EDWARD ALBEE - OBRA: "UN DELICADO EQUILIBRIO"



Colección Teatro


EDITORIAL SUDAMERICANA


Después de “La historia del zoológico", "El sueño norteame­ricano" "¿Quién teme a Virginia Woolf?" y "Tiny Alice", Edward Albee prosigue en "Delicado equilibrio" su corrosiva, despiadada indagación de los conflictos y ten­siones que asechan bajo la apacible convivencia sub­urbana en Estados Unidos o en cualquier otra sociedad avanzada contemporánea. Los gestos son más mesurados y el lenguaje dramático más depurado y suelto que en "¿Quién teme a Virginia Woolf ?", pero la angustia íntima se ha quintaesenciado hasta el aullido de terror absoluto, desesperanzado, y la solidaridad y la compasión se han evaporado dejando apenas rutina y vacío.


EDWARD ALBEE - DELICADO EQUILIBRIO
Traducción de Lucrecia Elena Castagnino de Mathé
Revisión de Alberto Vanasgo


EDITORIAL SUDAMERICANA
buenos aires
PRINTED IN ARGENTINA IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que previe­ne la ley 11.723. © 1969, Editorial Sudamericana Sociedad Anónima, ca­lle Humberto l9 545, Buenos Aires.
© 1966 by Edward Albee, Atheneum, N. York
Título del original en inglés: "A delicate balance"



Para John Steinbeck
con afecto y admiración





PRIMERA REPRESENTACIÓN
12 de setiembre de 1966, en el Martin Beck Theatre, de la ciudad de Nueva York.
Jessica Tandy como Agnes
Hume Cronyn como Tobías
Rosemary Murphy como Clara
Carmen Mathews como Edna
Henderson Forsythe como Harry
Marian Seldes como Julia
Dirigida por Alan Schneider



LOS PERSONAJES
Agnes: Una elegante mujer al finalizar sus cincuenta años de edad.
Tobías: Su marido, unos años mayor.
Clara: La hermana de Agnes, varios años más joven.
Julia: La hija de Agnes y Tobías, 36 años, facciones angulosas.
Edna y Harry Muy del tipo de Agnes y Tobías.

LA ESCENA - El cuarto de estar de una casa de las afueras amplia y bien ubicada. Época actual.











