ENSAYO DE GUSTAVO GEIROLA - "APROXIMACIÓN PSICOANALÍTICA AL ENSAYO TEATRAL: ALGUNAS NOTAS PRELIMINARES AL CONCEPTO DE TRANSFERENCIA"
Aproximación
psicoanalítica al ensayo teatral: algunas notas preliminares al concepto de
«transferencia»
Gustavo Geirola
Resumen
■
El artículo discute la importancia de una aproximación psicoanalítica al ensayo
teatral y apoya la necesidad de un enfoque teórico novedoso para la formación y
el trabajo del actor y del director. En consecuencia, introduce algunos
conceptos psicoanalíticos a la teoría teatral según han sido elaborados por
Lacan en varios de sus Seminarios e invita a una revisión del método o sistema
de Stanislavski, de la creación colectiva y del psicodrama. Los conceptos de
transferencia, fantasma y deseo permiten abrir un debate sobre múltiples
aspectos políticos y culturales que operan durante el ensayo, tales como el
tiempo, la ficción, la verdad y el cuerpo.
Por supuesto, está en nuestra época la
dramaturgia que debe
permitir poner en su nivel el drama de aquél con quien tenemos
que vérnosla en lo concerniente al deseo.
Jacques Lacan, Seminario 81
permitir poner en su nivel el drama de aquél con quien tenemos
que vérnosla en lo concerniente al deseo.
Jacques Lacan, Seminario 81
No se puede enseñar a actuar a nadie.
K. Stanislavski, Ética y disciplina
K. Stanislavski, Ética y disciplina
Como si un sueño se fuera «develando» durante
los ensayos.
Eduardo Pavlovsky, La ética del cuerpo
Eduardo Pavlovsky, La ética del cuerpo
¿Qué
desea el director en el ensayo?, ¿cuánto incide la figura del director sobre el
actor?, ¿hasta qué punto hay un placer en la dirección escénica?, ¿se puede
hablar de un placer o de un goce del actor y del director?, ¿cómo se posiciona
el actor respecto del director y del personaje que debe interpretar?, ¿quién es
el director para el actor?, ¿qué teoría podría situar topológicamente las relaciones
entre el director, el actor e incluso el personaje? No voy ni siquiera a
intentar aquí responder estas preguntas. Si las enuncio es para que se vea lo
desprovistos que estamos, en el campo de la formación actoral y directorial, de
una teoría sobre la economía libidinal (y obviamente política) en el campo
teatral.2
Este
artículo3 se origina, en primer lugar, en una
«certeza», luego se proyecta sobre un «programa» de trabajo investigativo más
amplio y, finalmente, se presenta aquí en un estado de «notas», es decir, un
texto breve, muy preliminar, que apenas intenta fungir como una rápida
comunicación.
La
certeza: la
formación actoral institucional en el mundo occidental se basa en el método
Stanislavski, con múltiples variaciones o derivados. Este sistema o método, a
pesar de plantearse como una búsqueda consciente de lo subconsciente y de
basarse en «una psicología», no acusa recibo del descubrimiento freudiano, es
decir, del descubrimiento del inconsciente y de la batería conceptual que de
ello se derivó. Para Stanislavski, el inconsciente está asimilado a la
espontaneidad y la conciencia a la precisión (1994: 84), pero éstos no tienen
ningún lugar realmente tópico, conceptual en su «sistema». La creación, para el
maestro ruso, está del lado del inconsciente, concebido como intuición y
diferenciado de los instintos; éstos obstaculizan la labor del actor y lo
«llevan a la actuación artificiosa, superficial y a aquella exageración
desagradable en la cual lo que cuenta más es el amor del actor para sí mismo y
no para su papel» (Stanislavski, 1994: 112). Además, Stanislavski utiliza la
noción de subconsciente, al que concibe como una voz que el actor debería
escuchar (1994: 113) y, por esta vía, se hace necesario un cotejo con el
superyó freudiano. Como vemos, hay mucho que trabajar aquí; si mencionamos esta
relación con el superyó, es sólo a manera de ejemplo para insinuar —entre
tantas otras cuestiones— el desajuste que habría, en principio, entre esa
formación actoral pre-freudiana y la producción cultural de los siglos XX y
XXI, epistemológicamente marcados por el psicoanálisis. El «retorno a Freud»
que luego inicia Lacan complejiza aún más esta situación. No hay duda del
impacto del inconsciente freudiano en las estéticas de vanguardia como el
dadaísmo o el surrealismo; también impactó la dramaturgia en diversas
direcciones; sin embargo, el aparato teatral como tal, el registro simbólico de
la teatralidad del teatro (Geirola, 2000) quedó casi intacto. En consecuencia,
la formación actoral también se estancó en ese limbo entre una dramaturgia
realista-naturalista para la que había sido creada y una dramaturgia que exigía
otros desafíos escénicos. Para suturar ese desajuste, se apeló a la danza, a
las tradiciones orientales y populares y otras disciplinas, pero no se conmovió
la teatralidad del teatro, que siguió imponiendo su formato y sus convenciones,
su política de la mirada. Síntoma de esta situación son muchos espectáculos de
calibrada destreza técnica corporal y vocal que, sin embargo, sufren la falta
de un cuestionamiento a nivel de la dramaturgia que, obviamente, no va a surgir
espontáneamente de esos talleres de formación limitados a las herramientas
actorales.
El
programa: El
trabajo investigativo que he emprendido hace unos años trata de aproximar los
conceptos psicoanalíticos freudo-lacanianos a la práctica teatral, más
específicamente al trabajo del actor y del director. Por esta vía —empezando,
obviamente, por un retorno a Stanislavski vía Lacan— intento retomar la
intención del mismo maestro ruso, en el sentido de la necesidad de interrogarse
sobre las «causas» que producen un resultado escénico y no sobre la
consistencia del resultado mismo. Es un trabajo todavía en su etapa silvestre,
lleno de analogías y homologías tal vez no siempre llevadas al extremo de su
productividad o propiamente ajustadas al campo teatral. Por ahora yo hago mi
juego siguiendo incluso el ejemplo de Lacan; como lo dice él mismo al principio
de su Seminario 10: La angustia, «[t]omo lo que me conviene de allí
donde lo encuentro, le moleste a quien le moleste» (2007: 20). Freud, Lacan y
muchos psicoanalistas han tomado lo suyo no sólo de la literatura dramática (Edipo,
Antígona, Hamlet, Ifigenia, Donjuán, obras de Claudel, etc.), sino también
mucho del vocabulario teatral (pasaje al acto, acting out, escena, otra
escena); de modo que no creo que resulte impropio que yo les regrese el gesto
tomando algo de la enseñanza y del vocabulario del psicoanálisis. Hasta el
momento llevo emprendida una exploración preliminar de la problemática del
tiempo (silogismo del tiempo lógico y la certeza anticipada (Geirola, 2006)),
del estatus del fantasma en el ensayo teatral (Geirola, 2007b) y el estadio del
espejo en relación a la teatralidad del teatro y el realismo (Geirola, 2009).
