LAS BRUJAS DE SALEM
DRAMA EN CUATRO ACTOS
por
ARTHUR MILLER
Segunda edición
JACOBO MUCHNIK EDITOR
Buenos Aires 1955
Título
de la obra en inglés:
"THE
CRUCIBLE"
Traducción
de
Jacobo y Mario Muchnik
Primera edición:
abril 1955
Segunda edición: septiembre
1955
IMPRESO EN LA
ARGENTINA
PRINTED IN
ARGENTINE
Queda hecho el
depósito que previene la ley Nº 11.723
Copyright by
JACOBO MUCHNIK - EDITOR - BUENOS AIRES, 1955
A Mary
ACERCA DE LA FIDELIDAD HISTÓRICA DE ESTE
DRAMA
Esta obra no es historia en el sentido
en que el vocablo es usado por el historiador académico. Fines de orden
dramático han requerido a veces que varios personajes se fundieran en uno; el
número de muchachas complicadas en la "delación" ha sido reducido; la
edad de Abigail ha sido aumentada; aunque hubo varios jueces de casi igual
autoridad, los he simbolizado a todos en las personas de Hathorne y Danforth.
No obstante, creo que el lector descubrirá aquí la naturaleza esencial de uno
de los más extraños y terribles capítulos de la historia humana. La suerte de
cada personaje es exactamente la de su modelo histórico, y no hay nadie en el
drama que no haya desempeñado un papel similar, y a veces exactamente igual, en
el hecho real.
En cuanto al carácter de los personajes,
poco se sabe de la mayoría de ellos, exceptuando lo que se puede conjeturar de
algunas cartas, las actas del proceso, ciertos volantes escritos en la época y
referencias a su conducta provenientes de fuentes más o menos fidedignas. Por
lo tanto, pueden tomarse como creaciones mías, logradas en la medida de mi
capacidad y de conformidad con su comportamiento conocido, excepto lo que se
indica en el comentario que he escrito para el presente texto.
A. M.
LAS BRUJAS DE SALEM
Drama
por Arthur Miller
PERSONAJES
por orden de
aparición:
El Reverendo
Parris Betty Parris
Títuba
Abigail Williams
Susanna Walcott
Ann Putnam
Thomas Putnam
Mercy Lewis
Mary Warren
John Proctor
Rebecca Nurse
Giles Corey
El Reverendo
John Hale
Elizabeth Proctor
Francis Nurse
Ezekiel Cheever
El Alguacil
Herrick
El Juez Hathorne
El Comisionado
del gobernador, Danforth
Sarah Good
Hopkins
ACTO PRIMERO
(Obertura)
Un pequeño dormitorio en el piso alto de la casa del reverendo Samuel
Parris, en Salem, Massachusetts, en la primavera del año 1692.
A la izquierda, una angosta ventana; a
través de sus paneles cuadriculados fluye el sol matutino. Aún arde una vela
cerca de la cama, a la derecha. Un arcón, una silla y una pequeña mesa
completan el mobiliario. En el foro, una puerta conduce al descanso de la
escalera que lleva a la planta baja. En la aseada habitación reina una
atmósfera austera. Las vigas del techo están a la vista y los colores de la
madera son naturales y sin lustre. Al levantarse el telón, el reverendo Parris
está arrodillado junto al lecho, en el que yace, inmóvil, su hija Betty, de
diez años.
En la época de estos sucesos, Parris
tendría unos cuarenta y cinco años. Dejó una huella repugnante en la historia y
es muy poco lo bueno que se puede, decir de él. Dondequiera que fuese, creía
ser perseguido a pesar de sus esfuerzos por ganarse la voluntad de Dios y la
gente. En reunión se sentía ofendido si alguien se levantaba para cerrar la
puerta sin antes pedirle permiso. Era viudo, sin interés en los niños ni talento
para tratarlos. Los consideraba como adultos jóvenes y, hasta producirse esta
extraña crisis, él como el resto de Salem, jamás concibió que los niños
debieran sino agradecer que se les permitiese caminar erguidos,con la mirada
baja, los brazos a los costados y la boca cerrada hasta que se les mandase
hablar.
