del horizonte), 1918 (1920).
The Dreamy Kid (El soñadorzuelo), 1918 (1919).
Where the Cross is Made (Donde está la señal de la cruz), 1918 (1918).
The Straw (Ilusión), 1919 (1921).
Gold (Oro), 1920 (1921).
Anna Christie (Anna Christie), 1920 (1921).
The Emperor Jones (El emperador Jones), 1920 (1920).
Diff'rent (Distinto), 1920 (1920).
The First Man
(El primer hombre), 1920 (1922).
The Hairy Ape (El mono velludo), 1921 (1922).
The Fountain (La fuente), 1922 (1925).
Welded
(Íntimamente unidos), 1922
(1924).
All God's Chillum Got Wings (Todos los hijos de Dios tienen alas),
1923 (1924).
Desire Under the Elms (Deseo
bajo los olmos), 1923 (1924).
Marco Millions (Los millones de Marco Polo), 1924 (1928).
The Great
God Brown (El gran dios Brown), 1925
(1926).
Lazarus Laughed (Lázaro reía), 1926 (1928).
Strange Interlude (Extraño interludio), 1927 (1928).
Dynamo (Dínamo),
1928 (1929)
Mourning Becomes Electra (A Electra le sienta bien el luto), 1931 (1931).
Ah, Wilderness!
(¡Ah, soledad!), 1932 (1933).
Days
without end (Días sin fin), 1933 (1934).
The Iceman Cometh (Viene el heladero), 1939 (1946).
Long Day's Journey into Night (Viaje de un largo día hacia la noche),
1941 (1956).
A Moon for the Misbegotten (Una luna para el bastardo), 1943 (1947).
A Touch of the Poet (El poeta y sus sueños), 1946.
![](file:///C:/Users/RAFAEL/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image010.jpg)
![](file:///C:/Users/RAFAEL/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image012.jpg)
Portada de la primera edición en solitario de “Deseo bajo
los olmos”
Esta es, quizá, la obra
más perfecta que haya escrito O'Neill, la piedra angular del moderno realismo
poético, que influyó sobre Tennessee Williams en Un
tranvía llamado Deseo y sobre Ugo Betti
en Delito en la isla de las Cabras.
Deseo
bajo los olmos es un soplo huracanado de
pasión que cruza el escenario. Es el drama de la posesión, la posesión de la
tierra y de la mujer, en que un poderoso sentimiento panteísta parece
envolverlo y oprimirlo todo. Abbie, uno de los tipos femeninos mejor logrados
de O'Neill, es la mujer artera y apasionada, capaz de lograrlo todo en defensa
de su instinto. La expiación que les impone el dramaturgo a sus criaturas nada
tiene que ver con la que es tan característica de los personajes de Dostoyevski
y Tolstoi, la expiación cristiana, moral, ante Dios y la sociedad. Se trata,
simplemente, del pago de una deuda pendiente con la sociedad, del reajuste del
desequilibrio causado por la transgresión de una norma. Íntimamente, ni Abbie
ni Eben están arrepentidos de su pecado: a pesar de todo, es para ellos un
pecado con belleza.
La riqueza poemática de
este magnífico drama rural está acentuada por un lenguaje que logra lo popular
sin la menor concesión, que alcanza altas cumbres de lirismo con la sencillez
de medios más absoluta. Su estructura es perfecta: no sobra una sola escena,
una sola línea. Deseo
bajo los olmos es teatro ciento por
ciento, teatro en su expresión más pura. No hay retórica, verbalismo ni
elementos superfluos. Todo se desarrolla con poderoso y ágil dinamismo y
arrebata y conmueve desde la escena inicial.
LEÓN MIRLAS
Eugene O’Neill
PERSONAJES
Ephraim CABOT.
SIMEÓN,
PETER,
EBEN, sus
hijos.
ABBIE Putnam.
Una muchacha.
Dos agricultores.
Un violinista.
Un sheriff.
Otras gentes de las granjas vecinas.
Toda la
acción se desarrolla en 1850 en la granja Cabot, de Nueva Inglaterra, o en sus
alrededores inmediatos. El extremo Sur de la casa mira a una cerca de piedra,
en cuyo centro hay una puerta de madera que da a la carretera. La casa está en
buenas condiciones, pero necesitada de pintura. Sus muros son de un gris
mortecino, el verde de las persianas está descolorido. A cada lado del edificio
hay dos enormes olmos, que inclinan sus colgantes ramas sobre el tejado.
Parecen protegerlo y, al propio tiempo, dominarlo. Hay en su aspecto una
siniestra maternidad, una abrumadora y celosa preocupación. El íntimo contacto
con la vida del hombre de la casa les ha dado una aterradora humanidad.
Gravitan angustiosamente sobre la casa. Parecen mujeres agotadas que
descansasen sus fláccidos pechos, sus manos y su cabello sobre el tejado, y,
cuando llueve, sus lágrimas caen goteando monótonamente y se
pudren
en las tejas.
Hay un
sendero que va desde la puerta de la cerca, rodeando la esquina derecha de la
casa, hasta la puerta principal de la misma. En este lado hay un angosto
porche. La pared terminal que mira hacia nosotros tiene dos ventanas en su piso
superior y otras dos más grandes en la planta baja. Las de arriba son las de
los dormitorios del padre y de los hermanos. En la planta baja, a la izquierda,
está la cocina; a la derecha, el recibimiento, cuyas cortinas se hallan siempre
corridas.
PARTE PRIMERA
ESCENA PRIMERA
Exterior de la granja. Una puesta de sol, a principios
del verano de 1850. No hay viento; todo está en calma. El cielo que se divisa
por encima del tejado se halla vivamente coloreado, el verde de los olmos
brilla, pero la casa está en sombra y parece pálida y desdibujada por
contraste.
Se abre una puerta y Eben Cabot avanza hasta el final del
porche y se queda contemplando el camino, hacia la derecha. Tiene en la mano un
cencerro y lo agita mecánicamente, causando un estrépito ensordecedor. Luego,
con los brazos en jarras, mira el cielo. Lanza un suspiro de confuso temor y
exclama en un tono de equívoca adoración:
EBEN:
— ¡Dios! ¡Qué hermosura!
(Baja la
vista y mira a su alrededor, frunciendo el ceño. Tiene veinticinco años y es
fornido. Sus facciones son bellas y agradables, pero con una expresión
desconfiada y resentida. Sus ojos, oscuros y desafiantes, recuerdan los de un
animal salvaje en cautiverio. Cada día es una jaula en que se encuentra
atrapado, pero en su fuero interno se considera indómito. Hay en él, reprimida,
una salvaje vitalidad Tiene el cabello negro, bigote y una incipiente barba
rizada. Viste rústica ropa de faena. Escupe en el suelo con intenso encono, se
vuelve y entra nuevamente en la casa.)
(Aparecen
Simeón y Peter, que regresan de trabajar en el campo. Son también altos, pero
de más edad que su hermanastro. Simeón tiene treinta y nueve años, Peter,
treinta y siete. Y una complexión mucho
más simple y vulgar: cuerpo más rollizo, rostro más bovino y basto; son más
astutos y prácticos. Sus hombros están algo hundidos por los muchos años de
faenas agrícolas. Pisan pesadamente con sus toscas botas de gruesa suela, en
que hay pegados terrones de tierra. Su ropa, sus rostros, sus manos, sus brazos
y garganta desnudas, todo está sucio de tierra. Huelen a tierra. Se detienen juntos
por un momento delante de la casa y, como movidos por un mismo impulso,
contemplan en silencio el cielo, apoyados sobre sus azadas. En sus rostros hay
une expresión tensa, rebelde. Cuando miran el cielo, esta expresión se suaviza.)
SIMEÓN
(refunfuñando.):
— ¡Qué hermosura!
PETER:
— Sí…
SIMEÓN (con brusquedad.):
— Hoy hace dieciocho años.
PETER:
—¿De qué?
SIMEÓN:
— Jenn. Mi mujer. Murió.
PETER:
— Lo había olvidado.
SIMEÓN:
— Yo la recuerdo... a menudo. Entonces me
siento solo. Tenía una mata de pelo larga como la cola de un caballo..., ¡y
amarilla como el oro!
PETER (con contundente indiferencia.):
— El caso es que ha muerto. (Después de una pausa.) Oro hay en el
Oeste, Sim.
SIMEÓN (bajo la influencia del
crepúsculo aún, con tono vago.):
— ¿En el cielo?
PETER:
— Bueno... En cierto sentido..., es como un
anticipo. (Cada vez más excitado.)
Oro en el cielo... Oro en el Oeste... La Puerta de Oro... ¡California!..., ¡el
dorado Oeste!..., ¡yacimientos de oro!
SIMEÓN (excitado a su vez.):
— ¡Fortunas a ras del suelo, esperando que
alguien las recoja! ¡Las minas de Salomón, según dicen!
(Por un
momento continúan mirando el cielo. Luego bajan los ojos.)
PETER (con sardónica amargura.):
— Aquí... hay piedras sobre la tierra...,
piedras sobre las piedras... Hemos estado levantando muros de piedra... año
tras año...; él y tú, y yo y Eben..., ¡levantando muros de piedra para que él
nos cercara con ellos!
SIMEÓN:
— Trabajamos. Dimos nuestras fuerzas. Dimos
nuestros años. Enterramos todo eso bajo tierra... (golpea la tierra con el pie, en ímpetu rebelde)..., ¡donde se
pudre..., donde sólo sirve para hacer germinar las cosechas de él! (Pausa.) Bueno... La verdad es que la
granja rinde más que otras de por aquí.
PETER:
¡Si aráramos en California, habría terrones de
oro en el surco!
SIMEÓN:
— California está casi al otro lado del mundo.
Tenemos que pensarlo bien...
PETER
(Después
de una pausa.):
— Además, me costaría abandonar lo que hemos
ganado aquí con nuestro sudor.
(Pausa. Eben
asoma la cabeza por la ventana del comedor, escuchando.)
SIMEÓN:
— Sí. (Pausa.)
Quizá... él muera pronto.
PETER (Con tono de duda.):
— Quizá.
SIMEÓN:
— Quizá..., ¡quién sabe!..., esté muerto ahora.
PETER:
— Había que probarlo.
SIMEÓN:
— Se ha marchado hace dos meses..., y no hay
noticias suyas.
PETER:
— Nos abandonó en pleno campo un atardecer
como éste. Enganchó y partió rumbo al Oeste. Eso es bien poco natural. Durante
treinta años, nunca se alejó de aquí, salvo para ir al pueblo, al menos desde
que se casó con la madre de Eben. (Pausa.
Taimadamente.) Creo que podríamos hacer que el tribunal le declarase loco.
SIMEÓN:
— Es demasiado astuto para ellos. Se reiría de
todos. No le creerían loco ni por un momento. (Pausa.) Tenemos que esperar... hasta que esté bajo tierra.
EBEN (con risita sardónica.):
— ¡Honra a tu padre! (Los dos se vuelven sobresaltados y le miran absortos. Eben sonríe
burlonamente, luego frunce el ceño.) Rezo porque haya muerto. (Ellos siguen mirándole. Eben prosigue con
tono práctico.) La cena está lista.
SIMEÓN y PETER (simultáneamente.):
— ¿Sí?
EBEN:
— ¿Habéis visto cómo se pone el sol?
SIMEÓN y PETER (a un tiempo.):
— Sí... Hay oro en el Oeste
EBEN:
— Sí. (Señalando.)
Allá sobre la dehesa de la colina..., ¿verdad?
SIMEÓN y PETER (juntos.):
— ¡En California!
EBEN:
— ¿Eh? (Los
mira con indiferencia durante un momento y luego dice, arrastrando las
palabras.) Bueno... Se enfría la cena. (Vuelve
a la cocina.)
SIMEÓN (dando un respingo, hace chasquear
los labios):
— Tengo hambre!
PETER (husmeando el aire.):
— ¡Huele a tocino!
SIMEÓN (con calculador apetito.):
— ¡Debe de estar bueno!
PETER (con el mismo tono.):
— ¡No hay nada como el tocino!
(Giran
sobre sus talones y, hombro con hombro, chocando y rozándose, van
presurosamente hacia el yantar, como dos bueyes amigos camino de su cena.
Desaparecen al doblar la esquina derecha de la casa y se les oye entrar en
ésta. Telón.)
ESCENA II
El color se esfuma del cielo. Comienza el crepúsculo. Se
ve ahora el interior de la cocina. Una mesa de pino en el centro, un hornillo
en el rincón del foro derecha, cuatro rústicas sillas de madera, una vela de
sebo sobre la mesa. En el centro de la pared del foro, un gran cartel donde
aparece un barco con todo el velamen desplegado y la palabra «California» en
grandes letras. De los clavos penden utensilios de cocina. Todo está limpio y
en orden, pero la atmósfera es más propia de la cocina de un campamento de
hombres que de la de un hogar.
La mesa está puesta para tres. Eben saca del hornillo
patatas y tocino y los pone sobre la mesa, como también un pan y un jarro de
agua. Simeón y Peter entran empujándose y se dejan caer en sus sillas, sin
pronunciar una sola palabra. Eben se les une. Los tres comen en silencio
durante un momento, los dos mayores con una avidez animal, mientras Eben
picotea su comida sin apetito, mirando de cuando en cuando a los otros dos con
una antipatía no exenta de cierta condescendencia.
SIMEÓN (Se vuelve súbitamente hacia Eben.):
— ¡Oye! No debiste decir eso, Eben.
PETER:
— No estuvo bien.
EBEN:
— ¿El qué?
SIMEÓN:
— Que rezabas porque muriera.
EBEN:
— ¿Y qué...? ¿Acaso no rezáis vosotros por lo
mismo?
(Pausa.)
PETER:
— Es nuestro padre.
EBEN (con violencia.):
— Pero
mío, no.
SIMEÓN (secamente.):
— ¡Tú no permitirías que nadie dijera eso de
tu madre! ¡Ja, ja! (Brusca risita
sardónica. Peter sonríe burlonamente.)
EBEN (muy pálido.):
— Quise decir... que yo no soy suyo..., que no
soy como él..., ¡que él no es como yo!
PETER (secamente.):
— ¡Espera a tener su edad!
EBEN (con vehemencia.):
— Yo soy mi madre... ¡hasta la última gota de
sangre!
(Pausa.
Ellos le contemplan con indiferente curiosidad.)
PETER (nostálgico.):
— Fue buena con Sim y conmigo. Las buenas
madrastras no abundan.
SIMEÓN:
— Fue buena con todos.
EBEN (muy conmovido, se pone en pie y
se inclina torpemente ante uno y otro, balbuciendo.):
— Gracias. Yo soy su... su heredero. (Se sienta confuso.)
PETER (después de una pausa, sosegadamente.):
— Fue buena hasta con él.
EBEN (con tono salvaje.):
— ¡Y, para agradecérselo, él la matól
SIMEÓN (después de una pausa.):
— Nadie mata a nadie. Es siempre algo lo que
mata. Ese es el asesino.
EBEN:
— ¿Acaso no hizo trabajar a mamá como a una
esclava hasta causarle la muerte?
PETER:
— También él trabajó como un esclavo. También
nos hizo trabajar así a nosotros..., sólo que estamos vivos... todavía.
SIMEÓN:
— ¡Es algo... que le empuja... a empujarnos a
nosotros!
EBEN (vengativo.):
— Pues... ¡veremos qué le pasará el día del juicio
final! (Con desdén.) ¡Algo! ¿Qué
algo?
SIMEÓN:
— No lo sé.
EBEN
(sardónicamente.):
— ¿Eso que os empuja a vosotros hacia
California, quizá? (Ellos le miran con
sorpresa.) ¡Oh, os oí hablar! (Después
de una pausa.) ¡Pero nunca llegaréis a los yacimientos de oro!
PETER (afirmativo.):
— ¡Pues a lo mejor sí!
EBEN:
— ¿Dónde conseguiréis el dinero?
PETER:
— Podemos ir andando. Hay un largo camino
hasta California...; ¡pero si se sumaran todos los pasos que hemos dado en esta
granja, llegaríamos a la Luna!
EBEN:
— Los indios os quitarán el cuero cabelludo en
las llanuras.
SIMEÓN (con ceñudo humor.):
— ¡Quizá nos cobremos pelo por pelo!
EBEN (con tono categórico.):
— Pero no es eso. ¡Vosotros no iréis porque
preferiréis esperar aquí vuestra parte de la granja, confiando en que él morirá
pronto!
SIMEÓN (después de una pausa.):
— Tenemos derecho a ella.
PETER:
— Nos pertenecen dos tercios de la granja.
EBEN (levantándose de un salto.):
— ¡Vosotros no tenéis derecho! ¡Ella no era
vuestra madre! ¡La granja era de ella! ¿No se la robó él, acaso? Mamá ha
muerto, y la granja es mía.
SIMEÓN (sardónicamente.):
— ¡Díselo a papá... cuando vuelva! Apuesto un
dólar a que se reirá... por una vez en su vida. ¡Ja! (Ríe con un único ladrido, sin alegría.)
PETER (divertido a su vez, le hace eco
a su hermano.):
— ¡Ja!
SIMEÓN (después de una pausa.):
— ¿Qué tienes contra nosotros, Eben? Hace años
que veo tus ojos acechando... algo.
PETER:
— Sí...
EBEN:
— Sí... Claro que hay algo. (Estallando súbitamente.) ¿Por qué no os
interpusisteis entre él y mamá cuando la estaba matando a fuerza de trabajo...,
para pagarle así a ella las bondades que le debíais?
SIMEÓN:
— El caso es que... Había que darle de beber
al ganado.
PETER:
— O partir leña.
SIMEÓN:
— O arar.
PETER:
— O segar el heno.
SIMEÓN:
— O echar el abono.
PETER:
— O extirpar la cizaña.
SIMEÓN:
— O podar.
PETER:
— O bien ordeñar.
EBEN (interrumpiéndoles con
aspereza.):
— Y levantar paredes..., piedra sobre
piedra..., ¡levantar paredes hasta que el corazón de uno se convierte en una
piedra, y luego en una pared de piedra que nos tapiará el alma!
SIMEÓN (con tono práctico.):
— Nunca tuvimos tiempo para terciar entre
ellos.
PETER (a Eben.):
— Tú tenías quince años cuando mamá murió... y
estabas crecido para tu edad. ¿Por qué no hiciste algo?
EBEN (con aspereza.):
— ¡Había tanto que hacer! (Pausa. Lentamente.) Sólo cuando mamá hubo muerto me di cuenta de
lo que la pobre había pasado. Yo empecé a cocinar..., a hacer su trabajo..., y
eso me permitió conocerla, compartir su sufrimiento... Ella volvía para
ayudarme..., para hervir las patatas..., para freír el tocino..., para cocer
los bizcochos... Volvía muy encogida para avivar el fuego y sacar las cenizas,
los ojos llorosos e inyectados en sangre por el humo y las ascuas, como antes.
Vuelve aún…, se para junto al hornillo, ahí, al atardecer... No puede dormir y
descansar en paz, como debiera. No puede acostumbrarse a la libertad..., ni
siquiera en la tumba.
SIMEÓN:
— Pues nunca se quejó.
EBEN:
— Estaba demasiado cansada. Se acostumbró más
de la cuenta a vivir demasiado cansada. Esa fue la obra de él. (Con vengativo apasionamiento.) Y, tarde
o temprano, terciaré entre ellos. ¡Diré las cosas que no le dije entonces! Las
gritaré con toda la fuerza de mis pulmones. ¡Trataré de que mi madre encuentre
algún descanso y sueño en la tumba!
(Vuelve
a sentarse, sumiéndose de nuevo en caviloso silencio. Ellos le miran con
extraña e indiferente curiosidad.)
PETER (después de una pausa.):
— ¿Adónde diablos crees tú que habrá ido, Sim?
SIMEÓN:
— Lo ignoro. Se fue en el carro, vestido de
punta en blanco, con la yegua bien cepillada y lustrosa. Se fue haciendo
chasquear la lengua y restallando el látigo. Lo recuerdo muy bien. Yo estaba
terminando de arar, y estábamos en primavera: era el mes de mayo, se estaba
poniendo el sol y había oro en el Oeste, y él penetró en el campo con el carro.
Yo grité: «¿Adónde vas, papá?» Y él se detuvo por un momento junto a la cerca
de piedra. Sus ojos de vieja víbora brillaban al sol, como si hubiese bebido
mucho, y dijo, con una sonrisa de mula: «¡No os larguéis antes que yo regrese!»
PETER:
— ¿Estaría enterado de que pensábamos
marcharnos a California?