ACTO PRIMERO

En la biblioteca-living. Agnes sentada en una silla, Tobías ante un estante examinando botellas de licor.
Agnes (habla en general con suavidad, con una leve insinuación de sonrisa en su cara: ni sardónica, ni tris­te... pensativa, tal vez). — Lo que me parece más asombroso aparte de mi propia creencia, que siempre me ha sorprendido por el simple hecho de no resultarme desagradable en absoluto, la creencia de que yo podría muy fácilmente — como dicen ellos — perder la razón algún día, no porque sospeche que me pueda suceder, o que esté cerca...
Tobías (habla casi de la misma manera). — No hay mujer más cuerda en el mundo, Agnes. (Golpetea las botellas.)
Agnes. — ...porque no soy de esa clase; simplemen­te que no está más allá de lo posible... una suave li­beración de las amarras, que deja el globo a la deriva — y yo creo que eso es lo más importante: ir a la de­riva ... llegar a ser un extraño para... el mundo, total­mente... desligada de todo, porque nunca lo veo como algo violento, sólo un dejarse ir a la deriva — ¿qué estás buscando, Tobías?
Tobías, — Todos nos volveremos locos antes que tú. El anís.
Agnes (con una breve risa feliz). — Gracias, querido.
Pero nunca podría hacerlo — irme a la deriva — porque ¿qué sería de ti? Como decía, lo que encuentro más sor­prendente, al margen de aquella especulación — y a veces me pregunto, también, si no soy la única que lo admite: no que yo pueda volverme loca, sino que cada uno de nosotros piensa que podría serlo — ¿por qué se te ha ocurrido tomar anís?
Tobías (lo considera). — Pensé que podía ser agra­dable.
Agnes (frunce la nariz). — Es pegajoso. Prefiero el coñac. Se supone que es saludable... la especulación o la aceptación supongo, de que si a uno se le ocurre que puede estarlo, entonces no lo está; pero nunca me he sentido muy reconfortada por eso; yo entiendo que si pue­do pensar que algún día, o más probablemente una tarde temprano — algún oscuro otoño —, puedo volverme to­talmente loca, bien, es algo que entonces podría ocurrirme. (Risa franca.) Algún otoño oscuro: Tobías está sentado ante su escritorio, y de pronto, levanta la vista de todas esas horribles cuentas y ve a su Agnes, loca como una cabra, masticando las cintas de su vestido...
Tobías (sirviendo). — ¿Coñac?
Agnes. — Sí; Agnes — sentada junto al fuego —, con su boca llena de cintas, su mente flotando, a la deriva; nada se puede hacer por la pobre inútil más que ponerla en un manicomio en alguna parte, vender la casa, mu­darse a Tucson, por ejemplo, y echarse al solcito, a lan­guidecer y vivir hasta los cien años. (Él le da a ella su coñac.) Gracias, querido.
Tobías (le besa la frente). — El coñac también es pegajoso.
Agnes. — Sí, pero es más agradable. Siéntate a mi lado, ¿eh?
Tobías (se sienta; levanta su copa). — Por mi loca dama, arrastrando sus cintas.
Agnes (se sonríe). — Y, por supuesto, no he usado el vestido con cintas desde que Julia se volvió a casar. ¿Estás cómodo?
Tobías. — Por ahora sí.
Agnes. — Lo que me parece más asombroso — aparte de mi temor, teóricamente saludable —, no, no temor, qué tonta soy, de mi saludable especulación de que yo pueda llegar, algún día, a ser una carga para ti... Lo que me parece más asombroso en este mundo, con todos los años que tengo,... es Clara.
Tobías (intrigado). — ¿Clara? ¿Por qué?
Agnes. — Que alguien, sea o no la hermana de uno, pueda ser tan... Bueno, no quiero usar una palabra inconveniente, porque estamos muy cómodos aquí, ¿no?
Tobías (sonríe en guardia). — Puede ser.
Agnes. — Como dice el refrán, lo único más agudo que el colmillo de una serpiente es la ingratitud de una hermana.
Tobías (levantándose y yendo hacia una silla). — El refrán no es así.
Agnes. — Debería serlo. ¿Por qué te cambias?
Tobías. — Se está poniendo incómodo.
Agnes (cortante a medias). — Cuando las papas que­man es mejor irse, ¿eh? ¿No es así?
Tobías (sin hacerle caso). — No soy tan joven como lo fue cualquiera de nosotros en alguna época.
Agnes (brindando).— Yo soy tan joven como el día en que me casé contigo — aunque sé que no lo parezco — porque eres muy buen marido... la mayor parte del tiempo. Pero yo estaba hablando de Clara. O estaba empezando a hacerlo.
Tobías (sacudiendo la cabeza con sabiduría). — Sí, estabas empezando.
Agnes. — Si quisiera hacer una lista de todas mis cargas — si tuviera un cuaderno bien grueso y un mes por delante que perder — tendría que poner entre las que más pesan sobre mis hombros, con la posible excep­ción de los problemas de Julia con sus casamientos, tus... debe ser algo instintivo, creo yo, o reflejo, eso más bien, tus reflejos de defensa ante todo lo que Clara...
Tobías (muy amablemente, pero hay hielo debajo). — No sigas, Agnes.
Agnes (risa breve). — ¿Me vas a tirar algo? ¿La copa? Dios mío, espero que no... Ese espantoso anís desparramado por todas partes.
Tobías (paciente). — No.
Agnes (desafiándolo serenamente). — ¿Qué, entonces?
Tobías (mirando su mano). — Me quedaré sentado tranquilamente...
Agnes. — ... como siempre...
Tobías. — ... sí, y quisiera que te disculparas con tu hermana por lo que, debo confesarte, considero en ver­dad una gran...
Agnes. — ¡Disculparme! ¿Con ella? ¿Con Clara? Me he pasado la vida pidiendo disculpas por ella; no haré ahora más grande mi humillación pidiéndole disculpas a ella.
Tobías (imitando burlonamente un epigrama).— ¿No se le pide disculpas a aquellos por los cuales se debe pedirlas?
Agnes (guiñando el ojo lentamente). — Redondo.
Tobías. — Es breve, pero una de las reglas del afo­rismo...
Agnes. — Creí que era un epigrama.
Tobías (leve sonrisa). — Un epigrama es generalmen­te satírico, y tú...
Agnes. — ... y yo soy rigurosamente seria. ¿No es eso?
Tobías. — Me temo que sí.
Agnes. — Volviendo específicamente de Clara a... a sus efectos ¿qué harías si yo perdiera un tornillo...?
Tobías (se encoge de hombros). — Ponerte en un ma­nicomio en alguna parte, vender la casa y mudarme a Tucson. Languidecer al calor del sol y vivir para siempre.
Agnes (considera sus palabras). — Humm, te apuesto a que lo harías.
Tobías (amistosamente). — Apúrate, sin embargo.
Agnes. — Oh, haré la prueba. No será una simple paranoia, sin embargo, ya sé lo que es eso. He tratado tan intensamente... Bueno, tú sabes lo poco que cam­bio; Dios mío, ni siquiera puedo levantar la voz, a no ser ante un hecho muy tremendo, y me doy cuenta de que tanto la alegría como la tristeza elaboran sus... maravillas en mí, mucho más... llanamente, lentamen­te, más adentro, que en los demás: un bronceado de sol más que una quemadura. No hay montañas en mi vi­da... Ni tampoco grietas. Es un terreno amable, onduloso... verde, querido, gracias a ti.
Tobías (despuntando un cigarro). — Se hace lo que se puede.
Agnes (pequeña risa). — Es nuestro lema. Si alguna vez nos vamos barranco abajo, o necesitamos una divisa, o juntamos las cosas, debemos hacer que se ponga eso en latín —se hace lo que se puede— sobre tus chaquetas, y encima de la chimenea; tal vez, podamos ponerlo también sobre la ropa blanca...
Tobías. — ¿Crees que debería ir al cuarto de Clara?
Agnes (silencio: luego con dureza, firme). — No. (Tobías se encoge de hombros, enciende su cigarro.) Ya bajará, o no.
Tobías. — ¿Hacemos lo que podemos?
Agnes. — Por supuesto. (Silencio.) Así que no va a ser una simple paranoia. La esquizofrenia, por otra parte, es mucho más probable, aun teniendo en cuenta su improbabilidad. Creo que se la puede producir química­mente... (Sonríe.) Si todo lo demás fallara; si la cordu­ra, tal como es, llegara a hacerse demasiado pesada. Hay momentos en que pienso que sería tan... adecuado, si uno pudiera tomar una píldora, o darse una inyec­ción, incluso... y alejarse, nada más...
Tobías (con bastante sequedad). — Deberías tomar drogas, querida.
Agnes. — Oh, pero eso es momentáneo; hasta la afición a las drogas es la repetición de una tranquilidad momentánea. Me interesa la paz... no un simple alivio. Y no soy compulsiva además... como algunos... como nuestra querida Clara, digamos.
Tobías. — Sé buena, ¿quieres?
Agnes. — Creo que me gustaría vivirlo totalmen­te... aun ante la posibilidad de que no pudiera... re­gresar. ¿No sería algo terrible, acaso, haberlo provocado, inducido, si es que no iba a suceder naturalmente, y la esperanza estuviera allí? Con sorpresa en su voz.) ¿Y si no se puede regresar? ¿Por qué pusiste mi coñac en una copa de licor?
Tobías (levantándose y yendo hacia ella). — Oh... Lo siento...
Agnes (tendiéndole su copa; él la toma). — Esta no­che no estoy para beber; lo que quiero es respirar: mi nariz metida en la copa, con todo lo maravilloso ahí adentro, y en un gran silencio.
Tobías (alcanzándole una nueva copa de coñac).— Yo pensé que Clara estaba mucho mejor esta noche. No vi ninguna necesidad de que le dieras un levante tal.
Agnes (fastidiada).— Clara no estaba mejor esta noche. ¡Francamente, Tobías!
Tobías (aferrándose a su convicción). — Me pareció que lo estaba.
Agnes (poniéndole fin al asunto). — Bueno, no estaba nada mejor.
Tobías. — Pero...
Agnes (tomando su nueva copa). — Gracias. He de­cidido, considerando todos los pro y los contra, que no me haré inyectar ningún tipo de locura, que todos estos años en que nos hemos soportado mutuamente las tretas y las chifladuras nos han hecho merecedores, a cada uno, de la compañía del otro. Y te prometo que tendré buenos pensamientos, saludables, positivos, para evitar la locura, si llega a presentarse... sin que la invite.
Tobías (sonríe).— ¿Quieres decir que no tengo espe­ranzas de ir a Tucson?
Agnes. — Ninguna esperanza.
Tobías (tristemente irónico). — Hélas...
Agnes. — Solo te quedan esperanzas de llegar a ser aún más viejo de lo que eres en compañía de tu segura esposa, tu cuñada alcoholista y las ocasionales visitas de nuestra melancólica Julia. (Algo triste.) Eso es lo que te queda, mi querido Tobías. ¿Es suficiente?
Tobías (un poco triste, también, pero con calidez).— Lo será.
Agnes (feliz). —Nunca dudé que así sería. (Oye algo y dice agriamente.) Oye. (Clara ha entrado.)
Agnes. — ¿Viene alguien?
Tobías (la ve a Clara, incómoda, apartada de ellos). — Ah, por fin llegaste. Le decía a Agnes hace solo un momento...
Clara (a la espalda de Agnes, un discurso ensayado, sobrellevado y odiado). — Tengo que pedirte disculpas, Agnes; lo siento mucho.
Agnes (sin mirarla; con sorpresa irónica). — ¿Qué es lo que sientes mucho, Clara?
Clara. — Te pido disculpas porque mi naturaleza es tal que despierta en ti toda la fuerza de tu brutalidad.
Tobías (con el fin de aplacar). — Bueno, miren, creo que podemos dejar de lado todas... estas cosas.
Agnes (se levanta de su silla y se dirige hacia la sa­lida).— Si vienes a comer a cualquier hora, si cuando tratas de decir buenas tardes y acaso los colores del otoño no estaban preciosos hoy, solo balbuceas vocales y si se te huele el vodka desde la otra punta de la habitación, y no vuelvan a decirme, ninguno de ustedes dos, que el vodka no deja olor en el aliento: si lo estás esperando, si con fastidio y tristeza no estás esperando sino eso, entonces ¡huele!, si tales condiciones existen... persis­ten ... entonces la reacción de alguien que se siente agobiada por su amor no es brutalidad — aunque sería excusable, ¡créeme! — no es brutalidad de ningún modo, sino el aspecto amargo del amor. Si rezongo, es por­que quisiera no tener que hacerlo. Si soy hiriente es porque no soy nada más nada menos que humana y si se me puede acusar una vez más de exagerar las cosas per­míteme recordarte que es mi forma de ser y no lo que importa. Te pido disculpas por hablar con claridad. To­bías, tengo que llamarla a Julia. ¿Hay una hora de dife­rencia o dos?... Nunca me acuerdo.
Tobías (seco). — Tres.
Agnes. — Ah, es claro. Bueno, sé considerado con Cla­ra, querido. Ella se siente... ofendida. (Sale. Un breve silencio.)
Tobías. — Oh, bien.
Clara. — Nunca sé si aplaudir o llorar, o más bien qué es lo que se apreciaría más, o esperan más que haga.
Tobías (con tristeza, más bien). — Eres una grandí­sima tonta.
Clara (tristemente). — Sí. ¿Por qué quiere llamarla a Julia?
Tobías. — ¿Tomas rápido un brandy, antes de que vuelva?
Clara (ríe apenas). — Nada de rápido; será uno en público. Llena el balón hasta la mitad y lo sorberé como una señora... y cuando ella se deslice de nuevo hasta aquí, yo estaré tirada en el suelo haciendo equilibrios con la copa sobre mi frente. Eso le dará ocasión para tirar otro párrafo y para tus ineficaces "sosiéguense ahora".
Tobías (sirviéndole brandy en el balón). — Eres real­mente una grandísima tonta.
CLARA. — ¿Julia se está divorciando otra vez?
Tobías. — Caramba, no lo sé.
Clara (toma su copa). — Es nada más que tu hija. Gracias. Imagino, por todo lo que he... observado, que es tiempo de volver a casa. (Espontáneamente.) ¿Por qué no matas a Agnes?
Tobías (muy espontáneamente). —Oh, no, no podría hacer eso.
Clara. — Algo mejor aún, ¿por qué no esperas a que Julia se separe y vuelva aquí confundida y de mal humor, y entonces tomas un revólver y nos haces saltar a todos la tapa de los sesos... primero a Agnes, por su­puesto con todo respeto, después a la pobre Julia y por último a mí, si tienes la amabilidad?
Tobías (amable, triste). — ¿Realmente quieres que te pegue un tiro?
Clara. — Quiero que primero se lo pegues a Agnes. Después yo lo pensaré.
Tobías. — Es que debería ser un acto pasional, hay que perder la cabeza y todo eso. Dudo que pueda andar por ahí con el revólver echando humo, y con Julia gri­tando, encerrada en su cuarto, mientras espero a que te decidas si quieres o no que te mate.
Clara. — Pero si no la matas a Agnes... ¿cómo po­dré saber si quiero vivir? (Incrédula.) ¿Un acto pasional?
Tobías (algo herido). — Claro... sí.
Clara (se ríe). — Oh, Dios mío, eso sí que es cómico.
Tobías (igual). — Lo lamento.
Clara (risa amistosa). — Oh, Tobías, querido, soy "yo" quien lo lamenta; lo que pasa es que no te veo en el papel, eso es todo; desaforado, actuando como un loco, moviéndote por reflejos... ¿Puedes verte a ti mismo, acaso, enfrente del juez, predecible e impasible Tobías? "Todo se puso negro, señor Juez. En cierto mo­mento yo estaba sentado en mi sillón, cómodamente, bebiendo mi..." ¿Qué es eso? Tobías. — Anís.
Clara. — "Anís" ¿En serio? ¿Es anís?
Tobías (levemente cortante). — A mí me gusta.
Clara (frunce la nariz). — Es pegajoso. "Yo estaba ahí, señor Juez, sentado en mi sillón, tomando mi anís... y cuando quise acordarme... estaban todos ti­rados por ahí, en distintos cuartos, con las cabezas salta­das, y el revólver todavía en mi mano... Yo... yo... no recuerdo nada, Usía." ¿Puedes imaginártelo?
Tobías. — Por supuesto, con todas ustedes muertas y sus sesos desparramados en la alfombra, nadie podrá de­cir que no fue un acto pasional.
Clara. — Déjame para el final. Una brisa puede levantarse y remover las cenizas...
Tobías. — ¿De quién es eso?
Clara. — De nadie, creo. Solo que suena como si lo fuera.
Tobías. — ¿Por qué no vuelves con esos... con esos... alcohólicos no sé qué?
Clara (seria a medias). — No me gusta la gente...
Tobías. — ¿Cómo les llaman?
Clara. — Anónimos.
Tobías. — ¡Ah, eso! ¿Por qué no vuelves ahí?
Clara (bruscamente y más bien de mal modo).— ¿Por qué no te metes en tus propios asuntos?
Tobías (ofendido). — Discúlpame, Clara.
Clara (lo besa).— Debo volver porque...
Tobías. — Sería lo mejor.
Clara (le extiende su copa; él vacila). — Sé un buen cuñado; es sólo la primera copa la que no debo tomar.
Tobías (sirviéndole). — Yo pensé que era mejor.
Clara. — Gracias. (Se acuesta en el suelo, balancea su copa sobre su frente, la pone al lado de ella, etc.) Quieres decir que Agnes creyó que era lo mejor.
Tobías (amablemente y con calma). — No, yo tam­bién pensé que sería lo más conveniente.
Clara. — Ya te lo dije: no son como nosotros; no tengo nada en común con ellos. Cuando te dedicabas a los negocios, antes de transformarte en un hacendado que se pasea por ahí en pantalones de montar, confun­diendo al jardinero...
Tobías (herido). — Nunca he hecho nada semejante.
Clara. — Antes de que sucediera todo eso... (Sonríe levemente.) Dulce Tobías. .. cuando te pasabas todo el día en la ciudad... con tus amigos de la oficina, tus indistintos aunque no necesariamente similares ami­gos... ¿Qué tenías en común con ellos?
Tobías. — Bueno, todo... (Quizá algo a la defensiva pero más... vagamente.) Nuestros negocios; estábamos todos en eso, y además éramos amigos aparte de los nego­cios, en los clubs, también, en nuestro... nuestro medio, supongo.
Clara. — Humm, humm ¿Pero qué tenías en común con ellos? Incluso Harry, tu mejor amigo... entre todos los demás, según crees; quiero decir, no conociste a todo el mundo... ¿Vas a abandonar el anís?
Tobías (sirviéndose brandy). — No sirve para mucho tiempo. ¿Te parece bien?
Clara. — A mí no me importa. Tu mejor amigo... explícame, querido Tobías, ¿qué es lo que tienes en co­mún con él, humm?
Tobías (suavemente). — Por favor, Clara. ..
CLARA. — ¿Qué es lo que realmente tienes en común con tu mejor amigo?... A no ser la coincidencia de haber engañado a sus respectivas esposas el mismo vera­no con la misma mujer... ¿o chica?... mujer... ¿Qué otra cosa con excepción de eso? Y no es una gran distin­ción. Creo que ella lo pasó bien todo ese mes de julio.
Tobías (más bien tenso). — Si me perdonas, Clara, la práctica en común difícilmente sea...
Clara. — Pobre chica, o mujer, o lo que fuera, ese caluroso y húmedo mes de julio. (Duramente.) La distin­ción hubiera consistido en no hacerlo: haber sido el úni­co o los dos únicos en no hacerlo entre los muchos, demasiados y, oh, Dios mío, similares, que tuvieron a esa pobre cosa... extraña, ese mes de julio seco y, oh, tan húmedo.
Tobías. — ¡Por favor! ¡Agnes!
Clara (más tranquila). — Por supuesto, tú tuviste a la loca una sola vez, ¡en tanto que Harry! ¡El buen ami­go Harry, me lo dijeron las malas lenguas, se mantuvo arriba mucho más y la tuvo dos veces con un tercer in­tento no tan caliente en la casilla del jardinero, con el estiércol o lo que sea y las macetas de naranjos...
Tobías (con calma). — Cállate la boca.
Clara (se para, enfrenta a Tobías: suavemente). — Muy bien. (Se vuelve a acostar.) ¿Cómo se llamaba?
Tobías (un poco triste). — No me acuerdo.
Clara (se encoge de hombros). — No importa; ella ya no cuenta. (Con más viveza.) ¿Le darías a tu amigo Ha­rry tu camisa, como dicen?
Tobías (aliviado por haber cambiado el tema). — Su­pongo que lo haría. Es mi mejor amigo.
Clara (de buen modo). — ¿Eso te entristece mucho?
Tobías (la mira un instante, luego). — No; un poco, no mucho.
Clara. — No tienes a nadie que te acompañe a es­cuchar a Bruckner; nadie a quien decirle que estás harto del golf; nadie a quien admitirle — de cuando en cuan­do — que de pronto tienes miedo y no sabes por qué.
Tobías (algo sorprendido). — ¿Miedo? No.
Clara (pausa; sonrisa). — Muy bien. ¿Quieres saber qué pasó la última vez que subí las escaleras que llevan a ese absurdo club de alcoholistas y por qué no volví nunca más? ¿Qué es lo que no tengo en común con toda esa gente?
Tobías (sin demasiado entusiasmo). — Por supuesto.
Clara (se ríe entre dientes). — Pobre Tobías. "Por supuesto". ¿Me enciendes un cigarrillo? (Tobías duda un momento, luego le enciende uno.) Con esto tengo todo. (Él le alcanza el cigarrillo encendido; ella está todavía tirada en el suelo.) Lo que necesito. Algo para fumar, algo para tomar y una buena superficie dura. Gracias. (Se ríe un poco de lo que ha dicho.)
Tobías (se para al lado de ella). — ¿Estás a gusto?
Clara (levanta sus brazos, uno con el cigarrillo, el otro con la copa de brandy; es una invitación casual; Tobías la mira durante un momento y luego se aleja un poco). — Mucho. ¿Te acuerdas de aquella primavera en que me fui, cuando estaba verdaderamente enferma con esta pócima, y tomaba como la célebre esponja? ¿Les causó muchas molestias? ¿Por lo que tú y Agnes me instalaron en ese departamento cerca de la estación y Agnes fue tan buena viniéndome a ver? (Tobías suspira intensamente). Perdón.
Tobías (rogando un poco). — ¿Cuándo todo eso... quedará en el pasado... y será olvidado?
Clara. — Cuando todas las frustraciones hayan sido consumadas, y admitidas. Cuando la memoria se haga cargo y pueda corregir los hechos y los haga tolerables. Cuando Agnes esté acostada en su lecho de muerte.
Tobías. — ¿Sabes que Agnes tiene... un control tan extraordinario que no la he visto llorar desde... hace muchísimo tiempo, por nada del mundo?
Clara. — Avísame cuando venga. Haré como si estu­viera borracha. Suponte que tú estás muy enfermo, To­bías, tan enfermo como lo estuviste antes del estómago, pero supón, también, que tu interior es todo verde y hediondo y revuelto y que los ojos te duelen y que estás medio sordo y que la cabeza se te parte y tienes una neuritis periférica y ya ni puedes caminar y además odias.
Odias con la misma enfermedad verde y apestosa en que sientes se han convertido tus entrañas... Te odias a ti mismo y a todo el mundo. Odias y ¡oh, Dios mío! lo que quieres es amor, a-m-o-r, desesperadamente — un poco de confort y refugio es lo que realmente pides, por su­puesto — pero continúas odiando y te das cuenta — por una especie de desapego que te divierte, según crees — que cada día te pareces más a un animal... gruñes y arrebatas las cosas y las ocultas y te olvidas de dónde las has ocultado, como los perros no-muy-inteligentes y empiezas a lavarte menos, prefieres que te laven, y una o dos veces has llegado a ensuciarte en tu cama y te quedas acostado porque no puedes levantarte. Suponte todo eso. ¿No te gusta, no es verdad, Tobías?
Tobías. — No sé por qué... insistes en que yo...
Clara. — Quieres saber a qué se parece ser un alcoholista, ¿no es cierto, niño?
Tobías (triste). — Sí, por supuesto.
Clara. — Suponte todo eso. Hasta que el tipo con el que consumes tus botellas te empieza a llevar a los bue­nos A.A.* Y te sientas ahí, en el club de los alcoholistas y ves cómo... los mejores — no recuperados, porque cuando se es una vez un alcoholista se lo es para siempre. Y es mejor que lo recuerdes o estás perdido la primera vez que pases por un bar — ves cómo los mejores se levantan y cuentan sus historias.
* A.A. Alcoholistas anónimos. Institución privada que ayuda a la rehabilitación de los alcoholistas (N. del T.).
Tobías (sabia y tristemente). — Una vez que has caí­do... puedes levantarte sólo a medias... pero nunca... realmente, volver a pararte. Siempre se desciende.
Clara (amablemente, como a un niño). — Bueno, así es la vida, nene.
Tobías. — Eres una grandísima, rematada tonta.
Clara. — Pero no soy una alcoholista. No lo soy aho­ra y nunca lo fui.
Tobías (moviendo la cabeza). — Todas las prome­sas... todas las ocasiones...