Su casa estaba en el "pueblo" —aunque hoy apenas lo llamaríamos aldea—. La capilla estaba
cerca y desde este punto —hacia la bahía o hacia tierra adentro— había
unas pocas casas, oscuras, de pequeñas ventanas, apretujándose contra el crudo
invierno de Massachusetts. Salem había sido fundada apenas cuarenta años antes.
Para el mundo europeo toda la provincia era una frontera bárbara, habitada por
una secta de fanáticos que, a pesar de todo, exportaban productos en cantidad
creciente y de valor en paulatino aumento.
Nadie puede saber realmente cómo eran
sus vidas. No tenían novelistas, y aunque hubiese habido uno a mano, no
hubieran permitido a nadie leer una novela. Su credo les vedaba toda cosa que
se pareciese a un teatro o "placer vano". No festejaban la Navidad, y
un día de descanso sólo significaba que debían concentrarse aún más en la
oración.
Lo cual no quiere decir que nada
rompiese esta rígida y sombría manera de vivir. Cuando se construía una nueva
granja los amigos se reunían para "levantar el techo", se preparaban
comidas especiales y probablemente se hacía circular alguna poderosa sidra.
Había en Salem una buena provisión de inútiles que se entretenían jugando al
tejo en la taberna de Bridget Bishop. Probablemente el trabajo duro, más que el
credo, impidió que, se deteriorase la moral del lugar. La gente se veía
obligada a luchar con la tierra, heroicamente, por cada grano de cereal y nadie
disponía de mucho tiempo para holgazanear.
Que había algunos bromistas está
indicado, sin embargo, por la costumbre de designar una patrulla de dos hombres
cuya obligación era "marchar durante las horas del culto de Dios para
tomar nota ya sea de quienes permanecieren cerca de la capilla sin concurrir al
rito y la oración, o de aquellos que permanecieren en sus casas o en el campo
sin justificarlo debidamente, y tomar los nombres de dichas personas y
presentarlos a los magistrados a fin de que éstos puedan obrar en
consecuencia". Esta predilección por meterse en asuntos ajenos fue
tradicional entre la gente de Salem e indudablemente creó muchas de las
sospechas que alimentarían la locura que estaba próxima. Fue también, a mi
juicio, una de las cosas contra las que se rebelaría un John Proctor, pues la
época del campo armado casi había pasado y, desde que el país estaba
razonablemente —aunque no totalmente— seguro,
las antiguas disciplinas comenzaban a resentirse. Pero, como en todos estos
asuntos, la cuestión no estaba resuelta pues el peligro continuaba siendo una
posibilidad y era en la unidad, todavía, donde se hallaba la mejor promesa de
seguridad.
El extremo del desierto estaba cerca. El
continente americano se extendía interminablemente hacia el oeste y estaba,
para ellos, lleno de misterio. Oscuro y amenazador, se alzaba sobre sus cabezas
noche y día, pues de allí, de tiempo en tiempo, venían a merodear tribus de
indios y el reverendo Parris inclusive tenía algunos feligreses que habían
perdido familiares a manos de esos paganos.
La parroquial petulancia de esta gente
fue responsable, en parte, de su fracaso en convertir a los indios. También es
probable que prefirieran arrebatarle tierra a paganos y no a correligionarios.
.. De cualquier modo, muy pocos indios fueron convertidos y la gente de Salem
creía que la selva virgen era la morada del Diablo, su último refugio, la
ciudadela para su defensa final. Para ellos, la selva americana era el último
refugio de la tierra en el que no se rendía tributo a Dios.
Por estas razones, entre otras,
ostentaban un aire de innata resistencia, hasta de persecución. Sus padres
habían sido, por supuesto, perseguidos en Inglaterra. De modo que ahora, ellos
y su iglesia, encontraban necesario negarle su libertad a cualquier otra secta,
para que su nueva Jerusalén no fuese profanada y corrompida por comportamientos
equivocados e ideas engañosas.
Creían, en resumen, que ellos sostenían
en sus firmes manos la bujía que iluminaría al mundo. Nosotros hemos heredado
esa creencia y ella nos ha ayudado y dañado. A ellos, con la disciplina que les
dio, les ayudó. Fueron, en general, gentes aplicadas; y tuvieron que serlo para
afrontar la vida que habían elegido —o a la
que habían nacido— en este país.