SIMEÓN:
— Quizá. Yo no contesté, y él dijo, con un aire
bastante raro, como de enfermo: «He oído cacarear a las gallinas y cantar a los
gallos durante todo el maldito día. He estado escuchando el mugido de las vacas
y el pataleo de todos los bichos, y ya no puedo seguir aguantando esto. Estamos
en primavera, y me siento condenado—dijo—. Condenado como un viejo y pelado
nogal que sólo sirve para ser quemado», dijo. Y entonces, seguramente, me leyó
en los ojos un poco de esperanza, porque agregó, muy animado y con tono
maligno: «Pero que no se te ocurra la estúpida idea de que estoy muerto. ¡He
jurado vivir cien años, y lo haré, aunque sólo sea para fastidiar a tu pecadora
codicia! Y ahora me voy en busca del mensaje de Dios para mí esta primavera,
como hacían los profetas. Y tú, vuélvete a tu arado», dijo. Y se alejó cantando
un salmo. Creí que estaba borracho... ¡De no ser así, le habría detenido!
EBEN (despectivamente.):
— ¡No, no lo hubieras hecho! Le tienes miedo.
¡Es más fuerte... por dentro... que vosotros dos juntos!
PETER (sardónicamente.):
— ¿Y tú?... ¿Eres acaso Sansón?
EBEN:
— Me estoy volviendo más fuerte. Siento crecer
eso en mí..., crecer cada vez más..., ¡hasta que termine por estallar!... (Se levanta y se pone la chaqueta y un
sombrero. Ellos le miran, y gradualmente en sus rostros se dibujan sonrisas
cada vez más burlonas. Eben rehuye sus miradas tímidamente.) Voy a darme
una vuelta... camino arriba.
PETER:
— ¿Al pueblo?
SIMEÓN:
— ¿A ver a Minnie?
EBEN (desafiante.):
— ¡Sí!
PETER (zumbón.):
— ¡La ramera!
SIMEÓN:
— La lujuria... ¡Eso es lo que está creciendo
en ti!
EBEN:
— ¡Pues es guapa!
PETER:
— ¡Lo ha sido durante veinte años!
SIMEÓN:
— Una nueva capa de colorete convierte en una
zorra a una de cuarenta.
EBEN:
— ¡Minnie no tiene cuarenta años!
PETER:
— Si no los tiene, poco le falta.
EBEN (con desesperación.):
— ¿Qué sabéis vosotros de...?
PETER:
— Todo lo que hay que saber... Sim la conoció
primero..., y luego, yo...
SIMEÓN:
— ¡Y papá también podría decirte algo! ¡Él
estuvo antes!
EBEN:
— ¿Queréis decir con eso que él...?
SIMEÓN (con una sonrisa burlona.):
— ¡Sí!...
¡Somos sus herederos en todo!
EBEN (con vehemencia.):
— ¡Con más motivo! ¡Peor aún! ¡Esto reventará
pronto! (Con tono violento.) ¡A ella
le daré un puñetazo en la cara! (Abre con
violencia la puerta del foro.)
SIMEÓN (guiñándole el ojo a Peter y
arrastrando las palabras.):
— Puede ser... Pero la noche es tibia...,
agradable... ¡Cuando llegues allí, quizá le des un beso, en vez de un puñetazo!
PETER:
— ¡Claro que lo hará!
(Ambos
ríen groseramente. Eben se precipita afuera y cierra dando un portazo, luego
hace lo mismo con la puerta principal, dobla la esquina de la casa y se detiene
junto a la cerca, contemplando el cielo.)
SIMEÓN (siguiéndole con la mirada.):
— Igual que su padre.
PETER:
— ¡Su viva imagen!
SIMEÓN:
— ¡De tal palo, tal astilla!
PETER:
— Sí. (Pausa.
Con anhelo.) Quizá dentro de un año estemos en California.
SIMEÓN:
— Sí. (Pausa.
Ambos bostezan.) Vamos a acostarnos.
(Apaga
de un soplo la vela. Salen por el foro. Eben tiende los brazos hacia el cielo y
dice con tono rebelde.)
EBEN:
— Bueno... Ahí está una estrella, y en alguna
parte está él, y aquí estoy yo, y ahí está Min, camino arriba..., todo en la
misma noche. Y si la beso..., ¿qué? Min es como la noche: es suave y tibia; sus
ojos saben parpadear como una estrella, su boca es tibia, sus brazos son
tibios, huele como un tibio campo recién arado, es hermosa... ¡Sí! ¡Por Dios
Todopoderoso que es hermosa, y me importan un cuerno los pecados que haya
cometido antes o con quién los haya cometido! ¡Mi pecado es tan hermoso como el
de cualquiera de ellos!
(Se
aleja a grandes pasos camino abajo, hacia la izquierda. Telón.)
ESCENA III
La
tiniebla absoluta que reina momentos antes del amanecer. Eben entra por la
izquierda y va hacia el porche, tanteando el camino, riendo con amargura y
profiriendo maldiciones a media voz.
EBEN:
— ¡Maldito viejo avaro! (Se le oye entrar por la puerta principal. Hay una pausa mientras sube
al primer piso, y luego se oye un sonoro golpe en la puerta del dormitorio de
los hermanos.) Despertad!
SIMEÓN (sobresaltado.):
— ¿Quién está ahí?
(Eben
abre la puerta de un empujón, entra con una vela encendida en la mano. Se ve el
dormitorio de los hermanos. El techo está en declive, como el tejado. Aquéllos
sólo pueden erguirse junto a la pared divisoria del primer piso. Simeón y Peter
están en una cama doble, en primer término. La pequeña cama de Eben está al fondo.
En el rostro de Eben hay una mezcla de tonta sonrisa y de ceño malignamente
fruncido.)
EBEN:
— ¡Soy yo!
PETER (irritado.):
— ¿Qué demonios...?
EBEN:
— ¡Tengo noticias para vosotros! (Deja escapar una brusca risotada
sardónica.)
SIMEÓN (con ira.):
— ¿No podías guardártelas hasta que
despertáramos?
EBEN:
— Falta poco para que salga el sol. (Estallando.) ¡Ha vuelto a casarse!
SIMEÓN y PETER (con violencia.):
— ¿Papá?
EBEN:
— Se ha enredado con una hembra de unos
treinta y cinco años... y guapa, a lo que dicen...
SIMEÓN (espantado.):
— ¡Mentira!
PETER:
— ¿Quién lo dice?
SIMEÓN:
— ¡Te han estado contando una sarta de
embustes!
EBEN:
— ¿Creéis que soy un bobo? Todo el pueblo lo
dice. El predicador de New Dover fue quien trajo la noticia..., se la dijo al
nuestro... Fue en New Dover donde se enredó ese estúpido de viejo...; era allí
donde vivía la mujer...
PETER (convencido ya y aturdido.):
— ¡La verdad es que...!
SIMEÓN
(lo
mismo.):
— ¡La verdad es que...!
EBEN (sentándose sobre una de las
camas, con maligno odio.):
— ¿Verdad que es un demonio escapado del
infierno? Lo ha hecho solamente para fastidiarnos... ¡Maldita sea esa vieja mula!
PETER (después de una pausa.):
— Ella lo heredará todo ahora.
SIMEÓN:
— Claro. (Pausa.
Con tono apagado.) Bueno... Si la cosa ya no tiene remedio...
PETER:
— Para nosotros no... (Pausa. Persuasivamente.) En los campos de California hay oro, Sim.
De nada sirve ahora quedarnos aquí.
SIMEÓN:
— Es precisamente lo que yo estaba pensando. (Con decisión.) Tanto da ahora como
después. Vámonos esta misma mañana.
PETER:
— De acuerdo.
EBEN:
— Por lo visto, tenéis ganas de andar.
SIMEÓN (con sarcasmo.):
— ¡Si nos dieras tú más alas, iríamos allá volando!
EBEN:
— ¿No os gustaría más viajar... en un
barco?... (Hurga en su bolsillo y saca
una arrugada hoja de papel de barba.) Bueno. Si firmáis esto, podréis ir en
barco. Lo tenía preparado por si os marchabais algún día. Este papel dice que, por
trescientos dólares a cada uno, consentís en venderme vuestras partes de la
granja.
(SIMEÓN
y PETER miran con desconfianza el papel. Pausa.)
SIMEÓN (con tono indeciso.):
— Pero si él ha vuelto a enredarse...
PETER:
— ¿Y dónde has conseguido ese dinero, por lo
demás?
EBEN (astutamente.):
— Sé dónde está escondido. He esperado largo
tiempo... Mamá me lo aconsejó. Supo su escondite por espacio de años, pero
esperó... El dinero era suyo...; es el dinero que él obtuvo de la granja, y lo
ocultó a mamá. Ahora es mío por derecho.
PETER:
— ¿Dónde está escondido?
EBEN (astutamente.):
— Donde nunca lo encontraréis sin mi ayuda.
Mamá le espió... Si no hubiera sido por eso, nunca lo hubiera descubierto. (Pausa. Ellos le miran recelosamente, y él a
ellos.) Bueno... ¿Os hace el negocio?
SIMEÓN:
— No lo sé.
PETER:
— No lo sé.
SIMEÓN (mirando por la ventana.):
— El cielo se está encapotando.
PETER:
— Más vale que enciendas el fuego, Eben.
SIMEÓN:
— Y que prepares algo de comer.
EBEN:
— Sí. (Con
afectada y burlesca cordialidad.) Os daré algo bueno. Si pensáis ir a pie a
California, necesitaréis algo que se os pegue al riñon. (Se vuelve hacia la puerta, agregando significativamente.) Pero
podéis ir en barco si hacemos changa. (Se
detiene junto a la puerta y espera. Ellos le miran fijamente.)
SIMEÓN (con aire desconfiado.):
— ¿Dónde pasaste la noche?
EBEN (retador.):
— En casa de Min. (Con lentitud.) Mientras iba allá, creí primero que la besaría.
Luego empecé a pensar en lo que me habíais dicho de él y de ella, y me dije: «¡Le
romperé la nariz a Min por esto!» Entonces llegué al pueblo y me enteré de la
noticia, y me sentí enloquecer y corrí a casa de Min sin saber qué haría... (Se interrumpe, y luego dice con timidez,
pero con tono más desafiante.) Bueno... Cuando la vi, no le pegué..., ni
tampoco la besé... Empecé a bramar como un carnero y a proferir maldiciones al
mismo tiempo, tan enloquecido estaba..., y ella se asustó..., ¡y yo,
simplemente, la agarré y la poseí! (Orgullosamente.)
¡Sí, señor! La poseí. Quizá haya sido de él..., y también vuestra...; pero
ahora ¡es mía!
SIMEÓN (secamente.):
— ¿Estás enamorado?
EBEN (con altanero desdén.):
— ¡El amor! ¡No creo en esa paparrucha!
PETER (guiñándole un ojo a Simeón.):
— Puede ser que Eben piense casarse también.
SIMEÓN:
— ¡Min sería una compañera realmente fiel!
(Él y Peter
ríen burlonamente.)
EBEN:
— ¿Qué me importa Min..., salvo que es redonda
y tibia! Lo importante es que le ha pertenecido a él..., ¡y que ahora es mía! (Va hacia la puerta, y luego se vuelve con
aire rebelde.) Y Min no está tan mal. ¡Apuesto a que las hay peores en el
mundo! ¡Esperad a ver esa vaca con quien se enredó el viejo! ¡Presiento que le
gana a Min! (Se dispone a salir.)
SIMEÓN (repentinamente.):
— Quizá trates de poseerla también… ¿eh?
PETER:
— ¡Ja, ja! (Ríe
sardónicamente, deleitándose con esta idea.)
EBEN (escupiendo con repulsión.):
— Ella... aquí..., durmiendo con él...,
¡robando la granja de mamá! ¡Preferiría acariciar a una mofeta, o besar a una
víbora!
(Sale.
Ambos le siguen con la mirada, recelosamente. Pausa. Escuchan los pasos de Eben,
que se alejan.)
PETER:
— Está encendiendo el fuego.
SIMEÓN:
— Me
gustaría ir en barco a California.... pero...
PETER:
— Quizá Min le haya metido algún plan en la
cabeza.
SIMEÓN:
— Puede ser que todo eso del casamiento de
papá sea una mentira. Más vale que esperemos a ver a la recién casada.
PETER:
— ¡Y no
firmes lo que sea hasta que lo hagamos ambos!
SIMEÓN:
— ¡Ni antes de convencernos de que el dinero
es auténtico! (Con sonrisa burlona.)
¡Pero si papá está enredado, le venderíamos a Eben algo que nunca podríamos
conseguir de todos modos!
PETER:
— Esperemos y se verá. (Con brusca ira vengativa.) ¡Y hasta que él vuelva, dejémonos de
trabajar, y que se ocupe Eben de todo, si quiere, y nosotros, a dormir y a
comer y a beber aguardiente, y que toda esta maldita granja se vaya al diablo!
SIMEÓN (con excitación.):
— ¡Nos hemos ganado un descanso, caramba!
Vamos a divertirnos, por variar. No me moveré de la cama hasta que el desayuno
esté listo.
PETER:
— ¡Y sobre la mesa!
SIMEÓN (después de una pausa,
pensativamente.):
— ¿Cómo será, en tu opinión, ella..., nuestra
nueva madre? ¿Tal como la supone Eben?
PETER:
— Es más que probable.
SIMEÓN (vengativamente.):
— Bueno... ¡Ojalá sea una bruja que le haga
pensar a él : «¡Quisiera estar muerto y viviendo en la boca del infierno para
consolarme!»
PETER (fervorosamente.):
— ¡Amén!
SIMEÓN (imitando la voz de su padre.):
— «Voy en busca del mensaje de Dios en
primavera, como los profetas», dijo. ¡Apostaría a que, en aquel momento, él
sabía muy bien que iba a putañear! ¡ El hediondo viejo hipócrita!
ESCENA IV
El mismo
escenario de la escena segunda: se ve el interior, de la cocina y una
vela encendida sobre la mesa. Fuera, el gris del amanecer.
Simeón y
Peter están terminando su desayuno. Eben, sentado delante de su plato intacto
de comida, cavila con el ceño fruncido.
PETER (mirándole con cierta irritación.):
— De nada sirve ponerse lúgubre.
SIMEÓN (sarcásticamente.):
— ¡Le entristece el deseo de la carne!
PETER (con una sonrisa burlona.):
— ¿Había sido tuya ya antes?
EBEN (colérico.):
— Eso no os importa. (Pausa.) Pensaba en él. Siento que se está acercando..., lo siento
como se siente la proximidad del escalofrío de la malaria.
PETER:
— Es demasiado temprano todavía.
SIMEÓN:
— No sé. A él le gustaría encontrarnos
dormidos..., nada más que para poder reprocharnos algo.
PETER
(se pone
en pie mecánicamente. Simeón hace lo mismo.):
— Bueno... Vamos a trabajar.
(Se
dirigen con paso fatigado y mecánico hacia la puerta antes de poder pensarlo.
De pronto recuerdan y se detienen bruscamente.)
SIMEÓN
(sonriendo
con aire burlón.):
— ¡Eres un estúpido, Peter..., y yo, otro!
¡Que nos vea sin trabajar! ¡Nos importa un cuerno!
PETER (mientras vuelven a la mesa.):
— ¡Un cuerno! Eso servirá para hacerle
comprender que hemos terminado con él.
(Vuelven
a sentarse. Eben pasea la mirada del uno al otro con aire de sorpresa.)
SIMEÓN (le sonríe burlonamente.):
— Nos proponemos ser lirios del campo.
PETER:
— ¡No moveremos un solo dedo!
SIMEÓN:
— Tú eres el único dueño... hasta que llegue
él. Eso es lo que has querido. Pues bien... Tienes que ser también el único que
trabaje.
PETER:
— Las vacas están mugiendo. ¡Más vale que te
des prisa a ordeñarlas!
EBEN (con excitada alegría.):
— ¿Quieres decir que me firmaréis el papel?
SIMEÓN (secamente.):
— Quizá.
PETER:
— Quizá.
SIMEÓN:
— Lo estamos pensando. (Con tono perentorio.) Será mejor que vayas a trabajar.
EBEN (con extraña excitación.):
— ¡La granja vuelve a ser de mamá! ¡Es mi
granja! ¡Esas vacas son mías! ¡Me mojaré estos condenados dedos con leche de
mis propias vacas!
(Sale
por el foro. Ellos le siguen con una mirada de indiferencia.)
SIMEÓN:
— Igual que su padre.
PETER:
— ¡Su viva imagen!
SIMEÓN:
— Bueno... ¡Allá ellos!
(Eben
sale por la puerta y dobla la esquina de la casa. El cielo está empezando a
colorearse con los fulgores del sol naciente. Eben se detiene junto a la cerca
y mira a su alrededor con ojos centelleantes y que desbordan instinto de
posesión. Abarca toda la granja en su vasta mirada de deseo.)
EBEN:
— ¡Es hermosa! ¡Es muy hermosa! ¡Es mía! (Súbitamente echa atrás con audacia la
cabeza y contempla el cielo con ojos duros y desafiantes.) ¡Mía! ¿Oyes? ¡Mía!
(Se
vuelve y sale rápidamente por el foro izquierda, camino del establo. Los dos
hermanos encienden sus pipas.)
SIMEÓN (poniendo sobre la mesa sus
embarradas botas y echando atrás la silla, lanza con aire desafiante una
bocanada de humo.):
— Bueno... Esto es comodidad..., por una vez
siquiera.
PETER:
— Sí...
(Sigue
su ejemplo. Pausa. Inconscientemente, ambos suspiran.)
SIMEÓN (de pronto.):
— Eben nunca fue gran cosa ordeñando.
PETER (con un bufido.):
— ¡Sus manos parecen pezuñas!
(Pausa.)
SIMEÓN:
— ¡Alcánzame ese jarro! Echemos un trago. Me
siento algo deprimido.
PETER:
— ¡Buena idea! (Lo hace, toma dos vasos y ambos se sirven whisky.) ¡Este, por el
oro de California!
SIMEÓN:
— ¡Y por la suerte que hace falta para
encontrarlo!
(Beben,
lanzan un bufido, suspiran, retiran sus pies de la mesa.)
PETER:
— Parece que no nos ha sentado bien.
SIMEÓN:
— No estamos acostumbrados a beberlo tan
temprano.
(Pausa.
Se muestran muy desasosegados.)
PETER:
— Se asfixia uno en esta cocina.
SIMEÓN
(con
inmenso alivio.):
— Vamos a tomar un poco de aire.
(Se
levantan ágilmente y salen por el foro, reaparecen después de dar la vuelta a
la casa y se detienen junto a la tapia. Contemplan el cielo con admiración.)
PETER:
— ¡Qué hermosura!
SIMEÓN:
— Sí. El oro está al Este, ahora.
PETER:
— El sol parte con nosotros hacia el dorado
Oeste.
SIMEÓN (pasea la mirada por la granja;
su contraído rostro se vuelve tenso, no logrando disimular su emoción.):
— Bueno... Quizá sea nuestra última mañana.
PETER (lo mismo.):
— Sí.
SIMEÓN (golpea el suelo con el pie y le
habla a la tierra con desesperación.):
— Hay treinta años míos enterrados en ti...,
fecundándose..., enriqueciendo tu alma... ¡He sido para ti un abono de primera,
qué diablos!
PETER:
— ¡Sí! ¡Y yo también!
SIMEÓN:
— Y tú también, Peter. (Suspira. Luego escupe.) Bueno… Es inútil llorar sobre la leche
derramada.
PETER:
— En el Oeste hay oro... y libertad, quizá.
Aquí hemos sido esclavos de estos muros de piedra.
SIMEÓN (desafiante.):
— Desde ahora no somos esclavos de nadie... ni
de nada. (Pausa, preocupado.) A
propósito de leche, me pregunto... ¿cómo se las estará componiendo Eben?
PETER:
— Supongo que saldrá del paso.
SIMEÓN:
— Quizá debiéramos ayudarle... por esta vez.
PETER:
— Quizá. Las vacas nos conocen.
SIMEÓN:
— Y nos quieren. A Eben no le conocen gran
cosa.
PETER:
— Y lo mismo los caballos y los cerdos y las
gallinas. No conocen mucho a Eben.
SIMEÓN:
— Nos conocen como a hermanos... ¡y nos
quieren! (Orgullosamente.) ¿Acaso no
los hemos criado para que sean unos animales de primera, unos ejemplares de
exposición?
PETER:
— Ya no.
SIMEÓN (tristemente.):
— Lo olvidaba. (Resignado.) Bueno, vamos a ayudarle un poco a Eben, y nos servirá
para despabilarnos.
PETER:
— De acuerdo.
(Se
disponen a salir por el foro izquierda, camino del establo, cuando Eben aparece
y se adelanta presurosamente hacia ellos, muy excitado.)