En esos trabajos he intentado situarme en un espacio nepantla, es decir,
en el espacio que se abre entre dos aproximaciones ya realizadas, una, al texto
dramático y la otra a la puesta en escena. Este espacio nepantla es el
del ensayo teatral, que compete fundamentalmente al teatrista y a sus saberes,
los cuales no siempre son los mismos que involucran a estudiosos de la
literatura, de la semiología, del teatro, de la crítica, de la filosofía, de la
historia, etc. El ensayo teatral, como el amor para el Lacan del Seminario
8, es metaxy, es decir, está entre lo bello y lo verdadero, entre la
episteme y la doxa, pero no es ni una ni otra (84). Como ocurría
en tiempos de Stanislavski y de Freud, no es nuevo que toda teorización sobre
un objeto específico requiera apelar a diversas disciplinas e instrumentar
revisiones periódicas. Por múltiples razones que se irán haciendo visibles
durante el proceso de nuestra investigación, yo he optado por apelar al
psicoanálisis.
Las
notas: Se
presentan como prolegómenos teóricos, muchas veces planteados como analogía
salvaje entre el psicoanálisis y la práctica teatral, orientados a conformar un
primer borrador teórico capaz de promover la búsqueda de una «nueva técnica de
formación y trabajo teatral basados en la producción del inconsciente» (énfasis
del autor) tal como lo descubre Freud y lo teoriza Jacques Lacan. Mi objetivo
es fundamentalmente abordar la dinámica de lo que recientemente se está
desarrollando en América Latina bajo la denominación de «dramaturgia de actor».
Sin embargo, como se verá, aunque a veces pongo en paralelo la figura del
director con la del analista y la del actor con la del analizante, no estoy
proponiendo que el director o el actor deban funcionar como analista y
analizante, respectivamente, ni tampoco que el ensayo teatral sea una terapia
grupal o psicodramática. Como se verá, muchas veces trato de hacer jugar esas
figuras de diverso modo para despejar así algunas cuestiones que, en el futuro,
habrá que teorizar más cuidadosamente. Sin embargo, no tengo la inocencia de
pensar que una teorización psicoanalítica del trabajo teatral redunde en un
mejor producto artístico. Ninguna teoría puede garantizar eso, como ni siquiera
el psicoanálisis —incluso en su dimensión clínica— lo podría garantizar: Lacan
insiste siempre en que se trata de ir caso por caso; cada caso singular plantea
nuevos interrogantes a la teoría. No hay que pensar, por lo tanto, la teoría
como demostración y aplicación sino como contexto de descubrimiento. Una teoría
no es un modelo y solo un modelo es aplicable. Mi aproximación psicoanalítica al
hacer del teatrista no es nueva; aunque sin mayores desarrollos posteriores, ya
había sido iniciada por Enrique Buenaventura en una temprana charla a los
actores del Teatro Experimental de Cali en 1969 sobre «La elaboración de los
sueños y la improvisación teatral», en la que intentaba teorizar el
inconsciente dentro de la práctica teatral y, sin duda pionero, intentaba
también articular los conceptos de significante, metáfora y metonimia tal como
aparecen teorizados por Lacan. Intento, pues, retomar ese primer gesto del
maestro colombiano y darle continuidad.
En
este primer acercamiento al tema de la transferencia quiero esbozar algunos
puntos que, como director e investigador teatral, me parecen imprescindibles
para concep-tualizar ese complejo vínculo que se establece entre director y
actor (incluyendo tal vez el que ocurre también entre éstos y el personaje o el
texto dramático). En este sentido, el concepto de transferencia, de amor de
transferencia, tal como lo teoriza el psicoanálisis, permite abrir el juego de
una serie de discusiones tendientes a repensar los aspectos más nucleares de la
práctica teatral. En este artículo, a pesar de hacer algunas referencias a los
Seminarios 8 y 11, voy a centrarme en el Seminario 1 de Jacques Lacan.
Dejo para otra oportunidad retomar la cuestión de la transferencia en relación
al trabajo del director y del actor, tal como aparece en el Seminario 8, tan
fascinante, donde el maestro francés, casi como un director teatral, discute El
Banquete platónico.
NOTA
1: TRANSFERENCIA Y AUTONOMÍA DE LA
ACTUACIÓN
La
transferencia permite explorar las relaciones del analizante con su analista y,
obviamente, con la articulación de su deseo. En términos vulgares, se puede
decir que el analizante verbaliza «lo que no sabe» frente a su analista por
medio de la asociación libre pactada dentro del encuadre; sin embargo, a pesar
de plantearse como amor —el amor de transferencia es un amor inventado por
Freud—, la transferencia, incluso como amor al saber, al supuesto saber del
analista, es una relación intersubjetiva en la que cifradamente —sin saberlo—
el analizante «revive», repite un pasado, el suyo, frente al analista. Es una
escena, sin duda, en la que ambos participantes resultan enmascarados. El
analizante manifiesta afectos-amor u odio-muy fuertes en relación al analista,
sin saber que repite una escena olvidada, reprimida, en la que esos afectos se
dirigían hacia otros. Esta dimensión imaginaria de la transferencia, según
Lacan, no debe ocultar su dimensión simbólica, justamente instaurada en la
repetición de ciertos significantes fundamentales en la historia del
analizante. Así, en el Seminario 8, Lacan postula que, para el
analizante el objeto de su deseo aparece velado, ocultado, por y en el
analista, concebido como «ágalma». Un paso más, que Lacan dará ya en el Seminario
11, articula la trasferencia al supuesto saber del Otro. Por eso la
transferencia está involucrada en el registro simbólico con este saber
supuestamente localizado en el analista quien, sin duda, rehusa el poder de
utilizarlo, rehusa generar o garantizar recetas adaptativas para el analizante.
Sin entrar ahora en mayores detalles —ya que suponen un trabajo investigativo
mayor que no puede desarrollarse aquí— la cuestión, a nivel del ensayo teatral,
puede discernirse en la distinción entre un director que opera por sugestión,
creyendo «saber» lo que es la realidad (como Stanislavski, que conduce al actor
por asociaciones supuestamente «naturales» avaladas a nivel imaginario por un
«como si» a veces muy engañoso y hasta extravagante) y otro director que juega
el muerto, suspende su idea de la realidad y lleva al actor por otros senderos
de descubrimiento. A lo sumo, en ciertos momentos, este último tipo de director
operaría interpretando la transferencia, no para cerrar la construcción de la
máscara de un personaje sino, por el contrario, para mantener abierto la
dimensión deseante del ensayo.
Ahora
bien, cuando el analizante hace silencio, cuando no logra verbalizar por causa
de la represión, cuando el Otro no parece escucharlo, entonces tenemos el acting
out, es decir, expresa con su cuerpo algo «reprimido» de su pasado, muchas
veces independientemente de lo que verbaliza sobre el diván. El acting out es,
en cierto modo, una puesta en escena, una conducta cuyo sentido está velado
para el analizante: «El acting out es esencialmente algo, en la conducta
del sujeto, que se muestra. El acento demostrativo de todo acting out, su
orientación hacia el Otro debe ser destacado» (Lacan, 2007: 136). Sin duda, ese
mostrar del acting out tiene también su dimensión de ocultamiento. El acting
out pone en escena el objeto a, causa del deseo, pero justamente
para desplazar lo real que motiva la angustia; como dice Jacques-Alain Miller
en su lectura del Seminario 10, «Una vez que sube al escenario, [el
sujeto] queda apresado en los engaños de la mostración, los engaños del
significante, los engaños de la verdad, y lo real permanece en otra parte»
(2007: 123).4 Esto parece ser muy similar a lo
que vislumbra el director y actor argentino Ricardo Bartís cuando, en una
entrevista que me dio, insiste sobre la autonomía de la actuación, es decir, lo
«que la actuación narra independientemente de la obra» (Geirola, 2007a: 128).