La prueba del valor que para ellos tuvo
su creencia puede hallarse en el carácter opuesto de la primera colonia de
Jamestown, más al sud, en Virginia. Los ingleses que desembarcaron allí eran
impulsados principalmente por un afán de ganancias. Habían pensado alzarse con
los bienes del nuevo país y regresar, ricos, a Inglaterra. Eran una banda de
individualistas y un grupo mucho más simpático que los hombres de
Massachusetts. Pero Virginia los destruyó. También Massachusetts trató de matar
a los Puritanos, pero ellos se aliaron; establecieron una sociedad comunal que,
en el comienzo, fue poco más que un campo armado bajo una dirección autocrática
y muy devota. fue, empero, una autocracia por consentimiento, pues estaban
unidos de arriba abajo por una ideología común cuya perpetuación era la razón y
justificación de todos sus sufrimientos. Así, pues, su abnegación, su
resolución, su desconfianza hacia todo propósito vano, su despótica justicia,
fueron en conjunto instrumentos perfectos para la conquista de este espacio tan
hostil al hombre.
Pero el pueblo de Salem en 1692 no era
precisamente la gente aplicada que arribara en el Mayflower. Había tenido lugar un gran cambio y, en esa misma época,
una revolución había depuesto al gobierno real reemplazándolo por una junta que
en este momento estaba en el poder. A los ojos de ellos, ésos debían parecer
tiempos dislocados y para la gente común deben de haber sido tan insolubles y
complicados como lo es nuestra época hoy.
Es notable la facilidad con que pudo
convencerse a muchos de que esa era de confusión les había sido infligida por
fuerzas subterráneas y tenebrosas. No es que aparezca indicio de tal
especulación en las actas del tribunal, pero el desorden social en cualquier
época alienta semejantes sospechas místicas y cuando, como en Salem, se extraen
milagros de debajo de la superficie social, es demasiado pretender que la gente
se abstenga durante mucho tiempo de caer sobre las víctimas con toda la fuerza
de sus frustraciones.
La tragedia de Salem, que está por
comenzar en estas páginas, fue el producto de una paradoja. Es una paradoja en
cuyas garras vivimos aún y todavía no hay perspectivas de que descubramos su
resolución. Simplemente, era esto: con buenos propósitos, hasta con elevados
propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de
estado y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y
evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por
obra de enemigos materiales o ideológicos. Fue forjada para un fin necesario y
logró ese fin. Pero toda organización es y debe ser fundada en una idea de
exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden
ocupar el mismo espacio. Evidentemente, llegó un momento en que las represiones
en Nueva Inglaterra fueron más severas de lo que parecían justificar los
peligros contra los que se había organizado ese orden. La "caza de
brujas" fue una perversa manifestación del pánico que se había adueñado de
todas las clases cuando el equilibrio empezó a inclinarse hacia una mayor
libertad individual.
Si uno se eleva por encima de aquel
despliegue de maldad individual, sólo puede compadecerlos a todos, así como
nosotros seremos compadecidos algún día. Todavía le es imposible al hombre
organizar su vida social sin represiones, y el equilibrio entre orden y
libertad aún está por encontrarse.
La "caza de brujas" no fue,
sin embargo, una mera represión. Fue también, y con igual importancia, una
oportunidad largamente demorada para que todo aquel inclinado a ello expresase
públicamente sus culpas y pecados cobijándose en acusaciones contra las
víctimas. Repentinamente se hizo posible —patriótico
y sagrado— que un hombre dijese que Martha Corey había acudido a su
habitación durante la noche y que, mientras su esposa dormía a su lado, Martha
se había acostado sobre su pecho y "casi lo había sofocado". Por
supuesto, sólo era el espíritu de Martha, pero la satisfacción del hombre al
confesarse no fue menor que si se hubiese tratado de Martha misma. De
ordinario, no podía uno decir tales cosas en público.