EBEN (sin aliento.):
— Bueno... ¡Ahí están! ¡La vieja mula y la
recién casada! ¡Los he visto desde el establo, allá abajo, en el recodo!
PETER:
— ¿Cómo puedes distinguirlos desde tan lejos?
EBEN:
— ¿Acaso no tengo toda la buena vista que a él
le falta? ¿Acaso no he visto a la yegua y el carro y a dos personas sentadas en
él? ¿Quién, si no...? ¡Y os digo que los siento llegar, además!
(Se
retuerce como si tuviera una comezón.)
PETER (empezando a sentirse irritado.):
— Bueno... ¡ Que él mismo desenganche la
yegua!
SIMEÓN (irritado, a su vez.):
— De prisa entonces, y vayamos en busca de
nuestros hatos y marchémonos en el mismo momento en que él llegue. No quiero
franquear siquiera el umbral cuando esté de regreso.
(Ambos
se encaminan hacia el interior, doblando la esquina de la casa. Eben los
sigue.)
PETER:
— Muéstranos el color del dinero de ese viejo
avaro y firmaremos.
(Él y Simeón
desaparecen por la izquierda y suben pesadamente al primer piso en busca de sus
hatos. Eben aparece en la cocina, corre hacia la ventana, se asoma por ella,
vuelve y saca un listón del piso, debajo del hornillo, extrae de allí una
bolsita de lona y la deposita sobre la mesa, reintegrando luego a su sitio el
listón. Al cabo de un instante aparecen los dos hermanos. Llevan viejas
maletas.)
EBEN
(pone la
mano sobre la bolsa, con gesto precautorio.): ¿Habéis firmado?
SIMEÓN (le muestra el papel en la
mano.):
— Sí. (Codiciosamente.)
¿Es ése el dinero?
EBEN (abre la bolsa y hace caer de
ella un montón de monedas de oro de veinte dólares.):
— Monedas de veinte dólares..., treinta en
total. Contadlas.
(Peter
lo hace, agrupándolas en pilas de a cinco, mordiendo un par de ellas para
probarlas.)
PETER:
— Seiscientos.
(Pone el
dinero en la bolsita de lona y guarda ésta cuidadosamente bajo su camisa.)
SIMEÓN (tendiéndole el papel a Eben.):
— Aquí tienes.
EBEN
(después
de arrojar una mirada sobre el papel, lo dobla con sumo cuidado y lo oculta
bajo su camisa, diciendo con gratitud.):
— Gracias.
PETER:
— Somos nosotros quienes te damos las gracias
por el paseo en barco.
SIMEÓN:
— Te mandaremos un pedazo de oro para Navidad.
(Pausa. Eben
los mira y ellos le miran a su vez.)
PETER (con aire embarazado.):
— Bueno..., nos vamos.
SIMEÓN:
— ¿Vienes al patio?
EBEN:
— No. Esperaré aquí un momento.
(Otro
silencio. Ambos hermanos se dirígen al sesgo hacia la puerta del foro y luego
se vuelven y detienen.)
SIMEÓN:
— Bueno… Adiós.
PETER:
— Adiós.
EBEN:
— Adiós.
(Salen. Eben
se sienta junto a la mesa, de frente al hornillo, y saca el documento. Mira
alternativamente el papel y el hornillo. Su rostro, iluminado por el dardo de
luz solar que entra por la ventana, acusa una expresión de trance. Sus labios
se mueven. Ambos hermanos salen hasta la cerca.)
PETER (mirando en dirección al
establo.):
— Ahí le tienes..., desenganchando.
SIMEÓN (con una risita.):
— ¡Te apuesto a que se siente furioso!
PETER:
— Y ahí está ella.
SIMEÓN:
— Veamos qué aspecto tiene nuestra nueva
madre.
PETER (con una sonrisa burlona.):
— ¡Y démosle nuestra maldición de despedida!
SIMEÓN (sonriente.):
— Me dan ganas de correr una parranda. Siento
ligeros la cabeza y los pies.
PETER:
— También yo. Me dan ganas de reír hasta
reventar.
SIMEÓN:
— ¿Será el licor?
PETER:
— No. Mis pies sienten comezón de andar y
andar... y dar brincos y...
SIMEÓN:
— ¿Bailar?
(Pausa.)
PETER
(intrigado.):
— ¡Qué raro!...
SIMEÓN (cuyo rostro se ilumina.):
— Supongo que será porque han cerrado la
escuela. Estamos de vacaciones. ¡Por una vez, somos libres!
PETER (aturdido.):
— ¿Libres?
SIMEÓN:
— ¡Se ha roto el cabestro..., ha reventado el
arnés..., han caído los barrotes de la cerca..., se desmoronan los muros de
piedra! ¡Nos iremos por la carretera corriendo y dando cabriolas!
PETER (tomando aliento profundamente,
con tono oratorio.):
— El que quiera esta granja, este viejo y
pestilente montón de piedras, puede quedarse con ella. ¡No es nuestra! ¡No,
señor!
SIMEÓN (saca la puerta de sus goznes y
se la pone debajo del brazo.):
— ¡Con esto declaramos abolidas las puertas
cerradas y las puertas abiertas y todas las puertas, qué diablos!
PETER:
— Nos la llevaremos para que nos dé suerte y
la echaremos a flotar a la deriva por algún río.
SIMEÓN
(al oír
rumor de voces a la izquierda del foro.):
— ¡Ahí vienen!
(Ambos hermanos quedan rígidos, convertidos en
dos estatuas de ceñudo rostro. Entran Ephraim Cabot y ABBIE Putnam. Cabot tiene
setenta y cinco años, es alto y delgado, de grande, nerviosa y concentrada
fuerza, pero cargado de espaldas a causa de las faenas rurales. Su rostro es
tan duro como si estuviese tallado en piedra, pero hay en él una debilidad: un
mezquino orgullo que le inspiran sus limitadas fuerzas. Sus ojos son pequeños,
muy juntos y miopes, y parpadean a cada instante en su esfuerzo por enfocar las
cosas, existiendo en su mirar penetrante una violenta tensión, una fuerza que
crece hacia adentro. Viste su lúgubre traje dominical. ABBIE tiene treinta y
cinco años; es una mujer frescachona, plena de vitalidad. Su redondo rostro es
bello, pero está empañado por su asaz grosera sensualidad. En su mandíbula hay
fuerza y obstinación y una firme decisión en sus ojos, y en toda su
personalidad resalta la misma característica temperamental desenfrenada,
salvaje y desesperada, tan evidente en Eben.)
CABOT (al entrar ambos, con extrañeza
y estrangulada emoción en la seca voz cascada.):
— Ya estamos en casa, ABBIE.
ABBIE
(con un
sentimiento de codicia ante la palabra.):
— ¡En casa! (Sus ojos se deleitan mirando la casa, sin ver aparentemente a las dos
rígidas figuras de la verja.) Es bonita… ¡Muy bonita! No puedo creer que
sea realmente mía.
CABOT (con aspereza.):
— ¿Tuya? ¡Mía! (La mira con ojos penetrantes. Ella le devuelve la mirada. Él agrega,
cediendo.) ¡Nuestra... en todo caso! Estuvo solitaria durante demasiado
tiempo...Yo envejecía en primavera. Una casa necesita a una mujer.
ABBIE (cuya voz se posesiona de todo
lo que la rodea.):
— ¡Una mujer necesita una casa!
CABOT (asintiendo, con indecisión.):
— Sí... (Con
irritación.) ¿Dónde están todos? ¿No hay nadie aquí..., trabajando... o lo
que sea?
ABBIE (ve a los hermanos, devuelve con
intereses la mirada de frío y estimativo desdén de éstos, y dice lentamente.):
— Ahí están dos hombres holgazaneando junto a
la tapia y mirándome como perros extraviados.
CABOT (esforzando la vista.):
— Los veo..., pero no consigo distinguirlos
bien...
SIMEÓN:
— Soy Simeón.
PETER:
— Soy Peter.
CABOT (estallando.):
— ¿Por qué no estáis trabajando?
SIMEÓN (secamente.):
— Estamos esperando para darte la bienvenida
al hogar..., ¡a ti y a la novia!
CABOT (confuso.):
— ¿Qué?... Bueno... Esta es vuestra nueva madre, muchachos.
(Abbie
los mira fijamente, y ellos a ella.)
SIMEÓN (se aparta y escupe
despectivamente.):
— ¡Ya la veo!
PETER (escupe a su vez.):
— ¡ Y yo también!
ABBIE (con la superioridad consciente
del vencedor.):
— Entraré a ver mi casa.
(Da
lentamente la vuelta, dirigiéndose al porche.)
SIMEÓN (con un bufido.):
— ¡Su casa!
PETER (gritándole a Abbie.):
— Dentro encontrarás a Eben. No le digas que
es tu casa. Te lo aconsejo.
ABBIE (repitiendo el nombre.):
— Eben. (Tranquilamente.)
Se lo diré a Eben.
CABOT (con despectiva y burlona
sonrisa.):
— No necesitas decírselo. Eben es un
estúpido..., como su madre..., un cobarde y un necio.
SIMEÓN (con su sardónica risotada.):
— ¡Ja, ja! Eben es una astilla tuya..., tu
viva imagen. ¡Duro y áspero como un nogal! Los lobos se devoran entre sí. ¡Quizá
Eben te devore, viejo!
CABOT (imperativamente.):
— ¡Vamos, a trabajar los dos!
SIMEÓN (al desaparecer Abbie en el
interior de la casa, le guiña el ojo a Peter, y dice, con tono insultante.):
— De modo que ésa es nuestra nueva madre...,
¿eh? ¿Dónde diablos la desenterraste?
(Él y Peter
ríen.)
PETER:
— ¡Ja, ja! Más vale que la mandes a la pocilga
con las demás marranas.
(Ambos
ríen estruendosamente, dándose palmadas en los muslos.)
CABOT (está tan atónito ante el
descaro de ambos, que tartamudea confuso.):
— ¡Simeón! ¡Peter! ¿Qué os pasa? ¿Estáis
borrachos?
SIMEÓN:
— Somos libres, viejo... ¡Libres de ti y de
toda esta maldita granja!
(La hilaridad
y excitación de ambos crecen por momentos.)
PETER:
— ¡Y nos vamos a los yacimientos de oro de
California!
SIMEÓN:
— ¡Puedes quemar todo esto!
PETER:
— Y enterrarlo... ¡Para lo que nos importa!
SIMEÓN:
— ¡Somos libres, viejo!
(Da una
cabriola.)
PETER:
— ¡Libres!
(Da una
voltereta en el aire. Simeón, presa de frenesí, lanza un chillido; Peter le
imita y ambos ejecutan una absurda danza guerrera alrededor del viejo, que está
petrificado y fluctúa entre la ira y el temor de que estén locos.)
SIMEÓN:
— ¡Somos libres como los indios! ¡Considérate
afortunado de que no te arranquemos el cuero cabelludo!
PETER:
— ¡Y de que no te quememos el establo y te
matemos el ganado!
SIMEÓN:
— ¡Y de que no violemos a tu nueva mujer!
(Profiere
un chillido. Él y Peter dejan de bailar y, con los brazos en jarras, se
estremecen de loca risa.)
CABOT (apartándose de ellos.):
— Es la codicia del oro..., ¡del oro pecador y
fácil de California! ¡Les ha vuelto
locos!
SIMEÓN
(insultante.):
— ¿No te gustaría que te mandáramos a casa un
poco de oro pecador, viejo pecador?
PETER:
— ¡No sólo en California hay oro!
(Retrocede
hasta donde los ojos miopes del anciano no pueden seguirle y saca la bolsa del
dinero y la agita en el aire por sobre su cabeza, riendo.)
SIMEÓN:
— ¡Y ese oro es más pecador también!
PETER:
— ¡Viajaremos por mar!
(Lanza
un chillido y da unos saltos.)
SIMEÓN:
— ¡Viviremos en libertad!
(Lanza
un chillido y salta a su vez.)
CABOT (bramando súbitamente de ira.):
— ¡Mi maldición para los dos!
SIMEÓN:
— ¡Recibe la nuestra a cambio!
(Un
chillido.)
CABOT:
— ¡Os haré encadenar en el manicomio!
PETER:
— ¡Bah, viejo tacaño! ¡Adiós!
SIMEÓN:
— ¡Adiós, viejo vampiro!
CABOT:
— ¡Marchaos antes de que yo...!
(Peter
lanza un chillido y recoge una piedra del camino. Simeón hace lo mismo.)
SIMEÓN:
— Mamá debe de estar en la sala.
PETER:
— ¡Sí!
¡Una!... ¡Dos!...
CABOT (asustado.):
— ¿Qué vais a...?
PETER:
— ¡Tres!
(Ambos
arrojan las piedras, que dan en la ventana de la sala. Se oye un estrépito de
vidrios rotos, rasgándose también los visillos. Simeón y Peter lanzan sucesivos
chillidos.)
CABOT (furioso, abalanzándose sobre
ellos.):
— Si os pongo la mano encima..., ¡os rompo los
huesos!
(Pero
sus hijos retroceden ante él dando cabriolas, Simeón con la puerta aún debajo
del brazo. Cabot vuelve, jadeando de impotente ira. Las voces de los hermanos,
al alejarse, entonan la canción de los buscadores de oro, con la vieja melodía
de «¡Oh Susana!»).
PETER
Y SIMEÓN:
— Salté al barco «Liza»
y viajé por el mar,
¡y al pensar en mi país,
deseaba no ser yo!
¡Oh California,
es el país que quiero!
¡Me voy a California,
con mi lavador de oro a cuestas!
(Mientras
tanto, se ha abierto la ventana del dormitorio de arriba, a la derecha, y Abbie
asoma la cabeza. Mira abajo, contempla a Cabot, y dice, con un suspiro de
alivio.)
ABBIE:
— Bueno... Por fin se han ido..., ¿verdad? (Él no contesta. Ella dice, con tono de
dueña.) Lindo dormitorio este, Ephraim. La cama es realmente hermosa. ¿Es
éste mi cuarto, Ephraim?
CABOT (ceñudo, sin mirar.):
— ¡El nuestro! (Ella no logra reprimir una mueca de aversión y echa atrás lentamente
la cabeza y cierra la ventana. Súbitamente, a Cabot se le ocurre una idea
horrible.) ¡Esos han estado tramando algo! Quizá..., ¡quizá hayan
envenenado el ganado... o algo así!
(Sale
casi corriendo rumbo al establo. Al cabo de un momento se abre lentamente la
puerta de la cocina y entra Abbie. Durante un instante permanece inmóvil
contemplando a Eben. Éste, al principio, no la advierte. Los ojos de Abbie lo
valúan, de un modo penetrante, con calculadora estimación de la fuerza de Eben
frente a la suya. Pero, subyacente, está el deseo que la juventud y gallardía
de Eben hacen nacer en ella vagamente. De pronto él adivina su presencia y mira.
Los ojos de ambos se encuentran. Eben se levanta de un salto, mirándola
fijamente, sin poder articular palabra.)
ABBIE (con el más seductor de sus
tonos, que usa durante todo el transcurso de esta escena.):
— ¿Usted es... Eben? Yo soy Abbie... (Ríe.) Quiero decir... Soy su nueva
mamá.
EBEN (torvamente.):
— ¡Qué ha de ser usted, maldita sea!
ABBIE (como si no lo hubiese oído, con
extraña sonrisa.):
— Su papá me habló mucho de usted...
EBEN (con breve risita sardónica.):
— ¡Ja! ¡Ja!
ABBIE:
— No debe reprochárselo. ¡Es un viejo ! (Larga pausa. Se miran fijamente.) No
pretendo hacer el papel de madre con usted, Eben. (Admirativa.) Es usted demasiado grande y fuerte para eso. Quiero
que seamos amigos. Puede que la vida le resulte más agradable aquí cuando
seamos amigos. Quizá yo pueda conseguir que Ephraim le trate mejor. (Con un desdeñoso sentimiento de su poder.)
Creo poder conseguir de él lo que quiera... o poco menos.
EBEN (con amargo desdén.):
— ¡Ja! jJa! (Vuelven a mirarse. Eben, vagamente impresionado, físicamente atraído
por ella, dice con tono forzado y enfático.) ¡Vayase al diablo!
ABBIE (serenamente.):
— Si el insultarme le alivia, insúlteme todo
lo que quiera. Sabía muy bien que usted sería mi enemigo... al principio. Pero
no le culpo. Yo sentiría lo mismo si cualquier desconocida viniese a ocupar el
sitio de mi madre. (Él se estremece. Ella
le observa cuidadosamente.) Usted debió de querer mucho a su madre…,
¿verdad? La mía murió siendo yo pequeña. No la recuerdo en absoluto. (Pausa.) Pero no me odiará durante mucho
tiempo, Eben. No soy la peor de las mujeres del mundo... y usted y yo tenemos
mucho en común. Lo adivino al mirarle. Lo cierto es que... también yo he tenido
una vida dura..., muchísimas penurias y nada más que trabajo en compensación.
Me quedé huérfana en seguida y tuve que trabajar para otros, en casas ajenas.
Luego me casé y él resultó un borracho, y por eso tenía que trabajar para los
demás, y yo también tuve que volver a trabajar en casas ajenas; el niño se me
murió, y mi marido enfermó y murió también, y me alegré al pensar que ya era
libre; pero pronto descubrí que sólo era libre para seguir trabajando en casas
ajenas, para seguir haciendo el trabajo de los demás, hasta que renuncié casi
por completo a trabajar para mí en mi propia casa, y entonces, apareció su
padre, Eben...
(Se ve
volver del establo a Cabot. Llega a la tapia y mira el camino por donde se han
marchado los dos hermanos. Se oye un tenue eco de sus voces que se alejan: «¡Oh
California! Ese es el país que quiero.» Cabot permanece inmóvil y mirando
fijamente, los puños crispados, el rostro ceñudo de ira.)
EBEN (luchando con la creciente
atracción y simpatía que le inspira Abbie, ásperamente.):
— Y la compró a usted..., ¡como a una ramera! (Abbie se siente herida y se sonroja,
irritada. La ha conmovido sinceramente el relato de sus propias desventuras. Él
añade, con acento furioso.) Y el precio que él le paga... Esta granja...
era de mi madre, maldita sea usted..., ¡y es mía ahora!
ABBIE (con fría risa, plena de
confianza.):
— ¿Suya? ¡Ya lo veremos! (Con vehemencia.) Bueno... Supongamos que yo necesite una casa...
¿Y qué? ¿Por qué otro motivo me habría podido casar yo con un viejo como él?
EBEN (maligno.):
— ¡Le diré que usted ha dicho eso!
ABBIE
(sonriendo.):
— ¡Y yo le diré que usted miente
deliberadamente..., y él le echará!
EBEN:
— ¡Serpiente!
ABBIE (desafiándole.):
— ¡Esta es mi granja..., es mi casa..., esta
es mi cocina...!
EBEN (furioso, como disponiéndose a
atacarla.):
— ¡Cállese, maldita sea!
ABBIE (se acerca a él, con una extraña
y grosera expresión de deseo en el rostro y en el cuerpo, y dice, lentamente.):
— Y arriba..., ¡en ese dormitorio, que será mi
dormitorio..., está mi cama! (Él la mira
a los ojos, espantosamente turbado y atormentado. Abbie agrega, con suavidad.)
Yo no soy mala ni mezquina..., salvo con un enemigo..., pero tengo que luchar
por lo que me debe la vida si quiero conseguirlo. (Poniendo la mano sobre su brazo, con aire seductor.) Seamos
amigos, Eben.
EBEN (estúpidamente, como
hipnotizado.):
— Sí... (Con
acento colérico, desembarazándose violentamente del brazo de Abbie.) ¡No,
maldita bruja! ¡La odio! (Se precipita
afuera.)
ABBIE (le sigue con la mirada,
sonriendo satisfecha, y luego dice, como para sí, articulando nítidamente la
palabra.):
— Eben me resulta simpático. (Mira con orgullo la mesa.) Ahora,
lavaré mis platos.
(Eben
aparece fuera, cerrando en pos de sí con un portazo. Dobla la esquina de la
casa, se detiene al ver a su padre y permanece inmóvil, contemplándole con
odio.)
CABOT (alzando sus brazos al cielo,
con una furia que ya no puede dominar.):
— ¡Señor, Señor de los Ejércitos, hiere a los
hijos irrespetuosos con Tu peor maldición!
EBEN (estallando con violencia.): ¡Tú y tu Dios! Siempre maldiciendo a la gente..., ¡siempre
regañándola!
CABOT (sin advertir su presencia,
impetrando.):
— ¡Dios de los viejos! ¡ Dios de los
solitarios!
EBEN (burlón.):
— ¡Que empuja a sus ovejas al pecado! ¡Al
diablo con tu Dios!
(Cabot
se vuelve. Ambos se miran furiosamente.)