Clara. — Sería mucho más simple si yo lo fuera. Una alcoholista. (Se levanta y sobreactúa durante esto.) Así una noche cualquiera, un mes cualquiera, en algún momento, yo había tomado un Martini — como un test — para ver si podía, pero dada mi pasmosa autodisciplina se transformaron en tres y me sentí... más bien des­afiante y agradablemente suelta y desapegada y un poco más grande que la vida, y todavía no gruñía. Por lo que caminé, más o menos derecha, directamente hasta el frente del cuarto del salón y enfrenté a mis semejan­tes y los miré de arriba abajo, a todos debatiéndose esforzadamente, perseverancia y culpa fracasando y tra­tando de nuevo y perdiendo... Y tuve un momento de piedad y disgusto y casi lloré, pero no lo hice — como mi hermana, como mi hermana, por Dios — y me escu­ché a mí misma diciendo con mi voz de cuando era niña, y había un montón de yos diferentes en ese momento: "yo soy una alcohólica". (Con voz aniñada.) "Mi nom­bre es Clara y soy una alcohólica". (Directamente a To­bías.) Inténtalo tú.
Tobías (más bien vago pero no aniñado). — Mi nom­bre es... mi nombre es Clara y soy una alcoholista.
Clara. — Una alcohólica.
Tobías (más vagamente). — Una alcohólica.
Clara. — "Mi nombre es Clara y soy una... alcohó­lica". Bueno, ya sabes, se suponía que yo debía seguir, decir lo mala que yo era y que no quería serlo y Cómo Sucedió Eso y Qué Es Lo que Yo Quería Que Pasara y
Que Ellos Me Ayudarían a Ayudarme a Mí Misma... Pero yo me quedé ahí parada durante... diez minutos tal vez, y luego hice una reverencia; hice mi pequeña reverencia de niña y sobre mis pequeños pies de niña retrocedí hasta mi silla.
Tobías (después de una pausa, con embarazo).— ¿Se rieron de ti?
Clara. — Bueno, un agnóstico en lo más sagrado de lo sagrado no se granjea mucha camaradería, algo de pro­tección, quizá. Oh, no me entiendas mal, ellos se sintieron atrapados por el vaudeville. Pero la única dama fue muy atenta. Se acercó a mí, después, y me dijo: "Has dado el primer paso, querida".
Tobías (con esperanzas). — Eso fue muy amable de su parte.
Clara (divertida). — No dijo el primer paso hacia dónde, por supuesto. Cordura, locura, revelación, auto- decepción...
Tobías (sin brindar gran ayuda). — Se cambia, algu­nas veces... no importa qué...
Clara (con una risa animada). — Confío en ti, To­bías... Una frase brillante para cada ocasión. Pero me agarró eso, el aplauso, la presencia del escenario... ese comienzo; ningún chiquillo escolar recibió más estrellas de oro por no haber faltado nunca a clase. Yo fui; Dios mío, yo lo hice.
Tobías. — Pero dejaste de ir.
Clara. — Hasta que supe... (Agnes entra sin que se den cuenta ni Tobías ni Clara.) ... lentamente por ser una estudiante lenta en mi primera juventud, supe... que no era, ni lo había sido nunca... una alcoholista... ni una alcohólica, tampoco. Eso era lo que no tenía en común con esa gente. Que ellos eran alcoholistas y yo no lo era. Que yo sólo era una borracha. Que ellos no podían evitarlo; y yo podía y no quería. Que ellos eran enfermos y yo simplemente... una voluntaria.
Agnes. — He hablado con Julia.
Tobías. — ¡Ah! ¿Cómo se encuentra?
Agnes (caminando al lado de Clara). — Dios, qué co­pa más rara para servir una bebida suave. Tobías, tienes un sentido del humor apacible, después de todo.
Tobías. — Vamos, Agnes...
Clara. — No tiene sentido del humor.
Agnes (más bien torpemente). — Bueno, no puede ser brandy; Tobías ya es grande y sabe hacer las cosas mucho mejor que...
Clara (con dureza y balanceando su copa). — Brindo por ti, dulce hermana; bebo por... no por tu salud... por tu persistencia, con este buen y fuerte brandy, áge inconnu.
Agnes (tranquila, sonrisa tensa, ignorando a Clara). — Te serviría de mucho, mi querido Tobías, si yo me fuera, si desapareciera. Entonces no quedaría ninguna mujer a tu lado, sólo Clara y Julia... ni siquiera per­sonas; te serviría de mucho.
Clara (gran mofa). — ¡Pero yo no soy una alcohó­lica, nena!
Tobías. — Ella... ella puede beber... un poco.
Agnes (hay verdadera pasión en lo que dice, lo nota­mos bajo la calma). — ¡No lo toleraré! ¡No te aguantaré! (Con más suavidad, pero con los labios tensos.) Dios mío. ¡No me importaría en absoluto que llenaras tu bañera con eso, te metieras adentro y te ahogaras! Más bien deseo que lo hagas. Me daría tranquilidad de conciencia saber que puedes hacer algo bien, hasta el fin. Si quieres suicidarte... entonces ¡hazlo totalmente!
Tobías. — Por favor, Agnes...
Agnes. — ¡Lo que no puedo soportar es el egoísmo! A aquellos que quieren matarse... y se toman toda la vida para hacerlo.
Clara (perezosa y con repugnancia). — Tu mujer es una perfeccionista; es muy difícil convivir con ellos, con esa clase de personas.
Tobías (a Agnes, con cierto tono de ruego).— Clara no es una alcoholista, según dice; puede tomar un poco.
Clara (declaración infantil, pero sin hablar como una niña). — ¡Yo no soy una alcohólica!
Agnes. — Eres muy considerada. Todos vamos a des­cansar más tranquilamente sabiendo que lo haces a pro­pósito; que los vómitos y las lágrimas, el alma barrosa, las caídas y las ausencias, los cigarrillos apagados sobre el mantel, las llamadas del club para que vayamos por favor a buscarte... todo eso es... voluntario, que po­drías evitarlo si quisieras. (Con severidad, pero suave­mente.) Si no eres una alcoholista, entonces no tienes perdón.
Clara (ibid). — Bueno, no lo he tenido durante mu­cho tiempo, ¿no es verdad, querida?
Agnes (sin mirar a ninguno de los dos). — Cuando uno empeora con la bebida, se es un alcoholista. No hay cosa más simple.
CLARA. — ¿Y quién puede decirlo?
Agnes. — ¡Yo!
Clara (una letanía). — Si hemos de vivir aquí, de la caridad de Tobías, debemos estar sujetos a la voluntad de su esposa. Si se nos pide, a la muerte de nuestro padre...
Agnes (dando punto final). — Esas son las reglas fundamentales.
Clara (una sonrisa triste). — ¿Y, Tobías? (Pausa.) ¿Nada? (Pausa.) ¿Son esas las reglas fundamentales? ¿No dices nada? ¿Demasiado... establecidas? ¿Dema­siado... rotundas? (Amablemente.) Perfecto. (Dirigiéndose a Agnes.) Muy bien, entonces, Agnes, tú ganas. Seré una alcoholista. (La sonrisa demasiado dulce.) ¿Qué van a hacer al respecto?
Agnes (mira a Clara durante un momento, luego de­cide que ella, Clara, no está en el cuarto con ellos. Agnes ignorará los comentarios de Clara hasta la próxi­ma indicación. Tobías hará lo mismo también, pero con incomodidad). — Tobías, te vas a sentir desdichado al saberlo, supongo; o te perturbará, seguramente, pero Julia vuelve a casa.
Clara (risa breve). — Como es natural.
Tobías. — ¿Y qué más?
Agnes — Lo deja a Douglas, lo cual no me sorprende.
Tobías. — ¿Pero Julia no era feliz? Nunca me dijiste nada al respecto.
Agnes. — Si fuera feliz no tendría que volver a casa. Dios sabe que yo no la quiero aquí. Es decir, será bien­venida, por supuesto...
Clara. — Según lo programado, una vez cada tres años...
Agnes (cierra sus ojos durante un momento para seguir ignorando a Clara). — ... Este es su hogar. Nosotros somos sus padres, los dos. Y tenemos nuestras obligaciones para con ella, y yo ya he llegado a una edad, Tobías, en que desearía que estuviéramos siempre solos tú y yo... sin nadie que dependa de nosotros... o nadie más.
Clara (vivaz pero con firmeza). — Bueno, yo no me voy a ir.
Agnes. — ...pero si ella y Doug han terminado, y no estoy sugiriendo que ella tenga razón, entonces su lugar adecuado es éste, así como para otros no lo es.
Clara. — Uno, dos, tres, cuatro, largaron.
Tobías. — Bueno, me gustaría hablar con Doug.
Agnes (como si se esperara de ella la respuesta opues­ta),— Me gustaría que lo hicieras. ¡Si hubieras hablado con Tom o con Charlie! Incluso con Charlie,.. o con... mm.
Clara. — ¿Phil?
Agnes (sin reconocer la ayuda de Clara).— ...con Phil, hubiera servido de algo. Si has decidido hacer valer tus derechos, por fin, demasiado tarde, supongo...
Clara. — Te condenan si lo haces, y te condenan si no lo haces.
Agnes.— ...Julia podría, en última instancia, llegar a creer que su padre se preocupa y eso puede ser que le sirva de consuelo, si no de ayuda.
Tobías. — Yo voy... voy a hablar con Doug.
Clara. — ¿Por qué no lo invitas a venir acá?, y ya que estás en eso, traes a todos los demás.
Agnes (con cierto reproche). — Y puedes hablar con Julia, también, cosa que no haces muy seguido.
Tobías. — Bueno.
Clara (con un irónico sonsonete). — A Phil le gusta­ba jugar. A Charlie le gustaban los muchachos. A Tom le atraían las mujeres. A Douglas...
Agnes (volviéndose hacia Clara). — ¿Quieres acabar con eso?
Clara. — ¡Oooooh, estoy aquí, después de todo, al menos existo!
Agnes. — ¿Por qué no te vas de vacaciones, Clara, ahora que Julia vuelve otra vez a casa? ¿Por qué no te
vas a Kentucky o Tennessee y visitas las destilerías?... ¿Por qué no te encierras en tu cuarto o buscas un bar que tenga un departamento en el fondo...
Clara.— ¡Oh! Agnes, ¿por qué no te mueres? (Ag­nes y Clara se miran desafiantes y contenidas.)
Tobías (habla más o menos para sí mismo, sin levan­tarse de su sillón). — Si yo le encontrara la vuelta, yo podría, si viera alguna razón, o si hallara la oportuni­dad. Si yo pudiera... comunicarme con ella y decirle "Julia...", pero después ¿qué le podría decir? "Ju­lia..." Nada, después.
Agnes (dejando de mirar a Clara, habla sin mirar a ninguno de los dos). — Si no amamos a alguien... si nunca hemos amado...
Tobías (corrigiéndola suavemente). — No; puede ha­ber silencio, incluso habiendo amado.
Agnes (más curiosidad que otra cosa). — ¿Realmente quieres verme muerta, Clara?
Clara. — ¿Desearlo? Sí. ¿Quererlo? No lo sé; es probable, aunque lo lamentaría si fuese así.
Agnes. — Recuerda el colmillo de la serpiente, Tobías.
Tobías (recordando). — La gata que yo tenía.
Agnes. — ¿Humm?
Tobías. — La gata que yo tenía.., cuando era..., bueno, un año, más o menos, antes de encontrarte. Era muy vieja; la había tenido conmigo desde que era chico; debía tener quince años o más. Era una gata de albañal. Creo que no le gustaba mucho la gente; cuando alguien venía... se levantaba y se mandaba mudar. Yo le gustaba; o más bien cuando me quedaba a solas con ella podía ver que se ponía contenta; se sentaba sobre mis piernas. No sé si era feliz, pero estaba contenta. Agnes. — Sí.
Tobías. — Realmente, no sé cómo ocurrió eso. Ella... un día, la gata... bueno, un día me di cuenta que yo no le gustaba más. No, no es así justamente; un día me di cuenta que ya no le gustaba más, desde hacía algún tiempo. Una tarde yo estaba solo en casa, y de pronto tuve conciencia de que no estaba, no solamente de que no estaba en ese cuarto conmigo, sino que no había esta­do en ningún otro cuarto conmigo, ni mirándome mien­tras me afeitaba... por ahí... durante... no podría de­cir desde hacía cuanto tiempo. No se había ido, compren­den; bueno, se había ido pero no se había escapado. Yo sabía que estaba por ahí; recuerdo que a veces la descu­bría por momentos debajo de una silla, o saliendo del cuarto, pero solo cuando me di cuenta de que algo había ocurrido le pude dar algún sentido a lo que yo había... había notado. Yo no le gustaba más. Simplemente eso.
Clara. — Bueno, la gata era vieja.
Tobías. — No, no era eso. Yo ya no le gustaba más. Entonces traté de imponerme.
Agnes. — ¿Qué quieres decir?
Tobías. — Me encerraba en una pieza con ella, la le­vantaba y la obligaba a sentarse en mis rodillas; la hacía quedarse cuando no quería hacerlo. Pero no dio resultado; ella me soportaba, pero se libraba apenas podía y se iba.
Clara. — Tal vez estaba enferma.
Tobías. — No, no lo estaba. La llevé al veterinario. Yo ya no le gustaba más. Una noche — lo recuerdo bien ahora — la tenía en mi cuarto conmigo, sobre mis rodi­llas... por quinta vez esa tarde y estaba allí, dándome la espalda, sin ronronear, no quería hacerlo, y yo lo sabía: yo sabía que ella esperaba solo el momento de poder bajarse y entonces dije: "Maldita seas, si yo no te gusto; ¡maldición, quieres acabar con esto! Yo no te he hecho nada". Y la zamarrié; puse mis manos en su cuello y la zamarrié; y me mordió; fuerte; y chilló. Y entonces le pegué. Le pegué con la mano abierta, le di un golpe justo en la cabeza. ¡Yo... yo la odiaba!
Agnes. — ¿Le hiciste mucho mal?
Tobías. — Sí, bueno, no mucho;... debo haberla gol­peado en la oreja; meneó la cabeza bastante durante un día o dos y... ¿te das cuenta?, no había ninguna razón. Ella y yo habíamos vivido juntos y habíamos sido, bueno, ya ves, amigos y... no había ninguna razón. Y yo la odiaba por eso. Yo la odiaba, bueno, supongo que debido a que se me acusaba de algo... de fracasar. Pero, yo no había sido cruel deliberadamente; si la había descui­dado, bueno, mi vida era... Lo sentí mucho. Sentí tener un... sentí ser juzgado. Ser traicionado.
Clara. — ¿Y qué hiciste?
Tobías. — Yo había vivido con ella; yo había he­cho... todo lo posible. Y... y si es que había alguna responsabilidad en la que fallé... bueno... yo ya no podía hacer nada. Y ella me estaba acusando.
Clara. — ¿Sí, y entonces qué hiciste?
Tobías (desafiante y con desprecio por sí mismo). — Hice que la mataran.
Agnes (corrigiéndolo amablemente). — Hiciste que la durmieran. Ella estaba vieja. Hiciste que la durmieran.
Tobías (corrigiéndola). — Hice que la mataran. La llevé al veterinario y él la llevó a... la llevó adentro y (levantando la voz) ¡le dio una inyección y la mató! ¡Yo hice que la mataran!
Agnes (después de una pausa). — Bueno, ¿qué otra cosa podías hacer? Era lo único que te quedaba; no ha­bía... encuentro entre ustedes.
Tobías. — Hubiera podido insistir un tiempo más. Hubiera podido continuar durante todo el tiempo que viven los gatos, viviendo de ese modo. Hubiera podido ponerme un cilicio, y encerrarme con ella en la casa haciendo penitencia. Por algo. ¿Por qué? ¡Dios lo sabe!
Clara. — Tal vez hiciste lo mejor. Si la alternativa es desagradable hay que hacer la elección menos... fea.
Tobías.— ¿Fue la menos fea? (Se quedan todos en silencio.)
Agnes (mirando hacia la ventana). — ¿Fue eso un auto en la puerta?
Tobías. — "Si no queremos a alguien... si nunca hemos querido a nadie..."
Clara (con una risa breve y abrupta).— ¡Oh, acaba con eso! "El amor" no es el problema. Tú la amas a Agnes y Agnes la ama a Julia y Julia me ama a mí y yo te amo a ti. Todos nos amamos; sí, nos amamos unos a los otros.
Tobías. — ¿Sí?
Clara (con algo de desprecio). — Sí; desde las pro­fundidades de nuestra autocompasión y de nuestra mez­quindad. ¿Qué cosa sino amor?
Tobías. — ¿El error?
Clara (riéndose). —Muy posiblemente: amor y error. (Llaman a la puerta; Agnes va a abrir.)
Agnes. — ¿Edna? ¿Harry? ¡Qué sorpresa! Tobías, son Harry y Edna. Pasen. ¿Por qué no se sacan sus...? (Ha­rry y Edna entran. Parecen un poco incómodos, tensos para ser amigos tan íntimos.) Tobías. — ¡Edna!
Edna. — Hola, Tobías.
Harry (restregándose las manos; intenta disimular). — ¡Bueno! ¿qué tal?
Tobías. — ¡Harry!
Clara (demasiado sorprendida).— ¡Edna! (Imita el tono ronco de la voz de Harry.) ¡Hola, qué tal, Harry!
Edna. — ¿Qué tal, querida Clara? (Con cierta timi­dez.) Hola, Agnes.
Harry (algo distante). — Buenas tardes... Clara.
Agnes (interviniendo exactamente cuando se inicia un leve silencio). — Siéntense. Justamente estábamos toman­do una cordial... (Con un tono de voz curiosamente alto.) ¿Han estado... dando una vuelta? ¿Humm, por el club?
Harry (Ignora la pregunta de Agnes). — Me gusta este cuarto.
Agnes. — ¿Fueron al club?
Clara (exagerada, pero no sin amabilidad). — ¿Cómo está el viejo Harry?
Harry (autocompasión). — Bastante bien, Clara, no tan bien como uno quisiera pero...
Edna. — Harry ha estado sintiendo otra vez sus ahogos.
Harry (hablando en general). — A veces no puedo respirar... solo por un momento.
Tobías (uniéndose a los demás). — Bueno, dos parti­dos de tenis, y ya sabes.
Edna (como si no pudiera recordar algo). — ¿Qué le has hecho al cuarto, Agnes?
agnes (mira a su alrededor con cierta aprensión, después con alivio).— ¡Oh!, saqué las cosas de verano.
Edna. — Por supuesto.
Agnes (insistiendo en lo mismo, con una sonrisa ten­sa). — ¿Han estado en el club?
Harry (a Tobías). — Le estaba diciendo a Edna que tendríamos que hacer encuadernar los libros, en cuero,
Tobías. — ¿Ah, sí? (Silencio breve.)
Clara. — La pregunta —a no ser que me esté vol­viendo sorda por el alcohol —era: (Con acento sureño.) ¿"Han estado ustedes dos en el club"?
Agnes (nerviosa, encubriendo una disculpa). — ¡Me lo preguntaba solamente!
Harry (dudando). — ¿Por qué?... no, no.
Edna (ibid). — Bueno, no, no, Agnes... ¿Por qué?
Agnes. — Me lo preguntaba porque pensé que ha­bían caído por aquí volviendo de allá.
Harry. — ...No, no...
Agnes. — ...O tal vez que teníamos una reunión y me había confundido de día...
Harry. — No, estábamos... estábamos sentados en casa.
Edna (con cierta condolencia). — Agnes.
Harry (mirándose las manos). — Solo... sentados en casa.
Agnes (con vivacidad, pero a falta de otra cosa mejor para decir). — Bueno.
Tobías. — ¡Me alegro que hayan venido! ¡Con o sin fiesta!
Harry (aliviado).— ¡Qué bueno verte, Tobías!
Edna (todo sonrisas). — ¿Cómo está Julia?
Clara. — Pregunta equivocada. (Levanta su copa.) ¿Puedo tomar un poco de brandy, Tobías?
Agnes (le echa una mirada salvaje a Clara, luego se dirige nuevamente a Edna). — Me temo... que está por volver a casa.
Edna (desilusionadamente).— Oh... ¿De nuevo? ¡No puede ser!
Tobías (alcanzándole un vaso a Clara, intenta ser ba­nal). — No podemos tenerla casada, pienso yo.
Edna. — ¡Oh, Agnes, qué lástima!
Harry (más incómodo que apesadumbrado). — Pero, es una pena. (Silencio.)
Clara. — ¿Por qué vinieron?
Agnes. — ¡Por favor! ¡Clara! (Dirigiéndose nueva­mente a ellos, tranquilizándolos.) Estamos encantados de que estén aquí; estamos encantados de que hayan venido a sorprendernos.
Tobías (rápidamente).— ¡Por cierto! (Harry y Edna intercambian miradas.)
Harry (con mucha tristeza y en forma extraña). — Estábamos... sentados en casa... solamente sentados en casa... Edna. — Sí...
Agnes (con un suave reproche). — Estamos encanta­dos de verlos.
Clara (entrecerrando los ojos). — ¿Qué pasó, Harry?
Agnes (cortante). — ¡Clara! ¡Por favor!
Tobías (sobresaltándose un poco, sacudiendo la cabe­za). — Clara...
Edna (tranquilizándolo). — Está bien, Tobías.
Agnes. — No veo por qué hay que interrogar a la gente cuando vienen amistosamente...
CLARA (pequeña victoria). — Harry quiere decirte al­go, hermanita.
Edna. — ¿Harry?
Harry. — Nosotros... bueno, estábamos sentados en casa...
Tobías. — ¿Puedo servirte una copa, Harry?
HARRY (sacude la cabeza).— ...Yo... nosotros pen­sábamos ir al club, pero... está, está tan lleno los viernes por la noche...
Edna (con un tenue hilo de voz, tratando de ayudarlo,
con calma). — ...Con la reunión de canasta y los pre­parativos para el baile de mañana...
Harry. — ... No queríamos hacer eso, y yo me sen­tía ... cansado y no queríamos hacer eso...
Edna. — ... Harry ha estado cansado toda esta se­mana.
Harry. — ... De modo que comimos en casa, y pen­samos que podíamos quedarnos...
Edna. — ... Y descansar.
Agnes. — Por supuesto.
Clara. — Shhhhht.
Agnes (con algo de malicia). — ¡No me hagas shhht!
Harry. — Por favor. (Espera un momento.)
Tobías (amable). — Sigue, Harry.
Harry. — Así que estábamos sentados y Edna trabaja­ba en ese bordado que está haciendo...
Edna (pensativa y con vaguedad).— ...Mi petit point...
Harry. — ... Y yo estaba leyendo en francés; lo sé bastante bien, ahora, no el acento, sino el... voca­bulario. (Silencio breve.)
Clara (con tranquilidad). — ¿Y entonces?
Harry (la mira, soñadoramente como si no supiera qué es lo que estaba contando). — ¿Mmmmm?
Clara (amablemente). — ¿Y entonces?
Harry (mira a Edna). — Yo... yo no sé muy bien lo que pasó entonces; nosotros... nosotros estábamos muy... todo estaba muy tranquilo y estábamos comple­tamente solos... (Edna comienza a llorar, silenciosamente. Agnes lo nota, los demás no; Agnes no hace nada.) ... Y luego... no pasó nada, pero... (Edna está llorando más abiertamente ahora.) ...No pasó nada en absoluto, pero...
Edna (llorando abiertamente; dice alzando la voz).— Tuvimos... miedo. (Sollozo abierto; nadie se mueve.)
Harry (asombro tranquilo, confusión). — Nos sen­timos asustados.
Edna (en medio de sollozos). — Estábamos... ate­morizados.
Harry. — No había pasado nada... pero estábamos realmente asustados. (Agnes tranquiliza a Edna, que está sollozando angustiadamente. Clara vuelve a acos­tarse lentamente sobre el piso.)
Edna. — Nos sentíamos... aterrorizados.
Harry. — Teníamos miedo. (Silencio; Agnes tranqui­liza a Edna. Harry está tieso. Con un aspecto muy ino­cente, casi infantil.) Era como estar perdidos: muy jóvenes otra vez, en la oscuridad, y perdidos. No ha­bía nada... ninguna cosa... de qué tener miedo, pero...
Edna (lágrimas, histeria silenciosa). — Estábamos asus­tados... Y no había ningún motivo. (Silencio en el cuarto.)
Harry (con tono positivo, pero con un leve desafío). — No nos podíamos quedar ahí, y entonces vinimos. Ustedes son nuestros mejores amigos.
Edna (llorando suavemente ahora). — En toda nues­tra vida.
Agnes (la tranquiliza y la rodea con sus brazos). — Vamos, vamos, Edna.
Harry (con cierto tono de disculpa). — No podíamos ir a ningún otro lado, por eso vinimos aquí.
Agnes (respira profundamente, se controla). — Bue­no, nosotros... ustedes hicieron muy bien... por su­puesto.
Tobías. — Seguro.
Edna. — ¿Puedo irme a la cama, ahora? ¿Por fa­vor?
Agnes (pausa: luego sin comprender del todo).— ¿A la cama?
Harry. — No podemos volver allá.
Edna. — Te lo pido por favor.
Agnes (distante). — ¿A la cama?
Edna. — Estoy tan... cansada.
Harry. — Ustedes son los mejores amigos que tene­mos en todo el mundo, ¿no es verdad, Tobías?
Tobías (algo aturdido; mecánicamente). — Por su­puesto que lo somos, Harry.
Edna (parándose y saliendo). — ¿Puedo? (Llora un poco nuevamente.)
Agnes (con un millón de cosas que se le cruzan por la cabeza, desechándolas para lograr mantener el con­trol). — Por... supuesto que puedes. Está... está el cuarto de Julia y... (Pasa su brazo alrededor de Edna.) Ven conmigo, querida. (Llega hasta el umbral de la puer­ta; dirige a Tobías una pregunta que no tiene respuesta.) ¿Tobías?
Harry (se levanta, comienza a seguir a Edna, más bien automáticamente). — ¿Edna?
Tobías (confundido). — ¿Harry?
Harry (sacudiendo su cabeza).—No teníamos otro lugar a donde ir. (Sale detrás de Agnes y Edna. Clara se levanta, observa a Tobías mientras él se queda durante un momento mirando al suelo. Silencio.)
Clara (con una corta y triste risa entre dientes). — Me estaba preguntando cuándo iba a comenzar... cuándo iba a empezar.
Tobías (abstraído; prestándole atención sólo después
de un momento). — ¿Empezar? (Con tono de voz más fuerte.) ¿Empezar? (Pausa.) ¿Qué cosa?
Clara (levanta su brazo hacia él). — ¿Todavía no lo sabes? (Risita entre dientes.) Ya lo sabrás.
telón