Viejos odios de vecinos, largamente reprimidos,
ahora podían expresarse abiertamente, y vengarse a despecho de los caritativos
mandamientos de la Biblia. La codicia de tierras, antes puesta de manifiesto en
continuos altercados por cuestiones de límites y testamentos, pudo ahora
elevarse a la arena de la moralidad; era posible acusar de brujería a un vecino
y sentirse perfectamente justificado por la ganga obtenida. Viejas cuentas
podían ajustarse en un plano de celestial combate entre Lucifer y el Señor; las
sospechas y la envidia del infeliz hacia el dichoso podían desencadenarse, y se
desencadenaron, en la general venganza.
Parris reza ahora y aunque no podemos
escuchar sus palabras, percibimos que es presa de la confusión. Murmura, parece
estar a punto de sollozar; luego solloza y entonces reza de nuevo, pero su hija
no se mueve.
Se abre la puerta y entra su esclava
negra. Títuba tiene más de cuarenta años. Parris la trajo de Barbados, donde él
había vivido varios años como comerciante antes de incorporarse a la Iglesia.
Títuba entra como quien ya no soporta la separación de su ser más querido, pero
también muy asustada pues su instinto de esclava le ha advertido que, como
siempre, las dificultades en esta casa terminan por caer sobre ella.
Títuba (dando ya un paso atrás): ¿Mi
Betty, sanita pronto?
Parris: ¡Fuera de aquí!
Títuba (retrocediendo hacia la puerta): Mi
Betty no morir...
Parris (incorporándose, furioso): ¡Fuera
de mi vista! (Ella ya se ha ido.) Fuera de mi... (Es dominado por los
sollozos. Los acalla apretando los dientes; cierra la puerta y se apoya en
ella, exhausto.) ¡Dios mío! ¡Dios, ayúdame! (Temblando de miedo,
murmurando para sí entre sollozos, va hacia el lecho y toma suavemente la mano
de Betty.) Betty. Criatura. Niña querida. ¿Despertarás, abrirás tus ojos?
Betty, pequeña... (Se inclina para arrodillarse nuevamente, cuando entra su
sobrina Abigail Williams, de 17 años, muchacha de llamativa belleza, huérfana,
con una infinita capacidad para simular. Ahora rebosa preocupación, aprensión y
compostura.)
Abigail: Tío. (El la mira.) Susanna Walcott viene de lo del doctor
Griggs.
Parris: ¿Sí? Que entre, que entre.
Abigail (Asomándose a la puerta para llamar a Susanna, que está unos escalones
más abajo): Entra, Susanna.
(Entra Susanna Walcott, muchacha
nerviosa, apresurada, algo más joven que Abigail.)
Parris (ansiosamente): Hija, ¿qué dice el médico?
Susanna (empinándose para ver a Betty por encima de Parris): Me manda venir a deciros, reverendo señor, que para eso no puede
encontrar en sus libros ninguna medicina.
Parris: Debe seguir buscando, entonces.
Susanna: Sí, señor; ha estado buscando en sus libros desde que lo dejasteis,
señor. Pero me manda deciros que podríais buscar vos la causa de esto en algo
antinatural.
Parris (dilatándosele los ojos): No...
no. Nada de causas antinaturales. Dile que he enviado por el reverendo Hale, de
Beverly y el señor Hale seguramente lo confirmará. Que busque en la medicina y
deseche toda idea de causas antinaturales, que aquí no las hay.
Susanna: Sí, señor. Es él quien me manda deciros... (Se vuelve para
salir.)
Abigail: No digas nada de esto en el pueblo, Susanna.
Parris: Ve directamente a casa y no hables de causas antinaturales.
Susanna: Sí, señor. Rogaré por ella. (Vase.)
Abigail: Tío, cunde el rumor de que es brujería; creo que lo mejor será que
bajéis y lo neguéis vos mismo. La sala está llena de gente, señor. Yo me
quedaré con ella.
Parris (abrumado, se vuelve hacia ella): ¿Y qué
he de decirles? ¿Que en el bosque descubrí a mi hija y mi sobrina, bailando
como herejes?
Abigail: Sí, tío, bailamos. Habréis de decirles que yo lo confesé. Y seré
azotada si debo serlo. Pero hablan de brujería. Betty no está embrujada.