CABOT (con aspereza.):
— De modo que eras tú. Debí imaginármelo. (Alzando el dedo con aire amenazante en
dirección a Eben.) ¡Estúpido blasfemo! (Rápidamente.)
¿Por qué no estás trabajando?
EBEN:
— ¿Por qué no trabajas tú? Ellos se han ido. Yo
no puedo hacerlo todo solo.
CABOT (desdeñosamente.):
— ¡No, por cierto! ¡Todavía valgo por diez
como tú, viejo y todo! ¡Tú nunca serás más que medio hombre! (Con tono práctico.) Bueno... Vamos al
establo.
(Salen.
A lo lejos se oye una última y tenue nota de la canción «California». Abbie
lava sus platos. Telón.)
PARTE SEGUNDA
ESCENA PRIMERA
El exterior de la granja, como en la primera parte: una
calurosa tarde de domingo, dos meses después.
Abbie, vestida con sus mejores galas, está sentada en una
mecedora en el extremo del porche. Se mece con indiferencia, enervada por el calor,
mirando algún punto del vacío con ojos aburridos y entornados.
Eben asoma la cabeza por la ventana del dormitorio. Mira
furtivamente a su alrededor y trata de ver si hay alguien en el porche, pero,
aunque ha tenido buen cuidado de no hacer ruido, Abbie ha oído sus movimientos.
Deja de mecerse, su rostro revela animación y ansiedad, espera atentamente. Eben
hace como que se da cuenta de su presencia, repele malhumorado los pensamientos
que ella le inspira y escupe con exagerado desprecio. Luego vuelve al interior
de la habitación. Abbie espera, conteniendo la respiración, mientras escucha
con apasionada ansiedad hasta el más leve de los rumores que se perciben dentro
de la casa.
Eben sale. Los ojos de ambos se encuentran. Los de él se
turban. Confuso, se vuelve y cierra dando un portazo, con resentimiento. Ante
este ademán, Abbie ríe de manera provocativa, divertida, pero al mismo tiempo
picada e irritada. Eben frunce el ceño, cruza a grandes pasos el porche
dirigiéndose hacia el sendero y marcha rumbo a la carretera, pasando junto a Abbie
con gran alarde de no advertir su existencia. Viste un traje de confección y
está muy acicalado. Su rostro brilla de jabón y agua. Abbie se inclina hacia
adelante en su mecedora, los ojos crueles e irritados ahora y, al pasar Eben a
su lado, ríe con una risita sarcástica, insultante.
EBEN (picado, se vuelve hacia ella,
furioso.):
— ¿De qué se ríe?
ABBIE (triunfante.):
— ¡De usted!
EBEN:
— ¿Qué pasa conmigo?
ABBIE:
Está lamido y aceitado como un toro de
exposición.
EBEN
(con risa
mordaz.):
Bueno... ¡Usted tampoco está tan linda que
digamos! ¿No le parece?
(Se
miran fijamente en los ojos. Los de Eben son atraídos contra su voluntad por
los de ella, que brillan con ímpetu de posesión. La atracción física existente
entre ambos se convierte en una fuerza concreta, trémula en el aire caliente.)
ABBIE
(con
suavidad.):
— Usted no ha querido decir eso, Eben. Quizá
lo crea, pero no es así. No le sería posible. Eso iría contra la Naturaleza, Eben.
Usted ha estado luchando consigo mismo desde el día en que vine..., tratando de
convencerse de que yo no era suficientemente guapa para usted. (Ríe con una risa suave y húmeda, sin
apartar sus ojos de los de Eben. Pausa. El cuerpo de Abbie se retuerce en un
espasmo de deseo, y ésta murmura, lánguidamente.) ¿Verdad que el sol está
fuerte y caliente? Se siente cómo quema la tierra..., la Naturaleza...,
haciendo crecer las cosas... cada vez más..., abrasándonos por dentro..., dándonos
deseos de ser... otra cosa... hasta que nos sentimos unidos a esa otra cosa...
y la hacemos nuestra...; pero al mismo tiempo, nos posee... y nos hace crecer
más..., hasta que parecemos árboles... como esos olmos... (Vuelve a reír suavemente, sin apartar sus ojos de los de Eben. Este da
un paso hacia ella, contra su voluntad.) La Naturaleza le vencerá, Eben.
Más vale que lo reconozca desde ahora.
EBEN
(tratando
de liberarse del hechizo de Abbie, con turbación.):
— Si papá le oyera decir eso... (Con resentimiento.) ¡Pero usted ha
convertido en un imbécil a ese viejo bribón...!
(Abbie
ríe.)
ABBIE:
— Pero... ¿acaso no lo pasa usted mucho mejor,
ahora que él está más blando?
EBEN
(desafiante.):
— No. Lucho con él..., lucho con usted...,
¡lucho por los derechos de mamá a su casa! (Esto
le libera del hechizo de Abbie y la mira furiosamente.) Y sé muy bien lo
que pretende usted. No me engaña. Quiere engullirlo todo y hacerlo suyo.
Bueno... ¡Pues ya verá que soy un bocado demasiado grande para usted!
(Se
aparta de ella, con risa burlona.)
ABBIE
(tratando
de recuperar su influencia sobre él, dice con tono seductor.):
— ¡Eben!
EBEN:
— ¡Déjeme en paz!
(Se
dispone a marcharse.)
ABBIE
(Con tono
más imperativo.):
— ¡Eben!
EBEN
(se
detiene y dice, con disgusto.):
— ¿Qué quiere?
ABBIE
(tratando
de disimular una creciente excitación.):
— ¿Adónde va?
EBEN
(con
maliciosa despreocupación.):
— ¡Oh! A dar un paseíto por la carretera.
ABBIE:
— ¿Al pueblo?
EBEN
(con
displicencia.):
— Puede ser.
ABBIE
(con
excitación.):
— ¿A ver a esa Min, supongo?
EBEN:
— Puede ser.
ABBIE
(con voz
débil.):
— ¿Por qué va a perder el tiempo con ella?
EBEN
(vengándose,
ahora, le sonríe con sarcasmo.):
— No se puede vencer a la Naturaleza, dijo usted...,
¿verdad?
(Ríe y
se dispone nuevamente a marcharse.)
ABBIE (estallando.):
— ¡Una zorra vieja y fea!
EBEN
(con
risita provocativa.):
— ¡Es más linda que usted!
ABBIE:
— Una zorra que todos los borrachos de la zona
han…
EBEN
(insultante.):
— Puede ser..., pero es mejor que usted.
Reconoce honradamente lo que hace.
ABBIE
(furiosa.):
— No se atreva a comparar...
EBEN:
— Ella no viene clandestinamente a robar... lo
que es mío.
ABBIE
(aferrándose
con violencia salvaje al punto débil de Eben):
— ¿Suyo? ¿Se refiere… a mi granja?
EBEN:
— Me refiero a la granja por la cual usted se
vendió como cualquier vieja ramera… ¡Mi granja!
ABBIE
(herida,
con vehemencia.):
— ¿Suya? ¡Jamás verá en su poder ni la más
pestilente de sus cizañas! (Gritando.)
¡No quiero verle más! ¡Haré que su padre le eche de aquí a latigazos si se me
antoja! ¡Usted sólo vive aquí porque yo lo tolero! ¡ Váyase! ¡Le odio!
(Se
detiene, jadeante y mirándolo con ojos centelleantes de furia.)
EBEN
(pagándole
la mirada con la misma moneda.):
— ¡Y yo, la odio a usted!
(Gira
sobre sus talones y se va a grandes pasos por la carretera. Abbie sigue con la
mirada su figura que se aleja, con intenso odio. El viejo Cabot viene del
establo. La dura y ceñuda expresión de su semblante ha cambiado. Parece, en
cierto modo, misteriosamente suavizado, ablandado. En sus ojos hay una extraña
e incongruente expresión soñadora. Con todo, no revela síntoma alguno de
debilidad física: parece, más bien, haber ganado en vigor y en juventud. Abbie,
al verle, le vuelve la espalda rápidamente, con no disimulada aversión. Cabot
se le acerca lentamente.)
CABOT
(con
mansedumbre.):
— ¿Has estado riñendo con Eben de nuevo?
ABBIE
(con tono
seco.):
— No.
CABOT:
— Pues estabais hablando a gritos.
(Se
sienta sobre la balaustrada del porche.)
ABBIE
(con
brusquedad.):
— Si nos oíste, están de más tus preguntas.
CABOT:
— No oí qué decíais.
ABBIE
(aliviada.):
— En realidad... no vale la pena hablar de
eso.
CABOT
(después
de una pausa.):
— Eben es muy raro.
ABBIE
(con
amargura.):
— ¡Es tu viva imagen!
CABOT
(con
extraño interés.):
— ¿Lo crees así, Abbie? (Después de una pausa, cavilosamente.) Eben y yo nunca nos hemos
entendido. Nunca he podido soportarle. Es tan endiabladamente cobarde... como
su madre.
ABBIE
(desdeñosa.):
— ¡Sí! ¡Casi tan cobarde como tú!
CABOT
(como si
no la hubiese oído.):
— Quizá yo haya sido demasiado duro con él.
ABBIE
(sarcástica.):
— Pues, ahora... ¡te estás ablandando! ¡Te
vuelves blando como la grasa! Eso era lo que estaba diciendo Eben.
CABOT
(su
rostro inmediatamente ceñudo y siniestro.):
— ¿Dijo eso? Más vale que no diga esas cosas y
que no me irrite o descubrirá muy pronto que... (Pausa. Ella no le mira. El rostro de Cabot se suaviza gradualmente.
Contempla el cielo.) Hermoso..., ¿verdad?
ABBIE
(malhumorada.):
— Nada veo de hermoso.
CABOT:
— El cielo. Parece un campo tibio, allá
arriba.
ABBIE
(con tono
sarcástico.):
— ¿Piensas comprar también el pedazo de cielo
que está sobre tu granja? (Ríe
despectivamente.)
CABOT
(con tono
extraño.):
— Me gustaría poseer mi lugarcito allá arriba.
(Pausa.) Estoy envejeciendo, Abbie.
Pronto estaré maduro y caeré de la rama. (Pausa.
Ella le mira, intrigada. Él prosigue.) Dentro de la casa, se siente siempre
un frío de soledad... hasta cuando, fuera, el calor achicharra. ¿No lo has
notado?
ABBIE:
— No.
CABOT:
— En el establo el aire es tibio..., huele
bien y es tibio gracias a las vacas. (Pausa.)
Las vacas son raras.
ABBIE:
— ¿Cómo tú?
CABOT:
Como Eben. (Pausa.)
Estoy empezando a resignarme a Eben... como me sucedió con su madre. Estoy
empezando a soportar su blandura... como soporté la de ella. Creo que hasta
podría tomarle afecto... ¡si no fuese tan estúpido! (Pausa.) Seguramente, es la vejez que se me está metiendo en los
huesos.
ABBIE
(con
indiferencia.):
— De todos modos... no estás muerto, aún.
CABOT
(excitado.):
— ¡No, por cierto! ¡No te quepa duda! ¡Ni por
pienso! ¡Estoy sano y resistente como un nogal! (Melancólicamente.) Pero después de los setenta, el Señor nos
advierte que nos preparemos. (Pausa.)
Es por eso por lo que pienso en Eben. Ahora que sus malditos y pecadores
hermanos se han ido camino del infierno, sólo me queda Eben.
ABBIE
(con
resentimiento.):
— ¿Acaso no te quedo yo? (Con agitación.) ¿Qué significa ese repentino afecto por Eben? ¿Por
qué no hablas de mí para nada? ¿No soy tu legítima esposa?
CABOT
(con
sencillez.):
— Sí. Lo eres. (Pausa. La mira con deseo, en sus ojos brota la avidez y con brusco
movimiento, se apodera de las manos de Abbie y las estruja, declamando con el
extraño ritmo propio de un predicador al aire libre.) ¡Eres mi rosa de
Sarón! ¡Mira cuán hermosa eres! Tus ojos son palomas, tus labios como la grana,
tus pechos como cervatillos, tu ombligo como una copa redonda, tu vientre un
montón de trigo...
(Le
cubre de besos la mano. Ella no parece darse cuenta. Mira el vacío con ojos
duros e irritados.)
ABBIE
(retirándole
las manos con violencia, dice ásperamente.):
— De modo que te propones dejarle la granja a Eben...,
¿no es eso?
CABOT
(aturdido.):
— ¿Dejar...? (Con resentida obstinación.) ¡No pienso dársela a nadie!
ABBIE
(implacablemente.):
— No puedes llevártela contigo.
CABOT
(medita
un momento y admite, a regañadientes.):
— Pero si pudiese hacerlo lo haría..., ¡por
Dios que sí! ¡O si pudiese, al morir, le pegaría fuego y la miraría arder! ¡Sí!
¡Esta casa y todas las espigas de maíz y todos los árboles, todo, hasta la
última brizna de heno! ¡Me quedaría sentado, mirando, y sabría que todo moriría
conmigo y que nadie volvería a poseer lo que es mío, lo que hice surgir de la
nada con mi sudor y mi sangre! (Pausa.
Luego agrega con extraño afecto.) Salvo las vacas. A ellas las pondría en
libertad.
ABBIE
(con
aspereza.):
— ¿Y yo?
CABOT
(con
extraña sonrisa.):
— Tú quedarías en libertad, también.
ABBIE
(furiosa.):
— ¡De modo que esa es tu gratitud por haberme
casado contigo! ¡Me pagas volviéndote bueno con Eben, que te odia, y hablando
de echarme al camino!
CABOT
(precipitadamente.):
— ¡Abbie! Tú sabes que yo no he querido...
ABBIE
(vengativa.):
— ¡Déjame que te diga un par de cosas sobre Eben!
¿Sabes adónde se ha marchado? ¡A ver a esa ramera, Min! Traté de detenerlo. Nos
está deshonrando a ti y a mí..., ¡y un sábado!
CABOT
(con aire
culpable.):
— Es un pecador..., nació así. Es la lujuria
que le roe el corazón.
ABBIE
(irritada
más allá de lo soportable, dice en un impulso de salvaje venganza.):
— ¡Y su lujuria por mí! ¿Qué excusa le encuentras
a eso?
CABOT
(la mira
absorto y dice, después de una pausa.):
— ¿Lujuria... por ti?
ABBIE
(desafiante.):
— Estaba tratando de hacerme el amor... cuando
nos oíste reñir.
CABOT
(la mira
absorto y, luego, a su rostro asoma una tremenda explosión de ira y se levanta
de un salto, temblando de pies a cabeza.):
— ¡Por Dios Todopoderoso! ¡Le mataré!
ABBIE
(temiendo
ahora por Eben.):
— ¡No!
¡No hagas eso!
CABOT
(con
violencia.):
— ¡Cogeré la escopeta y le haré volar los
blandos sesos hasta la copa de esos olmos!
ABBIE
(echándole
los brazos al cuello.):
— ¡No, Ephraim!
CABOT
(apartándola
con violencia.):
— ¡Sí que lo haré!
ABBIE
(con tono
tranquilizador.):
— Escucha, Ephraim. No ha sido cosa seria...,
tonterías de muchacho..., sólo broma y burla...
CABOT:
— Entonces... ¿por qué hablaste de lujuria?
ABBIE:
— Mis palabras debieron parecer peores de lo
que me proponía. Y me enloqueció el pensar... que tú le dejarías la granja.
CABOT
(más
tranquilo, pero ceñudo y cruel aún.):
— Bueno. Entonces, le echaré de aquí a
latigazos si eso te gusta más.
ABBIE
(cogiéndole
la mano.):
— No. ¡No pienses en mí! No debes echarlo. Sé
razonable. ¿Quién te ayudaría, entonces, en las faenas de la granja? No hay
gente en los alrededores.
CABOT
(medita
sobre estas palabras y luego asiente, con aire comprensivo.):
— No te falta razón. (Con irritación.) Bueno, que se quede. (Se sienta sobre la balaustrada del porche. Ella se sienta a su lado. Cabot
murmura, desdeñosamente.) No debí enfurecerme así..., por ese ternero
imbécil. (Pausa.) Pero ésta es la
cuestión. ¿Cuál de mis hijos seguirá atendiendo la granja... cuando me llame el
Señor? Simón y Peter se han ido al infierno... y Eben los seguirá.
ABBIE:
— Estoy yo.
CABOT:
— No eres más que una mujer.
ABBIE:
— Soy tu esposa.
CABOT:
— Pero tú no eres yo. Un hijo soy yo mismo. .,
mi sangre..., algo mío. Lo mío debiera heredar lo mío. Y entonces, la granja
seguiría perteneciéndome..., aunque yo estuviera dos metros bajo tierra.
¿Comprendes?
ABBIE
(mirándole
con odio.):
Sí. Comprendo.
(Se
torna pensativa, en su rostro se pinta una expresión taimada y sus ojos
escudriñan astutamente a Cabot.)
CABOT:
— Estoy envejeciendo..., pronto estaré maduro
para caer de la rama. (Con repentina y
forzada reafirmación.) ¡Pero no por eso dejo de ser una nuez difícil de
cascar..., y por muchos años todavía! ¡Por Dios que soy capaz de aguantar
cualquier trabajo mejor que la mayoría de los jóvenes, cualquier día del año!
ABBIE
(bruscamente.):
— Puede ser que el Señor nos dé un hijo.
CABOT
(se
vuelve y la mira con ansiedad.):
— ¿Quieres decir... un hijo... tuyo y mío?
ABBIE
(con risa
zalamera.):
— ¿Acaso no eres un hombre fuerte? Eso nada
tiene de imposible..., ¿verdad? Tú y yo lo sabemos. ¿Por qué me miras con tanto
asombro? ¿Nunca habías pensado en eso? Pues yo, sí... No he dejado de pensarlo
ni por un momento... Sí... Y he estado rezando para que suceda, además.
CABOT
(el
rostro colmado de gozoso orgullo y con una suerte de éxtasis religioso.):
— ¿Has estado rezando, Abbie..., para que
tengamos un hijo, tú y yo?
ABBIE:
— Sí. (Con
decisión.) Ahora, quiero un hijo.
CABOT
(aferrándole
excitado ambas manos.):
— ¡Sería la bendición de Dios, Abbie..., la
bendición de Dios Todopoderoso para mí... en mi vejez..., en mi soledad!
Entonces, yo haría cualquier cosa por ti, Abbie. Te bastaría con pedir… ¡todo
lo que se te antojara!
ABBIE
(interrumpiéndolo.):
— ¿Me dejarías entonces la granja... a mí y al
niño...?
CABOT
(con
vehemencia.):
— ¡Haría lo que me pidieras, te digo! ¡Lo
juro! ¡Que me condenen al infierno para toda la eternidad si miento! (Se deja caer de rodillas, obligándola a
hincarse con él. El fervor de sus esperanzas hace temblar todo su cuerpo.) Abbie.
¡Hoy es sábado! ¡Rezaré contigo! Dos plegarias valen más que una. «¡Y Dios
escuchó a Raquel!» ¡Y Dios escuchó a Abbie! ¡ Reza, Abbie! ¡Reza para que el
Señor te escuche!
(Inclina
la cabeza, murmurando. Ella finge hacer lo mismo, pero le mira de soslayo con
aire de desdén y de triunfo.)
ESCENA II
Un anochecer, alrededor de las ocho. Se ve el interior de
las dos alcobas del primer piso.
Eben está sentado sobre el borde de su lecho, en el
cuarto de la izquierda. A causa del calor, se ha despojado de toda su ropa, con
excepción de la camiseta y los pantalones. Está descalzo. Mira hacia adelante,
cavilando con tristeza, el mentón apoyado sobre las manos, una expresión
desesperada en el rostro.
En el otro aposento, Cabot y Abbie están sentados el uno
junto al otro sobre el borde de la cama, un viejo lecho de cuatro pilares, con
colchón de plumas. Ambos en camisa de dormir. En Cabot perdura aún la extraña
excitación que le ha causada la idea del hijo. Ambos aposentos están iluminados
por la vaga luz de unas velas de sebo.
CABOT:
— La granja necesita un hijo.
ABBIE:
— Yo necesito un hijo.
CABOT:
— Sí. A veces tú eres la granja y, otras
veces, la granja es tú misma. Por eso me aferró a ti en mi soledad. (Pausa. Se descarga un puñetazo en la
rodilla.) ¡Yo y la granja tenemos que engendrar un hijo!
ABBIE:
— Más vale que duermas. Lo estás confundiendo
todo.
CABOT
(con
gesto de impaciencia.):
— No. Nada de eso. Mis pensamientos son claros
como un manantial. Tú no me conoces: eso es lo que pasa. (Mira con aire de impotencia el suelo.)
ABBIE
(con
indiferencia.):
— Quizá.