Acto Segundo

Escena Primera
La misma escenografía; la tarde siguiente, antes de comer. Julia y Agnes están solas. Agnes sentada, Julia quizá caminando de un lado a otro.
Julia (rabia y autoconmiseración: tono de voz dema­siado elevado). — ¿Piensas que me gusta? ¿Crees eso?
Agnes (sin rogar). — ¡Julia! ¡Por favor!
Julia. — ¿¡Lo crees!? ¿Crees que me divierto con eso?
Agnes. — ¡Julia!
Julia. — ¿Crees que siento cierto tipo de... agrada­ble martirio? ¿Lo crees?
Agnes. — ¿Quieres callarte?
Julia. — ¿¡Qué te parece!?
Agnes. — ¡La casa está llena de gente!
Julia. — ¡Sí! ¡Y qué hay con eso! Vuelvo a casa: mi cuarto está repleto con Harry y Edna. No tengo ni lugar para guardar mis cosas...
Agnes (aplacándola). — Ellos se van a mudar al cuar­to de Tobías, y él va a dormir conmigo...
Julia (refunfuñando). — Eso es distinto.
Agnes. — ¿Qué es lo que dijiste, jovencita?
Julia. — Dije que eso estaría muy bien.
Agnes. — No dijiste nada de eso. Dijiste que...
Julia. — ¿Qué están haciendo aquí? ¿Ya no tienen más casa? ¿Bajaron las acciones sin que yo lo sepa? Puede ser que yo haya estado algo desvinculada, pero...
Agnes. — Déjalo como está.
Julia (entre dientes; histeria controlada). — ¿Por qué están aquí?
Agnes (preocupada; echando la cabeza hacia atrás; con calma). — Porque están... asustados. ¿Sabes lo que es eso?
Julia (incrédula). — Ellos están... ¿qué?
Agnes (manteniendo bajo su tono de voz). — Están asustados. Así que... ¿vas a dejar las cosas como están?
Julia (ofendida). — ¿Asustados de qué? ¿Harry y Edna? ¿Asustados?
Agnes. — No sé... no lo sé todavía.
Julia. — Y bien, ¿no has hablado con ellos sobre eso? Quiero decir, por amor de Dios...
Agnes (tratando de mantenerse calma). — No. No lo he hecho.
Julia. — ¿Qué han hecho: se han quedado en su cuarto todo el día, ¡en mi cuarto!? ¿No bajaron? ¿Se han encerrado?
Agnes. — Sí.
Julia. — Sí, ¿qué?
Agnes. — Sí, se han quedado arriba en su cuarto todo el día.
Julia. — Mi cuarto.
Agnes. — Tu cuarto. Por última vez, déjalo así.
Julia (adoptando casi el mismo tono de voz; pero no lo hace; con mucha amabilidad ahora). —No, yo...
Agnes. — ¿Sí?
Julia. — Lo siento, mamá, lamento los chillidos.
Agnes.— Soy demasiado vieja — por lo que recuer­do — para recordar cómo es ser una hija; si mis pobres padres, en sus paraísos separados, me perdonan; pero estoy segura que es mucho más simple que ser una madre.
Julia (algo cortante). — Dije que lo sentía mucho.
Agnes (más para su propia diversión que por algún otro motivo). — No recuerdo si alguna vez le pedí a mi madre eso. A veces desearía haber nacido hombre.
Julia (sacude la cabeza; con mucho aplomo). — No es para tanto.
Agnes. — Sus preocupaciones son tan simples: dinero y muerte, haciendo que los fines se encuentren, hasta que ellos encuentran el fin. (Con gran burla de sí misma y exageración.) Si supieran lo que es... ser una esposa; una madre; una amante; un ama de casa; una enferme­ra; una anfitriona; una agitadora; una pacificadora, la que dice las verdades, una embaucadora...
Julia (toca un violín invisible; canta). — Da-da-di; da-da-da.
Agnes (se ríe suavemente).—-Acaba de salir un libro, me parece, un libro nuevo de uno de los treinta millones de psiquiatras que ejercen en este país nuestro. Un libro que opina que los sexos se están revirtiendo o llegando a parecerse entre sí demasiado, de todos modos. Es un libro para ser leído y no creído, porque perturba nues­tros sentimientos de bienestar. Si el libro tiene razón, y pienso que la tiene, entonces yo no sería mejor como hombre... ¿No es cierto?
Julia (sobria, aunque hablando irónicamente; sacu­diendo la cabeza). — Sí. Es evidente.
Agnes (con preocupación exagerada). — ¡Oh! No hay dónde descansar la preocupada cabeza... o lo que sea. (Extendiendo el brazo; con amor, aunque un poco gran­dilocuente.) ¿Cómo estás, querida?
Julia (algo brusca).— ¿Qué?
Agnes (con la mano aún extendida; algo forzada). — ¿Cómo estás, querida?
julia (juntando energías).— ¿Cómo está tu queri­da hija? Bueno, es lo que estaba tratando de decirte, antes de que me cerraras la boca con Harry y Edna escondidos ahí arriba, y...
Agnes. — ¡Está bien! (Pausa.)
Julia (esforzándose por controlarse). — Voy a tratar de decírtelo, mamá, una vez más, antes que te trans­formes en un hombre...
Agnes. — Yo trataré de escuchar todo lo que tengas que decirme, pero si siento que mi voz cambia, en mitad de tu... perorata, tendrás que perdonar mi prerrogativa masculina, si empiezo a sentirme incómoda, miro mi reloj o hago tintinear las monedas en mi bolsillo... (Ve a Julia que se dirige hacia la arcada mientras Tobías entra.) ... ¿A dónde te crees que vas?
Julia (con la cabeza baja, refunfuñando).— ...Véte directamente al infierno.
Tobías (intenta ser vivaz). — Bueno, bueno, ¿qué es lo que está pasando aquí?
Julia (justo enfrente de él; con fuerza). — ¿Harás que se calle la boca?
Tobías (alelado). — ¿Que yo haga... qué?
Agnes (yendo hacia la arcada). — Bueno, ahí tienes, Julia; ahora tu padre puede dejar el cuarto, tranquila­mente, creo. (Besa a Tobías en la mejilla.) Hola, queri­da. (A Julia.) Tu madre ha llegado. ¡Háblale a él! (A Tobías.) Tu hija está necesitando consuelo, o que le pon­gan los ojos amoratados. No sé qué recomendarte.
Tobías (confundido). — ¿Harry y Edna... acaso, han...?
Agnes (saliendo). — No, no lo han. (Sale.)
Tobías (detrás de ella, con vaguedad). — Bueno, yo pensé que quizá... (A Julia, más bien tímido.) ¿A qué se debía todo eso?
Julia. — Como se dice: no tengo la menor idea.
Tobías (deseando que pase).— Oh.
Julia (con cierta frialdad). — ¿Los diarios de la tarde?
Tobías. — Oh, sí; ¿los quieres?
Julia. — ¿Alguna buena noticia?
Tobías (esperanzadamente). — Mi hija está en casa.
Julia (sin entregarse). — ¿Ninguna otra?
Tobías. — Discúlpame. (Suspira.) No; pequeñas gue­rras, grandes ansiedades, nuestros queridos republicanos tan aburridos como siempre, un nido de marihuana para adolescentes no lejos de aquí... (Con cierta extrañeza.) Nunca fumé marihuana... En toda mi vida.
Julia. — ¿Quieres un poco?
Tobías. — Entonces no se acostumbraba.
Julia. — ¿Qué diablos quieren Harry y Edna?
Tobías (rascándose la cabeza). — Déjalo estar.
Julia. — ¿No trataron de hablarles, hoy? Quiero decir...
Tobías (no está incómodo, pero tampoco cómodo). — Bueno, no; no habían bajado cuando salí para el club y...
Julia. — ¿Siempre el viejo golf?
Tobías (sorprendentemente de mal modo). — No me cargues, Julia. Te lo prevengo.
Julia (nerviosamente amable). — Yo tampoco nunca fumé marihuana. ¿No soy una buena chica, como las de antes?
Tobías (pensando en otra cosa). — Ni eso, ni tonta.
Julia (explotando de rabia, sin histeria). — ¡Dios mío! ¿Para qué diablos volví a casa y por qué? ¿Saben lo que son ustedes dos? Despreciables, mezquinos...
Tobías. — ¡Ten cuidado! (Silencio; con más suavidad, pero muy en serio.) Hay algunos... momentos, en que todo se junta... demasiado.
Julia (nerviosamente). — Seguro, seguro.
Tobías (sin abandonar el tono anterior). — Algunas veces, cuando debemos ser Agnes y Tobías y no simple­mente, mamá y papá. ¿Estamos de acuerdo? Otras veces, cuando no se van a permitir ciertas cosas. ¿Qué estás haciendo ahora, mordiéndote las uñas?
Julia (sin entregarse). — Se me rompió una.
Tobías. — Hay ciertos momentos, en que todo resulta demasiado. ¡No sé qué diablos están haciendo Harry y Edna sentados en ese dormitorio! Clara está tomando, ella y Agnes se llevan como un par de... de...
Julia (suavemente). — ¿Hermanas?
Tobías. — ¿Qué? ¡Ese maldito gobierno que me ha hecho algunas deducciones y ahora tú!
Julia (con la cabeza alta, desafiante). — ¿Y ahora yo? ¿Cierto?
Tobías. — Esta no es la primera vez, como ya sabes. No es la primera vez que has vuelto con uno de tus ben­ditos matrimonios fracasados. ¡Cuatro! ¡Cuéntalos!
Julia (rabiosa). — Ya sé bien en cuántos matrimo­nios me he metido, tú...
Tobías.— ¡Cuatro! ¿¡Piensas volver aquí, y refugiarte como si tuvieras quince años y te sintieras incomprendida cada vez!? ¡Ya tienes treinta y seis, por el amor de Dios!...
Julia. — ¡Y tú cien años! ¡Con facilidad!
Tobías. — ¡Treinta y seis! ¡Cada vez! Arrastrando tu... tu —iba a decir tu orgullo— tu matrimonio con los pies como si fuera una muñeca andrajosa. Tú, tú llenas toda la casa con tus lamentos.
Julia (rabiosa).— ¡Yo no pedí volver a esta casa!
Tobías. — Perteneces aquí. (Los dos respiran pesada­mente, por último, después de un pequeño carraspeo; Tobías habla con cierta indiferencia.) Bueno. Ahora que he descargado sobre mi única hija el... disgusto de mis años declinantes, voy a mezclar un Martini muy fuer­te y muy bueno. ¿Me acompañas?
Julia (con cierta sabiduría). — Cuando yo era una niña muy pequeña, bueno, cuando yo era una niña pequeña: después de haberme repuesto de la quemadura que sufrí a los dos años, al tener, de repente, un herma­no, que en paz descanse, cuando aún era una niña peque­ña, yo creía que eras un portento, un santo, un sabio, un papito, que eras de todo. Y después, a medida que pasaron los años y llegué a mi... adolescencia, algo an­gulosa...
Tobías (parado delante del mueble del comedor; despreocupado). — ¿Cinco a una? ¿O más?
Julia. — Y después, a medida que pasaban los años, —pobre viejo— te hundiste en la nada, y temo que hayas quedado ahí, muy amable, pero ineficaz, esencial, gris... sin relieve.
Tobías (mezclando las bebidas, casi sin escuchar).— Mmm, mmm...
Julia. — ¡Y ahora has cambiado otra vez, monstruo marino, carnero! ¡Hombre desagradable, violento, abso­lutamente humano! Sí, como sabes hacerlo, cinco medi­das por una, o más.
Tobías. — Lo hice cerca de siete, creo.
Julia. — Tus transformaciones me asombran. ¿Cómo puedo haber cambiado tanto? ¿O realmente eres tú el que ha cambiado? (Él le alcanza una copa servida.) Gracias.
Tobías (mientras los dos se sientan). — Le dije a Ag­nes que iba a hablar a Doug... Si es que crees que eso puede servir de algo.
Julia, — ¡Mi Dios, papá, esto es lo que se llama un buen Martini! ¿Realmente quieres hablar a Doug? No llegarás a nada: con los compulsivos uno puede ir a al­gún lado — o tener por lo menos la ilusión de que uno va — con los jugadores, con los vagos, los libertinos...
Tobías. — ... de este mundo...
Julia. — ... Sí, uno puede tener la ilusión porque ellos andan atrás de algo, del pozo de apuestas: hacer saltar la banca, encontrar el muchachito, montarse la muchacha... detrás de alguna cosa.
Tobías. — ¿Tú los eliges?
Julia (embarazada). — ¿Yo los elijo?
Tobías. — ¿Mmmm?
Julia. — ¿Los elijo? Yo creía que era alrededor del año 1606, más o menos, cuando las hijas se iban con cualquier hombre que los padres pensaran que iba a mantener mejor el feudo o algo así. "El amor vendrá después".
Tobías (gruñendo). — Bueno, puede ser que te hayan empujado con Charlie...
Julia. — Pobre Charlie.
Tobías (comenzando a fastidiarse). — Bueno, por Dios, si lo extrañas tanto...
Julia. — ¡No lo extraño! Bueno, sí, lo extraño, pero de otra manera. Porque se parecía tanto a lo que Teddy hubiera podido ser.
Tobías (rabia sorda y pena). — Tu hermano no hu­biera crecido para ser un vago.
Julia (con una sonrisa amarga). — ¿Quién puede de­cirlo?
Tobías (mirándola duramente).— ¡Yo! (Pausa. Clara aparece en la arcada.)
Clara. — ¿Es gin lo que huelo? (Julia la ve, corre hacia ella con ambos brazos extendidos, las dos se abra­zan.) ¡Querida!
Julia. — ¡Oh, mi dulce Clara!
Clara. — Julia. Julia.
Julia (con una semiironía condenatoria). — Debo de­cirte que el comité de bienvenida estaba más bien escuá­lido sin ti, y papá que había salido...
Clara. — Oh, vamos. (A Tobías.) Dije, ¿es que estoy oliendo gin?
Tobías (sin levantarse). — Es gin.
Clara (elogiando a Julia). — Bueno, yo diría que no se te ve tan mal para ser una amputada cuádruple. ¿Vas a prepararme un... cualquier cosa que sea, Tobías? (A Julia.) Además, querida, se está transformando más bien en un hábito, ¿no es verdad?
Julia (sonrisa forzada). — Sí, supongo que sí.
Clara (se da cuenta de que Tobías no se mueve).— Entonces me lo prepararé yo misma.
Tobías (levantándose; con desgano). — Siéntate, Cla­ra. Yo lo haré.
Clara. — No quiero cargarte con otra cosa más por ahora (Hablando en general.) Bueno, hoy tuve toda una aventura. Fui a la ciudad, pensando en que iba a sacu­dirlos un poco, de modo que traté de comprarme una mokini.
Julia (divirtiéndose).— ¡No puede ser!
Tobías (parado al lado del mueble del comedor, y en tono desaprobatorio). — ¿De verdad, Clara?
Clara. — Sí. Me metí en una de esas "cómo-se-llaman" y me fui directamente a la sección trajes de baño, como le dicen, y me busqué una vendedora del tipo de maestra de 1890, que me preguntó qué podía hacer por mí. (Julia se ríe.) Tuve ganas de decirle "No mucho, querida"...
Tobías. — Estás segura de que no preferirías un...
Clara. — Sí, estoy segura. Pero dije, "¿qué tal? Estoy buscando una malla de baño mokini".
Julia. — ¿Sabes? Las están usando en la costa. Yo hubiera podido...
Clara. — No importa. Apúrate, Toby. "¿Un qué, señorita?" me dijo, lo que no supe si tomar como un cumplido o no. "Una malla mokini", le dije. "No sé qué quiere decir", dijo después de un ahogo. "Oh, seguro que lo sabe", le dije, "sin la parte de arriba, hasta la cintura, es lo último, da mucha libertad". "Oh, sí", dijo ella, mirándome como si estuviera viendo a la madama local por primera vez, "Esas". Entonces echó realmente un bufido. "Temo que no tengamos... de esas".
Julia. — ¡Yo te hubiera podido traer una!... (Pien­sa un poco.) Si hubiera sabido que volvía a casa.
Clara. — "Bueno, en ese caso" le dije, "¿tiene trajes de dos piezas?". "Esos sí", dijo ella, "de esos sí tenemos". Y empezó a meterse debajo del mostrador, y yo dije en­tonces, "compraré solo la parte de abajo de uno de esos".
Julia. — ¡No, no me digas!
Clara. — Sí que lo hice. Ella salió de abajo del mos­trador, se ajustó los anteojos y dijo, "¿Qué ha dicho usted?"
Tobías. — ¿Te lo llevo, o vienes a tomarlo acá?
Clara. — Tráemelo. Yo dije. "Dije que voy a com­prar la parte de abajo de uno de estos", Ella pensó du­rante un minuto y después dijo, con una voz glacial. "¿Y qué vamos a hacer con la parte de arriba?" "Bueno", le dije "¿por qué no los conservan? Quizá las mallas de baño sin la parte de abajo estén de moda el año que viene". (Julia se ríe abiertamente.) Entonces la pobre y dulce cosa me echó una mirada que no puedo decir si era en Fa menor o si pensaba mandarme de vuelta a casa con una carta para mi mamá, y dijo, un poco como de lejos, "Creo que debe hablar con el encargado". Y des­apareció de allí.
Tobías (alcanzándole a Clara su Martini, levemente divertido). — De todos modos, ¿qué estabas haciendo, comprando un traje de baño en octubre?
Julia. — ¡Por favor, papá!
Clara. — No, deja, es una pregunta de hombre. (Be­be.) Diablos, qué Martini excelente.
Tobías (continúa junto a ella, más bien severo).— La verdad no te lleva a ninguna parte. ¿Por qué?
Clara. — ¿Por qué? Bueno... (Piensa.) ...quizá me vaya de viaje a algún lado.
Tobías. — Eso le va a gustar a Agnes.
Clara (asiente con la cabeza). — Como pocas cosas. Lo que quise decir era que quizá Toby iba a llegar un buen día, cargando folletos de viaje, se iba a sacar la corbata y anunciaría que estaba harto hasta de aquí, del norte, del este, de los suburbios, de la gran vida gris y regulada consumiéndose ante sus ojos — pobre Toby — y que se había comprado una isla en Paraguay...
Tobías. — ... que no tiene mar.
Clara. — ... Sí, bien lejos, que se compró esa isla y que nos va a llevar a todos ahí, a través de lo que fue­ra y que nos iba a construir un enorme refugio, para to­dos nosotros. Llevarnos lejos, a donde uno siempre está
bien y es feliz. (Observa a Tobías, quien mira su copa, estremeciéndose un poco.)
Julia (ella también). — ¿lo harías, papá?
Tobías (levanta la vista, ve que las dos lo miran y se estremece aun más). — Es... es demasiado tarde o algo parecido. (Corto silencio.)
Clara (para animar un poco). — O tal vez, simple­mente, lo que yo quería era una malla mokini. (Pausa.) ¿No? Bueno, entonces... Quizá sea más complicado aún. Quiero decir, Clara no podría encontrarse un hom­bre para ella aunque tratara de hacerlo y aquí viene Julia de regreso a su hogar, después de las guerras...
Tobías (contradiciéndola serenamente). — Tú podrías encontrar un hombre.
Clara (con cierta amargura). — Sin duda, he encon­trado a varios, por breves temporadas, y ninguno que fuera mío.
Tobías (a Julia, totalmente espontáneo). — Julia, ¿no crees que tía Clara podría encontrar un hombre para ella?
Julia (didáctica). — No me gusta el tema.
Clara. — ... Y acá viene Julia de regreso a su hogar, después de las guerras, con cuatro corazones púrpuras...
Julia. — ¿Por qué no tomas otra copa y acabas con eso?
Clara (mira su vaso vacío, se encoge de hombros). — Muy bien.
Julia (más bien a la defensiva). — Yo he abando­nado a Doug. No nos hemos divorciado.
Clara. — ¡Todavía! ¿Estás cocinando una segunda tanda, Tobías? (Dirigiéndose nuevamente a Julia.) Pero has vuelto a casa, ¿no es así? ¿Y no es lo que hiciste con los demás?
Julia (levantando los hombros), — ¿A qué otro lugar puedo ir?
Clara. — Este es un mundo muy grande, nena. Hay hoteles, ciudades nuevas. La casa de tus padres es el camino más rápido a Reno que conozco.
Julia (condescendiente). — Has tenido mucha expe­riencia en estos problemas, Clara.
Clara. — De espectadora. Buenos asientos, justo a cinco metros de distancia, observadora objetiva. (Con acento tejano o parecido.) ¡Lo juro! Si yo no la quisiera tanto a mi hermana, diría que ella te hace enganchar para tener el placer de que vuelvas.
Julia y Tobías (juntos)¡De acuerdo! ¡Ya basta de eso!
Clara (durante el silencio que sigue). — Discúlpenme. Lo siento... mucho. (Aparece Agnes a través de la ar­cada.)
Agnes (si ha escuchado algo no da indicación de ello). — "Ellos" me han dicho en la cocina... "Ellos" me han dicho que estamos por comer, dentro de un segundo. ¿Están tomando un cóctel? Creo que uno me sentaría bien. (Coloca su brazo alrededor de Julia al pasar al lado de ella.) Es uno de esos días en que todo está al revés. Pero estamos todos juntos... lo que ya es algo.
Julia. — Unos pocos de nosotros.
Tobías. — ¿Ni una palabra de... (Señala el techo.) ...allá arriba?
Agnes. — No. Yo caí arriba —bueno, eso no tiene mucho sentido, ¿no es verdad?— Yo estuve arriba y llamé a la puerta del cuarto de Harry y Edna, y Julia, y después de un momento escuché que Harry decía: "Todo está bien, estamos muy bien". Yo no tuve el... bueno, sentí una mezcla tan rara de incomodidad e irri­tación y... aprensión, supongo, y... fatiga... que no insistí.
Tobías. — ¿Pero no han salido de allí? Quiero decir, ¿no han comido nada o alguna otra cosa?
Agnes. — ¿Quieres hacerme... esa cosa, un Martini, por favor? Me dijeron: "Ellos" me dicen que mientras todos nosotros habíamos salido a hacer nuestras diferen­tes cualquier-cosa-que-sea, Edna bajó, les pidió que les hicieran sándwiches, los que fueron llevados hasta la puerta cerrada y luego entrados.
Tobías. — Bueno, mi Dios, quiero decir...
Agnes (más bien recitativa). — No se saca nada con forzar la situación, ellos son nuestros más queridos ami­gos; ya nos hablarán cuando sea el momento.
Clara (mirando a través de su copa). — Vislumbré algo de eso anoche; pensé que me había dado cuenta.
Agnes (tan graciosa). — Lo que vemos en el fondo de nuestras copas es, a menudo, basura.
Clara (espía en su copa con curiosidad exagerada).
— ¿Realmente? ¿Será verdad?
Tobías (alcanzándole una copa a Agnes). — ¿Dijiste que querías uno?
Agnes (con sus ojos todavía sobre Clara). — Sí, lo dije, gracias.
Clara. — He estado tratando de descubrir, sin mayor éxito, por qué la señorita Julia, que está aquí, ha vuelto a casa.
Agnes. — Me imagino que Julia está en casa porque desea estarlo y además, es donde debe estar, si así lo quiere.
Tobías. — ¿Eso es lógico, no es verdad?
Agnes. — ¿También tú?
Julia. — ¡Está en contra de todo!
Agnes. — ¿Quién? ¿Tu padre?
Julia. — ¡Doug!
Agnes. — No tienes por qué hacer un circo de esto; cuéntamelo después, cuando...
Julia. — La guerra, el matrimonio, el dinero, los chicos...
Agnes. — ¡No necesitas decir eso!
Julia. — ¡Tú! ¡Papá! ¡El gobierno! Clara, si él la hubiera conocido... ¡En contra de todo!
Clara. — Bueno, creo que yo le hubiera caído bien; yo también estoy en contra de todo.
Agnes (a Julia). — Estás cansada; vamos a hablar sobre eso después...
Julia (enferma de disgusto).— ¡Ya he hablado de eso! ¡No he hablado de otra cosa!
Agnes (entrometiéndose con calma). — Estoy segura que aun nos queda más por hablar.
Julia. — No hay nada más que hablar.
Agnes (con los dientes apretados). — Hay mucho más y me lo dirás después, cuando estemos a solas. No has venido a buscarnos después de tu cuarta debacle...
Julia. — ¡Él se oponía! ¡Y eso es todo! ¡Se opone a cualquier cosa!
Agnes (después de un breve silencio). — Quizá des­pués de comer.
Julia. — ¡No! ¡No quizá después de comer!
Tobías.— ¡Todas ustedes! ¡Cállense! (Silencio.)
Clara (chata; a Tobías). — ¿Vamos a tener nuestros dividendos o no? (Silencio; después con una amable dis­culpa irónica.) "Todas las familias felices son parecidas". (Harry y Edna aparecen en la arcada, con los abrigos puestos o en el brazo.)
Harry (un poco incómodo). — Bueno.
Clara (bonhomía exagerada). — ¡Bueno, miren quién está aquí!
Tobías (incómodo). — Harry, justo a tiempo para un Martini...
Harry. — No, no, estábamos por... ¡Julia, ya estás aquí!
Edna (conmiseración cariñosa). — Oh, Julia.
Julia (con valentía, amablemente). — ¿Cómo están?
Agnes (poniéndose de pie). — Hay justo tiempo para tomar una copa antes de comer, si mi marido se apura un poco...
Harry. — No, nosotros nos íbamos... Nos vamos a casa ahora.
Agnes (con alivio que surge a través de la sorpresa). — ¿Oh? ¿Sí?
Edna. — Sí. (Pausa.)
Agnes. — Bueno. (Pausa.) Si podemos servirles de algo, nosotros...
Harry. — A... a traer nuestras cosas. (Silencio.) Nuestra ropa y cosas.
Edna. — Sí.
Harry. — Vamos a estar de vuelta en... bueno, des­pués de comer, de modo que no...
Edna. — Dentro de una o dos horas. Nos va a tomar un buen rato. (Silencio.)
Harry. — Nosotros nos vamos a arreglar solos... No se molesten. (Empiezan a salir, como una tentativa, des­pués ven que los demás simplemente los siguen mirando. Salen. Silencio.)
Julia (controlándose pero cercana a las lágrimas).— ¡Quiero de nuevo mi cuarto! ¡Quiero mi cuarto!
Agnes (compuesta, helada, de pie en la arcada).— Creo que la comida está servida...
Tobías (ausente). — Sí.
Agnes. — Si es que alguno de ustedes tiene estómago para comer.
telón