En efecto, la asociación libre —como la improvisación— es una regla paradojal,
en la medida en que permite el acceso a lo reprimido, a lo que no se sabe, pero
a la vez produce un discurso «descalificado», que no vale por sí mismo. La
resistencia —promovida por la presencia del analista— opera allí interrumpiendo
el proceso asociativo verbal. Así, cuando adviene el silencio, eso puede
indicar que «algo» se relaciona con la figura del analista y con el «complejo
patógeno» (Lacan, 1981: 69); entonces se pasa al acto. La pregunta se
plantea respecto de la palabra: ¿qué la interrumpe? Según el Seminario 1, cuando
«lo que es impulsado hacia la palabra no accedió a ella» (83), entonces el
sujeto se engancha al otro transferencialmente. Es decir, comienza a actuar
frente y sobre la figura del analista lo que no pudo ser revelado por la
palabra, intenta —sin saberlo— hacerse escuchar en el Otro. ¿Qué consecuencia
tiene esto en el campo de la actuación, en el trabajo de improvisación durante
el ensayo? Es interesante comprobar hasta qué punto la teoría teatral y la
formación actoral —ni hablar de la práctica de los teatristas— se han
desentendido de estas cuestiones, incluso en aquellos que fervorosamente dicen
estar preocupados por un teatro de la memoria.
NOTA
2: IMPROVISACIÓN, ACTING OUTY PASAJE AL ACTO
Lacan
dice que «la transferencia es una puesta en acto de la realidad sexual
del inconsciente» (1987: 152, el destacado es mío). Este «poner en acto» (a
diferencia del «pasar al acto») es para Lacan verbalizar lo desconocido
mediante la asociación libre en el espacio acotado del encuadre. Como el actor
actúa y además habla —afortunadamente en el teatro latinoamericano, a
diferencia del estadounidense, muchas veces actúa más de lo que habla— la
improvisación sería, en cierto modo, más amplia que el «poner en acto» del que
habla Lacan. La improvisación supone verbalizar, pero también involucrar al
cuerpo aunque, en este caso, a diferencia del psicoanálisis, este registro
corporal no necesariamente corresponde a un acting out. Eso no quiere
decir que no haya acting out en el campo actoral. De modo que, si
llevamos estos conceptos psicoanalíticos al campo de la actuación, tendríamos
dos momentos transferenciales; un primer momento en el que el actor «pone en
acto» mediante la improvisación, es decir, verbaliza lo desconocido de la
situación dramática frente a otro, sea al director o —como ocurre algunas veces
en Stanislavski— un personaje; allí entraría ya en transferencia con el
director o con el personaje. Habría un segundo momento en el que se produciría
un «primer» acting out, es decir, en el que el actor de pronto
interrumpe su proceso de asociación (verbal y corporal) y entra en un silencio
más «espectacular», marcado por la resistencia. El acting out, en tanto
esbozo de transferencia, a diferencia del «poner en acto», del verbalizar,
puede —tanto en análisis como en el campo teatral— desbordar el encuadre de la
sesión, del ensayo, como una transferencia «silvestre» (Lacan, 2007: 139). Incluso
habría un «segundo» acting out en el que queda atrapado por los
significantes de la escena y así desplaza la angustia de lo real o lo real de
la angustia.
Finalmente,
tendríamos el pasaje al acto, es decir, el salir de escena, el de pasar de la
escena al mundo, a lo real en sentido lacaniano, que no es precisamente a la
realidad. Esto podría emerger en dos situaciones puntuales: una, al final de
cada espectáculo, cuando el actor se retira de la escena y abandona su
personaje, regresando a su propia relación con el goce; otra, cuando el actor
es completamente «tragado por el papel», ya no actúa, no «representa» su
personaje. Estamos, como puede apreciarse, en una dimensión muy diferente a la
del psicodrama, en el que se «representan» roles de una situación conocida de
antemano.
Ahora
bien, si ese «momento en que el sujeto se interrumpe es, comúnmente, el momento
más significativo de su aproximación a la verdad» (Lacan, 1981: 87), las
primeras preguntas metodológicas que podríamos formular desde la perspectiva
teatral respecto de esta transferencia —que Lacan sitúa en el plano imaginario
y distingue de la transferencia simbólica— son: ¿qué debe hacer el director
cuando aparece el silencio del actor?, ¿debe dejar que la improvisación fluya
sin tomar en cuenta ese silencio?, ¿debe taponar ese silencio con un discurso
comprensivo apelando a cualquier tipo de información cultural?, ¿debe partir de
lo que comprende o de lo que no comprende? En fin, ¿cómo debe proceder a partir
de ese silencio?, ¿cómo alcanzar esa transferencia simbólica en la que «algo
sucede que cambia la naturaleza de los dos seres que están presentes» (Lacan,
1981: 170)? Una vez más la cuestión debería estar dirimida desde la
interrogación sobre qué ensayamos en un ensayo y para quién ensayamos y dicha
interrogación requiere de una teoría, no de un dogma ni de un modelo de
entrenamiento. Hasta me animaría a ir más lejos: ¿qué amenaza el teorizar en el
campo teatral? No me refiero a un uso ortopédico de la teoría, a un
aplicacionismo mecánico, sino a la dimensión peligrosa que asume cuando nos
disuelve las percepciones y convicciones más arraigadas de nuestra
confortabilidad profesional. ¿Qué es lo que en los teatristas resiste a la
teoría?
NOTA
3: ENSAYO TEATRAL, RESISTENCIA Y TROPIEZOS DE LA IMPROVISACIÓN
La
cuestión de la transferencia, dice Lacan, se dirime como una «recuperación
[delirante] del discurso en otro contexto, que le es propiamente
contradictorio» (Seminario 8: 57). Para el psicoanalista, como dice
Jacques-Alain Miller, es esencial «lo que el paciente dice» (2005: 38); pero no
se puede descuidar y hasta toma una dimensión central, especialmente en el
campo actoral, lo que el analizante/actor hace y la forma y el lugar desde
donde, muchas veces —no sin dejar de ser un enigma para él mismo— habla de lo
que hace. Si sumamos a esto la relación entre resistencia y transferencia,
sobre las que Freud se explaya desde 1912 en «La dinámica de la transferencia»,
la dimensión del ensayo teatral y del trabajo del actor y del director hacen
surgir preguntas cuya respuesta, sin duda, promoverá un cambio de paradigma en
la forma en que hoy concebimos esa tarea. No se nos puede escapar, entonces, a
los teatristas, estas cuestiones, si queremos teorizar sobre una práctica que
todavía se desenvuelve precariamente a partir de unas pocas certezas técnicas,
que tienen a veces veleidades de presentarse como métodos.