(En el
cuarto contiguo, Eben se levanta y comienza a pasearse por el aposento con aire
acongojado. Abbie escucha sus pasos. Sus ojos se posan sobre la pared
intermedia con concentrada atención. Eben se detiene y mira fijamente. Las
ardientes miradas de ambos parecen encontrarse a través de la pared.
Inconscientemente, Eben tiende los brazos hacia ella y Abbie se incorpora a
medias. Luego, volviendo en sí, Eben murmura una blasfemia y se arroja boca
abajo sobre la cama, los crispados puños sobre la cabeza, el rostro sepultado
en la almohada. La tensión de Abbie se relaja con un débil suspiro, pero sus
ojos siguen clavados en la pared: escucha con toda su atención, tratando de
percibir algún movimiento de Eben.)
CABOT
(levanta
súbitamente la cabeza y dice, con desdén.):
— ¿Llegarás a conocerme algún día..., tú o
cualquier hombre o mujer? (Moviendo la
cabeza.) No. Supongo que no. (Se da vuelta.
Abbie mira la pared. Entonces, no pudiendo evidentemente callar sus
pensamientos, sin mirar a su esposa, Cabot tiende la mano y aferra la rodilla
de Abbie. Ésta sufre un violento sobresalto, le mira, ve que Cabot no la mira
por su parte, vuelve a concentrarse en la pared y no presta atención a las
palabras de Cabot.) Escúchame, Abbie. Cuando vine aquí, hace cincuenta y
tantos años, yo sólo tenía veinte y era uno de les hombres más fuertes y
resistentes que hayas visto en tu vida..., diez veces más fuerte que Eben y
cincuenta veces más resistente. Entonces esta granja era apenas un erial. La
gente se reía cuando lo tomé. No podían saber lo que haría yo. ¡Cuando se logra
hacer brotar maíz de las piedras, Dios vive en nosotros! ¡Ellos no eran lo
bastante fuertes para eso! Creían que Dios era complaciente. Se reían. Ya no
ríen. Algunos murieron en la vecindad. Otros, se fueron al Oeste y murieron
allí. Todos están bajo tierra…, por buscar a un Dios más complaciente. Dios no
es complaciente. (Mueve lentamente la
cabeza) Y yo me endurecí. La gente repetía constantemente que yo era un
hombre duro, como si eso fuese un pecado, de modo que por fin les repliqué:
«Bueno, entonces... ¡Al cuerno! ¡Me
verán ustedes duro y vamos a ver si eso les gusta.» (Bruscamente.) Pero tuve un momento de debilidad. Fue después de
haberme pasado dos años aquí. Me sentí desfalleciente..., desesperado. Había
tantas piedras... Un grupo se marchaba, abandonando la lucha y dirigiéndose al
Oeste. Me uní a él. Seguimos la ruta sin cesar. Llegamos a anchas praderas, a
llanuras donde la tierra era negra y rica como el oro. Ni una piedra. Cosa
fácil. Bastaba con arar y sembrar y luego encender la pipa y mirar cómo crecía
aquello. Yo hubiera podido ser rico..., pero algo me desasosegaba continuamente...,
la voz del Señor que decía: «Esto no tiene valor para mí. ¡Vuélvete a tu
pueblo!» Esa voz terminó por asustarme y volví aquí, dejando mi concesión y mis
cosechas a quien quisiera tomarlos. Sí. ¡Renuncié a lo que me pertenecía por
derecho! ¡Dios es duro, no complaciente! ¡Dios está en las piedras! «Construye
mi iglesia sobre una roca..., con piedras...,
¡y estaré en ella!» ¡Eso fue lo que quiso decirle a Pedro! (Suspira tristemente. Pausa.) Las
piedras... Las recogí y apilé hasta formar paredes. En esas paredes puedes leer
los años de mi vida. Cada día era una piedra más. Cada día yo subía y bajaba
por las colinas, cercaba mis tierras, donde había hecho brotar las cosas de la
nada..., como si yo fuese la voluntad de Dios, el siervo de su mano. No fue
fácil. Fue duro y Él me endureció para esa tarea. (Pausa.) Cada vez me sentía más solitario. Tomé esposa. Me dio a
Simeón y a Peter. Era una buena mujer. Trabajaba mucho. Vivimos juntos veinte
años. Nunca me conoció. Me ayudó, pero nunca supo en qué me estaba ayudando.
Siempre me sentí solitario. Mi mujer murió. Después de esto, no me sentí ya tan
solitario durante algún tiempo. (Pausa.)
Perdí la cuenta de los años. No podía malgastar el tiempo contándolos. Simeón y
Peter me ayudaban. La granja se agrandaba. ¡Era toda mía! Al pensar en eso, no
me sentía solo. (Pausa.) Pero no se
puede pensar en lo mismo día y noche. Tomé otra esposa..., la madre de Eben. Su
familia me estaba discutiendo en los tribunales mi escritura de la granja....
¡de mi granja! Es por eso por lo que Eben desvaría diciendo que la granja era
de su madre. Mi nueva esposa alumbró a Eben. Era hermosa..., pero blanda. Trató
de ser dura. No pudo conseguirlo. Nunca me conoció. La vida con ella fue más
solitaria que el infierno. Al cabo de unos dieciséis años murió. (Pausa.) Viví con los muchachos. Estos
me aborrecían porque yo era duro. Yo les aborrecía por que eran blandos.
Codiciaban la granja sin saber qué significaba ésta. Me volví más amargo que el
ajenjo. Me sentí envejecido... al verles codiciar lo que yo había hecho para
mí. Luego, esta primavera, se produjo la llamada..., la voz de Dios que gritó
en mi desierto, en mi soledad.... ¡que me ordenó irme y buscar y encontrar! (Volviéndose hacia Abbie con extraña
pasión.) ¡Busqué y te encontré! ¡Tú eres mi Rosa de Sarón! ¡Tus ojos son
como...! (Abbie se ha vuelto hacia él con
el rostro descolorido, los ojos llenos de resentimiento. Él la contempla
durante un momento, y dice luego, con aspereza.) ¿Has aprendido algo con
todo lo que te dije?
ABBIE: (con aire confuso.):
— Quizá.
CABOT
(apartándola
de un empellón, irritado.):
— Nada sabes..., ni sabrás nunca. Si no tienes
un hijo que te salve... (Su tono es de
fría amenaza.)
ABBIE
(con
resentimiento.):
— ¿Acaso no he rezado?
CABOT
(con amargura.):
— Vuelve a rezar ... ¡para que Dios te dé
comprensión!
ABBIE
(con
velada amenaza en el tono.):
— Tendrás un hijo conmigo, te lo prometo.
CABOT:
— ¿Cómo puedes prometerlo?
ABBIE:
— Quizá tenga doble vista. Quizá pueda
predecir el futuro. (Sonríe de una manera
extraña.)
CABOT:
— Creo que la tienes, sí. A veces me causas
escalofríos. (Se estremece.) En esta
casa hace frío. Uno se siente intranquilo. Hay cosas que rondan en la
oscuridad..., por los rincones.
(Se pone
los pantalones, metiéndose la camisa de noche dentro de éstos y se calza los
botas.)
ABBIE
(sorprendida.):
— ¿Adónde vas?
CABOT
(con tono
extraño.):
— Adonde se descansa bien..., adonde el aire
es tibio... Al establo. (Con amargura.)
Sé hablar con las vacas. Me conocen. Nos conocen a la granja y a mí. Me darán
la paz.
(Se
vuelve para encaminarse hacia la puerta)
ABBIE
(algo asustada.):
— ¿No
estarás enfermo esta
noche Ephraim?
CABOT:
— Estoy madurando. Madurando para caer de la
rama.
(Sale y sus botas despiertan sordos rumores al
bajar las escaleras. Eben se incorpora sobresaltado, escuchando. Abbie
presiente este movimiento y contempla fijamente la pared. Cabot sale de la casa
doblando la esquina, se queda parado ¡unto a la cerca y mira al cielo
parpadeando. Alza los brazos en atormentado gesto.)
CABOT:
— ¡Dios Todopoderoso, háblame desde la
tiniebla!
(Escucha,
como esperando una respuesta. Luego deja caer los brazos, menea la cabeza y se
dirige trabajosamente hacia el establo. Eben y Abbie se miran fijamente a través
de la pared. Eben suspira con tristeza y Abbie le hace eco. En ambos se
advierte un gran nerviosismo, un tremendo desasosiego. Finalmente, Abbie se
levanta y escucha, acercando el oído a la pared. Eben obra como si viese cada
movimiento de Abbie, pero permanece inmóvil. Abbie parece tomar una decisión y
sale resueltamente por el foro. Los ojos de Eben la siguen. Luego, al abrirse
con suavidad la puerta de su aposento, se vuelve, espera en actitud tensamente
inmóvil. Abbie permanece contemplándole durante un momento, los ojos ardientes
de deseo. Luego, con leve grito, se lanza hacia él y le ciñe con los brazos el
cuello, le hace echar atrás la cabeza y le cubre la boca de besos. Al
principio, él la deja hacer en silencio; luego, le echa a su vez los brazos al
cuello y le devuelve sus besos, pero finalmente, consciente de su propio odio,
la repele de un empellón al tiempo que da un salto hacia atrás. Ambos
permanecen sin hablar y sin aliento, jadeantes como dos animales.)
ABBIE
(por fin,
penosamente.):
— No debes obrar así, Eben... ¡No debes! ¡Yo
puedo hacerte feliz!
EBEN
(con
aspereza.):
— No quiero ser feliz... ¡contigo!
ABBIE
(con aire
impotente.):
— ¡Lo eres, Eben! ¡Lo eres! ¿Por qué mientes?
EBEN
(con
malignidad.):
— ¡Tú no me gustas! ¿Entiendes? ¡ Te odio!
ABBIE
(con risa
insegura y turbada.):
— De todos modos, te besé... y contestaste a
mi beso..., tus labios ardían .., ¡no puedes negármelo! (Con vehemencia.) Si no te importo..., ¿por qué me devolviste el
beso..., por qué ardían tus labios?
EBEN
(secándose
la boca.):
— Parecían sentir veneno. (Con tono insultante.) Al devolverte el beso, quizá yo haya creído
que eras otra.
ABBIE
(con
frenesí.):
— ¿Min?
EBEN:
— Quizá.
ABBIE
(atormentada.):
— ¿Fuiste a verla? ¿Fuiste, realmente? Creí
que no irías. ¿Fue por eso por lo que me rechazaste ahora?
EBEN
(con
burla.):
— ¿Y qué, si así fuera?
ABBIE
(furiosa.):
— ¡Entonces eres un perro, Eben Cabot!
EBEN
(amenazador.):
— ¡Tú no me puedes hablar así!
ABBIE
(con
chillona risa.):
— ¿Que no? ¿Creíste que estaba enamorada de
ti..., de un cobarde como tú? ¡Nada de eso! Sólo te necesitaba para una cosa
que me he propuesto…, ¡y te conseguiré aún, porque soy más fuerte que tú!
EBEN
(con
resentimiento.):
— ¡Ya decía yo que esto sólo formaba parte de
tu plan de devorarlo todo!
ABBIE
(insultante.):
— ¡Puede ser!
EBEN (furioso.):
— ¡Sal de mi cuarto!
ABBIE:
— ¡Este cuarto es mío y tú no eres más que un
jornalero!
EBEN
(amenazador.):
— ¡Sal antes que te mate!
ABBIE
(con
plena confianza en sí misma ahora.):
— No siento ni pizca de miedo. Tú me
deseas..., ¿verdad? ¡Sí que me deseas! ¡Y el hijo de tu padre nunca mata lo que
desea! ¡Mira tus ojos! ¡En ellos arde el ansia por mí, arde hasta consumirlos!
¡Mira tus labios ahora! ¡Los hace temblar la avidez de besarme y a tus dientes
los estremecen las ganas de morder! (Él
la contempla ahora presa de horrible fascinación. Abbie ríe, con alocada risa
triunfante.) ¡Voy a hacer de toda esta casa mi casa! (Le hace una burlona reverencia.) Hay una habitación que no es mía
aún, pero que lo será esta noche. ¡Voy a bajar y a encender las luces! (Le hace una burlesca reverencia.)
¿Quiere venir a galantearme al recibimiento, míster Cabot?
EBEN
(mirándola
absorto, presa de horrible confusión, con voz apagada.):
— ¡No te atrevas a hacerlo! ¡Esa habitación
está cerrada desde que mamá murió y fue velada allí! ¡No te...!
(Pero
los ojos de Abbie están fijos en él con una mirada tan ardiente, que la
voluntad de Eben parece desfallecer ante la de ella. Eben se queda inmóvil,
balanceándose al contener su impulso hacia ella, con aire de impotencia.)
ABBIE
(sosteniendo
su mirada y volcando toda su voluntad en sus palabras, mientras retrocede de
espaldas hacia la puerta.):
— Te espero pronto, Eben.
EBEN
(la sigue
con la mirada, absorto, durante algún tiempo, después de acercarse a la puerta.
En la ventana de la sala aparece una luz. Eben murmura.):
— ¿En la sala? (Esto parece suscitar en él ciertas reminiscencias, porque vuelve y se
pone su camisa blanca y el cuello, anuda a medias y mecánicamente la corbata,
se pone la chaqueta, toma su sombrero, se queda un momento inmóvil, descalzo,
mirando en torno con perplejidad y murmura con incertidumbre.) ¡Mamá!
¿Dónde estás? (Y va lentamente hacia la
puerta del foro.)
ESCENA III
Pocos minutos después. Se ve el interior del
recibimiento, una habitación sombría y deprimente como una tumba en que la
familia estuviera enterrada viva.
ABBIE está sentada en el borde del sofá de crin. Ha
encendido todas las velas y el aposento se presenta en toda su conservada
fealdad. En ABBIE se ha operado un cambio. Parece, ahora, asustada e
intimidada, pronta a huir.
Se abre la puerta y aparece EBEN. Su rostro revela obsesionada turbación. Se
queda mirándola, los brazos colgando desarticuladamente de sus hombros, los
pies desnudos, el sombrero en la mano.
ABBIE
(después
de una pausa, con nerviosa y formal cortesía.):
— ¿Quieres tomar asiento?
EBEN
(con voz
apagada.):
— Sí.
(Con
gesto mecánico, pone el sombrero con sumo cuidado en el suelo cerca de la puerta
y se
sienta ceremoniosamente junto a ABBIE, sobre el borde del sofá. Pausa. Ambos
están rígidos, mirando hacia adelante con ojos plenos de miedo.)
ABBIE:
— Cuando entré aquí..., en la oscuridad....
parecía haber algo.
EBEN
(con
sencillez.):
— Mamá.
ABBIE:
— Aún me parece sentir... algo.
EBEN:
— Es mamá.
ABBIE:
— Al principio me dio miedo. Quise gritar y
correr. Ahora, desde que viniste, ese algo parece volverse amable y bueno
conmigo. (Hablándole al vacío, con voz
extraña.) Gracias.
EBEN:
— Mamá me quiso siempre.
ABBIE:
— Quizá sepa que también yo te quiero. Quizá
el saberlo la haga buena conmigo.
EBEN (con voz apagada.):
— No sé. Me parece que debe odiarte.
ABBIE
(con
convicción.):
— No. Siento que no me odia...; ya no.
EBEN:
— Te odia por haber usurpado su sitio...
aquí, en su casa... por haberte instalado en la sala donde la velaron.
(Se
detiene, mirando al vacío con aire estúpido.)
ABBIE:
— ¿Qué pasa Eben?
EBEN
(en un
susurro.):
— Según parece, mamá no quiere que te lo
recuerde.
ABBIE
(con tono
excitado.):
— ¡Yo lo sabía, Eben! ¡Es buena conmigo! ¡No
me guarda rencor por lo que nunca supe ni pude evitar!
EBEN:
— Mamá le guarda rencor a él.
ABBIE:
— Lo mismo nos sucede a todos nosotros.
EBEN:
— Sí. (Con
apasionamiento.) ¡A mí también, por cierto!
ABBIE
(tomándole
una mano en las suyas y acariciándola):
— ¡Vamos! No te enfurruñes pensando en él.
Piensa en tu madre, que es buena con nosotros. Háblame de tu madre, Eben.
EBEN:
— No es mucho lo que hay que decir. Era dulce.
Era buena.
ABBIE
(rodeándole
el hombro con un brazo, acto que él no parece advertir, le dice
apasionadamente.):
— ¡Yo seré dulce y buena contigo!
EBEN:
— A veces, solía cantarme.
ABBIE:
— ¡Yo te cantaré!
EBEN:
— Esta era su casa. Esta era su granja.
ABBIE:
— ¡Esta es mi casa! ¡Esta es mi granja!
EBEN:
— Él se casó con ella para robarle ambas
cosas. Mamá era buena y complaciente. Él no supo apreciarla.
ABBIE:
— ¡No sabe apreciarme a mí!
EBEN:
— La asesinó con su dureza.
ABBIE:
¡Me está asesinando a mí!
EBEN:
— Mi madre murió. (Pausa.) En ocasiones, solía cantarme (Prorrumpe en sollozos convulsivos.)
ABBIE
(le rodea
con los brazos y dice, con salvaje pasión:):
— ¡Yo cantaré para ti! ¡Yo moriré por ti! (A pesar del avasallador deseo que le
inspira Eben, hay en su ademán y en su voz un sincero amor maternal, una mezcla
horriblemente franca de lujuria y de amor maternal.) ¡No llores, Eben! ¡Yo
ocuparé el lugar de tu madre! ¡Yo seré todo lo que fue ella para ti! ¡Deja que
te bese, Eben! (Le obliga a volver la
cabeza. Él hace una desconcertada ficción de resistencia. Abbie se muestra
tierna.) ¡No temas! Te besaré con pureza, Eben..., como si fuera tu
madre..., ¡y tú puedes devolverme el beso como si fueras mi hijo..., mi niño...
que me da las buenas noches! Bésame, Eben. (Se
besan en forma contenida. Luego, bruscamente, Abbie es dominada por su salvaje
pasión. Le besa con deseo una y otra vez, y él la rodea con los brazos y le
devuelve los besos. Súbitamente, como en el dormitorio, Eben se libera con
violencia de ella y se levanta de un salto. Todo su cuerpo tiembla, poseído de
extraño terror. Abbie tiende los brazos hacia él con vehemente súplica.)
¡No me abandones, Eben! ¿No comprendes que no basta... quererme como a una
madre?... ¿No comprendes que hace falta eso y más..., mucho más... cien veces
más..., para que yo sea feliz..., para que tú lo seas?
EBEN
(a la
presencia que siente en la habitación.):
— ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué quieres? ¿Qué me estás
diciendo?
ABBIE:
— Te dice que me ames. Sabe que te amo y que
seré buena contigo. ¿No lo adivinas? ¿No lo sabes? ¡Ella te dice que me ames, Eben!
EBEN:
— Sí. Lo siento..., quizá sea ella..., pero...
no puedo concebir... por qué... cuando usurpaste su lugar... aquí, en su
casa..., en la sala donde la...
ABBIE
(impetuosamente.):
— ¡Ella sabe que te amo!
EBEN
(su
rostro es iluminado de pronto por una feroz y triunfal sonrisa.):
— ¡Ya lo comprendo! Ya lo veo. ¡Es para
vengarse de él..., para poder descansar tranquila en la tumba!
ABBIE
(frenética.):
— ¡Es Dios, que se venga de todos nosotros!
¿Qué nos importa? ¡Te amo, Eben! ¡Dios sabe que te amo!
(Le
tiende los brazos.)
EBEN
(dejándose
caer de rodillas junto al sofá, la toma con violencia en sus brazos, liberando
de golpe toda su reprimida pasión.):
— ¡También yo te amo, Abbie! ¡Ahora puedo
decirlo! Me he estado muriendo por ti... ¡desde que viniste, hora tras hora!
¡Te amo!
(Los
labios de ambos se encuentran en un beso salvaje, magullante.)
ESCENA IV
Exterior de la granja. Al amanecer.
Se abre la puerta de la derecha y Eben sale y da la vuelta,
dirigiéndose hacia la cerca. Viste su ropa de trabajo. Parece otro. Su rostro
ostenta una expresión audaz y confiada, sonríe para sí con evidente
satisfacción. Cuando ha llegado cerca de la cerca, se oye abrirse la ventana de
la sala y las persianas, y Abbie soma la cabeza. El cabello, suelto, le cae
desordenadamente sobre los hombros, su rostro está enrojecido y mira a Eben con
tiernos y lánguidos ojos y le llama suavemente.
ABBIE:
¡Eben! (Cuando
él se vuelve, le dice traviesamente:) Un solo beso más antes que te vayas.
Te echaré muchísimo de menos durante todo el día.