Escena Segunda
La misma escenografía, después de comer, esa misma noche. Agnes y Tobías, de un lado, Agnes de pie; Tobías sentado; Julia en otro extremo, no los mira.
Julia (una afirmación, que no está dirigida a ninguno de ellos). — Esta fue, sin duda, la comida más desagra­dable a la que me ha tocado asistir.
Agnes (parece satisfecha). — ¿Qué dijiste? (No hay respuesta.) Vamos, ¿qué has querido decir? ¿El ragout no fue de tu agrado? ¿La Isla Flotante se hundió? Fíjate en lo que dices, porque tu padre se siente orgulloso de sus vinos...
Julia.— ¡No! ¡Tú! ¡Sentada ahí! Como una combi­nación... de papa... y "no discutamos eso"; "Clara, quédate quieta"; "No, Tobías, la mesa no es el lugar apropiado"; "¡Julia!" ...¡Niñera! ¡Como una niñera!
Agnes. — Cuando uno se acuesta con chicos...
Julia. — Alguna vez descubriré quién crees que eres.
Agnes (helada). — Ya lo sabrás... algún día.
Julia. — No, ¡eres más bien como un sargento con sus reclutas! "Harán esto, no dirán aquello".
Agnes. — "Mantenerse en forma". ¿Has oído esa ex­presión? La mayoría de las personas la entienden mal, creen que significa cambio, cuando no es así. Conserva­ción. Cuando mantenemos algo en forma, conservamos su forma — si nos sentimos orgullosos o no de esa for­ma es otro asunto—; la preservamos que se haga otra cosa. No intentamos lo imposible. Lo mantenemos. Sos­tenemos.
Agnes (con calma). — Yo... mantendré esta fami­lia en forma. Yo la mantendré; la sostendré.
Julia (con burla). — Pero no intentarás lo imposible.
Agnes (una sonrisa). — Los mantendré en forma. Si soy un sargento... que así sea. Ya que nadie... real­mente quiere hablar sobre tu último... desorden mari­tal, sino que en realidad solo quieren hablar alrededor de eso, usarlo como una excusa para todo tipo de peque­ñas venganzas horrorosas... creo que por lo menos podemos mantener la mesa... limpia de eso.
Julia (saludo sarcástico, sin levantarse). — Sí, señor.
Agnes (razonable). —Y si grito, simplemente es para que se me escuche... por encima del terrible estrépito de las intimidades y las rabietas... de todos ustedes. ¿No soy un ogro, no es cierto?
Tobías (no se muestra ansioso por discutir). — No, no; muy... razonable.
Agnes. — Si soy porfiada en algunas cosas (Justo cuando la boca de Julia se abre para hablar.) Si soy una autoritaria, como Julia hubiera dicho, ¿no es así, querida? En verdad, ¿no estabas por decirlo? Si porfío respecto a algunos puntos como modales, oportunidad, tacto — las gracias, casi me ruborizo al decirlo — es sim­plemente porque soy la única integrante de esta... familia, razonablemente feliz, que ha sido bendecida y cargada con la capacidad de ver objetivamente una situa­ción mientras estoy dentro de ella.
Julia (sin importarle realmente). — ¿Qué hora es?
Agnes (un poco más dura ahora). — La doble facul­tad de ver, no solo los hechos, sino también sus implica­ciones...
Tobías. — Casi las diez.
Agnes (con cierta irritación hacia los dos).— ...La perspectiva más alejada como también la más próxima. Hay un equilibrio que debe ser mantenido, después de todo, aunque ustedes se balanceen, sin preocuparse, o sin cuidarse, creyendo que están a nivel de la tierra... por derecho divino, me imagino, aunque difícilmente sea así. Y si yo debo ser el punto de apoyo... (Se da cuenta que ninguno de ellos está escuchándola realmente y dice entonces con el mismo tono.) ... Creo que voy a pedir el divorcio. (Sonríe al ver que sus palabras no han pro­ducido ningún efecto.)
Tobías (que recién se da cuenta). — ¿Pedir qué? ¿Un qué?
Agnes. — No temas; estaba haciendo una prueba, simplemente. Todo se da por sentado y nadie escucha.
Tobías (frunciendo la nariz). — ¿Pedir el divorcio?
Agnes. — No, no; Julia lo ha hecho por todos nos­otros. Ni siquiera la separación; eso está asegurado, y en plena vida: la pérdida... gradual de la intensidad, las preocupaciones privadas, las sustituciones. Nos volvemos alegóricos, querido Tobías, a medida que envejecemos. La individualidad a la que nos aferramos tan intensamen­te termina en el capricho; nos vemos repetidos a nosotros mismos por aquellos a los que ponemos en juego, ya sea por reflejo o por rechazo, por honor o por falta. (Dirigiéndose a sí misma, realmente.) Yo no soy una tonta; realmente no lo soy.
Julia (hojeando una revista; con evidente falta de
interés, pero sin ser ofensiva). — ¿En qué está Clara?
Agnes (dirigiéndose hacia Tobías, le coloca una mano sobre su hombro). — De ningún modo lo soy, realmente.
Tobías (levantando la vista, con cariño). — No; por supuesto que no.
Agnes (sorprendentemente poco amable, a Julia).— ¿Cómo puedo saber lo que está haciendo Clara?
Julia (ella también con el mismo tono). — Bueno, tú eres el punto de apoyo y todo lo demás por aquí, la doble visión, el gran acto de equilibrio... (Deja que vaya decayendo el tono de su voz.)
Agnes (un poco triste; mirando hacia otro lado).— Me atrevería a decir que Clara está en su cuarto.
Julia (aniñada). — Por lo menos ella tiene uno.
Agnes (dando vuelta para enfrentarla; con mucha dureza). — Bueno, ¿por qué no te vas arriba, corriendo, y pides que te devuelvan tu bendito cuarto? ¡Te metes adentro y haces una barricada! ¡Pon un escritorio delante de la puerta! ¡Y ya que estás en eso, toma el revólver de Tobías! ¡Ármate! (Estrépito de acordeón; Clara apa­rece en la arcada llevándolo colgado.)
Clara. — ¿Barricadas? ¿Revólveres? ¿Realmente? ¿Tan pronto?
Julia (riéndose a pesar suyo).— ¡Oh, Clara...!
Agnes (no se divierte). — ¡Clara, quieres dejar ese maldito artefacto!
Clara. — "Se rieron cuando me senté a tocar el acor­deón". ¿Dejarlo? ¡No, no lo haré! Esta va a ser una noche festiva, de acuerdo a como huele, y la hermana Clara quiere desempeñar su papel, pagar su parte, por así decirlo... justificarse.
Agnes.—No vas a tocar ese instrumento espantoso aquí adentro, y... (Pero el resto de lo que quiere decir es sofocado por el acorde del acordeón.) ¡Tobías! (Cal­ma.) Haz algo.
Tobías (él también riéndose entre dientes). — Oh, por favor, Agnes...
Clara. — ¿Así que... (Otro acorde.)... debo es­perar? ¿Debo comenzar ahora? ¿Una polca? ¿Qué pre­fieren?
Agnes (glacial, pero a Tobías). — Mi hermana no es lo que se llama una holgazana. ¡Las cosas que ha apren­dido desde que dejó la cuna! Torpeza, ingratitud, embria­guez e incluso... esto. Se ha transformado también en una virtuosa del acordeón.
Clara (con un tono nasal en su voz). — Mamá solía decir: "Clara, muchacha"... Ella tenía un tío llamado Clara, por eso siempre me llamaba: Clara, muchacha...
Agnes (perdiendo la paciencia). — Eso no es exacto.
Clara. — "Clara, muchacha", acostumbraba a decir, "cuando tengas que enfrentar al mundo, y saltes de la cuna, o te empuje tu hermana..."
Agnes (despacio, pero ardiendo). — Mentiras. (Los ojos le brillan.) Ella te mantuvo a su lado, te permitió de todo... ¡te toleró! Aguantó tus inmundicias, tu "femi­neidad emancipada". (A Julia, exageradamente dulce.) Incluso durante su adolescencia, tu tía Clarita tenía sus propias y muy especiales costumbres, era muy... ade­lantada.
Clara (riéndose). — Tenía un novio, lo mismo que tú, salvo que no me acosaban los adecuados remordi­mientos sociales, cada vez. (A Julia.) Tu mami sacudió sus partes pudendas un par de veces antes de conocer al viejo Toby, ¿sabes?
Tobías. — ¿Tus qué?
Agnes (majestuosamente). — Mis partes pudendas.
Clara (protestando un poco). — Puedes presentarte en tu vejez como si te hubieras olvidado de todo, si así lo quieres, pero... recuerda tan solo...
Agnes (rabia sorda). — No soy una vieja. (Piensa de pronto; a Tobías.) ¿Lo soy?
Tobías (no sirve de ayuda; con gran despliegue).— Bueno, eres mi vieja... (Agnes casi dice algo; cambia de idea, sacude su cabeza, ríe suavemente.)
Clara (un acorde). — Bueno, ¿qué quieren que toque?
Julia (apagada). — Resérvalo para Edna y Harry.
Clara. — ¿Que lo reserve para Edna y Harry? ¿Para ellos? (Acorde.)
Agnes (amable). — Por favor.
Clara. — Está bien; me voy a quitar la carga. (Se saca el acordeón.)
Agnes. — Yo me atrevería a decir... (Se detiene.)
Tobías. — ¿Qué?
Agnes. — No. Nada.
Clara (con media sonrisa). — Estamos esperando ¿no es así?
Clara. — Esperando. El cuarto; el consultorio del médico. Bella despreocupación; intensivo estudio de las espantosas cortinas; concentración en la revista Field and Stream; esperando la bi-op-sia. * (Mira a uno por uno.) ¿No es cierto? ¿Saben lo que quiere decir?
{ * Juego de palabras intraducible. Clara dice bi-op-see o sea bi-op-ven, que en castellano no tiene traducción posible. (N. del T.).}
Julia (más bien desafiante). — ¿Qué pasa con Harry y Edna?
Clara (como un eco; con media sonrisa). — No que­remos hablar de eso.
Agnes. — Si ellos regresan...
Clara. -- ¿¡Sí!?
Agnes (cierra sus ojos durante un momento). — Si ellos regresan... nosotros... (Se estremece.)
Clara. — Solo tienes dos posibilidades, hermanita. O los haces entrar o los dejas afuera.
Agnes. — Oh, qué fácil es desde la platea.
Tobías (mirando por la ventana). — No haremos nada de eso, creo. Ni hacerlos entrar ni echarlos.
Clara. — ¿Oh?
Tobías (con un sentimiento de desnudez). — Bueno, sí, acaban de... pasar.
Clara. — Como lo han estado haciendo... todos estos años.
Agnes. — Bueno, lo sabremos bastante pronto. (Con no demasiado placer.) Están de vuelta.
Tobías (se levanta, va hacia la ventana con ella).— ¿Sí?
Julia. — Creo que me voy arriba...
Agnes. — ¡Tú te quedas aquí!
Julia. — Quiero ir a mi...
Agnes. — ¡Ese cuarto es de ellos! Por el momento.
Julia (con desagrado). — Una de las cosas que opina Doug, tal vez te interese saberlo, es que cuando tú y todos los de tu índole vuelen por el aire con una atómi­ca china, la tierra será un lugar mucho más agradable.
Clara. — ¿"índole", no es una palabra amorosa?
Tobías (desilusionado).— ¡Oh, vamos!
Clara, — Por cierto, va a ser un mundo mucho me­nos poblado.
Agnes (seca). — Sabes elegir muy bien, Julia.
Julia (retrocediendo a la inseguridad). — Eso es lo que dice él.
Agnes. — Siempre lo ha dicho. ¿Te incluye en mi índole, también? ¿Estarás con nosotros, cuando el "hon­go fatal" se presente, como dicen esos sucios muchachos? ¿Vamos a tener el placer?
Julia (después de una pausa; tanto una amenaza co­mo una promesa). — Estaré aquí mismo.
Tobías. — ¡Agnes!
Julia. — ¿Quieres saber otras cosas que dice?
Agnes (pacientemente). — No, Julia.
Julia. — ¿Tú, papá?
Tobías (disculpándose un poco). — No... no en este momento, Julia.
Julia (desafiante). — ¿Y tú, Clara?
Clara. — ¡Bueno, vamos! Tú sabes que me gustaría oírte — me encantaría — pero Toby y Agnes tienen una invasión entre manos y...
Agnes. — No tenemos nada por el estilo.
Clara. — ...y sería mejor que lo reservaras para Harry y Edna, también.
Agnes. — Eso no les interesa a Edna y Harry.
Clara. — Los mejores amigos.
Agnes. — ¿Tobías?
Tobías (se para de mala gana.) ¿Dónde...? ¿Qué quieres que haga con todo esto? ¿Con todo...?
Agnes (encaminándose hacia la arcada). — ¡Bueno, por Dios! Yo lo haré. (Salen.)
Julia (mientras Clara se dirige al aparador). — ¿Qué... qué es lo que quieren? Harry y Edna.
Clara (sirviéndose algo para tomar).— ¿Mmmmm?
Julia. — Vas a volverla loca a mamá. Harry y Edna: ¿qué es lo que quieren?
Clara. — Socorro.
Julia (breve pausa). — ¿Cómo?
Clara (leve sonrisa). — Confort (Se da cuenta de que Julia no comprende.) Calor. Un cuarto especial con un velador o con la puerta entreabierta de modo que se pueda mirar hacia el hall desde la cama y ver que la puerta de mami está abierta.
Julia (sin enojo; perdida). — Pero ese es mi cuarto.
CLARA. — Es... el cuarto. Dio la casualidad de que estabas en él. Eres una visita como cualquier otra, ahora. (Se escuchan conversaciones entremezcladas que provie­nen del hall.)
Julia (quejándose algo). — Pero yo conozco ese cuarto.
Clara (cortante, pero amable). — ¿Has vuelto a casa para siempre, ahora? (Julia la mira.) ¿Vas a quedarte en casa para siempre, de vuelta del mundo? ¿Para pena y tranquilidad de tus padres? ¿Has vuelto para ocupar mi lugar?
Julia (desesperación sorda).— ¡Esta es mi casa!
Clara. — ¿Este... reducto? ¿Sí? (Placenteramente asombrada.) ¡Vas a presentar una demanda por tu antro! Bueno, no sé cómo lo van a tomar. No somos una nación comunal, querida (Edna aparece en la arcada sin que la vean); dando, pero no compartiendo, yendo y viniendo pero sin mostrarse amistosa.
Edna. — Hola.
CLARA (amistosa pero sin darse vuelta para mirarla). — ¡Hola! (Nuevamente a Julia.) Nosotros sumergimos nuestras verdades y tenemos nuestras puestas de sol sobre aguas tranquilas. (Entra, Edna.)
Edna. — Sí.
Clara (dirigiéndose nuevamente a Julia). — Vivi­mos con nuestras verdades en el traste y examinamos toooodaaaas las interpretaciones de toooodaaaas las irnplicaciones, como si no viviéramos para otra cosa, bendito sea Dios. (Se da vuelta hacia Edna.) ¿Crees que podemos caminar sobre las aguas, Edna? ¿O crees que nos hun­dimos?
Edna (seca). — Nos hundimos.
Clara, — Tendríamos que desarrollar branquias. ¿Cierto?
Edna. — Cierto.
Julia. — No te vi entrar.
Edna. — Entramos con el coche por el fondo. Harry está ayudando a Agnes y a Tobías a subir las valijas.
Julia (con un leve tono catedrático). — ¿Querrás de­cir que Agnes y Tobías lo están ayudando a Harry?
Edna (cansada). — Como quieras. (A Clara.) ¿En qué estaban ustedes dos?
Clara. — Creo que Julia esta vez ha vuelto definiti­vamente a casa.
Julia (molesta e incómoda). — ¡Por Dios, Clara!
Edna (más bien como si Julia no estuviera en el cuar­to). — ¿Oh? ¿Es tan grave el asunto?
Clara. — Siempre dije que lo haría, por último.
Julia (en voz baja, a Clara). — Este es un problema familiar.
Edna (mirando en torno). — Sí, pero no sé si Agnes y Tobías lo han visto con tanta claridad. Me gustaría que Agnes volviera a tapizar esa silla.. . Quizá ahora...
Julia (explotando). — Bueno, ¡por qué no llamas al tapicero! ¡Ya que están viviendo aquí!
Clara (divertida y tranquila). — Todo queda en fa­milia.
Edna. — Ya no eres una niña, Julia, estás en camino a los cuarenta, y no has ayudado... con tus matrimo­nios... con tus pavadas...
Julia (harta, temblando de rabia). — ¡En esta casa! ¡eres una huésped!
Edna (deja que pase un momento, agrega con calma). — ...Y si has decidido... (Pensativa.) ¿Volver para siempre?... Entonces se trata de algo que le concierne a bastantes per. .
Julia. — ¡¡Tú eres una huésped!!
Clara (con calma). — Como tú.
Edna. — ... a bastantes personas... cuyas vidas se ven... alteradas aunque no necesariamente trastornadas, por tus acciones. Clara, ¿dónde encarga Agnes que le tapicen los muebles? Acaso emplea...
Julia. — ¡No!
Edna (estricta, suave y con fuerza).— ¡Buenos mo­dales, jovencita!
Clara (cortante). — Julia, ¿por qué no le preguntas a Edna si quiere tomar algo?