La
transferencia preocupa a Freud en especial a partir de su fracaso en el caso
Dora y es el punto de entrada a la discusión del registro imaginario en Lacan,
tal como lo podemos leer en su Seminario 1 Los escritos técnicos de Freud; Lacan
retomará el tema en el Seminario 8, dedicado a la transferencia y al
final hará de ella uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis
en su Seminario 11. Ciertamente no podremos aquí recorrer los avatares
de la conceptualización lacaniana, pero al menos podemos dejar sentado que, en
su trabajo teórico, hay un momento clave, marcado por el Seminario 10, en
el que Lacan nos presenta el objeto a ya no como objeto del deseo sino
como «causa» del deseo. Este viraje tendrá consecuencias impresionantes en la
teoría y en la técnica, y abre sin duda muchas puertas a la investigación
teatral.
La
cuestión de la transferencia tiene una larga discusión en el psicoanálisis, a
nivel teórico y a nivel técnico. Por una parte, pone en tela de juicio la
posición del analizante y, sobre todo, la del analista. ¿Qué lugar ocupan
analizante y analista en el encuadre y en el proceso analítico?, ¿se trata de
una relación de dos o hay un tercero incluido? Por otra parte, la transferencia
se cruza con las cuestiones relativas al fin del análisis (en nuestro ámbito,
el difícil momento de la duración y el fin del ensayo) y a la conceptualización
del análisis como tal. ¿Cómo y cuándo termina un análisis?, ¿cómo y cuándo
termina un ensayo teatral?, ¿cuándo, cómo y por qué un director o un grupo
saben que ya pueden estrenar?, ¿cuándo se sabe que una escena está terminada?,
¿en qué consiste un análisis?, ¿en qué consiste un ensayo teatral?, ¿cómo «se
pasa» al espectáculo frente al público?
Va
de suyo que, si la transferencia supone la actuación del analizante de una
situación reprimida que —sobre todo desde la perspectiva de Freud— fue vivida
en la infancia, nos cruzamos, por un lado, con el tema del tiempo del análisis
y, por otro, con la consistencia misma de lo revivido en el encuadre de las
cuatro paredes del consultorio o, para nosotros, del lugar del ensayo. Nos
enfrentamos a un acontecimiento traumático ocurrido en el pasado y apartado de
la conciencia que, en cierto momento del análisis, comienza a asomar, no tanto
en lo que se dice, sino en lo que no se puede verbalizar, en esos momentos de
interrupción de la asociación libre. Uno podría interrogarse, siguiendo estas
nociones, por qué se traba una improvisación, por qué hay escenas que no se
resuelven tan fácilmente. Las he denominado «escenas problemáticas» y les he
preguntado a muchos directores latinoamericanos cómo las enfrentan, cómo las
resuelven. Sin duda, algunos lo hacen dejando de lado por completo la escena,
sacándola del espectáculo, bajo la consigna de que lo que no se puede resolver,
mejor dejarlo. Otros, emulando el trabajo del analista, siguen ensayando otras
escenas hasta que el proceso mismo del trabajo permite regresar a la escena
problemática y arrojar alguna luz. Cuando un actor o grupo de actores de pronto
hacen silencio, cuando el trabajo creativo se detiene, se atasca, cuando
comienza a repetirse, ¿se trata allí de un obstáculo a nivel de lo reprimido,
de lo rechazado o de lo suprimido?, ¿tiene esto que ver con el encuadre del
ensayo, la figura del director, la turbulencia política y cultural del
contexto, la lectura desviada de la obra? Ya para el Freud de La
interpretación de los sueños, «todo lo que destruye/suspende/altera/la
continuación del trabajo» analítico (Lacan, 1981: 59, subrayado del autor)
es una resistencia. ¿Y cómo se trabaja con la resistencia?, ¿es que lo que
interrumpe el trabajo teatral no es una resistencia?, ¿puede el silencio del
director durante el ensayo también plantearse como una resistencia? Lacan lo
formula sin vacilar: «¿Es la resistencia un fenómeno que sólo aparece en el
análisis?» (1981: 42).
La
resistencia tiene que ver con «el carácter de inaccesibilidad del inconsciente»
(Lacan, 1981: 43) y, en lo que a mí respecta —incluso en lo que el teatro
significa para el psicoanálisis y para Lacan— el arte teatral constituye, en sí
mismo, una escuela para el abordaje del inconsciente. ¿O acaso Freud no designó
al inconsciente como «la otra escena»? Nadie parece hacerse estos
cuestionamientos. Los teatristas trabajan y de pronto encuentran soluciones
interesantes, pero eso no los salva de caminar a la deriva. Como vemos, en el
campo teatral no hay más que soluciones caseras. No hay allí ninguna teoría, ni
siquiera una técnica o una estrategia que pudiera abrirnos a interrogantes
fundamentales sobre el trabajo del actor y del director. Los actores acuden a
formarse en talleres de todo tipo y ese eclecticismo es notorio, especialmente
cuando el trabajo corporal y vocal no se desarrolla conjuntamente con una
perspectiva teórica, dramatúrgica y estética. Sin duda, es cierto que una
teoría no garantizará jamás nada en el orden creativo, artístico y menos aún en
el analítico. Los teatristas —muchos de ellos lo dicen con todas las letras— se
desentienden de la teoría a la que perciben en su carácter abstracto y
dogmático y, por ende, como enfrentada a la creatividad y hasta con efectos
paralizantes o limitantes. ¿Ocurre lo mismo en el psicoanálisis?
Desde
el Seminario 1 Lacan no se cansa de decirnos que «[e]l análisis es una
experiencia de lo particular» (1981: 40). Si cada analizante, si cada análisis
es un particular, si cada obra o propuesta teatral es también un particular,
¿para qué necesitamos una teoría? Los analistas —a diferencia de los
teatristas— saben que no pueden involucrarse profesionalmente en la estupidez
de esta pregunta. Si la teoría es la dimensión fundamental desde donde «algo»
de la técnica y «algo» de la efectividad del tratamiento psicoanalítico tienen
algún asidero y toman algún sentido, ¿por qué no ocurriría lo mismo con el
trabajo teatral? La teoría es, pues, lo que diferencia, incluso
ideológicamente, a un tratamiento de corte lacaniano, de otro tratamiento
basado en la psicología del yo. Y esa diferencia no se puede desestimar.
¿Cuáles serán las diferencias en el campo teatral cuando se trabaja desde
distintas posiciones teóricas?, ¿qué convicciones teóricas subyacen al método o
sistema stanislavskiano?
Un
analista, aunque trabaja con un saber provisto por la experiencia, tiene sin
embargo un cierto saber técnico que, sin duda, remite —lo sepa o no— a una
teoría. No hay técnica ni metodología que no emerja de una teoría, explícita o
no. ¿Es necesario insistir en lo desprovisto que estamos los teatristas en este
aspecto? Mi certeza es que, aún en lo salvaje de mi abordaje, el psicoanálisis
puede comenzar a ayudarnos a pensar en estos problemas. Hagamos algunas
preguntas: Cuando el actor improvisa, cuando el actor incluso se autusugestiona
revolviendo el viejo arcón de su memoria emotiva —en la que muchas veces no
puede encontrar lo que busca más que a costa de un autoengaño— ¿en qué tiempo
está trabajando?, ¿en el de sus propios recuerdos del pasado que alimentan la
ilusión de conectarse con el tiempo y vida del personaje?, ¿en el tiempo en el
que se sitúa la narración?, ¿en el tiempo del autor?, ¿en el tiempo presente de
su propia vivencia?, ¿en el tiempo que el director ha decidido montar la obra?,
¿incluso en el tiempo cronológico del ensayo? Mis largos años en el teatro, mis
extensas lecturas acerca del hacer teatral y mis largas conversaciones con
maestros indiscutidos a nivel de la investigación y la dirección teatral, no
han podido detectar ni siquiera un atisbo de curiosidad por estas cuestiones y,
menos aún, detectar la necesidad de formularlas a fin de contar con una base
teórica para poder no solo resolver desde ella situaciones difíciles sino, más
importante aún, dejar que el itinerario teórico nos abra a nuevas cuestiones
teatrales que todavía ni hemos vislumbrado.