EBEN:
— ¡Y yo a ti, puedes apostarlo! (Va hacia ella. Se besan varias veces. Él se
aparta, riendo.) Ya está. Basta con eso…, ¿verdad? No te quedarán más para
la vez próxima.
ABBIE:
— ¡Me queda un millón de besos para ti! (Con un poco de ansiedad.) ¿Me amas de
verdad, Eben?
EBEN
(enfático.):
— ¡Me gustas más que cualquiera de las
muchachas que he conocido! ¡Es una verdad como el Evangelio!
ABBIE:
— Gustar no es amar.
EBEN:
— Bueno, pues... te amo. Y ahora..., ¿estás
satisfecha?
ABBIE:
— Sí, lo estoy. (Le sonríe con adoración.)
EBEN:
— Más vale que vaya al establo. El viejo puede
sospechar y venir a escondidas.
ABBIE
(con risa
confiada.):
— ¡Que venga! Puedo engañarle cuanto se me
antoje. Dejaré abiertas las persianas, y así entrarán el sol y el aire. Esta
habitación ha estado muerta durante mucho tiempo. ¡ Ahora será mi habitación!
EBEN
(frunciendo
el ceño.):
— Sí...
ABBIE
(precipitadamente.):
— Quise
decir... nuestra habitación.
EBEN:
— Sí...
ABBIE:
— La hicimos nuestra anoche..., ¿verdad? Le
dimos vida, nuestro amor se la dio.
(Pausa.)
EBEN
(con una
mirada extraña.):
— Mamá ha vuelto a su tumba Puede dormir
ahora.
ABBIE:
— ¡Descanse en paz! (Con tierno reproche.) No debieras ponerte a hablar de cosas
tristes... esta mañana.
EBEN:
— Se me ocurrió sin proponérmelo.
ABBIE:
— No pienses más en eso. (Él no contesta. Ella bosteza.) Bueno... Voy a echar un sueñecito.
Le diré al viejo que no me siento bien. Que se haga él mismo la comida.
EBEN:
— Le veo venir del establo. Más vale que seas
prudente y subas.
ABBIE:
— Sí. Adiós. No me olvides.
(Le tira
un beso. El sonríe, luego yergue los hombros y espera a su padre con aplomo. Cabot
entra lentamente por la izquierda, contemplando el cielo con aire indeciso.)
EBEN
(jovialmente.):
— Buenos días, papá. ¿Mirando las estrellas de
día?
CABOT:
— Hermoso..., ¿verdad?
EBEN
(mirándole
con aire de dueño.):
— La granja es hermosa de verdad.
CABOT:
— Me refiero al cielo.
EBEN
(sonriendo
sardónicamente.):
— ¿Cómo lo sabes? Tus ojos no pueden ver tan
lejos. (Esto excita su sentido del humor
y se da una palmada en el muslo y ríe.) ¡Ja, ja! ¡Vaya una idea!
CABOT
(con
ceñudo sarcasmo.):
— Te sientes bastante alegre, según parece.
¿Dónde robaste el aguardiente?
EBEN
(jovial.):
— No es el aguardiente. Es sólo la vida. (Tendiéndole repentinamente la mano, con
aire serio.) Tú y yo estamos en paz. Dame la mano.
CABOT
(receloso.):
— ¿Qué pasa?
EBEN:
— Entonces no me la des. Quizá sea lo mismo. (Un instante de pausa.) ¿Qué me pasa,
dices? (Con tono extraño.) ¿No oíste
sus pasos... al volver a la tumba?
CABOT
(estúpidamente.):
— ¿De quién hablas?
EBEN:
— De mamá. Ahora puede descansar y dormir
satisfecha Está en paz contigo.
CABOT
(evidentemente
turbado.):
— Yo descansé. Dormí bien..., allá, con las
vacas. Ellas saben dormir. Me están enseñando.
EBEN
(repentinamente
jovial de nuevo.):
— ¡Bravo por las vacas! Bueno... Más vale que
vayamos a trabajar.
CABOT
(ceñudo y
divertido.):
¿Me estás dando órdenes, ternero?
EBEN
(echándose
a reír.):
— ¡Sí!... ¡Te estoy dando órdenes! ¡Ja, ja,
ja! ¡Míralo como quieras! ¡Ja, ja, ja! Yo soy el gallo campeón de este
gallinero. ¡Ja, ja, ja!
(Se va
hacia el establo, riendo.)
CABOT
(le sigue
con la mirada, lleno de desdeñosa piedad.):
— Tiene la cabeza floja, como su madre. Su
viva imagen. ¡No se pueden depositar esperanzas en él! (Escupe con despectivo disgusto.) ¡Un imbécil de nacimiento! (Con tono práctico.) Por cierto... que
me estoy volviendo gruñón...
(Va
hacia la puerta. Telón.)
PARTE TERCERA
ESCENA PRIMERA
Una noche, a fines de la primavera del año siguiente.
Aparecen la cocina y las dos alcobas de la planta alta. Estas últimas están
vagamente iluminadas por una vela de sebo cada una.
EBEN se halla sentado sobre el borde del lecho en su
aposento, el mentón apoyado sobre los puños, el rostro convertido en un vivo
reflejo de la lucha que libra por comprender sus emociones en conflicto. La
ruidosa risa y música que llegan de abajo, donde se está bailando una danza en
la cocina, lo fastidian y distraen. Frunce el ceño al mirar al suelo.
En el cuarto contiguo hay una cuna junto al lecho
matrimonial. En la cocina todo es fiesta. El hornillo ha sido retirado para
dejarles más espacio a los bailarines. Las sillas, a las cuales se han
agregados bancos de madera, están apoyadas contra las paredes. En ellas se
hallan sentados, muy apretados los unos contra los otros, los granjeros, con
sus esposas y sus hijos de ambos sexos, de las fincas vecinas. Todos charlan y
ríen estrepitosamente. A todas luces, tienen algún ruidoso motivo de holgorio
en común. Los guiños, los codazos, las miradas de asentimiento significativo no
tienen fin, siendo su objeto CABOT, que, en un estado de muy alegre excitación,
acrecentada por la cantidad de licor ingerido, está parado cerca de la puerta
del foro, donde se encuentra un barrilito de whisky, y les sirve a todos los
hombres. En el rincón izquierdo, primer término, y centrando con su marido la
atención general, se halla sentada ABBIE en una mecedora, los hombros envueltos
en un chal. Está muy pálida, el rostro enjuto y extenuado y los ojos clavados
ansiosamente en la puerta abierta, como si esperara a alguien.
El músico está afinando su violín, sentado en el rincón
más lejano de la derecha. Es un joven delgado, de rostro alargado y enfermizo. Sus
ojos sin brillo parpadean incesantemente y sonríe a su alrededor con aire taimado
y voraz malicia.
ABBIE
(volviéndose
bruscamente hacia una muchacha que está a su derecha.):
— ¿Dónde está Eben?
LA MUCHACHA (contemplándola desdeñosamente.):
— No lo sé, señora Cabot. Hace muchísimo
tiempo que no veo a Eben. (Con tono
significativo.) Según parece, Eben se ha pasado la mayor parte del tiempo
en casa desde que usted vino.
ABBIE
(con tono
vago.):
— Yo le reemplacé a su madre.
LA MUCHACHA:
— Sí... Eso he oído decir.
(Se
vuelve para transmitirle esta pequeña habladuría a su madre, sentada a su lado.
Abbie se vuelve hacia su izquierda e interroga a un hombre corpulento y gordo,
de edad madura, cuyo enrojecido rostro y saltones ojos revelan la cantidad de
licor consumida.)
ABBIE:
¿Usted no ha visto a Eben?
EL HOMBRE:
— No. (Y
agrega, con un guiño:) Si no le ha visto usted…
ABBIE:
— Es el mejor bailarín del distrito. Debiera
venir a bailar.
EL
HOMBRE (con
un guiño.):
— Puede ser que esté cumpliendo con sus
deberes a conciencia y paseando al niño para dormirle. Es varón..., ¿verdad?
ABBIE
(asintiendo,
con aire vago.):
— Sí... Nació hace quince días... Es hermoso
como un ángel.
EL HOMBRE:
— Todos lo son... para sus madres. (En un susurro, con un codazo y una mirada
de soslayo.) Oiga, Abbie... ¡Si algún día se cansa de Eben, acuérdese de
mí! ¡No lo olvide ! (Mira el
incomprensivo rostro de Abbie y gruñe con disgusto.) Bueno... Creo que voy
a echar otro trago.
(Se
levanta y va hacia Cabot, que está discutiendo ruidosamente con un viejo
granjero sobre las vacas. Todos beben.)
ABBIE
(sin
dirigirse esta vez a nadie en particular.):
— Me pregunto qué estará haciendo Eben...
(Su observación es repetida a lo largo de la
fila de invitados, con muchas risitas y carcajadas, hasta llegar al violinista.
Este posa sus parpadeantes ojos sobre Abbie.)
EL VIOLINISTA (alzando la voz.):
— ¡Creo poder decirle qué está haciendo Eben, Abbie!
Está en la iglesia rezando en acción de gracias.
(Risitas
expectantes de la concurrencia.)
EL
HOMBRE:
— ¿Por qué?
(Nuevas
risitas.)
EL VIOLINISTA:
Porque ha tenido... (Vacila el tiempo exacto y nada más.) ¡un hermano!
(Una
tempestad de risas. Todos miran a Abbie y Cabot. Ella está ensimismada mirando
la puerta. Cabot, aunque no ha oído las palabras, se siente irritado ante las
risas y se adelanta, mirando furiosamente.)
CABOT:
— ¿Qué están balando todos ustedes... como un
rebaño de cabras? ¿Por qué no bailan, malditos sean? Les he invitado a
bailar..., a comer, a beber y divertirse..., ¡y se ponen a cacarear como un
grupo de gallinas mojadas y con moquillo! ¿Acaso no se han bebido mi
aguardiente y engullido mis comestibles como marranos? Entonces... ¿no pueden
bailar para mí? Es lo justo..., ¿verdad?
(Por la
rueda circula un murmullo de disgusto, pero es evidente que todos temen
demasiado a Cabot para expresarlo en forma abierta.)
EL VIOLINISTA (ladinamente.):
— Estamos esperando a Eben.
(Risas reprimidas.)
CABOT
(con
salvaje regocijo.):
— ¡Al diablo con Eben! ¡Ahora he terminado con
Eben! ¡Tengo un nuevo hijo! (Su humor
cambia de rumbo con brusquedad de borracho.) ¡Pero ustedes no tienen por
qué burlarse de Eben! ¡Ninguno de ustedes! ¡Es de mi sangre, aunque sea un
estúpido! ¡Vale más que cualquiera de ustedes! ¡Es capaz de hacer en el día
casi tanto trabajo como yo... y ponerlos en ridículo a todos ustedes!
EL VIOLINISTA:
— ¡Y también es capaz de hacer un buen trabajo
de noche!
(Una
tempestad de carcajadas.)
CABOT:
— ¡Rían, malditos estúpidos! De todos modos,
tienes razón, violinista. ¡Eben puede trabajar día y noche, como yo, en caso de
necesidad!
UN
VIEJO AGRICULTOR (desde atrás del barrilito, donde se está balanceando en su borrachera,
con gran sencillez.):
— No hay muchos que puedan hacer lo que tú,
Ephraim..., un hijo a los setenta y seis. ¡Vaya con la fuerza que tienes! Yo,
con sesenta y ocho años apenas, no podría hacerlo.
(Una
tempestad de risas, a la cual Cabot se adhiere estrepitosamente.)
CABOT
(dándole
una palmada en la espalda.):
— Lo siento por ti, Hi. ¡Nunca habría
sospechado semejante debilidad en un muchacho como tú!
UN
VIEJO AGRICULTOR:
— Y yo tampoco la sospeché de ti, Ephraim.
(Otro
estallido de risas.)
CABOT
(repentinamente
ceñudo.):
— Tengo muchas debilidades..., muchísimas...,
la gente no lo sabe. (Volviéndose hacia
el violinista.) ¡Vamos, violinista! ¡Maldito seas! ¡Dales algo con que
bailar! ¿Qué eres tú? ¿Un adorno? ¿No es esto una celebración? ¡Entonces,
engrásate el codo y adelante!
EL
VIOLINISTA (aferra el vaso que le tiende un viejo agricultor y lo apura.):
— ¡Allá va! (Comienza a tocar «La Dama del Lago». Cuatro jóvenes y cuatro muchachas
se distribuyen en dos filas y bailan una contradanza. El violinista grita
instrucciones para los distintos movimientos, siguiendo con sus palabras el
ritmo de la música y salpicándolas con festivas observaciones personales
dirigidas a los bailarines. La gente sentada a lo largo de las paredes marca el
compás con los pies y golpea las manos al unísono. Cabot se muestra
particularmente activo en ese sentido. Sólo Abbie revela apatía, contemplando
la puerta como si estuviese sola en una habitación silenciosa.) ¡Haz pasar
a tu dama a la derecha! ¡Eso es, Jim! ¡Dale un abrazo de oso! ¡Su mamá no mira!
(Risas.) ¡Cambien de parejas! Eso te
conviene ahora que tienes delante a Rubén..., ¿verdad, Essie? Mírenla cómo se
ruboriza... Bueno... La vida es corta y también lo es el amor, como dice la
gente.
(Risas.)
CABOT
(con
excitación, golpeando el suelo con el pie.):
— ¡Adelante, muchachos! ¡Adelante, niñas!
EL VIOLINISTA
(guiñándoles
el ojo a los demás.):
— ¡Eres el más ágil de Ios hombres de setenta
y seis años que yo haya visto, Ephraim! Sólo te faltaría tener buena vista... (Risas repetidas. El violinista no le da a Cabot
oportunidad de contestar y brama.) ¡Paseen! ¡Estás caminando como una novia
por la nave, Sara! Bueno. ¡Mientras hay vida hay esperanza, según dicen! ¡Pasa
a tu dama a la izquierda! ¡Dios Todopoderoso, miren cómo pisa Johnny Cook! No
le quedarán muchas fuerzas para segar el maíz mañana.
(Risas.)
CABOT:
— ¡Adelante! ¡Adelante! (Luego, de improviso, incapaz de contenerse por más tiempo, salta al
centro del grupo de los bailarines, dispersándolos, agitando los brazos
furiosamente.) ¡Todos ustedes son unos caballos! ¡Afuera! ¡Háganme lugar!
¡Yo les enseñaré a bailar! ¡Son demasiado flojos!
(Los
aparta con rudeza. Los bailarines se agolpan contra las paredes, murmurando,
mirando a Cabot con resentimiento.)
EL VIOLINISTA
(con tono
burlón.):
— ¡Vamos, Ephraim! ¡Vamos!
(Comienza
a ejecutar un baile popular, acelerando el compás poco a poco, hasta que,
finalmente, toca con la velocidad más frenética que puede.)
CABOT
(empieza
a bailar, cosa que hace muy bien y con tremendo vigor. Luego se dedica a
improvisar, hace grotescas cabriolas casi inverosímiles, saltando y golpeando
los talones entre sí, brincando en círculo con el cuerpo doblado, en una danza
guerrera india, y luego, irguiéndose súbitamente y saltando a la mayor altura
posible, con ambas piernas. Parece un mono que bailara sujeto a una cuerda. Y
mientras tanto, matiza sus cabriolas con gritos y comentarios burlones.):
— ¡Anda! ¡Esto sí que es bailar, para que
vean! ¡Anda! ¡Miren esto! ¡Vaya con mis setenta y seis años! ¡Soy duro como el
hierro todavía! ¡Les gano a los jóvenes, como siempre! Los invitaría a bailar
cuando cumpla los ciento, sólo que entonces todos estarán muertos. ¡Son una
generación débil! ¡Sus corazones son rosados, no rojos! ¡Sus venas están llenas
de barro y de agua! Yo soy el único hombre del distrito. ¡Anda! ¡Miren esto!
¡Soy un indio! ¡He matado a indios en el Oeste antes que ustedes nacieran!...
¡Y les he quitado el cuero cabelludo también! ¡En la espalda tengo una herida
de flecha, que puedo mostrarles! Toda la tribu me dio caza. Yo corrí con más
rapidez que ellos..., ¡con la flecha clavada en la espalda! Y me vengué. ¡Diez
ojos por ojo, ése fue mi lema! ¡Anda! ¡Mírame! ¡Puedo golpear con el pie el
cielo raso! ¡Anda!
EL VIOLINISTA
(dejando
de tocar, exhausto.):
— Dios Todopoderoso, no puedo más. Tienes las
fuerzas del diablo.
CABOT
(encantado.):
— ¿Te vencí también a ti? Pues has tocado con
mucha rapidez. Bebe un trago.
(Sirve whisky para sí y para el violinista. Beben.
Los demás observan a Cabot en silencio, con ojos fríos, hostiles. Pausa de
silencio total. El violinista descansa. Cabot se reclina contra el barrilito,
jadeante, mirando en torno con ojos turbios. En el aposento de arriba, Eben se
levanta y va de puntillas hacia la puerta del foro, apareciendo un momento
después en la otra alcoba. Avanza silenciosamente, casi con temor, hacia la
cuna y se detiene mirando al niño. La expresión de su rostro es tan vaga como
son confusas sus reacciones, pero hay en él un vestigio de ternura, de
emocionado descubrimiento. En el momento en que llega a la cuna, Abbie parece
presentir algo. Se levanta con esfuerzo y va hacia Cabot.)
ABBIE:
— Voy a ver al niño.
CABOT
(con aire
realmente solícito.):
— ¿Estás en condiciones de subir la escalera?
¿Quieres que te ayude, Abbie?
ABBIE:
— No. Puedo hacerlo. Volveré a bajar pronto.
CABOT:
— ¡No te fatigues demasiado! Recuerda que él
te necesita... ¡Nuestro hijo!
(Sonríe
afectuosamente, dándole una palmada en la espalda. Ella rehuye su contacto.)
ABBIE
(con aire
apagado.):
— No me... toques. Voy a... subir.
(Sale. Cabot
la sigue con la mirada. Por la habitación circula un murmullo. Cabot se vuelve.
El murmullo cesa. Cabot se enjuga la frente, que chorrea sudor. Respira de
manera jadeante.)
CABOT:
— Saldré a tomar aire fresco. Me siento algo
aturdido. ¡Sigue tocando, violinista! ¡Bailen todos ustedes! ¡Ahí tienen licor
para quien lo quiera! Diviértanse. Volveré.
(Sale,
cerrando la puerta en pos.)
EL VIOLINISTA
(sarcásticamente.):
— ¡No te apures por nosotros! (Risas reprimidas. Imita a Abbie.)
¿Dónde está Eben? (Más risas.)
UNA
MUJER (en
voz, alta.):
— ¡Lo ocurrido en esta casa es tan evidente
como la nariz que tenemos en la cara!
(Abbie
aparece en la puerta de la planta alta y se queda mirando con sorpresa y
adoración a Eben, que no la ve.)
UN
HOMBRE:
— ¡Chist! Ephraim es capaz de estar escuchando
detrás de la puerta. Eso sería muy propio de él.
(Las
voces se extinguen en medio de un intenso murmullo. Los rostros concentran toda
su atención en la habladuría. De la habitación surge un rumor que se diría de
hojas secas. Cabot ha salido del porche y se queda parado junto a la cerca,
apoyado en ella, contemplando el cielo con ojos parpadeantes. Abbie atraviesa silenciosamente
el aposento. Eben sólo advierte su presencia cuando Abbie está muy cerca de él.)
EBEN (con sobresalto.):
— ¡Abbie!
ABBIE:
— ¡Chist! (Le
echa los brazos al cuello. Se besan, luego se inclinan juntos sobre la cuna.)
¿Verdad que es hermoso? ¡Tu viva imagen!
EBEN
(complacido.):
— ¿Te parece? Yo no sabría decirlo.
ABBIE:
— ¡Idéntico!
EBEN
(frunciendo
el ceño.):
— Esto no me gusta. No me gusta que lo mío sea
suyo. Toda la vida me ha pasado lo mismo. ¡Ya no puedo soportarlo más!
ABBIE
(poniéndole
un dedo sobre los labios.):
— Estamos obrando lo mejor posible. Hay que
esperar. Algo tendrá que suceder. (Le
rodea con los brazos.) Debo volver.
EBEN:
— Voy a salir. No puedo soportar ese violín y
las risas.
ABBIE:
Nada de tristeza. Eben. Bésame.
(Él la
besa. Permanecen abrazados.)
CABOT
(junto a
la cerca, turbado.):
— Ni siquiera la música puede expulsar ese...
algo. ¡Uno le siente caer de los olmos, trepar al tejado, escurrirse por la
chimenea, moverse en los rincones! En las casas no hay paz; cuando se vive con
la gente, no hay descanso. Algo vive siempre en uno. (Con un profundo suspiro.) Iré al establo a descansar un rato.