Parris: Abigail, no puedo presentarme ante la congregación sabiendo que no te
has franqueado conmigo. ¿Qué habéis hecho con ella en el bosque?
Abigail: Bailamos, tío. Y cuando aparecisteis de entre los arbustos, tan
repentinamente, Betty se asustó y se desmayó. Y eso fue todo.
Parris: Hija, siéntate.
Abigail (temblando al sentarse): Yo
jamás le haría daño a Betty. La amo tiernamente.
Parris: Atiéndeme, criatura. Tu castigo vendrá a su tiempo. Pero si en el
bosque habéis traficado con espíritus, debo saberlo ahora, pues sin duda
llegarán a saberlo mis enemigos y con ello me arruinarán.
Abigail: Pero es que no conjuramos espíritus...
Parris: ¿Entonces por qué desde la medianoche no puede moverse? La chica no
tiene remedio. (Abigail baja la vista.) Esto saldrá a la luz,
forzosamente ...; mis enemigos lo pondrán en descubierto. Dime qué es lo que
habéis hecho allí. Abigail, ¿te das cuenta de que tengo muchos enemigos?
Abigail: Oí decirlo así, tío.
Parris: Hay un bando que ha jurado arrojarme de mi púlpito. ¿Comprendes esto?
Abigail: Así lo creo, señor.
Parris: Y bien; en medio de semejante embrollo, mis propios familiares
resultan ser el mismo centro de no sé qué práctica obscena. En el bosque se
hacen barbaridades...
Abigail: ¡Jugábamos, tío!
Parris (señalando a Betty): ¿A esto le llamas jugar? (Ella
baja la mirada. El suplica.) Abigail, si sabes algo que pueda ayudar al
médico, por amor de Dios, dímelo. (Ella calla.) Al sorprenderos, vi a
Títuba agitando sus brazos sobre el fuego. ¿Por qué hacía eso? Y oí cómo, de su
boca, salía una chillona jerigonza. ¡Se bamboleaba como una bestia estúpida
sobre esa fogata!
Abigail: Siempre canta sus cantos de Barbados, y nosotras bailamos.
Parris: No puedo cerrar los ojos a lo que vi, Abigail, pues no han de
cerrarlos mis enemigos. Vi un vestido tirado sobre la hierba.
Abigail (inocentemente): ¿Un vestido?
Parris (...es muy duro decirlo): Sí, un
vestido. ¡Y me pareció ver... a alguien desnudo, corriendo entre los árboles!
Abigail (aterrorizada): ¡Nadie estaba desnudo! ¡Os
engañáis, tío!
Parris (con enojo): ¡Yo lo vi! (Se aleja de ella.
Con resolución): Sé sincera conmigo, Abigail. Y te imploro, doblégate bajo el
peso de la verdad, pues lo que está en juego es mi ministerio...; mi ministerio
y tal vez la vida de tu prima. Cualquiera haya sido la enormidad que habéis
consumado, dímelo todo ahora, pues no me atrevo a presentarme ante ellos, allí
abajo, sin conocer la verdad.
Abigail: No hay nada más. Lo juro tío.
Parris (la observa: luego asiente con la cabeza, convencido a medias): Abigail, he luchado aquí durante tres largos años para que esta gente
testaruda se me someta y ahora, justamente ahora cuando la parroquia comienza a
dar señales de algún respeto hacia mí, tú comprometes nada menos que mi
reputación. Te he dado un hogar, criatura, te he cubierto de ropas...; dame
ahora una honrada respuesta. En el pueblo..., ¿tu nombre es completamente
inmaculado?
Abigail (con una pizca de resentimiento): Claro,
estoy segura de que sí, señor. Mi nombre no tiene de qué avergonzarse.
Parris (concretando): Abigail, aparte de lo que me has
dicho, ¿hay alguna otra causa por la que te han despedido del servicio de la
señora Proctor? He oído decir, y tal como lo dijeron te lo cuento, que este año
ella viene a la iglesia tan raras veces sólo por no sentarse tan cerca de algo
sucio. ¿Qué querían decir con eso?