Julia (abre la boca para convidarla, durante un se­gundo).— ¡No! (A Edna.) Aquí no tienes derechos...
Edna. — Tomaré un coñac, Julia. (Julia se queda inmóvil, Edna continúa; precisa y cortante.) Mi marido y yo somos los mejores amigos de tus padres. Y somos además tus padrinos.
Julia. — ¡¿Eso te da derechos?!
Clara (sonríe). — Algunos.
Edna. — Algunos derechos y responsabilidades. Va­rios.
Clara (al ver a Harry en la arcada). — Hola, Harry; entra. Julia está por prepararnos algo para tomar. Qué es lo que...
Harry (restregándose las manos; muy cómodo).— Yo lo haré; no te molestes, Julia.
Julia (corre hacia el aparador, pone su espalda con­
tra él, extiende sus brazos protegiéndolo, curiosamente perturbada y asustada por algo).— ¡No! ¡No te acer­ques! ¡No des ni un paso!
Harry (pacientemente, adelantándose un poco).— Vamos, Julia...
Julia. — ¡No!
Edna (sentada, distendida). — Déjala, Harry. Ella quiere hacerlo.
Julia. — ¡No quiero hacerlo!
Harry (firme). — Entonces lo voy a hacer yo, Julia.
Julia (de pronto como una niñita; llorando).— ¿¡Mamá, mamá!?
Edna (sacudiendo la cabeza; no sin amabilidad).— Verdaderamente...
Julia. — ¿¡Mamá!?
Clara (en la forma en que una enfermera le habla a un paciente perturbado). — ¿Julia? ¿Me dejas que lo haga yo? ¿Puedo prepararlo yo?
Julia (chillando). — ¡Nadie se acerque! ¡Ninguno de ustedes!
Clara (levantándose).— Vamos, Julia.
Harry. — Oh, vamos, Julia...
Edna. — Déjala, Harry.
Julia.— ¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro! (Entra Agnes.)
Agnes (dolorida). — ¿Julia? ¿Estás gritando?
Julia.— ¡Mamá!
Agnes (muy consciente de los demás). — ¿Qué te pasa, querida?
Julia (fuera de sí misma, al ver que no despierta ninguna simpatía). — ¡Ellos! ¡Ellos quieren!
Edna. — Olvídalo, Julia.
Harry (risa breve y condescendiente). — Sí, por el amor de Dios, olvídate.
Julia. — ¡Ellos quieren!
Agnes (amable, pero protectora).— Tal vez, sea me­jor que vayas arriba.
Julia (aún semihistérica).— ¿Sí? ¿¡A dónde!? ¿¡A qué cuarto!?
Agnes (paciente). — Ve a mi dormitorio, recuéstate.
Julia (con una risa desagradable).— ¡Tu dormitorio!
Edna (calma). — Puedes recostarte en nuestro cuarto, si lo prefieres.
Julia (mujer atrapada, acorralada). — Tu cuarto! (A Agnes.) ¿Tú cuarto? ¡¡El mío!! (Mira a uno por uno, encuentra solo caras expectantes.) ¡¡El mío!!
Harry (se encamina hacia el aparador). — Dios.
Julia. — ¡No te acerques a eso!
Agnes. — Julia...
Julia. — ¡Es que yo quiero!
Clara (sonrisa triste). — ¿Qué quieres, Julia?
Harry. — Jesús.
Julia.— ¡¡Yo quiero... lo que es mío!!
Agnes (desapasionada al parecer; después de una pau­sa). — Bueno, entonces, querida, vas a tener que decidir qué es eso, quieras o no.
Julia (pausa; aterrorizada; sale corriendo de la habi­tación).— ¿Papá? ¡¿Papito?! (Un silencio; Harry va ha­cia el aparador y comienza a preparar las bebidas.)
Agnes (como si no hubiera pasado gran cosa).— Caramba, creo que es la primera vez que recurre a su padre en... desde su infancia.
Clara. — ¿Cuando solía magullarse las rodillas?
Agnes (risa breve). — Sí, volvía a casa sangrando. Yo pensaba que era torpe, pero una o dos veces se me cruzó el pensamiento de que era religiosa.
Edna. — ¿Que rezaba sobre el pedregullo? ¿Haciendo
penitencia?
Agnes (se ríe entre dientes, pero esto encubre otra cosa). — Sí. Teddy acababa de morir, creo, y era una... época irreal... para muchos de nosotros, para mí. (Pena demostrada claramente.) Pobre chiquito.
Edna. — Sí.
Agnes. — Era una época irreal: yo pensaba que To­bías me había dejado de querer — o más bien — que se había cansado de mí, cuando Teddy murió, como si él hubiera sido el lazo.
Harry. — ¿Quieres tomar algo, Edna?
Edna (mirando a Agnes más bien soñadora).— Mmmmm — mmmmm.
Agnes (sin ser explicativa, realmente sin dirigirse a ninguno de ellos). — Ah, las cosas que puse en duda, entonces: si yo era amada ¡si yo amaba, por lo tanto! Si Teddy realmente había vivido, mi razón, ya ves. Si Julia iba a estar con nosotros durante mucho tiempo. Creo... creo que pensé que Tobías me fue infiel en­tonces. ¿Lo fue, Harry?
Edna. — Oh. Agnes.
Harry (sin sutileza).— ¡Vamos, Agnes! ¡Por supues­to que no! ¡No!
Agnes (levemente divertida). — ¿Lo fue, Clara? ¿Ese verano caluroso, con las rodillas de Julia llenas de san­gre y Teddy muerto? ¿Mi marido... me engañó?
Clara (mira a Agnes con firmeza, levanta su copa para brindar por ella; luego). — Me agarraste, her­mana.
Agnes (un amén).—Y con eso basta.
Edna. — Pobre Julia.
Agnes (se encoge de hombros).—Julia es una tonta;
¿Quieres prepararme algo, Harry, ya que estás haciendo el papel de Tobías? ¿Un whisky?
Harry (le alcanza a Edna una copa). — Por supuesto. ¿Y tú, Clara?
Clara. — ¿Por qué no?
Agnes (con una sonrisa demasiado dulce). — Clara podría contarnos tantas cosas, si quisiera, ¿no es así, Cla­ra? Clara, que observa todo desde afuera, ha visto tanto, nos ha visto a todos nosotros con tanta claridad, ¿no es así, Clara? No te llamas así porque sí.
Clara (previniéndole amablemente). — No sigas, her­mana.
Agnes (levanta los ojos hacia Edna y Harry; con precisión y no con demasiada amabilidad). — ¿Qué es lo que quieren ustedes?
Harry (después de una pausa y una mirada a Edna). — No sé qué quieres decir.
Edna (parece confundida). — Eso mismo.
Agnes (entrecerrando los ojos). — ¿Qué es lo que realmente... quieren?
Clara. — ¿Se lo vas a contar, Harry?
HARRY. — Yo no... no sé qué quieres decir, Clara. ¿Querías whisky?, ¿no Agnes?
Agnes. — Ya lo dije.
HARRY (poco amable). — Sí, pero no me acordaba.
Edna (entrecerrando también los ojos). — No le ha­bles a Harry de esa manera.
Agnes (está por atacar, después lo piensa mejor).— Lo... lo siento, Edna. Me olvidé que son ustedes... gente muy asustada.
Edna. — ¡No te burles de nosotros!
Agnes.—Mi querida Edna, no me estoy burlan...
Edna. — ¡Sí que lo estás! ¡Te estás riendo de nosotros!
Agnes. — Te aseguro, Edna...
Harry (dándole a Agnes una copa, con cierto desagra­do).— Acá tienes.
Agnes. — Yo, yo te lo aseguro.
Clara (colgándose su acordeón). — Creo que es el momento de tocar un poquito de música, ¿no les parece, chicos? Voy a entonar algo tirolés, un poquito yo tam­bién, ahora, si alguien...
Agnes (exasperada).— ¡No queremos música, Clara!
Harry (horrorizado y divertido). — ¿Tú, tú qué? ¡¿Vas a tocar algo en tirolés?!
Clara (como si juera la cosa más natural del mundo). — Bueno... seguro.
Edna (seca). — Va a mostrar su talento.
Harry (continúa sin creer). — ¿¡En tirolés!?
Clara (enfática; aniñada).— ¡Sí! (Tobías ha apareci­do en la arcada.)
Harry. — ¡Toca como los tiroleses!
Clara (con brío). — ¿Qué te gustaría escuchar, Ha­rry? ¿Unos acordes de "Llévame a la casa verde y tírame al suelo..."?
Agnes. — ¡Clara!
Tobías. — Yo... yo me pregunto si alguno de uste­des, antes del concierto, no querría tomarse el trabajo de explicarme por qué, mmmm, mi hija está arriba, con un ataque de histeria.
Clara. — Envidia, muchacho; ella no canta, ni nada. (Un acorde.)
Tobías.— ¡Por favor! (A los demás.) ¿Y bien? ¿Nin­guno de ustedes va a decírmelo?
Agnes (controlada). — ¿Qué, qué es lo que estaba haciendo, Tobías?
Tobías. — ¡Ya te lo dije, está histérica! sus casamientos, querido: en cada uno de ellos, el temor, la felicidad, el sexo, el final, las infidelidades...
Tobías (asintiendo; habla con suavidad). — Está bien, Agnes.
Agnes (mueve la cabeza). — Oh, mi querido To­bías... me han pasado muchas más cosas que a ella. Me veo a mí misma... envejeciendo cada vez, veo pasar mi propia vida. No, no tengo tiempo para eso ahora. A medianoche, tal vez. (Sonrisa triste.) Cuando todos es­tén acostados... durmiendo seguros. Entonces recon­fortaré a Julia y me sentiré perdida una vez más.
Clara (para quebrar un silencio incómodo). — Les he dicho, hay demasiados mártires aquí.
Edna (observándose un padrastro en un dedo). — Uno por cada uno de nosotros.
Agnes (seca). — Es lo usual (Una mirada a Clara.) Aunque creo que algunos no lo son tanto y otros han conocido a Job. Los desahuciados son los más crueles de todos: de esa manera soportan sus cargas.
Clara. — Si entrevistaras a un camello, admitiría que ama su carga.
Edna (abandonando el padrastro). — Me gustaría que dejaran de pelearse entre ustedes.
Harry. — ¡Sí, qué diablos! ¿Vamos a tomar algo, Tobías?
Tobías (desde lo hondo de su pensamiento).— ¿Hummm?
Harry. — ¿Qué puedo prepararte, viejo?
Clara (algo complacida). — Edna, acabas de decir realmente lo que pensabas.
Tobías (confundido respecto dónde está). — ¿Qué es lo que puedes prepararme a mí?
Edna. — A veces... lo hago.
Harry. — Bueno, lo que quieras; para eso estoy aquí.
Edna (con calma). — Cuando un ambiente no es lo que debería ser.
Tobías. — Oh, claro; whisky.
Agnes (sonrisa tensa).— ¿Y tú puedes decirlo?
Clara (un acorde; después).— ¡Largamos!
Agnes. — Termínala, Clara, querida. (A Edna.) Dije: ¿y tú eres la más indicada para decirlo?
Edna (a Agnes; con calma, firme). — Debemos ayu­dar cuando podemos, mi querida; esa es la... respon­sabilidad, la doble exigencia de la amistad... ¿no es así?
Agnes (ligeramente dogmática). — Sí, pero, cuando se nos pide.
Edna (sacude la cabeza, sonríe amablemente). — No. No solamente. (Lo que dice lo escuchan todos.) Me pa­rece a mí, a nosotros, que ya que estamos viviendo aquí. (Silencio, Agnes y Tobías miran desde Edna a Harry.)
Clara. — ¡Ese es mi tono! (Un acorde, después co­mienza a cantar tirolés, a un compás ump-pa. Julia aparece en la arcada, sin ser vista por los demás, su pelo está en desorden, su cara surcada por las lágrimas; tiene el revólver de Tobías, pero no apuntando a nadie, sino torpemente y hacia el suelo.)
Julia (solemne y lacrimosamente). — Échalos de aquí, papito, échalosdeaquí, échaíosdeaquí, échalosdeaquí, échalosdeaquí... (Todos ven a Julia y al revólver simultá­neamente; Edna abre la boca pero no se atemoriza; Ha­rry retrocede un poco; Tobías se encamina lentamente hacia Julia.)
Agnes. — ¡Julia!
Julia. — Sácalos de aquí, papito...
Tobías (encaminándose hacia ella, lenta y calmamen­te, hablando con voz tranquila). — Está bien, Julia, nena; dámelo ahora...
Julia. — Sácalos de aquí, papito...
Tobías (como antes). — ¡Vamos, Julia!
Julia (con calma, le da el revólver a Tobías, asiente). — Échalos, papito.
Agnes (con suave intensidad). — Habría que darte unos latigazos, jovencita.
Tobías (habla tanto para Julia como para Agnes).— Bueno, basta... ahora.
Julia. — ¿Lo harás, papito¿ ¿O me lo das de nuevo?
Agnes (se dirige a Julia; sonrojándose). — ¿Cómo te atreves a entrar aquí de ese modo? ¡Cómo te atreves a avergonzarme a mí y a tu padre! ¡Cómo te atreves a asustar a Edna y a Harry! ¡Cómo te atreves a entrar aquí de esa manera!
JULIA (a Harry y Edna; venenosa). — ¿Se van a ir?
Agnes. — ¡Julia!
Tobías (suplicando). — Julia, por favor...
Julia. — ¡¿Van a irse?! (Silencio, todos los ojos sobre Harry y Edna.)
Edna (por último; curiosamente despreocupada).— ¿Irnos? No, no nos vamos a ir.
Harry. — No.
Julia (a todos). — ¿¡Ven¡?
Harry. — Bajando de esa forma con un revólver...
Edna (transformándose en Agnes). — Vuelves a tu nido desde tu último desastre, desposeída, y de pronto desposeyendo; echando la casa abajo a gritos, destruyen­do el orden...
Julia. — ¡Háganla callar!
Edna. — ...Testaruda, malvada, muchacha malcria­da...
Julia. — Tú no eres mi... ¡No tienes derecho!
Edna. — Nosotros tenemos derechos aquí. Nos co­rresponde.
Julia. — ¡Madre!
Agnes (intentando). — Julia...
Edna. — Nosotros pertenecemos aquí, ¿no es verdad?
Julia (con triunfante desagrado).— ¡¡Para siempre!! (Breve silencio.) ¿No han venido a quedarse para siem­pre? (Breve silencio.)
Edna (va hacia ella, con tranquilidad, la abofetea).— Si es necesario. (A Tobías y Agnes, con calma.) Perdón; el deber de una madrina. (Lo siguiente lo dice con cal­ma, casi desafiante, dirigido a sí misma más que a los demás.) Si hemos llegado a un punto... si estamos en casa una tarde y el... el terror viene... desciende... si de pronto... necesitamos... vamos adonde se nos espera, adonde sabemos que se nos quiere, no solo adonde queremos; venimos adonde la mesa ha sido tendida para nosotros en esa oportunidad... adonde la cama está pre­parada... y calentada... y está lista por si la preci­samos. No somos... transeúntes... como algunos.
Julia. — ¡No!
Edna (a Julia). — Tú debes... ¿cuál es la pala­bra? ... Coexistir, mi querida. (A los demás.) ¿No es lo que debe hacer? (Silencio; calma.) No debe. Esto es lo que ustedes entienden por amistad... ¿no es cierto?
Agnes (pausa; por último, con calma). — Han venido a vivir con nosotros, entonces.
Edna (después de una pausa; calma). — Y bien, sí; es lo que hemos hecho.
Agnes (calma mortal; un suspiro). — Bueno, enton­ces. (Pausa.) ¿Quizá sea el momento de irse a la cama, Julia? Ven arriba, conmigo.
Julia (una niña confundida). — ¿M-mamá?
Agnes. — Ajá; déjame que te peine y te frote la espalda (pasa el brazo por sobre el hombro de Julia, la lleva hacia afuera. Al salir) y nos consolaremos... y resolveremos... y nos quedaremos dormidas, ¿Tobías? (Sale con Julia, silencio.)
Edna. — Bueno, creo que es hora de ir a la cama.
Tobías (vago, preocupado). — Claro, sí; sí, por su­puesto.
Edna (ella y Harry se han levantado con una leve sonrisa). — Conocemos el camino. (Mientras ella y Ha­rry se acercan a la arcada.) La amistad es algo así como el matrimonio, ¿no es cierto, Tobías? ¿Para lo mejor y para lo peor?
Tobías (ibid). — Seguro.
Edna (con una cierta exigencia). — No hemos venido a un lugar equivocado, ¿no es cierto?
Harry (pausa; tímido). — No nos hemos equivocado, ¿eh, Toby?
Tobías (pausa; amable, triste). — No. (Sonrisa triste.) No; por supuesto que no.
Edna. — Buenas noches, querido Tobías. Buenas no­ches, Clara.
Clara (con media sonrisa). — Buenas noches, a los dos.
Harry (con una palmada cariñosa a Tobías, al pasar). — Buenas noches, viejo.
Tobías (los mira mientras los dos salen). — Bue­nas... buenas noches, a los dos. (Clara y Tobías solos; Tobías aún sostiene el revólver.)
Clara (después de un intervalo). — Casa repleta, To­bías, cada cama y cada armario.
Tobías (sin moverse). — Buenas noches, Clara.
Clara (levantándose, dejando su acordeón). — ¿Vas a quedarte levantado, Tobías? ¿Como un sereno, vigi­lando? Yo lo he hecho. ¿Las respiraciones de los otros, lentas y pesadas, mientras uno está en el hall tranquilo? ¿Y el calor... especial, y la... penetración... de una casa... dormida? ¿Cuando la casa está durmiendo? ¿Cuando las personas están dormidas?
Tobías. — Buenas noches, Clara.
Clara (cerca de la arcada). — ¿Y las diferencias? ¿Las diferentes respiraciones y el frío, cuando cada cama está despierta... durante toda la noche... muy quieta, con los ojos abiertos, mirando la oscuridad? ¿Conoces eso?
Tobías. — Buenas noches, Clara.
Clara (un poco triste). — Buenas noches, Tobías. (Sale, mientras cae el telón.)