(Va con
paso fatigado al establo.)
EL VIOLINISTA
(afinando.):
— ¡Festejemos el engaño del viejo penco!
Podemos divertirnos un poco ahora que se ha marchado.
(Comienza
a tocar una canción popular. Ahora, los invitados se divierten de veras. Los
jóvenes se levantan, disponiéndose a bailar.)
ESCENA II
Media hora después, en el exterior de la granja.
Eben está parado junto a la cerca, contemplando el cielo
con una expresión de mudo y perplejo dolor. Aparece Cabot, que regresa del
establo. Camina con andar cansado, los ojos fijos en el suelo. Ve a Eben y todo
su humor cambia de inmediato. Se muestra excitado, a sus labios asoma una cruel
y triunfante sonrisa, se acerca a grandes pasos y da una palmada a Eben en la
espalda. Desde el interior de la casa llegan el gemido del violín, el rumor de
pies, que patean y de voces que ríen.
CABOT:
— ¡De modo que estabas aquí!
EBEN
(sobresaltado,
le mira con odio un momento y dice luego con voz apagada.):
— Sí.
CABOT
(escudriñándole
con ojos burlones.):
— ¿Por qué no has venido a bailar? Todos
preguntaban por ti.
EBEN:
— ¡Que pregunten!
CABOT:
— Hay un montón de chicas bonitas.
EBEN:
— ¡Al diablo con ellas!
CABOT:
— Debieras casarte pronto con alguna de ellas.
EBEN:
— No me casaré con ninguna.
CABOT:
— Así podrías ganarte una participación en la
granja.
EBEN
(mordaz.):
— ¿Como lo hiciste tú, quieres decir? No soy
de ésos.
CABOT
(herido.):
— ¡Mientes! Fue la familia de tu madre quien
quiso robarme la granja.
EBEN:
— Otros no dicen eso. (Después de una pausa, desafiante ) ¡Y yo tengo una granja, de
todos modos!
CABOT
(zumbón.):
— ¿Dónde?
EBEN:
— ¡Aquí!
CABOT
(echa
atrás la cabeza y ríe groseramente.):
— ¡Ja, ja! ¿De veras? ¡Estás bueno!
EBEN
(dominándose,
ceñudo.):
— ¡Ya lo verás!
CABOT
(le
observa con aire receloso, tratando de descubrir su intención. Pausa. Luego
dice con desdeñosa confianza en sí mismo.):
— Sí... Ya lo veré. También tú lo verás. Eres
tú quien eres ciego..., ciego como un topo bajo tierra. (Eben ríe súbitamente, con un breve ladrido sardónico: «Ja.» Pausa. Cabot
le mira fijamente, con renovada sospecha.) ¿Qué estás mascullando ahí? (Eben se aparta sin responder. Cabot se
irrita.) ¡Dios Todopoderoso, eres un imbécil! Dentro de ese torpe cráneo
tuyo, sólo hay aire..., ¡es como un barril de aguardiente vacío! (Eben no parece oírle. La ira de Cabot se
acrecienta.) ¡Tu granja! ¡Dios Todopoderoso! Si no fueras burro de
nacimiento, sabrías que nunca poseerás una estaca ni una piedra de esta granja,
sobre todo ahora, después de haber nacido él. La granja será suya, te digo...,
suya cuando yo haya muerto...; ¡pero viviré cien años nada más que para burlarme
de todos vosotros!...; y él habrá crecido entonces..., ¡será casi de tu edad! (Eben vuelve a proferir un sardónico «ja,
ja». Éste impele a Cabot al frenesí.) ¿Ja? Crees que podrás evitar esto de
algún modo..., ¿eh? Pues bien... La granja será también de ella..., de Abbie...;
tú no la podrás embaucar..., conoce tus tretas..., te resultará un bocado
difícil..., quiere la granja para sí..., te temía..., me dijo que la estabas
rondando y haciéndole el amor a escondidas para tenerla de tu parte...
¡Estúpido! ¡Loco!
(Alza
los puños cerrados con aire amenazador.)
EBEN
(le
afronta, sofocándose de ira.):
— ¡Mientes, viejo penco! ¡Abbie nunca dijo
semejante cosa!
CABOT
(con
repentino aire triunfal al ver cuán impresionado está Eben.):
— Sí que lo dijo. Y yo dije: «Le haré volar
los sesos hasta la copa de esos olmos...» Y ella dijo: «No, eso no tiene
sentido; ¿quién podría ayudarte en la granja en vez de Eben?...» Y luego dijo:
«Tú y yo debemos tener un hijo..., sé que podemos», dijo. Y yo dije: «Si lo
tenemos, obtendrás lo que se te antoje.» Y ella dijo: «Quiero que desheredes a Eben
para que la granja sea mía cuando mueras.» (Con
terrible fruición.) ¡Y eso es lo que ha sucedido! ¿Verdad? ¡Y la granja es
de ella! ¡Y el polvo de la carretera... es tuyo! ¡Ja! ¿Quién se ríe ahora?
EBEN
(ha
estado escuchando, petrificado de dolor y de ira, y repentinamente ríe, con una
risa salvaje y desgarrada):
— ¡Ja, ja, ja! De modo que ese ha sido el
rastrero juego de Abbie... siempre..., como lo sospeché desde el primer momento...,
¡devorarlo todo!... ¡y devorarme a mí también!... (Con loco frenesí.) ¡La mataré!
(Salta
hacia el porche, pero Cabot es más rápido y se interpone)
CABOT:
— ¡No, no harás tal cosa!
EBEN:
— ¡Apártate de mi camino!
(Trata
de apartar a Cabot. Se aferran, trabándose en lucha feroz. La fuerza
concentrada del viejo resulta excesiva para Eben. Cabot le pone la mano sobre
la garganta y le empuja contra la pared de piedra. En ese momento, Abbie sale
del porche. Con sofocado grito, corre hacia ellos.)
ABBIE:
— ¡Eben! ¡Ephraim! (Tira de la mano apoyada contra la garganta de Eben.) ¡Suéltale,
Ephraim! ¡Le estás estrangulando!
CABOT
(aparta
la mano y arroja a Eben a un lado y cuan largo es sobre el césped, donde cae
jadeando y semiasfixiado. Profiriendo un grito, Abbie se arrodilla a su lado,
procurando poner la cabeza de Eben sobre su regazo, pero él la aparta. Cabot se
queda mirando con salvaje aire de triunfo.):
— No te inquietes, Abbie. No me proponía
matarle. No vale la pena hacerlo... ¡ni por pienso! (Con acento cada vez más triunfante.) ¡Setenta y seis años, y él no
tiene los treinta todavía..., y mira lo que le pasa por creer que su padre es
presa fácil! ¡No, por Dios! ¡No soy fácil! ¡Ya le enseñaré cómo soy! (Se vuelve, disponiéndose a marcharse.)
¡Entraré a bailar..., a cantar y a festejar! (Va hacia el porche, luego vuelve con una gran sonrisa.) No creo
que a Eben le queden ganas; pero si se pone pesado, Abbie, no tienes más que
llamarme. ¡Vendré corriendo, y por Dios que me le pondré sobre las rodillas y
le daré una azotaina! ¡Ja, ja, ja!
(Entra
en la casa riendo. Al cabo de un momento se oye su sonoro «Anda».)
ABBIE
(tiernamente.):
— Eben... ¿Estás lastimado?
(Trata
de besarle, pero él la aparta con violencia y logra sentarse con esfuerzo.)
EBEN
(con
habla entrecortada.):
— ¡Vete... al diablo!
ABBIE
(no dando
crédito a sus oídos.):
— Soy yo, Eben... Abbie... ¿No me conoces?
EBEN
(mirándola
con odio.):
— Sí... Te conozco... ¡ahora!
(De
improviso desfallece y solloza débilmente.)
ABBIE (con temor.):
— Eben... ¿Qué te ha pasado?... ¿Por qué me
miras como si me odiaras?
EBEN
(con
violencia, entre sollozos y con voz entrecortada.):
— ¡Te odio! ¡Eres una ramera!... ¡Una pérfida
ramera, maldita seas!
ABBIE
(retrocediendo
horrorizada.):
— ¡Eben! ¡No sabes qué estás diciendo!
EBEN
(poniéndose
en pie trabajosamente y siguiéndola, acusador.):
— ¡Sólo eres un hediondo hato de mentiras!
Todas tus palabras han sido mentiras desde que... hicimos eso. Has repetido
constantemente que me amabas...
ABBIE
(con
frenesí.):
— ¡Te amo!
(Le toma
la mano, pero Eben la retira con vehemencia.)
EBEN
(sin
prestarle atención.):
— ¡Me has engañado... como a un imbécil....
deliberadamente! Has hecho siempre tu juego rastrero y vil..., ¡acostándote
conmigo para tener un hijo que él creyera suyo y haciéndole prometer que te
daría la granja y que yo comería polvo, con tal que le dieras un hijo! (Mirándola con ojos llenos de angustia y
perplejidad.) ¡En ti debe de haber un demonio! ¡Un ser humano no puede ser
tan malvado!
ABBIE
(aturdida,
estúpidamente.):
— ¿Él te dijo...?
EBEN:
— ¿Acaso no es verdad? Es inútil que mientas.
ABBIE
(suplicante.):
— Eben, escúchame... Debes escucharme. Eso ocurrió hace mucho tiempo...,
antes que hiciéramos nada...; tú me despreciabas..., ibas a ver a Min..., y yo
te amaba..., ¡y se lo dije para vengarme de ti!
EBEN
(sin
escucharla, con atormentada pasión.):
— ¡Ojalá estuvieras muerta! ¡Ojalá nos
hubiéramos muerto tú y yo antes de suceder esto! (Con furor.) ¡Pero yo también me vengaré! ¡Le pediré en mis
plegarias a mamá que venga en mi ayuda..., que os maldiga a los dos!
ABBIE
(con
desgarrada voz.):
— ¡No digas eso, Eben! ¡No digas eso! (Se echa de rodillas ante él, sollozando.)
¡No quise hacerte mal! Perdóname... ¿No quieres perdonarme?
EBEN
(como si
no la oyese, con tono salvaje.):
— ¡Ajustaré cuentas con ese viejo penco... y
contigo! ¡Le diré la verdad sobre el hijo de que tanto se enorgullece! Luego te
dejaré con él para que os envenenéis mutuamente..., y mamá saldrá de su tumba
por las noches..., ¡y me iré a los yacimientos de oro de California, donde
están Sim y Peter!
ABBIE
(aterrorizada.):
— ¿No... pensarás abandonarme? ¡No puedes
hacerlo!
EBEN
(con
feroz decisión.):
— ¡Me voy, te digo! Allí me enriqueceré y volveré a disputarle la
granja que robó..., y os echaré a puntapiés a los dos al camino... para que
mendiguéis y durmáis en los bosques..., y a tu hijo contigo..., ¡para que os
muráis de hambre!
(Está
histérico al rematar la frase.)
ABBIE
(con un
escalofrío, humildemente.):
— Es también hijo tuyo, Eben.
EBEN
(atormentado.):
— ¡Ojalá no hubiese nacido! ¡Ojalá se muera
ahora mismo! ¡Ojalá nunca le hubiese visto! ¡Es él..., su nacimiento..., con el
fin de robar..., lo que lo ha cambiado todo!
ABBIE
(con
dulzura.):
— ¿Creías que yo te amaba... antes de nacer
él?
EBEN:
— Sí..., ¡como el más estúpido de los bueyes!
ABBIE:
— ¿Y ahora ya no lo crees?
EBEN:
— ¿Creerle a una ladrona embustera? ¡Ja!
ABBIE
(se
estremece y dice luego, con humildad.):
— ¿Y me amabas de veras antes?
EBEN
(con voz
desgarrada.):
— Sí..., ¡y tú me engañabas!
ABBIE:
— ¡Y ahora no me amas!
EBEN
(con
violencia.):
— ¡Te digo que te odio!
ABBIE:
— ¿Te marchas realmente al Oeste..., vas a
abandonarme..., todo porque él ha nacido?
EBEN:
— Me iré por la mañana..., ¡y si no lo hago,
que Dios me envíe al infierno!
ABBIE
(después
de una pausa, con terrible y fría vehemencia, lentamente.):
— Si es eso lo que ha conseguido su
nacimiento..., matar tu amor..., alejarte de mí..., a ti, mi única alegría...,
la única alegría que he conocido..., tú que eres el paraíso para mí..., algo
más hermoso que el paraíso..., ¡entonces le odio también, aunque sea su madre!
EBEN
(con
amargura.):
— ¡Mientes! ¡Le amas! ¡Él te conseguirá la
granja! (Con voz desgarrada.) Pero no
se trata ya de la granja..., no, ya no es eso...; se trata de tu engaño..., ¡de
que lograste que yo te amara..., mintiéndome amor..., sólo para obtener un hijo
y robar con él!
ABBIE
(acongojada.):
— ¡Él no robará! ¡Yo le mataría primero. ¡Te
amo! ¡Te lo probaré...!
EBEN
(con
aspereza.):
— Es inútil que sigas mintiendo. ¡No te
escucho! (Le vuelve la espalda.) No
volveré a verte. ¡Adiós!
ABBIE
(pálida
de angustia.):
— ¿Ni siquiera vas a besarme... una sola
vez..., después de todo lo que nos amamos?
EBEN
(con voz
áspera.):
— ¡No quiero volver a besarte jamás! ¡Quiero
olvidar que te he visto!
ABBIE:
— ¡Eben!... Tú no debes hacer eso... Espera un
poco... Quiero decirte...
EBEN:
— Entraré a emborracharme. Entraré a bailar.
ABBIE
(agarrándose
a su brazo con apasionada sinceridad.):
— Si yo pudiese conseguirlo..., si él nunca se
interpusiera entre nosotros..., si pudiera demostrar que no me proponía robarte...,
para que todo siguiera siendo igual entre nosotros, para que nos amáramos y
besáramos y fuésemos felices como antes de nacer él..., si yo pudiese
hacerlo..., volverías a amarme, ¿verdad? ¿Volverías a besarme? No me
abandonarías jamás..., ¿no es así?
EBEN
(conmovido.):
— Supongo que no. (Desembarazándose de la mano que Abbie tenía apoyada sobre su brazo,
con amarga sonrisa.) Pero tú no eres Dios..., ¿verdad?
ABBIE
(con
exaltado regocijo.):
— ¡Recuerda tu promesa! (Con extraña intensidad.) ¡Quizá yo pueda destruir algo hecho por
Dios!
EBEN
(escudriñando
su rostro.):
— ¿No estarás un poco trastornada? (Va hacia la puerta.) Me voy a bailar.
ABBIE
(gritando
en pos de él, con vehemencia.):
— ¡Te lo probaré! ¡Te lo probaré! Te probaré
que te amo más que a... (Eben entra en la
casa, al parecer sin haberla oído. Abbie permanece inmóvil en su sitio,
siguiéndole con los ojos, y luego concluye con acento desesperado.) ¡Más
que a nada en el mundo!
ESCENA III
Por la mañana, momentos antes del amanecer. Se ven la
cocina y la alcoba de Cabot.
En la cocina, a la luz de una vela de sebo que está sobre
la mesa, se halla sentado Eben, el mentón apoyado en las manos, el chupado
rostro descolorido e inexpresivo. En el suelo, a su lado, está su maleta. En la
alcoba, iluminada vagamente por una pequeña lámpara de aceite de ballena,
duerme Cabot. Abbie está inclinada sobre la cuna, escuchando, el rostro lleno
de terror aún, pero con una vibración subyacente de desesperado triunfo.
Bruscamente, rompe a sollozar, pronta al parecer a echarse de rodillas junto a
la cuna; pero el viejo se revuelve inquieto, gimiendo en sueños y Abbie se
domina y, apartándose de la cuna con un ademán de horror, retrocede rápidamente
hacia la puerta del foro, caminando hacia atrás, y sale. Al cabo de un momento
entra en la cocina y, corriendo hacia Eben, le echa los brazos al cuello y lo
besa con frenesí. El se muestra insensible y frío y no la mira.
ABBIE
(histéricamente.):
— ¡Lo hice, Eben! ¡Te digo que lo hice! ¡He
probado que te amo... más que a nada..., de tal modo que no podrás dudar ya de
mí!
EBEN
(con
lentitud.):
— De nada sirve ahora lo que puedas haber
hecho.
ABBIE
(frenéticamente.):
— ¡No digas eso! ¡Bésame, Eben! ¿No quieres
besarme? ¡Necesito que me beses después de lo que he hecho! ¡Necesito oírte
decir que me amas!
EBEN
(la besa
sin emoción y dice con voz apagada.):
— Esto es el adiós. Me voy pronto.
ABBIE:
— ¡No! ¡No! ¡No te irás... ahora!
EBEN
(ensimismado
en sus propios pensamientos.):
— Lo he estado pensando..., y no le diré una
sola palabra a papá. Dejaré que mamá se tome venganza de ti. Si yo se lo
dijera, el viejo penco sería lo bastante mezquino y vil para desquitarse con
ese niño. (Su voz revela emoción contra
su voluntad.) Y yo no quiero que le ocurra nada malo. No tiene culpa
alguna. (Agrega con cierto extraño
orgullo.) ¡Y se me parece! ¡Y es mío, por Dios que es mío! ¡Algún día
volveré y...!
ABBIE
(demasiado
ensimismada en sus propios pensamientos para escucharle, suplicante.):
— No hay motivo para que te vayas..., ya no
tiene sentido..., todo está como antes, nada se interpone ya entre nosotros...,
¡después de lo que he hecho!
EBEN
(algo le
impresiona en la voz de Abbie. La mira un poco asustado.):
— Pareces loca, Abbie. ¿Qué has hecho?
ABBIE:
— Le..., le maté, Eben.
EBEN
(estupefacto.):
— ¿Que le mataste?
ABBIE
(con voz
apagada.):
— Sí...
EBEN
(recobrándose
de su sorpresa, con acento salvaje.):
— ¡Bien merecido lo tiene! Pero tenemos que
hacer algo, ahora mismo, para hacer creer que el viejo penco se suicidó estando
borracho. Podemos probar, con el testimonio de todos, lo borracho que estaba.
ABBIE
(con frenesí.):
— ¡No! ¡No! ¡A él, no! (Riendo dolorosamente.) Pero fue eso lo que debí hacer..., ¿verdad?
¡Fue a él a quien debí matar, en cambio! ¿Por qué no me lo dijiste?
EBEN
(aterrado.):
— ¿En cambio? ¿Qué quieres decir?
ABBIE:
— No fue a él.
EBEN
(su rostro
se vuelve lívido.):
¡No..., no habrá sido a ese niño!
ABBIE
(con voz
apagada.):
— ¡Sí...!
EBEN
(cae de
rodillas como fulminado, la voz trémula de horror.):
— ¡Oh Dios Todopoderoso! ¡Dios Todopoderoso! ¡Madre!
¿Dónde estabas que no la detuviste?
ABBIE
(con
sencillez.):
— Tu madre volvió a su tumba esa noche, cuando
lo hicimos..., ¿recuerdas? No he vuelto a sentirla próxima. (Pausa. Eben oculta su cabeza entre las
manos, temblando como si tuviese calentura. Ella prosigue con aire embotado.)
Dejé la almohada sobre su carita. Así, él mismo se mató. Dejó de respirar. (Comienza a llorar suavemente.)
EBEN
(en quien
la ira comienza a mezclarse con la pena.):
— Se me parecía. ¡Era mío, maldita seas!
ABBIE
(lentamente
y con desgarrada voz.):
— Yo no quería hacerlo. Me repugnaba hacerlo.
Yo le amaba. Era tan hermoso... ¡Tu viva imagen! Pero yo te amaba más a ti e
ibas a marcharte... lejos, adonde nunca volvería a verte, a besarte, a
estrecharte contra mí..., y dijiste que me odiabas por haber tenido ese hijo...,
dijiste que le odiabas y que ojalá estuviese muerto..., dijiste que, de no
haber sido por él, todo habría sido igual que antes entre nosotros.
EBEN
(incapaz
de soportar esto, se levanta de un salto, en un arranque de furor,
amenazándola, crispándosele los dedos en el ansia de aferrar la garganta de
Abbie.):
— ¡Mientes! ¡Yo nunca dije..., nunca soñé que
tú... me hubieras cortado la cabeza antes que lastimarle un dedo!
ABBIE
(lastimera,
dejándose caer de rodillas.):
— Eben... No me mires así..., con odio...,
después de lo que hice por ti..., por nosotros..., para que pudiéramos ser
felices de nuevo
EBEN
(con
furor ahora.):
— ¡Cállate o te mataré! Ahora veo tu juego...,
la misma vil treta... ¡Quieres culparme del crimen que has cometido!