Sin
duda, el analista tiene que resolver estas cuestiones a partir de hacerse una
cierta concepción del tratamiento analítico: ¿qué tiene que hacer frente al
analizante?, ¿a dónde debe conducirlo? ¿Por qué estas preguntas no serían
igualmente formulables para el tra-bajo del actor y del director? Si dichas
preguntas son problemáticas para el psicoanalista, no lo son menos para
nosotros en el teatro: ¿o acaso solo ensayamos para poner un texto en
escena?, ¿qué buscamos en concreto en un ensayo? Aunque el psicoanálisis, como
el trabajo teatral, es siempre —ya lo dijimos— una experiencia de lo
particular, eso no significa que lo singular de un sujeto, de un analizante, no
remita recursivamente a un replanteo completo de la teoría y de los fines del
análisis. Cada uno de los análisis fallidos de Freud le hizo modificar su
teoría.
NOTA
4: LOS TEATRISTAS, LA TEORÍA
Y LA
INVESTIGACIÓN TEATRAL
La
aversión de los teatristas a la teoría no siempre fue tal. Algunas de las
preguntas que he formulado se hicieron, como todos sabemos, durante las décadas
del 60 y 70, no sólo en América Latina sino en muchas otras latitudes. Enrique
Buenaventura, Santiago García, Augusto Boal, para nombrar los más
paradigmáticos, intentaron responderlas a su manera desde el psicoanálisis, la
antropología y la lingüística estructural, la semiótica. Surgieron a partir de
estos maestros y sus particulares modos de plantearse la cuestión teatral un
manojo de métodos y estrategias, como la creación colectiva o las técnicas del
teatro del oprimido, que definieron al teatro de nuestra región y sirvieron
para que otras comunidades del globo comenzaran a expresarse teatralmente. Sus
propuestas tenían una base dramatúrgica precisa apoyada en los discursos de la
revolución y la liberación de los años 70. Sin embargo, muy pronto los
teatristas se desentendieron de continuar con estas investigaciones. ¿Quién
retomó el trabajo de 1969 de Buenaventura sobre su lectura del texto dramático
y la puesta en escena a partir de la interpretación de los sueños en Freud y la
importancia del significante (metáfora y metonimia de por medio) en Lacan?,
¿quién dio continuidad, incluso para oponerse, a las investigaciones de
Santiago García sobre «el acto de habla en el teatro» o a las de Enrique
Buenaventura sobre «el enunciado verbal y la puesta en escena»? Las propuestas
de Augusto Boal corrieron con más suerte gracias a la insistencia,
perseverancia y transformación de Boal mismo. Los teatristas, al ser
entrevistados o en foros o festivales, dicen investigar, pero no se llega a
saber bien qué es lo que investigan. Lo hagan o no, lo deplorable es que no
escriben sobre sus investigaciones y probablemente no puedan hacerlo, porque lo
que ellos practican son ejercicios provenientes de diversas aproximaciones a la
formación vocal y corporal del actor o, con un poco más sofisticación, a
ciertas técnicas de algún maestro reconocido que se apoyan en tradiciones
teatrales de otras latitudes.
La
mentada caída de las utopías revolucionarias parece haber arrastrado consigo la
curiosidad de los teatristas por elevarse al campo de la teoría teatral
implicada en esas estrategias y tácticas de trabajo; es probable que cierto
desencanto con el marxismo y el fracaso de los movimientos revolucionarios
hayan dejado un panorama de escepticismo respecto al hacer teórico. Lo cierto
es que en las décadas posteriores, dicha curiosidad y afán de saber parecen
haberse ocultado, desviado o entretenido por otros senderos que abrieron las
compuertas para canibalizar, no sin eclecticismo, propuestas múltiples
promovidas por los gurúes de turno. La excusa constante que escuchamos siempre
entre los teatristas es que no vale la pena intelectualizar en el campo
teatral, que eso frena la creatividad. La vieja figura del dramaturgista se
yergue como espectro y su falta se hace sentir en muchos espectáculos teatrales
contemporáneos. Lo que tendríamos que remarcar aquí es lo que Lacan les invita
a hacer a sus oyentes ya desde el Seminario 1: «les ruego a cada uno de
ustedes que, en el interior de su propia investigación de la verdad renuncien
radicalmente —aunque sólo fuese a título provisional para ver qué se gana
dejándola de lado— a utilizar una oposición como la de afectivo e intelectual»
(Lacan, 1981: 399). Y esto lo recomienda en julio de 1954.
NOTA
5: EL PSICOANÁLISIS Y LA
DRAMATURGIA DE ACTOR
No
por casualidad el psicoanálisis incide, sin embargo, en lo que se ha denominado
«dramaturgia de actor», «teatro de la intensidad o de la multiplicidad» o
«poéticas actorales», tal como se han venido desarrollando, por ejemplo, en
Argentina a partir de Eduardo Pavlovsky, el mismo psicoanalista que desde los
años 70 viene involucrando su práctica profesional clínica (Pavlovsky es
psicoanalista) y teatral a partir del psicodrama. No es tampoco casualidad que
—implícita o explícitamente y con variado acento— algunos teatristas (ya no
simples teatreros) de nuestra América (Rafael Spregelburd, Daniel Vero-nese en
Argentina, Mariana Percovich en Uruguay, Victoria Valencia en Colombia, Ana
Harcha en Chile) vengan explorando desde hace unos pocos años —sabiéndolo o no—
caminos abiertos por la particular vía de trabajo dramatúrgico con base
psicoanalítica. En este sentido, la figura de Pavlovsky es iluminante.