ACTO TERCERO
Las siete y media de la mañana siguiente; la misma escenografía. Tobías está solo sentado en una silla, con pijama, una robe y zapatillas. Despierto. Entra Agnes con un salto de cama que podría pasar por un vestido para recibir. Sus movimientos son suaves, su tono amable.
Agnes (al verlo). — Ah, ¿estás ahí?
Tobías (sin mirarla a ella sino a su reloj; hay muy poca emoción en su voz). — Las siete y media de la mañana y todo está en orden... supongo.
Agnes. — Tan raro.
Tobías. — ¿Hmmmmm?
Agnes. — Estuvo un extraño anoche en mi habitación.
Tobías. — ¿Quién?
Agnes.—Tú.
Tobías. — Ah.
Agnes. — Fue agradable tenerte ahí.
Tobías (leve sonrisa). — Hmmmm.
Agnes. — Le temps perdu. Nunca entendí eso. Perdu quiere decir perdido, no simplemente... pasado, pero fue agradable tenerte ahí, aunque recuerdo cuando eso era una constante, ¡con qué facilidad yo me dormía, acom­pasando mi respiración a la tuya, y si nos sentíamos cariñosos! Ah, qué espléndido copo de algodón era eso. Pero anoche —qué tristeza, qué pena — tú eras un ex­traño, y yo me quedé despierta.
Tobías. — Lo siento.
Agnes. — ¿Estabas completamente dormido?
Tobías. — No.
Agnes. — Yo me dormía un poco, después me des­pertaba, tu presencia tan poco familiar, señor. Yo po­dría acostumbrarme a ella nuevamente.
Tobías. — ¿Sí?
Agnes. — Así creo.
Tobías. — No tuviste tu charla con Julia, tu can­ción de cuna de toda la noche.
Agnes. — No; no quiso que me quedara. "Busca tu propia casa" es lo que me dijo. ¿Te quedaste abajo mu­cho tiempo?
Tobías. — ¿Cuándo?
Agnes. — Después... antes de venir a acostarte.
Tobías. — Un poco. (Se ríe suavemente, tristemente.) Por poco me fui a mi cuarto... por costumbre... por error, más bien; pero después me di cuenta que tu cuarto es mi cuarto porque tu cuarto es el de Julia, porque el cuarto de Julia es...
Agnes. — ... sí. (Va hacia él, le aprieta las sienes.) Y yo estaba despierta cuando dejaste mi cuarto otra vez.
Tobías (amable reproche). — Podrías haberlo dicho.
Agnes (curiosa). — No lo hice por timidez.
Tobías (sorprendido agradablemente).— ¡Hmmmm!
Agnes. — ¿Fuiste al cuarto de Clara?
Tobías. — Nunca voy a su cuarto.
Agnes. — ¿Fuiste a verla a Clara para hablar?
Tobías. — Nunca voy a ver a Clara.
Agnes. — Siempre envidiamos a alguien a quien no debemos envidiar, estamos celosos de aquellos que tienen mucho menos que nosotros. Tú y Clara se entienden tanto, hablan tan a gusto.
Tobías. — Nunca voy a verla a Clara por la noche ni hablo con ella a solas... solo públicamente.
Agnes (pequeña sonrisa). — En lugares públicos... como este. Tobías. — Sí.
Agnes. — Nunca lo has hecho.
Tobías. — ¿Cómo?
Agnes. — ¿Nos desagrada la felicidad? Manufactura­mos tanto de nuestra propia desesperación... un pueblo tan ocupado como somos.
Tobías. — Somos un país altamente moral: asumi­mos que hemos cometido grandes errores. Descubrimos las cosas.
Agnes. — Voy a empezar a extrañarte de nuevo, cuando te mudes de mi cuarto... si es que lo haces. Había dejado de extrañarte, creo.
Tobías (riéndose entre dientes). — Oh, eres una mu­jer honesta.
Agnes. — Bueno, se necesita una... en cada hogar.
Tobías. — Es muy raro... estar abajo en un cuarto donde han estado todos y ya se han ido... muy tarde, después que el calor también se ha ido, la calefacción y los cuerpos: una o dos horas antes de que el sol apa­rezca, la calefacción empieza de nuevo. Esta noche sobre todo, los cigarrillos aún en los ceniceros, un extraño olor metálico. Los olores de un cuarto no se mezclan, muy tarde, cuando ya no hay nadie y creo que el silencio contribuye... y la falta de los cuerpos. Cada... cosa resalta en su lugar.
Agnes. — ¿Qué decidiste?
Tobías. — Y cuando uno baja... si uno lo hace, a las tres o cuatro de la madrugada, y uno ha dejado una o dos luces encendidas — por si alguien vuelve tarde —, supongo, pero ¿quién podría hacerlo? La hostería está repleta, se es más bien... semejante a Dios, si uno puede suponerlo. Mirarlo todo, reconstruirlo, con un desapego tal... verse a uno mismo, verte a ti, a Julia... mirar todo... imaginarse todo nuevamente, observar.
Agnes. — ¿Juzgar?
Tobías. — No; eso es estar adentro. Observar. Y si uno toma una o dos copas...
agnes (algo sorprendida). — ¿Tomaste?
Tobías (asiente). — Y si uno toma una copa o dos, muy tarde, en medio del silencio, cansado, la mente... queda en libertad.
Agnes. — ¿Sí?
Tobías. — Y uno observa su propia mente mientras razona con una suerte de... complacencia, y al mismo tiempo con tristeza, porque uno sabe que cuando el día llegue comenzarán las presiones, y toda la visión inte­rior no valdrá un comino.
Agnes. — ¿Qué decidiste?
Tobías. — Uno puede sentarse y observar. Uno puede tener... tan claramente una imagen, ver a cada uno moverse a través de su propia jungla... una visión interior de todas las razones, de todas las necesidades.
Agnes. — Está bien. ¿Y qué has decidido?
Tobías (sin quejarse). — ¿Por qué está tan sucia la habitación? ¿No podemos tener mejores sirvientes, al­guna ayuda que... ayude?
Agnes. — Ellos la pasan mejor que nosotros, eso es todo. Son un juicio de nuestros hábitos, algo que nos recuerda que estamos fuera de ritmo, por eso les paga­mos tanto... tanto. No se debe ser ni sirviente ni amo, ¿recuerdas?
Tobías. — Recuerdo cuando...
Agnes (tomándolo al vuelo). — ... eras muy joven y vivías en tu casa y los sirvientes estaban levantados siempre que tú lo estabas: a las seis de la mañana para tu desayuno cuando lo querías o a las cinco cuando volvías borracho a casa, y a los diecisiete años, cuando lavaban tus vómitos del auto, sin decírselo a nadie; robando exactamente lo justo cada mes, mediante arre­glos con los proveedores para mantenerles una entrada de­cente; generaciones de ellos: la lavandera, ciega y siempre agonizando, y la cocinera que cocinaba mejor borracha que sobria. ¿Aquellos sirvientes? ¿Aquellos días? ¿Cuan­do eras joven y vivías en tu casa?
Tobías (recuerda). — Hmmmm.
Agnes (dulce; triste). — Bueno, mi querido, ahora ya no eres joven y no vives en tu casa.
Tobías (pregunta triste). — ¿Y dónde vivo?
Agnes (una respuesta convencional). — La oscura tristeza. ¿No?
Tobías (con calma, retórico). — ¿Qué vamos a hacer?
Agnes. — ¿Qué decidiste?
Tobías (pausa; los dos se sonríen). — Nada.
Agnes. — Bueno, debes decidir algo. Su casa está en desorden, señor. Está repleta a reventar.
Tobías. — Sí. Tienes que ayudarme, ahora.
Agnes. — No, yo no pienso eso.
Tobías (algo sorprendido). — ¿No?
Agnes. — No. He estado pensando un poco, anoche, también: mientras tú estabas viendo todo con tanta cla­ridad acá. Estaba acostada en la oscuridad y... pasé revista a toda nuestra vida, durante años y años. Hay muchas cosas que hace una mujer: dar a luz hijos, si es que tiene esa bendición. ¿Bendición? Sí, supongo, aun con la tristeza. Dirige la casa, en lo que vale la pena:
asegura que haya comida y no solamente cualquier cosa para comer y ropa de cama decente; se arregla bien; asume cualquier obligación que se le exija, si está ena­morada, o ama; y planifica.
Tobías (tartamudea; algo incómodo).— Ya lo sé, ya lo sé...
Agnes. — Y planifica. Hasta el final; espera estar sola algún día, abandonada con un ataque al corazón o cáncer, se prepara para eso. Y se prepara antes tam­bién para que los niños se transformen en adultos extra­ños en lugar de hijos grandes, se prepara para esta pér­dida y para la química del cuerpo, para el fin de nuestra utilidad, de la cual nos habla la Biblia. ¡Las riendas que sujetamos! Es un tiro de veinte caballos, y estamos sen­tadas ahí y observamos el camino y examinamos los arneses... Si nuestro... hombre está dispuesto. Pero hay cosas que no hacemos.
Tobías (levemente desafiante y cortante). — ¿Sí?
Agnes. — Sí. (Más dura.) No elegimos la ruta.
Tobías. — Estás exagerando.
Agnes. — De ningún modo.
Tobías (con rabia sorda). — Sí, lo estás haciendo.
Agnes (previniéndole calmosamente). — A mí no me grites.
Tobías. — ¡Estás exagerando!
Agnes (tranquila, calma y casi complacida). — Nos­otras seguimos. Dejamos que nuestros... hombres de­cidan los aspectos morales.
Tobías (muy enojado). — ¡Jamás! ¡Nunca en toda tu vida has hecho tal cosa!
Agnes. — Siempre, mi querido. Cualquier cosa que de­cidas... yo haré que funcione; me haré cargo de ello de modo que nunca veas que ha habido un cambio en ello.
Tobías (riéndose casi; moviendo la cabeza). — No. No.
Agnes (para terminar la discusión). — Así que tienes que decírmelo.
Tobías (aún casi riéndose). — Yo sé que estoy cansado. Sé que casi no he dormido: sé que estuve acá abajo sentado, y que pensé.
Agnes. — Y tomaste una decisión.
Tobías. — Pero no he juzgado. Ya te lo dije.
Agnes (casi una extraña). — Bueno, cuando lo ha­gas... dímelo.
TOBÍAS (frustrado y con rabia).— ¡No!
Agnes (fría). — Vas a despertar a toda la casa.
Tobías (enojado). — ¡Despertaré a toda la casa!
Agnes. — No es el momento para que pierdas el control.
Tobías. — ¡"Voy" a perder el control! He estado sen­tado aquí... en el frío, en el frío vacío, he estado sentado aquí solo, y... (La rabia se ha transformado en confusión, queja.) Y he observado todo, todas las cosas. He pensado en ti y en Julia, y en Clara...
Agnes (aún fría). — ¿Y en Edna? ¿Y en Harry?
Tobías (breve pausa; después rabioso). — Bueno, ¡por supuesto! ¡Qué te crees!
Agnes (pequeña sonrisa). — No lo sé. Estoy escu­chando. (Julia aparece en la arcada; lleva un salto de cama, sumisa, medio dormida.)
Julia. — Buen día. Supongo que no hay... ¿quieren que haga café?
Agnes (con el mentón alto).— ¿Por qué no lo haces, querida?
Tobías (un poco incómodo). — Buen día, Julia.
Julia (odiando lo que ha hecho). — Siento mucho lo de anoche, papi.
Tobías. — Oh, bueno, vamos...
Julia (mordiendo lo que dice). — Quiero decir que siento mucho haberte molestado. (Comienza a ir hacia el hall.)
Agnes. — Café.
Julia (deteniéndose en la arcada; a Tobías). — ¿No lamentas haberme molestado a mí, también? (Espera un momento, sonríe, sale. Pausa.)
Agnes. — Bueno, ¿no es agradable que Julia esté haciendo café? ¿No te parece? Si la cocinera no se ha levantado, ¿no es agradable tener una hija que pueda poner la pava a hervir?
Tobías (muy bajo, disgustado). — "¿No lamentas ha­berme molestado a mí, también?"
Agnes. — Ahí tienes un problema con Julia.
Tobías. — ¿Yo? ¡Yo tengo un problema!
Agnes. — Sí. (Irónicamente amable.) Pero por lo menos tienes a tus mujeres contigo, rodeándote, con brazos firmes, con apoyo. Eso debe reconfortarte. La mayoría de los exploradores van solos, no tienen a sus familias con ellos, para armar las tiendas, cuidar el fuego, alejando a los... antílopes o a los osos o lo que fuera.
Tobías (queriendo hablar de eso). — "No lamentas haberme molestado a mí, también".
Agnes. — ¿La estás citando?
Tobías. — Sí.
Agnes. — Dentro de poco tendremos a mi hermana menor con nosotros, otro cargador para el viaje espan­toso. (Irónica.) Clara nunca perdió ninguna oportunidad de participar en una observación. Pronto vendrá. Y esta­remos todos.
Tobías. — Y todos se van a sentar y me observarán
cuidadosamente; fumarán sus pipas y revolverán el cal­dero; observarán.
Agnes (soñadora; complacida). — Sí.
Tobías. — Tú, que tomas todas las decisiones, realmen­te diriges el juego...
Agnes (tan paciente). — Esa es una ilusión que tienes.
Tobías. —Todos ustedes están sentados aquí, dema­siado temprano para... cualquier cosa en este... estú­pido domingo, todos ustedes y... y ¿me atreveré yo? ¿Cuándo es tanto tu decisión como la mía?
Agnes. — Cada vez que Julia viene, cada vez que viene regularmente... ¿la mandas de vuelta? ¿Le dices, "Julia vuelve a casa con tu marido, prueba otra vez"? ¿Lo haces? No, tú dejas que... todo se deslice. Es su decisión, señor.
Tobías. — ¡No lo es! Yo____
Agnes. — ... y yo debo vivir con eso, resignarme a un matrimonio más, y esperar, y desear que la materni­dad de Julia tenga lugar algún día, en algún matrimonio. (Breve risa.) Soy casi demasiado vieja para ser una abue­la como había deseado... ser demasiado joven como para serlo; oh, yo quería eso: la mujer vieja más joven del lugar. Julia, es casi demasiado vieja para tener un chico sin complicaciones, lo será cuando lo tenga alguna vez... si se casa de nuevo. Tú hubieras podido empu­jarla a que vuelva... si hubieras querido.
Tobías (incredulidad maravillada). — Es muy tem­prano todavía: eso es lo que debe pasar. Jamás escuché tal...
Agnes. — ¡O Teddy! ¿No es así? ¿Sin titubeos en este caso? ¿Vas a dejar que esto también pase?
Tobías (tranquila incomodidad). — Por favor.
Agnes (sin remordimientos).— ¿Cuando Teddy murió? (Pausa.) Hubiéramos podido tener otro hijo; hubié­ramos podido intentarlo. Pero no... aquellos meses ¿o fue todo un año?
Tobías. — ¡No sigas con eso!
Agnes. — ... creo que duró un año, ¿cuándo te de­rramabas sobre mi vientre, señor? "¿Por favor, Tobías? ¿Por favor?" No, ni siquiera lo expresabas: No quiero tener otro chico, otra pérdida. "¿Por favor? ¿Por favor, Tobías?" ¿Y yo te guiaba, tratando de retenerte en mí?
Tobías (torturado).— ¡Oh, Agnes! ¡Por favor!
Agnes. — "No me dejes ahora, así. No de nuevo, Tobías. ¿Por favor? Yo me puedo cuidar: no vamos a tener otro chico, pero por favor... no me dejes así." Ese... amor... silencioso... triste, a disgusto.
Tobías (tartamudea ininteligiblemente). — No que­ría que lo tuvieras...
Agnes. — ¿Señor?
Tobías (torpe). — Yo no quería que tuvieras... ya sabes.
Agnes (se ríe a pesar de sí misma).— ¡Oh, eso fue muy considerado de tu parte! Como un par de adolescen­tes en un cuarto alquilado o en el auto de la familia. Sin duda que odiabas hacerlo tanto como yo.
Tobías (suavemente). — Sí.
Agnes. — Pero no me dejabas que te ayudara.
Tobías (ibid).—No.
Agnes (irónica). — Por lo cual te mudaste, en cam­bio, a tu dulce cuarto propio.
Tobías (suavemente). — Sí.
Agnes. — La teoría era exacta: que tener media torta es mejor que no tener ninguna. Que estás corroído por la culpa ¡estúpidamente! y que yo debo sufrir por eso.
Tobías (ibid). — ¿Sí?
Agnes (con tranquilidad, tristemente). — Bueno, fue tu decisión, ¿no es así?
Tobías (ibid). — Sí.
Agnes. — Y yo hice todo lo que pude para acatarla. Viví con ella. ¿No es verdad?
Tobías (pausa; con un ruego). — ¿Qué es lo que vamos a hacer? ¿Con todo?
Agnes (con tranquilidad; con tristeza; con crueldad). — Lo que tú quieras. Naturalmente. (Silencio. Entra Cla­ra, también ella con un salto de cama.)
Clara (juzga la situación durante un momento). — Buen día, chicos.
Agnes (a Tobías, con referencia a Clara). — Todo lo que puedo hacer, mi querido, es hacerlo por ti... y prever.
Tobías (opacamente). — Buen día, Clara.
Agnes. — Julia está en la cocina haciendo café, Clara.
Clara. — Lo que supongo quiere decir que vaya a mirar cómo Julia muele los granos y echa el agua, ¿eh? (Saliendo.) Les digo, esa chica es una verdadera pionera: con la cafetera en una mano y el revólver en la otra. (Sale.)
Agnes (sonriéndose un poco). — Clara es una ayuda en las primeras horas del día... me han dicho.
Tobías (atreviéndose). — ¿Sí?
Agnes (pretendiendo no haberse dado cuenta del tono de él). — Eso es lo que me han dicho.
Tobías (sacándolo por fin a relucir). — ¿Les tengo que pedir que se vayan?
Agnes (leve pausa). — ¿A quién?
Tobías (desafiante). — A Harry y Edna.
Agnes (breve risa).— ;Oh! Por un momento pensé que te referías a Julia y a Clara.
Tobías (opaco).—No. A Harry y a Edna. ¿Tengo que echarlos?
Agnes (reafirmación de un hecho). — Harry es tu mejor amigo en todo...
Tobías (impaciente). — Sí, y Edna es la tuya. ¿Y en­tonces?
Agnes. — Vas a tener que vivir con eso de las dos maneras: lo hagas o no.
Tobías (comenzando a enojarse). — ¿Sí? Y bien, ¿en­tonces por qué en cambio no las echo a Julia y a Clara? ¿O mejor aún, por qué no los echo a todos juntos?
Agnes.— ¡O te libras de mí! Eso sería más fácil: librarte de la vieja bruja; entonces podrías dirigir tu misión y sacar a relucir tu santidad.
Tobías (con los dientes apretados). — Creo que estás expresando una opinión, una preferencia.
Agnes. — Si te libras de mí... no vas a seguir te­niendo una vida como la que quieres.
Tobías (confundido). — Pero esa no es mí... pero esa no es la única elección que tengo, ¿no es así?
Agnes. — No me preocupa mucho la elección que tengas, querido, pero me concierne la elección que hagas. (Julia y Clara entran; Julia lleva una bandeja con la cafetera, las tazas, el azúcar, la crema; Clara, una ban­deja con cuatro vasos de jugo de naranja.) ¡Oh, aquí están las ayudantes! ¿Qué haríamos sin ellas?
Julia (brusca, eficiente). — El café es instantáneo, me temo; no pude encontrar el café en grano: esa gente debe haberlo guardado bajo llave antes de acostarse. (No encuentra dónde colocar la bandeja.) Vamos, papi­to, hazme lugar en medio de este bochinche, ¿quieres?
Tobías. — ¿P-papito?
Agnes (comienza a hacer lugar). — Es cierto: no podemos tomar el café en medio de este mar de vasos de anoche. Tobías, dame una mano. (Tobías se levanta, lleva los vasos al aparador, mientras Agnes lleva otros vasos a otra mesa.)
Clara (vivaz). — Y yo no tuve que hacer nada. Gra­cias a Dios por el jugo de naranja que ya viene preparado.
Julia (colocando la bandeja). — Ahí tienen; ahora está mucho mejor, ¿no es cierto?
Tobías (en medio de una niebla). — Lo que tú digas Julia. (Julia sirve, ya sabe lo que los demás se sirven.)
Clara. — Bueno, ahora yo haré el camarero. ¿Hermanita?
Agnes. — Gracias Clara.
Clara. — ¿Julita?
Julia. — Déjalo aquí, Clara, estoy sirviendo, como ves.
Clara (la mira un momento, no pone el vaso como se lo indicó Julia y lo ofrece a Tobías). — ¿Papito?
Tobías (Asombrado, aprensivo). — Gracias, Clara.
Clara (pone el vaso de Julia sobre la chimenea).— Aquí está el tuyo, hermanita, cuando hayas acabado de jugar a la anfitriona madrugadora.
Julia (sirve tensamente; no le lleva el apunte). — Gracias, Clara.
Clara. — Ahora; uno para Clarita.
Julia (continúa sirviendo; sin expresión). — ¿Por qué no le pones un poco de vodka, Clara? ¿Para empezar el domingo?
Agnes (se ríe entre dientes complacida).— ¡Julia!
Tobías (reprobatorio). — ¡Por favor, Julita!
Julia (levanta la vista hacia él; fría). — ¿Dije algo equivocado, padre?
Clara. — ¿Vodka? ¿El domingo? ¿A las ocho menos diez? Bueno, diablos, ¿por qué no?
Tobías (tranquilamente, mientras ella va hacia el aparador). — No estás obligada a hacerlo, Clara.
Julia (echando azúcar en una taza). — Déjala que haga lo que quiera.
Clara (sirviéndose vodka). — Sí lo estoy, Tobías; las reglas del libro para los huéspedes —sea educado. Te­nemos a nuestros amigos y huéspedes como modelo, ¿no es así?— conocemos montones. Los borrachos se siguen emborrachando, los católicos van a misa, los presuntuosos presumen. No puede haber cambios, si no, se rompe el equilibrio.
Julia (ibid). — Y por otra parte, te gusta tomar.
Clara. — Sí, además, me gusta tomar. Piensa Tobías, qué pasaría si se cambiaran los esquemas: uno no sabría dónde está parado y el mundo se llenaría de extraños; eso no daría un buen resultado.
Julia (no muy amistosamente). — Tráeme mi jugo de naranja, ¿quieres, por favor?
Clara (alcanzándoselo). — Oooooh', Julia ha vuelto por una temporada, creo yo, a instalarse.
Julia (alcanzándole a Tobías su café). — ¿Padre?
Tobías (incómodo). — Gracias, Julia.
Julia. — ¿Madre?
Agnes (cómoda). — Gracias, querida.
Julia. — El tuyo está aquí, Clara, sobre la bandeja.
Clara (piensa un momento, mira el fugo de naranja de Julia que aún tiene en una de sus manos y tranquila­mente lo vuelca sobre la alfombra). — Tu jugo está aquí, Julia, cuando lo quieras tomar.
Agnes (furiosa).— ¡Clara!
Tobías (con un suave reproche). — Por amor de Dios, Clara.
Julia (mira el desastre sobre la alfombra; se encoge
de hombros). — Bueno, ¿por qué no? Nada cambia.
Clara. — Además, a nuestros amigos de arriba no les gusta el cuarto; quieren hacer algunos cambios. (Clara se sienta.)
Tobías (parado, se balancea sobre sus pies, con las piernas separadas).— ¡Bueno! ¡Todas ustedes! ¡Siéntense! ¡Cállense la boca! Quiero hablarles.
Julia. — ¿Te serví azúcar, madre?
Tobías. — ¡Cállate, Julia!
Agnes. — Shhhhhh, mi querida; sí, ya le pusiste.
Tobías. — Quiero hablarles. (Silencio.)
Clara (alentándolo algo irónicamente). — Bueno, si­gue, Tobías.
Tobías (un ruego). — ¿Tú también, Clara? Por favor. (Silencio. Las mujeres beben su café o lo miran, u obser­van el piso. Parecen niños que están por escuchar un sermón, a desgano, y peligrosos, pero por el momento, se portan bien.) Bueno. (Pausa.) Bueno, anoche pasó algo aquí y no me refiero a la historia de Julia con el revól­ver, ¡cállate, Julia!, aunque en parte sí me refiero a eso. Quiero decir... (Profundo suspiro.) ...Harry y Edna... viniendo aquí... (Julia resopla.) ¿Sí? ¿Querías decir algo, Julia? ¿No? Yo bajé y me quedé sentado aquí durante toda la noche — durante horas — e hice algo que es bastante raro en esta familia: pensé... algu­nas cosas.
Agnes (suave). — Lo siento, Tobías, pero eso no es justo.
Tobías (pasándola por alto). — Pensé. Me senté aquí y pensé en todos nosotros... y en todas las cosas. Bien, Harry y Edna han venido a nosotros y... nos han pe­dido ayuda.
Julia. — Eso no es verdad.
Tobías. — ¡Cállate!
Julia. — ¡Eso no es verdad! ¡Ellos no pidieron nada!
Agnes. — ... por favor, Julia...
Julia. — ¡Ellos lo dijeron! ¡Entraron aquí y orde­naron!
Clara (brinda). — Como en familia.
Tobías. — ¡Pidieron ayuda! Si uno está mendigando y uno tiene orgullo...
Julia. — ¡Si uno está mendigando, puede no tener orgullo!
Agnes (la contradice con calma). — No creo que eso sea cierto, Julia.
Clara.— Julia no lo puede saber. Pregúntame a mí.
Julia (inexorable). — ¡Esa gente no tiene derecho!
Tobías. — ¿No tienen derecho? ¿En todos estos años? Los conocemos desde hace... ¡por amor de Dios, Julia, esa gente son nuestros amigos!
Julia (dura).— ¡Entonces déjalos instalarse! (Silen­cio.) Deja que esos... intrusos se queden.
Clara (a Julia: dura). — Mira, nena; ¿anoche no escuchaste el mensaje sobre los derechos? ¿No apren­diste nada sobre intromisión, cuál es la clasificación, quién corresponde o no?
Julia (a Tobías).— ¡Deja que esa gente se quede, papá, y yo me voy!
Tobías (casi desafiándola). — ¿Sí?
Julia. — No quiero decir yendo y viniendo, papá; ¡quiero decir como miembro de la familia!
Tobías (frustración y enojo).— ¡¡Harry y Edna son nuestros amigos!!
Julia (del mismo modo).— ¡Son intrusos! (Silencio.)
Clara (a Tobías, riéndose). — Las crisis ponen en
evidencia lo mejor de nosotros, ¿no es así, Toby? ¿El círculo familiar? Julia parada ahí... alegando, chiqui­lla perpetua y quizá capaz de hacer una de las de Clara. ¡Y la pobre Clara! Tampoco hay allí mucha ayuda, ¿no es cierto? Y mírenla a Agnes, a la charlatana Agnes, directora del gallinero y maître d', y esposa matriculada, callada. Todos cómodos, tomando café, pensando el menú de la semana, planeando. Pobre Toby.
Agnes (tranquila, segura). — Gracias Clara; simple­mente estaba esperando, hasta terminar de escucharte y pensé un poco mientras los escuchaba. Pensé que al­guno de nosotros debe sentarse en la retranca. Y en especial yo: directora del gallinero, esposa matriculada, enfermera de... medianoche. Y he estado pensando en Harry y en Edna; en las enfermedades.
Tobías (después de una pausa). — ¿En qué?
Clara (después de un trago). — En las enfermedades.
Julia. — Oh, por el amor de Dios...
Agnes. — En las enfermedades, o, si ustedes quieren, en el terror.
Clara (ríe suavemente entre dientes). — Unh, hunh.
Julia (furiosa).— ¡¿Terror?!
Agnes (imperturbable). — Sí: el terror. O en la peste — son una misma cosa. Edna y Harry han venido a nosotros — amigos queridos, nuestros mejores amigos, aunque debemos hacer un juicio al respecto, creo, vi­nieron hasta nosotros y trajeron la peste. Ahora, el pobre Tobías se ha quedado levantado toda la noche, luchando con los problemas morales.
Tobías (frustración; enojo).— ¡Yo no he estado... luchando con ningún... problema abstracto! ¡Se trata de personas! ¡Harry y Edna! Son nuestros amigos, ¡mal­dito sea Dios!
Agnes. — Sí, pero han traído la peste con ellos y ese es otro asunto. Permítanme decirles algo sobre enferme­dades... las enfermedades mortales; o uno es inmune a ellas... o uno las combate. Si uno es inmune, uno las ataca resueltamente, uno trata al paciente hasta que o sobrevive o se muere. Pero si uno no es inmune, uno se arriesga a contaminarse. Hace diez siglos — e incluso me­nos — el tratamiento era muy simple... se los quemaba. Quemar sus cuerpos, quemar sus casas, quemar sus ropas, y mudarse a otra ciudad, si a uno se le ocurría. Pero aho­ra, con la medicina moderna, simplemente se aisla al en­fermo; lo ponemos en cuarentena, se lo destierra — si es que no somos inmunes, o si no somos santos. De modo que tu vigilia de toda la noche, querido, tu razonar en el frío, durante horas, tuvo que ver con el paciente y no con la enfermedad. No son Edna y Harry los que han venido hacia nosotros — no son nuestros amigos — es una peste.
Tobías (tranquila ansiedad mezclada con impaciencia). — ¡Oh, por amor de Dios, Agnes! ¡Son nuestros amigos! ¿Qué supones que debo hacer? Que les diga: "Miren, ustedes dos no pueden quedarse aquí, provocan moles­tias. Ustedes son amigos, y todo eso, pero vengan aquí limpios". Bueno, yo no puedo hacer eso. No. Agnes, por amor de Dios, si... si eso es todo lo que Harry y Edna significan para nosotros, entonces... entonces ¿qué pasa con nosotros? Cuando nos hablamos... ¿qué es lo que queremos decir? ¿Cualquier cosa? Cuando nos tocamos, cuando prometemos, y decimos... sí, o por favor... ¿qué pasa con nosotros mismos?... Hemos querido de­cir, sí, pero solo si... ¡si se cumple alguna condición, Agnes! Entonces todo... carece de sentido.
Agnes (sin comprometerse). — Quizá. Pero la sangre nos une. La sangre nos mantiene unidos cuando ya no sentimos... un afecto más profundo por nosotros que por los demás. Yo no te estoy pidiendo que elijas entre tu familia y... nuestros amigos...
Tobías. — ¡Sí, lo estás haciendo!
Agnes (con los ojos cerrados). — ¡Estoy diciendo sim­plemente, que aquí hay una peste! Y ahora te pregunto: en esta familia ¿quién está inmune?
Clara (enuncia un hecho con cansancio). — Yo lo estoy. Yo ya la tuve. Todavía estoy viva, creo.
Agnes. — Clara es la más fuerte de todos nosotros: los que siguen caminando cuando están heridos son a menudo los menos propensos; pero piensa en el resto de nosotros. ¿Somos inmunes? ¿La peste, querido, el terror instalado en el cuarto de arriba? Bueno, si lo somos, en­tonces... ¡adelante con todo! y, si no lo somos... (Se encoge de hombros.) Bueno, ¿por qué no contaminarnos, por qué no morir de eso? Estamos condenados a morir de algo... pronto o dentro de un tiempo. O debemos quemarlos, desembarazarnos de todo... y esperar la próxima invasión. Tú decides, querido. (Silencio. Tobías se levanta, camina hacia la ventana; los demás permane­cen sentados. Harry y Edna aparecen en la arcada, vesti­dos, pero él sin saco y ella sin tapado.)
Edna (sin emoción). — Buen día.
Agnes (pausa breve). — Ah, ya están levantados.
Clara. — Buen día, Edna, Harry. (Julia no los mira; Tobías lo hace, pero no dice nada.)
Edna (inspiración profunda, más bien como un reci­tado).— Harry quiere hablarle a Tobías. Pienso que deberían estar solos. Quizá...
Agnes, — Por supuesto. (Las tres mujeres sentadas se levantan como ante una señal, y comienzan a levantar
las cosas del desayuno.) ¿Por qué no vamos a la cocina a hacer un desayuno como la gente?
Harry. — Bueno, vamos; no, no tienen por qué...
Agnes. — Sí, sí, queremos dejarlos solos para que charlen, ¿eh? ¿Tobías?
Tobías (tranquilo). — Hummm... sí.
Agnes (a Tobías; reconfortándolo). — Estaremos ahí nomás. (Las mujeres empiezan a salir.) ¿Dormiste bien, Edna? ¿Pudiste dormir? Yo nunca usé esa cama, pero sé que cuando. .. (Las mujeres han salido.)
Harry (mirándolas salir; se ríe tristemente). — Viejo, míralas cómo se van. Salieron de aquí bastante rápido. Uno podría pensar que hay una... (Cambiando de tema, lo ve a Tobías incómodo; dice amable:) Buen día, Tobías.
Tobías (agradecido). — Buen día, Harry. (Los dos hombres se quedan parados.)
Harry (restregándose las manos). — Tú, ah... ¿sa­bes qué es lo que me gustaría hacer? ¿Algo que nunca hice en mi vida, excepto una vez, cuando tenía unos veinticuatro años?
Tobías (sin tratar de adivinar). — ¿No? ¿Qué?
Harry. — ¿Tomar un trago antes del desayuno? ¿Te parece bien? (Sonríe descoloridamente, se encamina len­tamente hacia el aparador.) Pues claro.
Harry (tímido). — ¿Me acompañas?
Tobías (jovialmente). — Creo que sí, sí. No hay hielo.
Harry. — Bueno, entonces solo un poco de whisky; puro.
Tobías. — ¿Brandy?
Harry. — No, por Dios, no.
Tobías. — Whisky, entonces.
Harry. — Sí. Gracias.
Tobías (algo opaco). — Bueno, por la juventud.
Harry. — Sí. (Bebe.) No sienta mal a la mañana, ¿no es cierto?
Tobías. — No, pero yo tomé un poco... antes.
Harry. — ¿Cuándo?
Tobías. — Más temprano... oh, a las tres o las cuatro, mientras todos ustedes estaban... dormidos, o lo que estuvieran haciendo.
Harry (queriendo parecer casual). — Oh, ¿estabas... despierto, eh?
Tobías. — Sí.
Harry. — Yo dormí un poco. (Risa opaca.) Dios.
Tobías. — ¿Qué?
Harry. — ¿Sabes lo que hice anoche?
Tobías. — No.
Harry. — Me bajé de la cama y... me metí en la de Edna. Tobías. — ¿Sí?
Harry. — Ella me retuvo. Me dejó quedarme y des­pués me di cuenta que ella quería, y yo no... así que volví a mi cama... pero fue divertido.
Tobías (asiente). — Sí.
Harry. — A ti... ¿a ti te gusta Edna... Tobías?
Tobías (incómodo).—-Bueno, por supuesto que me gusta, Harry.
Harry (pausa). — Ahora, Tobías, respecto de anoche y de ayer y de nuestra venida aquí ahora...
Tobías. — Yo estuve levantado toda la noche y  pensando, en eso, Harry, y  le hablé a Agnes esta mañana antes de que ustedes
bajaran.