ABBIE
(gimiente,
tapándose los oídos.):
— ¡No digas eso, Eben! ¡ No digas eso!
(Le
agarra las piernas.)
EBEN
(su furia
se transforma súbitamente en horror y se aparta de ella.):
— ¡No me toques! ¡Eres veneno! ¿Cómo
pudiste... matar a esa pobre criatura?... ¡Debes de haberle vendido tu alma al
diablo! (Repentinamente colérico.)
¡Ja! Ya comprendo por qué lo hiciste! No por las mentiras que acabas de
decirme…, sino porque querías volver a robar..., robarme lo único que me habías
dejado..., mi parte de él..., no, todo él...; viste que se me parecía...,
sabías que era todo mío..., y no pudiste soportarlo..., ¡lo sé! ¡Le mataste
porque era mío! (Todo esto le ha
impulsado casi hasta la locura. Se abalanza hacia la puerta, pasando junto a Abbie;
luego se vuelve, y, agitando ambos puños con aire amenazador, le dice con
vehemencia.) ¡Pero ahora me vengaré! ¡Llamaré al sheriff! ¡Se lo diré todo!
Luego cantaré... Me voy a California,
y me marcharé... hacia el oro..., hacia la Puerta de Oro..., hacia el sol de
oro..., hacia los yacimientos de oro del Oeste. (Esto último lo dice a medias gritando y a medias canturriando en forma
incoherente, interrumpiéndose luego con apasionamiento.) ¡Iré a buscar al
sheriff para que te detenga! ¡Quiero que te lleven y te encierren y no verte
más! ¡El verte me resulta insoportable! ¡Asesina y ladrona, me tientas aún! ¡Te
entregaré al sheriff!
(Se
vuelve y sale corriendo, dobla la esquina de la casa, jadeante y sollozando, y
echa a correr tambaleándose, casi en zigzag, por la carretera.)
ABBIE
(levantándose
trabajosamente, corre hacia la puerta y grita en pos de él.):
— ¡Te amo, Eben! ¡Te amo! (Se detiene desfalleciente junto a la puerta, próxima a caer.) No
me importa lo que puedas hacer..., con tal que vuelvas a amarme...
(Se
desploma como una masa inerte, desmayada.)
ESCENA IV
Una hora
después, aproximadamente. El mismo escenario de la escena tercera. Se ve la
cocina y la alcoba de Cabot. Acaba de amanecer. Los rayos del sol llenan de
fulgores el cielo.
En la
cocina, Abbie está sentada junto a la mesa, el cuerpo laxo y exhausto, la
cabeza abatida sobre los brazos, el rostro oculto. En el primer piso, Cabot
está dormido aún, pero despierta con un sobresalto. Mira hacia la ventana y
lanza un bufido de sorpresa y de irritación, aparta los cobertores y comienza a
vestirse presurosamente. Sin mirar hacia atrás, comienza a hablarle a Abbie, a
quien supone a su lado.
CABOT:
— ¡Truenos y rayos, Abbie! ¡En cincuenta años,
nunca dormí hasta tan tarde! Parece que el sol ha salido ya casi por completo. La
culpa debe de ser del baile y el aguardiente. Me parece que estoy envejeciendo.
Espero que Eben estará trabajando. Hubieras podido tomarte la molestia de
despertarme, Abbie. (Se vuelve, no ve a Abbie
y dice, sorprendido.) Caramba... ¿Dónde estará Abbie? Preparando el
desayuno, supongo. (Va de puntillas hacia
la cuna, mira y dice orgullosamente.) Buenos días, hijito. ¡Hermoso como un
ángel! Duerme con un sueño profundo. No chilla durante toda la noche, como la
mayor parte de los chiquillos. (Sale
silenciosamente por la puerta del foro, pocos instantes después entra en la
cocina, ve a Abbie y dice con satisfacción.) De modo que estabas aquí...
¿Has preparado algo de desayuno?
ABBIE
(sin
moverse.):
— No.
CABOT
(acercándose
a ella con un aire en que casi asoman la simpatía y la comprensión.):
— ¿Te sientes mal?
ABBIE:
— No.
CABOT
(le da
una palmada en el hombro. Ella se estremece.):
— Más vale que te acuestes un poco. (Con tono semiburlón.) Tu hijo te
necesitará pronto. Seguramente despertará con un apetito devorador, a juzgar
por la forma como duerme.
ABBIE
(se
estremece y dice con voz agobiada.):
— Ya no despertará.
CABOT
(con tono
festivo.):
— Me imita esta mañana. Yo nunca había dormido
tan profundamente en...
ABBIE:
— Está muerto.
CABOT:
— ¿Cómo?
ABBIE:
— Le he matado.
CABOT
(retrocediendo
espantado.):
— ¿Estás borracha..., o loca..., o...?
ABBIE
(alza
repentinamente la cabeza y se vuelve hacia él con frenesí.):
— ¡Yo le maté, te digo! Le asfixié. ¡Sube y
mira tú mismo, si no me crees!
(Cabot la
mira absorto un momento, luego se precipita afuera por la puerta del foro, se
le oye subir de cuatro en cuatro los escalones y entra corriendo en la alcoba y
se acerca a la cuna. Abbie ha vuelto a sumirse apáticamente en su indiferencia.
Cabot pone la mano en el cuerpo que está en la cuna. En su rostro aparece una
expresión de miedo y horror.)
CABOT
(retrocediendo
trémulo.):
— ¡Dios Todopoderoso! (Sale a tropezones, vuelve rápidamente a la cocina, se aproxima a Abbie,
la estupefacción impresa aún en el rostro, y dice con voz ronca.) ¿Por qué
lo hiciste? ¿Por qué? (Como ella no
contesta, Cabot la agarra violentamente del hombro y la sacude.) ¡Te
pregunto por qué lo hiciste! ¡Más vale que me lo digas... o...!
ABBIE
(le
repele furiosamente, tanto, que el impulso le hace retroceder dando traspiés, y
se levanta a la vez de un salto. Con salvaje ira y odio.):
— ¡No te atrevas a tocarme! ¿Qué derecho
tienes a preguntarme por él? ¡No era tu hijo! ¿Crees que yo habría tenido un
hijo tuyo? ¡Hubiera preferido morirme! ¡Te odio y te he odiado siempre! Debí
matarte a ti..., ¡y lo hubiera hecho de haber tenido sentido común! ¡Te odio!
Amo a Eben. Le amé desde el primer momento. Y él era hijo de Eben..., mío y de Eben...,
¡no tuyo!
CABOT
(se queda
mirándola aturdido. Pausa. Cabot encuentra las palabras con esfuerzo y dice
lentamente y con voz abatida.):
— Eso era... lo que yo sentía... moviéndose
por los rincones..., mientras tú yacías tendida..., apartándome de ti...,
diciéndome que ya habías concebido... (Queda
sumido en un abrumador silencio, y luego dice con extraña emoción.) Está
muerto, ciertamente que sí. Toqué su corazón. ¡Pobrecito!
(Se
enjuga una lágrima con la manga.)
ABBIE
(histérica.):
— ¡Calla! ¡Calla!
(Solloza
en un impulso incontenible.)
CABOT
(con concentrado
esfuerzo que vuelve rígido su cuerpo y endurece su rostro en una máscara
pétrea, se dice a sí mismo entre dientes.):
— Tengo que ser... como una piedra…, ¡como la
roca del Juicio Final! (Pausa. Logra
dominarse por completo y dice con aspereza.) ¡Si se tratase de Eben, me
alegraría su muerte! Y quizá yo haya sospechado esto siempre. Adivinaba algo
poco natural... en alguna parte..., la casa se había vuelto tan solitaria... y
fría..., me empujaba al establo..., a los animales y al campo... Sí. Debí
sospechar... algo. No me engañasteis... del todo, al menos. Soy zorro demasiado
viejo... Estoy madurando para caer de la rama... (Advierte que divaga, vuelve a incorporarse y mira a Abbie con cruel
sonrisa.) De modo que hubieras preferido matarme a mí en vez de a él...,
¿eh? Bueno... ¡Pues yo viviré cien años! ¡Viviré lo bastante para verte
ahorcada! ¡Te entregaré al juicio de Dios y de la ley! Ahora iré en busca del
sheriff.
(Se
dispone a dirigirse hacia la puerta.)
ABBIE
(lentamente.):
— No hace falta. Eben ha ido a buscarle.
CABOT
(asombrado.):
— ¿Eben... a buscar al sheriff?
ABBIE:
— Sí...
CABOT:
— ¿Para denunciarte?
ABBIE:
— Sí...
CABOT
(medita
sobre esto. Pausa. Con voz dura.):
— Pues le agradezco a Eben el haberme ahorrado
la molestia. Me iré a trabajar. (Va hacia
la puerta, luego se vuelve y dice, la voz llena de extraña emoción.) Ese
hijo debió ser mío, Abbie. Debiste amarme a mí. Yo soy un hombre. ¡Si me
hubieses amado, yo nunca te habría denunciado a un sheriff, hicieras lo que
hicieses, aunque me cocieran vivo!
ABBIE
(a la
defensiva.):
— Hay algo más que tú no sabes, y Eben me
denuncia por eso.
CABOT
(secamente.):
— Por ti, quiero creerlo así. (Sale, va hacia la cerca, contempla el
cielo. Su dominio de sí mismo se relaja. Por un momento vuelve a sentirse viejo
y fatigado. Murmura con desesperación.) ¡Dios Todopoderoso, voy a estar más
solitario que nunca! (Oye pasos que llegan por la izquierda a la carrera y
vuelve a recobrarse. Eben entra corriendo, jadeando, exhausto, los ojos extraviados
y el aire demente. Se abalanza a través de la puerta. Cabot le agarra del
hombro. Eben le mira sin pronunciar palabra.) ¿Se lo dijiste al sheriff?
EBEN
(asintiendo
con aire estúpido.):
— Sí...
CABOT
(le da un
empellón que envía a Eben al suelo, despatarrado, y ríe con infamante
desprecio.):
— ¡Bravo! ¡Eres una hermosa astilla de tu
madre! (Va hacia el establo, riendo
ásperamente. Eben se levanta con esfuerzo. De pronto, Cabot vuelve y dice,
ceñudo y amenazador.) Lárgate de aquí en cuanto el sheriff se la haya
llevado..., ¡o tendrá que venir a buscarme también a mí por asesinato!
(Se va
taconeando. Eben no parece haberle oído. Corre hacia la puerta y entra en la
cocina. Abbie alza los ojos y lanza un grito de angustiada alegría. Eben avanza
a tropezones, se deja caer de hinojos junto a Abbie y solloza con desganada
voz.)
EBEN:
— ¡Perdóname!
ABBIE
(feliz.):
¡Eben!
(Le besa
y atrae su cabeza contra su pecho.)
EBEN:
— ¡Te amo! ¡Perdóname!
ABBIE
(en
éxtasis.):
— ¡Te perdonaría todos los pecados del
infierno con tal de oírte esas palabras!
(Le besa
la cabeza, apretándola contra sí en una salvaje pasión de posesión.)
EBEN
(con voz
desgarrada.):
— Pero se lo dije al sheriff. ¡Viene por ti!
ABBIE:
— Puedo soportar todo lo que me suceda…
¡ahora!
EBEN:
— Le desperté. Se lo conté. Él dijo: «Espera a
que me haya vestido.» Esperé. Empecé a pensar en ti. Empecé a pensar en lo
mucho que te amaba. Sentí un dolor como si me estuviera estallando algo en el
pecho y en la cabeza. Me eché a llorar. ¡Comprendí de pronto que te amaba
todavía y que te amaría siempre!
ABBIE
(acariciándole
el cabello con ternura.):
— ¿Acaso no eres mi niño?
EBEN:
— Eché a correr de regreso. Atajé a campo
traviesa y por los bosques. Pensé que quizá tuvieras tiempo de huir conmigo...
y...
ABBIE
(moviendo
la cabeza.):
— Debo sufrir mi castigo... pagar mi pecado.
EBEN:
— Entonces quiero compartir la pena contigo.
ABBIE:
— Nada has hecho.
EBEN:
— Te hice pensar en esto. ¡Quise que el niño
muriera! ¡Fue lo mismo que incitarte a hacerlo!
ABBIE:
— ¡No!
¡Fui yo sola!
EBEN:
— ¡Soy tan culpable como tú! Era el hijo de
nuestro pecado.
ABBIE
(irguiendo
la cabeza, como si desafiara a Dios.):
— ¡No me arrepiento de ese pecado! ¡No le pido
a Dios que me lo perdone!
EBEN:
— Tampoco yo...; pero ese pecado te llevó al
otro..., y el crimen que cometiste fue por mí..., y es mi crimen también, y así
se lo diré al sheriff..., y si lo niegas, diré que lo planeamos juntos..., y
todos ellos me creerán, porque sospechan que lo hemos hecho, y todo les parecerá
probable y cierto. Y es cierto..., a fin de cuentas. Yo te ayudé…, en cierto
modo.
ABBIE
(apoyando
su cabeza sobre la de Eben, sollozando.):
— ¡No! ¡No quiero que sufras!
EBEN:
— ¡Tengo que pagar mi parte del pecado! Y
sufriría más aún abandonándote, yéndome al Oeste, pensando en ti día y noche,
estando libre cuando tú estés en la cárcel... (bajando la voz), estando vivo cuando tú estés muerta. Quiero
compartirlo contigo, Abbie..., ¡la cárcel, y la muerte, y el infierno, y todo! (La mira en los ojos y fuerza una sonrisa
trémula.) Compartiéndolo contigo, al menos no me sentiré solo.
ABBIE
(débilmente.):
— ¡Eben! ¡No te dejaré! ¡No te dejaré!
EBEN
(besándola
con ternura.):
— No podrás evitarlo. ¡Te he vencido por esta
vez!
ABBIE
(forzando
una sonrisa, con aire de adoración.):
— No estoy vencida... ¡teniéndote!
EBEN
(oye
fuera rumor de pisadas.):
— ¡Chis! ¡Escucha! ¡Han venido a buscarnos!
ABBIE:
— No. Es él. No le des oportunidad de pelear
contigo, Eben. No respondas una sola palabra..., diga lo que diga. Y yo tampoco
lo haré.
(Es Cabot.
Viene del establo, presa de violenta excitación, y entra dando grandes zancadas
en el interior de la casa y luego en la cocina. Eben está hincado de rodillas
junto a Abbie, ciñéndola con el brazo, mientras ella le rodea a su vez con el
suyo. Ambos miran fijamente algún punto del vacío.)
CABOT
(los mira
absorto, el rostro severo. Larga pausa. Con tono vengativo.):
— ¡Buena pareja de tórtolos criminales! ¡Debieran
ahorcaros en la misma rama y dejaros balanceándoos bajo la brisa y pudriéndoos
juntos..., ¡como advertencia para los viejos tontos como yo, a fin de que
sobrelleven solos su soledad, y para los jóvenes tontos como vosotros, para que
contengan su lujuria! (Pausa. La
excitación vuelve a su rostro, sus ojos centellean, parece algo trastornado.)
Yo no podría trabajar hoy. El trabajo no me interesaría. ¡Al diablo con la
granja! ¡Voy a abandonarla! ¡He dejado sueltas a las vacas y al resto del
ganado! ¡Lo he llevado a los bosques, donde podrá ser libre! ¡Al liberarlo, me
estoy liberando a mí mismo! ¡Me marcho de aquí hoy mismo! ¡Incendiaré la casa y
el establo, y los miraré arder, y dejaré aquí a tu madre para que ronde las
cenizas, y le legaré los campos a Dios para restituírselos, de modo que nada
humano pueda volver a tocarlos! Me marcharé a California..., a unirme con
Simeón y Peter…, verdaderos hijos míos, aunque sean tontos..., ¡y los Cabot
descubrirán juntos las minas del rey Salomón! (Repentinamente da una loca cabriola.) ¡Anda! ¿Cuál era la canción que
cantaban Simeón y Peter? «¡Oh California.
Ese es el país que quiero!» (Canta
esto; luego se arrodilla junto al listón donde ha estado oculto el dinero.)
¡Y viajaré en uno de los mejores «clipers» que pueda encontrar! ¡Tengo el
dinero que hace falta! Es una lástima que no supierais dónde estaba oculto,
porque hubierais podido robármelo... (Ha
sacado el listón. Se queda mirando absorto, tantea, vuelve a mirar absorto.
Pausa de absoluto silencio. Se vuelve lentamente, dejándose caer sentado sobre
el piso, con ojos de pez muerto, el rostro del enfermizo verdegris propio de un
mareo. Traga saliva penosamente varias veces y fuerza, por fin, una débil
sonrisa.) De modo que... ¡me lo robaste!
EBEN
(sin la
menor emoción.):
— Se lo cambié a Simeón y a Peter por su parte
de la granja... para que se costearan los pasajes a California.
CABOT
(sardónico.):
— ¡Ja! (Comienza
a recobrarse. Se pone lentamente en pie y dice con tono extraño.) Supongo
que Dios les habrá dado el dinero..., ¡no tú! ¡Dios es duro, no complaciente!
Puede ser que en el Oeste haya oro fácil, pero ése no es el oro de Dios. No es
para mí. Me parece oír su voz, advirtiéndome de nuevo que sea duro y que me
quede en mi granja. Me parece ver su mano utilizando a Eben para apartarme de
mi debilidad. Me parece sentirme en la palma de su mano y sentir sus dedos que
me guían. (Pausa. Luego murmura con
tristeza.) Ahora estaré más solo que nunca... y estoy envejeciendo,
Señor..., estoy maduro para caer de la rama... (bruscamente rígido.) Bueno... ¿Y qué? ¿Acaso Dios no es solitario?
¡Dios es duro y solitario!
(Pausa.
Por la carretera, desde la izquierda, llega el sheriff con dos hombres. Avanzan
cautelosamente hacia la puerta. El sheriff golpea con la culata de su
revólver.)
SHERIFF:
— ¡Abran en nombre de la ley!
(Cabot, Eben
y Abbie se sobresaltan.)
CABOT:
— Vienen a buscarte. (Va hacia el foro.) ¡Entra, Jim! (Entran los tres hombres. Cabot los recibe en el umbral.) Un
momento nada más, Jim. Están seguros aquí.
(El sheriff
asiente. Él y sus acompañantes esperan en el umbral.)
EBEN
(súbitamente.):
— Mentí esta mañana, Jim. Yo le ayudé a Abbie
a hacerlo. Puedes llevarme a mí también.
ABBIE
(con voz
desgarrada.):
— ¡No!
CABOT:
— Llevaos a los dos. (Se adelanta, contempla a Eben con un dejo de admiración a regañadientes.)
Bravo... ¡por ti! Bueno. Tengo que reunir mi ganado. Adiós.
EBEN:
— Adiós.
ABBIE:
— Adiós.
(Cabot
se vuelve y sale dando grandes zancadas por delante de los policías, dobla la
esquina de la casa, los hombros erguidos, el rostro impasible, y se encamina
taconeando fuerte hacia el establo. Mientras tanto, el sheriff y sus dos
hombres entran en la habitación.)
SHERIFF
(con aire
embarazado.):
— Bueno... Más vale que nos pongamos en
marcha.
ABBIE:
— Espere. (Se
vuelve hacia Eben.) Te amo, Eben.
EBEN:
— Te amo, Abbie. (Se besan. Los tres hombres sonríen y cambian de postura con cierto
aire de malestar. Eben toma la mano de Abbie. Ambos salen por el foro, seguidos
por los policías, y abandonan la casa, yendo cogidos de la mano hacia la cerca.
Eben se detiene y mira el cielo matinal con su irradiación de sol.) Está
saliendo el sol. Hermoso..., ¿verdad?
ABBIE:
— Sí...
(Ambos
permanecen inmóviles durante un momento, mirando al cielo, en éxtasis, en
actitudes extrañamente abstraídas y devotas.)
SHERIFF
(paseando
su mirada por la granja con envidia, a sus acompañantes.):
— Es una granja soberbia, no cabe duda...
¡Ojalá fuese mía!
(Telón.)
FIN DE «DESEO BAJO
LOS OLMOS»
En 1958, la Paramount produjo un film basado en “Deseo
bajo los olmos”, con el mismo título original de “Desire under the elms”
Su director fue Delbert Mann.
Sofía Loren encarnó a Abbie
Anthony Perkins a Eben.
Burl Ives a Ephraim Cabot.
![](file:///C:/Users/RAFAEL/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image014.jpg)
![](file:///C:/Users/RAFAEL/AppData/Local/Temp/msohtmlclip1/01/clip_image016.jpg)
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Digitalizado y revisado por Risardo 1946.
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