Para
ser breves y a costa de ser injustos, se puede describir la propuesta de
Eduardo Pavlovsky (a la que he dedicado otros ensayos (Geirola 2006, 2007b)) de
la siguiente manera: en un momento determinado (fechable incluso
retroactivamente) surge en la pantalla mental lo que Pavlovsky denomina,
tomando la palabra de Julio Cortázar, el coágulo (Pavlovsky, 2001: 103). Este
«coagulo» puede ser un gesto, una palabra, una frase, una imagen; en general
este coágulo es enigmático, críptico, incluso para Pavlovsky mismo. De alguna
manera, es como un síntoma, especialmente si aceptamos que, como nos dice
Jacques-Alain Miller, que «para Lacan el síntoma es un proceso social, como
todas las formaciones del inconsciente, que son impensables sin relación con el
Otro» (2008: 141-2). Lacan de alguna manera lo define como «[e]l centro de
gravedad del sujeto [en tanto] síntesis presente del pasado que llamamos
historia» (1981: 63). Este coágulo es seguido por la escritura de un texto
breve, muchas veces sin personajes identificables. Dicho pretexto se ofrece a
un director y un grupo de actores (generalmente conocidos y en los que se
confía plenamente) para iniciar el proceso de ensayos. En estos ensayos
Pavlovsky se posiciona no tanto como autor sino como actor, de modo que se
ofrece a los avatares, muchas veces crueles, de la creatividad e imaginación
del grupo sobre su propio «coagulo». Es más, una vez perfilados algunos
personajes, el mismo Pavlovsky —trayendo a colación su experiencia
psicodramática— los va asumiendo uno por uno, mientras los otros actores van
intercambiándose también sus roles e identidades escénicas. El juego de la
improvisación, como todos sabemos, abre caminos insospechados; la relación de
cada actor con un cierto personaje o una determinada situación movilizan
contenidos que jamás se hubieran visualizado desde la perspectiva monológica de
un autor dramático. Se multiplican las voces, los sentidos, se descubren nuevas
intensidades (libidinales en sentido freudiano) que estaban reprimidas o que
habían sido rechazadas o suprimidas y que el coágulo, como el nodulo patógeno
freudiano, hacía precariamente emerger de una historia que era particular de
Pavlovsky pero no necesariamente personal.
Lo
biográfico, como puntúa Ricardo Bartís, no es personal (2003: 175-82). Así,
para decirlo rápido, Pavlovsky no se interesa tanto por «representar» a los
dictadores, como lo hacen muchos dramaturgos, incluso de su misma generación,
sino de atravesar en sí mismo los fantasmas del dictador; incluso más, como en Potestad,
él se ofrece a explorar las fantasías del torturador desde su propio
cuerpo, atravesando dolorosamente —e invitando al público a hacer lo mismo— la
fantasía horrenda, siniestra, que significa la complicidad civil con la
dictadura, ese nodulo patógeno que yace en cada uno de los espectadores, lo
sepan o no. Después de cada ensayo Pavlovsky re-escribe el texto inicial y lo
que hoy leemos como obra de su autoría es el producto de un proceso donde
múltiples voces trabajaron —con todos los riesgos— esa zona escamoteada al
saber no sólo de Pavlvosky (una vez más no se trata de psicoadrama), sino de
una comunidad de artistas que converge en un proceso investigativo teatral que
los concierne a todos, porque concierne a la historia de un sujeto (no de un
yo, no de Pavlovsky en tanto ego) y de una nación o una coyuntura histórica
determinada.
Este
proceso no es equivalente —no es epistemológicamente equivalente— a la creación
colectiva y no puedo explayarme aquí sobre eso. Baste decir que no se trata de
hacer un texto o espectáculo para expresar ficcionalmente lo que «ya se sabe» a
nivel de la ideología; no se trata tampoco de correr los velos nebulosos de la
ideología para dejar emerger la verdad oculta ni de trabajar sobre lo conocido
para elaborar un texto o espectáculo cuya anécdota iluminaría al público,
supuestamente miope frente al horror político de su contexto y de su coyuntura
histórica. El trabajo actoral que se desarrolla en la dramaturgia de actor es
como un trabajo analítico en el que hay que desbrozar el fantasma del que
emerge el coágulo (lo desconocido) y llegar dolorosamente a una puesta en
escena que, no sin cierta vacilación, he denominado «fantasía civil». Se trata
de articular a nivel del lenguaje (verbal y no verbal) el deseo (del que el
sujeto nada quiere saber) frente a lo siniestro, es decir, frente a lo
familiar. Sin duda, la cuestión de la angustia y, por ende, de lo real, va a
surgir aquí, tanto durante el ensayo para los teatristas como durante el
espectáculo para los espectadores. La cuestión del objeto a como causa del
deseo y la función del fantasma en la angustia deberían convocar toda nuestra
atención artística. Porque si la ficción, en virtud del significante y lo
simbólico, es lo que engaña, la angustia, como plantea Lacan en su Seminario
10, es lo que no engaña. Demás está decir que, a los efectos de nuestro
planteo, la invitación a teorizar sobre la dinámica aquí involucrada y
puntualizar lo que el psicoanálisis permite visualizar y puede aportar a una
experiencia de este tipo es a todas luces una exigencia.
NOTA
6: TRANSFERENCIA, FICCIÓN, REPETICIÓN Y GOCE
Volvamos
a la cuestión de la transferencia. Dijimos que se trata de la presencia en acto
del pasado. Este acontecimiento tiene y no tiene que ver con la memoria, esa
capacidad tan evocada, tan poco confiable —como nos advierte Freud— y tan poco
interrogada. Es memoria suprimida, reprimida, desconocida para el analizante
pero, a la vez, fuertemente «emotiva». La transferencia, enfatiza Lacan, «en
último término, es el automatismo de repetición» (Seminario 8: 121),
pero tiene, a su vez, un factor creativo. Aunque manejable por la
interpretación, aunque «permeable a la acción de la palabra» (Seminario 8: 122),
la transferencia, «por más interpretada que sea, guarda en sí misma una especie
de límite irreductible» (Seminario 8: 123). La transferencia es «fuente
de ficción» (Seminario 8: 123), pero no entendida como simulación o
representación; consecuentemente, «el sujeto, en la transferencia, fabrica,
construye algo» (Seminario 8: 123). Demás está decir que no toda repetición
involucra la transferencia. Las preguntas aquí son variadas y complejas: ¿por
qué se repite, qué repeticiones son válidas a los efectos transferenciales y
analíticos, cuál es el estatus de esta ficción y para quién se finge? Durante
el ensayo, ¿qué pasado se repite en la improvisación, qué lugar tiene la
ficción promovida por dicha improvisación y para quién se la crea?, ¿qué perfil
del espectador se tiene como referencia en una improvisación?, ¿qué relaciones
tiene ese pasado desconocido con el presente y la actualidad del ensayo?, ¿qué
réditos nos darían las respuestas a estas preguntas para teorizar sobre la
cuestión del público? Después de la conceptualización lacaniana, ya no podemos
afirmar con tanta seguridad que el actor improvisa para un director, que el
actor sólo improvisa para alcanzar la identidad o psicología de un personaje o
la significación de una situación tal como aparecen en un texto dramático.
La
figura del director deviene problemática porque deberíamos saber en qué lugar
se pone respecto del actor. Aunque Lacan va a desarrollar más largamente la
relación entre amor y transferencia en el Seminario 8, ya anticipa
algunos comentarios en el Seminario 1. Freud no vacila en llamar amor a
la transferencia. «La transferencia es el amor» (Lacan, 1981: 142). El amor de
transferencia abre un espectro de múltiples cuestiones metodológicas. Menciono
al menos un ejemplo y dejo al lector con el trabajo de ponerle un nombre. En su
charla sobre el amor, Miller especula sobre la posibilidad de imaginar que el
psicoanálisis no sólo introdujo un nuevo amor, sino tal vez un nuevo goce.