Harry. — Yo le estaba hablando de eso a Edna, anoche y le dije "Mira, Edna, qué crees que estamos haciendo".
 Harry. — Lo siento.
Tobías. — Yo decía, que estuve levantado toda la noche y que estuve pensando, Harry, que le hablé a Ag­nes, también, antes de que ustedes bajaran y... Por Dios, no es muy fácil, Harry... pero podremos hacer­lo... si ustedes quieren que lo hagamos... yo puedo, quiero decir, creo que puedo.
Harry. — No... Nosotros... nosotros nos vamos, Tobías.
Tobías. — No sé qué ayuda... no sé cómo...
Harry. — Dije: que nosotros nos vamos.
Tobías. — Sí, pero... ¿se van?
Harry (amable, sonrisa tímida). — Por supuesto.
Tobías — Pero, pueden probar aquí... o nosotros podemos, Dios, no sé, Harry. No pueden volver allí, tienen que...
Harry. — ¿Tenemos que qué? ¿Vender la casa? ¿Comprar otra? ¿Mudarnos al Club?
Tobías. — ¡Ustedes vinieron aquí!
Harry (triste). — ¿Nos quieres aquí, Tobías?
Tobías. — Ustedes vinieron aquí.
Harry. — ¿Nos quieres aquí?
Tobías.— ¡Ustedes vinieron! ¡Aquí!
Harry (lo dice con demasiada claridad). — ¿Nos quieres aquí? (Sumiso, casi disculpándose.) Edna y yo... hay... tanto... sucedido, tantas... desilusiones, eva­siones, creo, quizá mentiras... recordamos tanto lo que deseamos, en una época... es tan poco lo que tene­mos ... lo que hemos conseguido... hablamos, a veces, pero sobre todo... no. No nos... "gusta". O, seguro, nos gusta... pero siempre he sido un poco tímido, hos­co, sabes... tímido. Y Edna no es... feliz, supongo que es eso. A nosotros... nos agradan tú y... Agnes, y...bueno, Clara, y Julia también. Supongo que quiero de­cir... que te aprecio... y que tú me aprecias, creo, y... ustedes son nuestros mejores amigos, pero... le dije a Edna, arriba, le dije: Edna, ¿qué hubiera pasado si ellos hubieran venido a casa? Y no contestó nada. Y dije: Ed­na, si hubieran venido a casa de esa manera y aunque nosotros no tenemos a... Julia y todo lo demás, yo... Edna, yo no los hubiera recibido. (Corto silencio.) Yo no los hubiera recibido, Edna; ellos no tienen... ellos no tienen derecho. Y ella dijo: sí, ya lo sé; ellos no tendrían derecho. (Corto silencio.) Toby, yo no hubiera dejado que te quedaras. (Tímido, incómodo.) Tú... tú no nos quie­res aquí, ¿no es cierto, Toby? Tú no nos quieres aquí.
Tobías (lo siguiente es un aria. Debe tener todo el horror y la exuberancia de un hombre que ha mantenido sus emociones controladas durante demasiado tiempo. Tobías va a llegar hasta el límite de la histeria y se va a encontrar a sí mismo riéndose a veces, mientras llora, nada más que por sentirse liberado. En resumidas cuen­tas, es autenticidad y bravata al mismo tiempo, un estado de ánimo continuándose en el otro. Trataré de anotarlo de algún modo). (Suavemente, como si la palabra le re­sultara poco familiar). — ¿Quiero? (Igual.) ¿Qué? ¿Qué es lo que quiero? (Risa abrupta; gozosa.) ¿Yo quiero? (Más risas; también un sollozo.) ¡Yo los quiero aquí! (Le resulta difícil hablar debido a la risa.) Tú vienes aquí, tú vienes aquí con tu... mujer, con tu... ¡terror! ¡y me preguntas si los quiero aquí! (Profundas aspiraciones.) ¡Sí! ¡por supuesto! ¡los quiero aquí! ¡He cons­truido esta casa y los quiero dentro de ella! ¡Quiero tu peste! ¿Traes el terror contigo? ¡Hazlo pasar! (Pausa, después, aun más fuerte.) ¡¡Haz­lo entrar! ! ¡Tienes entrada, viejo, no necesitas
llave! ¡Tienes entrada, viejo! ¡Cuarenta años! (Suave ahora; suave y rápido, casi monótono.) No nece­sitas pedírmelo, Harry, no tienes que preguntarme nada; ustedes son nuestros amigos, los mejores amigos que te­nemos en el mundo y no tienen que preguntar. (Un gri­to.) ¿Querer? ¿preguntar? (Suave, como antes.) Uste­des vienen a comer no es así vienen a tomar un cóctel nos ven en el club los sábados y hablan mienten y se ríen con nosotros y palmean a la vieja Agnes y dicen que no saben qué es lo que haría el viejo Toby sin ella y nos hemos conocido todos estos años y nos hemos querido ¿no es así? (Grito.) ¿No es así? ¿O es que no nos queremos? (Suave, nuevamente, con risas y lágrimas.) ¿La amistad no llega a eso? ¿Al amor? ¿Cuarenta años no cuentan para nada? Hemos hecho lo nuestro juntos, viejo, somos amigos, hemos pasado buenas y malas juntos. ¿Cómo es ahora, viejo? (Grito.) ¿CÓMO es aho­ra muchacho? ¡¿Buena?! ¡¿Mala?! ¡Bueno, sea lo que fuera lo hemos pasado, viejo! (Suave.) Y no tienes que preguntar. Te aprecio, Harry, sí, de verdad, no me gusta Edna, pero eso no cuenta para nada, te aprecio mucho; pero encuentro que mi aprecio tiene sus límites... ¡Pero esos son mis límites! ¡No los tu­yos! (Suave.) El hecho de que te aprecie bastante, pero no lo suficiente... que el mejor amigo del mundo debe ser algo más — y bien —, esa es mi pobreza. De modo que, trae a tu mujer y trae tu terror, trae tu peste. (Fuer­te.) ¡Trae tu peste! (Las cuatro mujeres aparecen en la arcada, con las tazas de café en las manos y se quedan paradas observando.) ¡No los quiero aquí! ¿Lo pre­guntaste? ¡No! ¡No los quiero! (Fuerte.) ¡Pero por cristo te vas a quedar aquí! ¡Tienes dere­cho! ¿Conoces la palabra? ¡Derecho! (Suave.)
Has gastado cerca de cuarenta años, en eso, muchacho; lo mismo hice yo, y si no es nada, me importa un bledo, tienes derecho a estar aquí, te lo has ganado. (Fuerte.) ¡Y por Dios que te lo vas a tomar! ¡Me oyes! ¡Vas a traer tu terror y vas a entrar aquí y vas a vivir con nosotros! ¡Vas a traer tu peste! ¡Te vas a quedar con nosotros! ¡No te quiero aquí! ¡No los quiero! ¡Pero por Dios... se quedarán! (Pausa.) ¡Quédate! (Más suave.) ¡Quédate! (Suave, lágrimas.) Quédate. ¿Por favor? ¿Quédate? (Pausa.) ¿Quédate? ¿Por favor? ¿Quédate? (Hay un silencio en la habitación. Harry, torpe, se levanta; las mujeres entran lentamente y se quedan de pie. La obra es tranquila y apagada desde ahora en adelante.)
Edna (calma). — ¿Harry, vas a bajar nuestras valijas? Quizá Tobías quiera ayudarte. ¿Quieres preguntárselo?
Harry (amable). — Por supuesto. (Va hacia Tobías, quien tranquilamente se está secando las lágrimas de su cara y lo toma cariñosamente por el hombro.) ¿Tobías? ¿Quieres ayudarme? ¿A bajar las valijas? (Tobías asiente, rodea con su brazo a Harry. Los dos hombres salen. Si­lencio.)
Edna (bebiendo su café, algo cansada pero conversa­dora).— Pobre Harry; no es un hombre... endurecido, a pesar de toda su pose. (Se distiende un poco, casi con resignación.) Él... él vino a mi cama anoche, se metió adentro, y yo... dejé que se quedara y hablamos. Dejé que él pensara que yo... quería hacer el amor; a él... a él le gusta, creo, pensar, saber que lo desean, si él... Me dijo... Él... estaba ahí acostado en la oscuridad conmigo —este hombre— y me dijo, muy suavemente, y como un chico, más bien: "¿Nos quieren? ¿Nos quieren, Edna?" Oh, dejé pasar el silencio. "Bueno... tanto co­mo nosotros los queremos a ellos... creo". (Pausa.) El pelo de su pecho es muy gris... y suave. "¿Los dejaría­mos... los dejaríamos que se quedaran, Edna?" Casi con un susurro. Después silencio nuevamente. (Amable­mente.) Bueno, espero que le haya dicho a Tobías algo simple, algo que sirva. No debemos forzar a la suerte, no debemos... probarla. (Pausa. Leve sonrisa.) Es triste lle­gar al final, ¿no es cierto? Casi al final; se ha ido tanto más que... que lo que ha quedado y aún no sabemos, no hemos aprendido... los límites, lo que no debe­mos hacer... no debemos pedir, por temor de mirarnos en un espejo. No deberíamos haber venido.
Agnes (un poco de memoria). — Vamos, Edna...
Edna. — Por nuestro propio bien; nuestra propia... carencia. Es triste saber que una ha pasado por todo, o por la mayor parte, sin... que el único cuerpo que uno ha envuelto con sus brazos... la única piel que uno ha conocido es la propia, y está seca... y no tibia. (Pausa, volviendo al tono levemente tenso de conversación.) ¿Qué vas a hacer, Julia? ¿Lo seguirás viendo a Douglas?
Julia (mirando su café). — No he pensado en eso; no sé; lo dudo.
Agnes. — Tiempo. (Pausa. La miran.) El tiempo pa­sa, supongo. (Pausa. La siguen mirando.) Para las perso­nas. Todo se hace... demasiado tarde por último. Uno sabe que sigue pasando... ahí arriba sobre la loma; uno ve el polvo, y escucha los gritos, y el acero... pero uno espera; y el tiempo pasa. Cuando uno va con la espada, el escudo... por último... ya no queda nada... solo herrumbre; huesos y el viento. (Pausa.) Siento mu­cho lo del café, Edna. Los sirvientes deben haber escon­dido los granos, o se los llevaron cuando se fueron a acostar.
Edna. — Oooooh. El café y el vino: lo mismo pasa conmigo, no puedo separar lo bueno de lo malo.
CLARA. — ¿Quiere alguien... además de Clara... tomar algo?
Agnes (balbucea). — Oh, verdaderamente, Clara.
Clara. — ¿Edna?
Edna (con una breve risa desaprobatoria). — Oh, cie­los, gracias, Clara. No.
Clara. — ¿Julia?
Julia (la mira; firmemente; lentamente).— Está bien; gracias. Tomaré algo.
Edna (mientras Agnes está por comenzar a hablar; levantándose). — Creo que oigo a los hombres. (Tobías y Harry aparecen en la arcada con las valijas.) Ahora las vamos a llevar al auto. (Así lo hacen.)
Edna (placentera, pero algo cansada). — Gracias, Ag­nes, han sido ustedes... bueno, simplemente gracias. Pronto los veremos.
Agnes (se levanta también con cierta preocupación en su rostro). — Sí; bueno, no se pierdan.
Edna (se ríe). — Oh, mi Dios, ¿cómo podríamos? nuestras vidas son... iguales. (Pausa.) Julia... piensa un poco.
Julia (algo desafiante). — Oh, lo haré, Edna. Me encanta el matrimonio.
Edna. — Clara, mi querida, sé buena.
Clara (con dos copas en sus manos; bravata).— Bueno, trataré de estarme quieta.
Edna. — Iré a la ciudad el miércoles, Agnes, ¿quie­res venir? (Una pausa más larga de lo necesario, Clara y Julia miran a Agnes.)
Agnes (solo un poco molesta). — Bueno — no, no creo, Edna; tengo... tengo tanto que hacer.
Edna (más fría; triste).— Oh. Bueno... quizá otra semana.
Agnes. — Oh, sí; lo haremos. (Reaparecen los hom­bres.)
Tobías (algo formal, reservado). — Todo hecho.
Harry (leve suspiro). — Todo listo.
Agnes (yendo hacia Harry, abrazándolo). — Harry, querido; cuídate mucho.
Harry (la besa, con incomodidad, en la mejilla). — Grrr... gracias, Agnes; ¡a ti también, Julia! Sé... sé buena.
Julia. — Adiós Harry.
CLARA (alcanzándole su copa a Julia). — Adiós, Ha­rry: te veré por ahí.
Harry (sonríe, algo tristemente). — Seguro, Clara.
Edna (abraza a Tobías). — Adiós, Tobías... gra­cias.
Tobías (tartamudea). — Adiós, Edna. (Breve silencio.)
Harry (extiende su mano, toma la de Tobías y la sacude con fuerza). — Gracias, viejo.
Tobías (suavemente; tristemente). — ¿Por favor? ¿Te quedas? (Pausa.)
Harry (niega con la cabeza). — Te veré en el club. ¿Está bien? ¿Edna? (Comienzan a salir.)
Agnes (después de ellos). — Maneja con cuidado, aho­ra. Es domingo.
Las voces de Edna y Harry. — Está bien, Adiós. Gracias.
(Los cuatro juntos en el cuarto. Julia y Clara se han sentado; Agnes va hacia Tobías; le coloca su brazo al­rededor.)
Agnes (suspira). — Bueno. Aquí estamos todos. ¿Estás bien, querido?
TOBÍAS (se aclara la garganta). — Por supuesto.
Agnes (rodeándolo aún con el brazo). — A tu hija le ha dado por beber durante la mañana. Espero que te hayas dado cuenta.
Tobías (despreocupado). — ¿Oh? (Se aleja de ella.) Yo tenía uno aquí... por algún lado, uno que tomé con Harry. Oh, ahí está.
Agnes. — Bueno, parece que tendré tres bebedores madrugadores ahora. Espero que esto no se transforme en un club. Tendríamos que sacar licencia, ¿no es así?
Tobías. — Piensa en ello como si fuera de noche, muy tarde.
Agnes. — Muy bien, lo haré. (Silencio.)
Tobías. — Lo intenté. (Pausa.) Fui honesto. (Silencio.) ¿No es cierto? (Pausa.) ¿No lo fui?
Julia (pausa). — Fuiste muy honesto, papá. Y lo intentaste.
Tobías. — ¿No lo intenté, Clara? ¿No fui honesto?
Clara (alentándolo, triste). — Seguro que lo fuiste. Y que lo intentaste.
Tobías. — Perdonen. Les pido disculpas.
Agnes (para llenar el silencio). — Lo que encuentro más sorprendente, aparte de la creencia que tengo de que un día... voy a perder la razón, pero ¿cuándo? Nunca, empiezo a creer, a medida que pasan los años, o que no lo sabré si pasa, o quizá ya haya pasado, creo que lo que encuentro más sorprendente es la maravilla de la luz del día, del sol durante todos los siglos, los milenios — durante toda la historia-- me pregunto si es por eso que dormimos de noche, porque la oscuridad aún... nos asusta. Dicen que dormimos para dejar libres a los demonios, para dejar que la mente vague enlo­quecida; en nuestros sueños y pesadillas toda nuestra lógica se pierde, es el lado oscuro de nuestra razón. Y cuando la luz del día vuelve nuevamente... vuelve el orden con ella. (Se ríe entre dientes con tristeza.) Pobres Edna y Harry. (Suspira.) Bueno, se han ido a salvo... y nosotros nos olvidaremos... muy pronto. (Pausa.) Vengan ahora; podemos empezar el día.
telón






ÍNDICE
Acto primero (viernes a la noche)...................   11
Acto segundo.................................................... 45
Escena primera (la noche del sábado, tem­prano)… 47
Escena segunda (tarde, esa misma noche)………... 64
Acto tercero (la mañana del domingo, tem­prano) 89











SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EL DÍA VEINTE DE NOVIEMBRE DEL AÑO MIL NOVECIENTOS SESENTA Y NUEVE EN LOS TALLERES GRÁFICOS DE LA COM­PAÑÍA IMPRESORA ARGENTINA S. A., CALLE ALSINA 2049 - BUENOS AIRES.

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