Muchas veces, el alargamiento del tratamiento, como el alargamiento del ensayo,
podría pensarse como un amarramiento del analista/teatrista a un cierto goce, a
un goce puro de la palabra. En efecto, así como, según Lacan, «habría una
homología entre la posición perversa y la posición del analista» (Miller, 2005:
155), podríamos imaginar también esta misma homología en el campo actoral,
cuando el director se hace instrumento del goce del Otro, en tanto su presencia
«es necesaria para obtener ese goce» (Id.). Ni qué decir de lo que puede
ocurrirle a los actores frente a este tipo de director perverso, seductor y con
gran poder de sugestión, casi hipnótico. Sin duda, el analista/director5 debe trabajar desde una ética.
Tiene, pues, que evitar ocupar esa posición perversa, rechazando tanto el goce
masoquista como el sádico, algo que, todos sabemos, no ha sido ni es una
práctica muy ejemplar en la actividad teatral. ¿Qué otras posiciones podría
ocupar?, ¿qué posiciones ha desbrozado el psicoanálisis? Se nos abre aquí un
enorme trabajo investigativo si se involucran tanto las estructuras clínicas
(neurosis, perversión, psicosis) como los cuatros discursos (del amo, de la
universidad, de la histérica y del analista).
NOTA
7: EL ÁGALMA Y EL DESEO DEL DIRECTOR. LA METÁFORA DEL AMOR
Como
vemos, el psicoanálisis conmociona nuestras familiares nociones teatrales y eso
moviliza una resistencia. En la actuación transferencial, el analizante, sin
saberlo, actúa en el presente frente al analista —considerado ahora como
otro/Otro— un personaje del pasado que no reconoce en este presente, pero que
remite a alguna figura del pasado, a «[u]n malestar, una marca» (Seminario
8: 66) en su historia. Asimismo, el analista se le aparece al analizante
como un sujeto supuesto saber, como portando un saber, un secreto o un objeto
que dicho analizante desea. La transferencia comienza a hacer sentir sus
efectos cuando el analista aparece como envoltura del objeto del deseo del
analizante, cuando el analista se instaura como «ágalma», es decir, como
escondiendo un objeto precioso, un saber precioso para el analizante, dentro
del cofre —a veces no tan bello o valioso— de su cuerpo. Por eso, es importante
trabajar en el ensayo esta función de velo, el famoso i(a) del álgebra
lacaniana, que el director estaría sosteniendo. ¿Cuál sería el objeto velado en
el caso del director teatral?, ¿cuál sería ese secreto?, ¿cuál ese saber?, ¿qué
supuestamente sabe un director y hasta qué punto ese saber opera durante el
ensayo?, ¿es un saber relativo a la obra, al autor, a la época, o bien un saber
ligado a su deseo, a su lugar como director, a su relación con el actor?
Lacan
nos dice en su Seminario 8 que en esa «célula analítica, incluso mullida
[que] no es nada menos que un lecho de amor» (7) se va a instalar la
transferencia. ¿Es el ensayo también un lecho de amor o, en su ambivalencia,
igualmente de odio?, ¿qué tipo de transferencia se puede pensar en el ensayo?
La respuesta a estas preguntas hay que situarlas y perseguirlas a lo largo de
todo el Seminario 8, investigación que haremos en un artículo futuro.
Sin
embargo, antes de ingresar en dicho Seminario sobre La Transferencia , no
resulta descaminado retomar algunos comentarios de Lacan del Seminario 1, aunque
más no fuese para retornar a una lectura de Stanislavski. Los voy a detallar
muy parcial y aceleradamente, dejándole al teatrista (actor, director,
iluminador, vestuarista, escenógrafo, maquillador, etc.) la tarea de cotejarlos
en el campo del ensayo y de su propia lectura:
La
transferencia y el tema del tiempo. Ya he dicho algo sobre eso. No es algo
que esté muy explorado, por ejemplo, a partir de la propuesta de Stanislavski,
por mencionar la más frecuentada. ¿Busca un análisis hacer «revivir» al
analizante el pasado? No, precisamente. Lacan nos advierte que Freud fue muy
cauto al respecto. No es reviviendo el pasado (en caso de que eso fuera
posible) que avanza un tratamiento psicoanalítico y menos si se trata de
hipnosis o sugestión; Lacan dice: «que el sujeto reviva, rememore, en el
sentido intuitivo de la palabra, los acontecimientos formadores de su existencia,
no es en sí tan importante. Lo que cuenta es lo que reconstruye de ellos», ya
que «el acento cae cada vez más sobre la faceta de reconstrucción que sobre la
faceta de reviviscencia en el sentido que suele llamarse <afectivo>»
(Lacan, 1981:28, el destacado es del autor). Éste es un punto muy problemático
que también algún día habrá que investigar en el psicodrama. Los teatristas
tendemos, como muchos terapeutas no lacanianos, a engolosinarnos con rapidez y
por completo cuando la improvisación o la actuación del analizante o el actor,
respectivamente, se nos aparecen como habiendo alcanzado un sentimiento
«auténtico». Como dice Lacan, no hay nada más tramposo pueril que este
entusiasmo: «El más mínimo sentimiento peculiar —incluso extraño— que el sujeto
acuse en el texto de la sesión, es calificado como un éxito sensacional» (1981:
95). Lacan insiste en que «la reconstitución completa de la historia del sujeto
es el elemento esencial, constitutivo, estructural, del progreso analítico»
(26). El acento no está puesto en recordar sino —como lo vimos en la
dramaturgia de Pavlovsky— en «reescribir la historia» (29). Y esa reescritura,
justamente por la mediación del analista y gracias a la transferencia, es
siempre multivocal e involucra un tiempo socializado.
Transferencia
e historia. Sin
embargo, aunque Freud estudia cada uno de sus casos en su singularidad, Lacan
subraya que «el interés, la esencia, el fundamento, la dimensión propia del
análisis es la reintegración por parte del sujeto de su historia hasta sus últimos
límites sensibles, es decir, hasta una dimensión que supera ampliamente los
límites individuales» (26, el destacado es mío). La técnica analítica tiene
que conquistar, nos dice, esos puntos (que Freud explora exhaustivamente hasta
fecharlos) en el que se produjeron ciertas «situaciones de la historia», no del
pasado del sujeto. Para Lacan, «La historia no es el pasado. La historia es el
pasado historizado en el presente» (27), justamente porque ha sido vivido en el
pasado. Ruego al lector explorar esta diferencia por sí mismo. Si no quiere
hacerlo a partir de Lacan, la puede tomar de Walter Benjamin. Es por esta vía
que el coágulo llega a conformarse, por medio de la elaboración analítica, en
fantasía civil, incluso en fantasía civil de la nación.
Transferencia
e inconsciente. Es siguiendo este mismo itinerario que la elaboración
analítica, al enfrentar lo reprimido, rechazado o suprimido de la conciencia
del sujeto, requiere de un aparato teórico muy ajustado para abordar el sujeto,
que no es el yo. El yo, dice Lacan, es el síntoma del sujeto, «un síntoma
privilegiado en el interior del sujeto. Es el síntoma humano por excelencia, la
enfermedad mental del hombre» (1981: 32). Se trata, pues, no de revivir el
pasado ni tampoco de reconstruirlo arqueológicamente bajo una ilusión de
objetividad (como ocurre en la creación colectiva, por ejemplo), sino de
restituírselo al sujeto tal como él lo «actúa» en la actualidad de la sesión,
de la transferencia, es decir, tal como el actor lo elabora a partir del presente
del ensayo y, en parte, del presente de su contexto histórico. Hay que situar
aquí la dimensión del fantasma, porque lo recordado no es siempre «fiel»
respecto de lo vivido. Dejo al lector como tarea puntuar esto —en sus
similitudes y diferencias— con los textos stanislavskianos, especialmente en
cuanto al estatus de la lectura del texto dramático y el trabajo actoral en la
construcción del personaje, la problemática del yo y el estadio del espejo,
etc. Se llevará muchas sorpresas. Todos podremos beneficiarnos de retornar a
Stanislavski y a Meyerhold desde Lacan.
Transferencia
y lenguaje. Ni
el tratamiento analítico, ni el amor, ni tampoco el teatro, mal que le pese a
nuestro querido maestro Boal (el «Teatro, como o amor, faz-se a dois» dice en O
Amigo Oculto), se hace entre dos. Hay siempre por lo menos tres. Lacan
va a introducirnos a la dimensión del Otro, del lenguaje, del registro
simbólico, sin lo cual no hay manera de situar lo imaginario respecto de lo
real. El sujeto está capturado en el lenguaje, pero por eso mismo Lacan
privilegia el lenguaje como vía de acceso al sujeto, es decir, al no saber del
yo. Esto nos lleva de nuevo al tema del fantasma, esa escena que dramatiza el
deseo del sujeto y con cuyo guión (consciente o inconsciente) el sujeto se
protege de lo real, de la castración, de la angustia, de la falta en el Otro.
No me parece que siga siendo interesante que, mediante el pase mágico del «como
si» stanislavskiano, sigamos adaptando el yo del actor al «supuesto» yo del
personaje o al yo del director, es decir, cargando, incluso— si se me permite
usar una palabra tan compleja en psicoanálisis —«proyectando» sobre los
personajes— de Shakespeare o Chejov, por nombrar dos eminentes— con supuestas
vivencias de un actor que «no sabe» teóricamente cómo vérselas con la cuestión
del fantasma, del suyo, en el presente del ensayo y de la improvisación y que,
además, no sabe cómo vérselas con el fantasma del texto, el fantasma que es el
texto. ¿Qué lugar ocupa «el personaje» o el texto dramático en los textos
stanislavskianos en relación a los tres registros lacanianos de lo imaginario,
lo simbólico y lo real? Otra vez invito a trabajar los textos del maestro ruso.
Sin ir tan lejos, para quien quiera ahorrarse la lectura de Stanislavski, hay
una pregunta siempre presente en todo teatrista que no lo deja tranquilo y que
tiene que ver con el fantasma: ¿qué quiere el director/el autor/ el personaje
de mí?, ¿qué me quiere el Otro?, ¿tengo que adaptar mi actuación —como la
adaptación del yo del paciente al yo del analista en las terapias de la ego
psychology o las de two bodies' psychology— a la medida de lo que
cree el director?, ¿quién o qué garantiza que yo o él estemos en lo correcto?
No se trata sólo de una ética teatral, como resulta claro, sino también de una
política del ensayo. Confío que en función de esto se me entienda bien: no
estoy postulando que haya que analizarse o convertir el ensayo en una sesión
analítica; simplemente estoy apelando a cuestiones teóricas que me parece
merecen no «mayor» atención, sino atención a secas, si queremos pensar una
dramaturgia y una formación actoral para el futuro.
Transferencia
y verdad. Que
el psicoanálisis sea una ciencia de lo particular, puede escandalizar a muchos
y créame el lector, no seremos nosotros, los teatristas, los primeros en
escandalizarnos desde que Freud inaugura la ciencia del sujeto, es decir, del
inconsciente. Baste esto para indicar que en la reconstitución de la historia
tal como el sujeto la verbaliza y la actúa no se trata de hacer arqueología o
investigación policial. Como con el trauma, «su dimensión fantasmática es
infinitamente más importante que su dimensión de acontecimiento» (Lacan, 1981:
61), es decir, no se trata de llegar a lo que «objetivamente» ocurrió, sino a
la verdad del sujeto en lo que ocurrió. Esta verdad es lo particular, para lo
cual es necesaria una teoría que funde una técnica y, por ende, una ética
analítica capaz de trabajar para develarla. La verdad no se ofrece, no se
entrega fácilmente. Freud nos enseñó que la verdad emerge en el acto fallido,
en el sueño, en el síntoma. La asociación libre es una técnica eficiente para
promover la posibilidad de la equivocación, pues de eso se trata, de cómo «la
verdad caza al error por el cuello de la equivocación» (Lacan, 1981: 386). En
ese discurso liberado gracias al pacto entre analizante y analista, Lacan
sostiene que el sujeto siempre habla y lo hace no
sólo
con el verbo, sino con todas sus restantes manifestaciones. Con su propio
cuerpo el sujeto emite una palabra que, como tal, es palabra de verdad, una
palabra que él ni siquiera sabe que emite como significante. Porque siempre
el sujeto] dice más de lo que quiere decir, siempre dice más de lo que sabe
que dice (1981:387).
|
Toda
la cuestión de la resistencia y, por ende, de su relación con la transferencia
aparece justamente porque la verdad —siempre en la dimensión de la ficción— se
manifiesta en formas residuales, parasitarias, laterales, marginales. Freud la
buscó en los sueños, los lapsus, el chiste, el olvido del nombre, la agudeza,
es decir, en lo que no está a disposición de la conciencia.
NOTAS
1 No
se cita por la publicación oficial realizada por Jacques Alain-Miller, sino por
la traducción literal que circula en la Escuela Freud de
Buenos Aires, sin fecha. Todas las páginas corresponden a la versión
mecanografiada. Hay importantes variaciones entre una y otra versión. El lector
puede cotejar las diferencias; a manera de ejemplo, la cita de nuestro epígrafe
(clase del día 19 de abril de 1961), tomada de la versión mecanografiada y la
que aparece en la versión de Miller (atribuida a la clase del día 3 de mayo de
1961), en la página 306. Agradezco a la psicoanalista Marta Geréz-Ambertín el
haberme facilitado el acceso a la traducción no publicada de los Seminarios 8 y
6.
2 Raúl
Serrano ha realizado un trabajo muy productivo al cotejar el método de las
acciones físicas de Stanislavski con algunas tesis marxistas. Sin embargo, más
allá de lo debatible de su perspectiva sobre «dos» Stanislavskis —y a pesar de
mencionar a Freud apenas un par de veces en su libro— hay algunos puntos de
contacto entre nuestra aproximación a la actuación y la suya, que merecerán una
investigación por separado.
3 La
versión inicial y abreviada de este artículo fue leída en el XV Congreso
Internacional de Teatro Iberoamericano y Argentino, organizado por el Grupo
GETEA en Buenos Aires del 1 al 5 de agosto de 2006.
4 En
este artículo no hemos incorporado la complejización de la enseñanza lacaniana
en cuanto a la verdad y lo real, tal como Jacques-Alain Miller ha trabajado
puntualmente en La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica, ya
que, como lo especificamos, nos hemos atenido al Seminario 1.
5 Obsérvese
que evito muy cuidadosamente la inversa: director/analista, que podría
escucharse o leerse como «director analista» y que, por el momento, no intento
suscribir.
REFERENCIAS
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