Abigail: Me odia; sin duda, tío, porque no quise ser su esclava. Es una mujer
cruel, una mujer mentirosa, insensible, llorona, y yo no quiero trabajar para
semejante mujer.
Parris: Tal vez lo sea. Y sin embargo me ha preocupado que estés fuera de esa
casa desde hace siete meses y que en todo este tiempo ninguna otra familia haya
pedido tus servicios.
Abigail: Quieren esclavos, no gente como yo. Que vayan a buscarlos a Barbados.
¡No me ensuciaré la cara por ninguno de ellos! (Con mal disimulado
resentimiento hacia él): ¿Me regateas mi cama, tío?
Parris; No... No.
Abigail (con arrebato): Tengo buen nombre en el pueblo.
No permitiré que se diga que mi nombre está sucio. ¡La señora Proctor es una
charlatana embustera! (Entra Ann Putnam. Es una mujer de cuarenta y cinco
años, de alma atormentada, obsesionada por la muerte, acosada por los sueños.)
Parris (apenas comienza a abrirse la puerta): No...
no. No puedo recibir a nadie. (La ve y en él surge cierta deferencia aunque
sin disipar su ansiedad): Ah, señora Putnam, entrad.
Ann (agitada, con los ojos encendidos): Es un
prodigio, no cabe duda de que os ha tocado un rayo del Infierno.
Parris: No, señora Putnam, es...
Ann (aludiendo a Betty): ¿Hasta qué altura voló, hasta qué
altura?
Parris: No, no... no voló...
Ann (muy satisfecha de ello): ¡Cómo!
¡Seguro que voló! ¡El señor Collins la vio pasar sobre el granero de Ingersoll,
y descender con la ligereza de un pájaro, dice!
Parris: No, señora Putnam, escuchad, ella no ha... (Entra Thomas Putnam,
un duro terrateniente acomodado, cincuentón.) Ah, buenos días, señor
Putnam.
Putnam: ¡Es una suerte que la cosa haya brotado, por fin! ¡Es providencial! (Va
directamente hacia el lecho.)
Parris: ¿Qué cosa ha brotado, señor, qué...? (Ann va hacia la cama.)
Putnam (mirando a Betty): ¡Pero sus ojos están
cerrados! Mira tú, Ann.
Ann: Sí que es extraño. (A Parris): Los de la nuestra están
abiertos.
Parris (sobresaltado): ¿Vuestra Ruth está enferma?
Ann (con maligna certidumbre): Yo no
diría enferma; el toque del Diablo es más grave que estar enferma. Es la
muerte, sabéis, es la muerte diabólica que se mete en ellas, con horquilla y
con pezuñas.
Parris: ¡Oh, no, por favor! ¿Por qué, qué es lo que tiene Ruth?
Ann: Tiene lo que se merece... No se despertó esta mañana, pero sus ojos
están abiertos y camina, y nada oye, nada ve, y nada puede comer. Su alma está
poseída, seguramente. (Parris queda paralizado.)
Putnam (como pidiendo más detalles): Dicen
que habéis enviado por el reverendo Hale, de Beverly...
Parris (con menos convicción ahora): Es sólo
una precaución. Posee gran experiencia en todas las artes demoníacas, y yo...
Ann: Ya lo creo; y el año pasado encontró una bruja en Beverly, recordadlo
bien.
Parris: Vamos, señora Ann, sólo pensaron que era una bruja, y estoy seguro de
que aquí no hay nada de brujería.
Putnam: ¡Nada de brujería! Vamos señor Parris, ved que...
Parris: Thomas, Thomas, os ruego, no habléis de brujería. Sé que vos no me
desearíais, y vos menos que nadie, Thomas, tan desastrosa acusación. No podemos
pensar en brujería. A gritos me echarán de Salem por semejante corrupción en mi
casa.
(Dos palabras acerca de Thomas Putnam.
Era un hombre con muchos rencores, de los que, por lo menos uno, parece
justificado. Tiempo atrás, el cuñado de su esposa, James Bayley, había sido
rechazado como ministro de Salem. Bayley llenaba todos los requisitos y contaba
con dos tercios de los votos necesarios, pero un sector impidió su designación
por razones que no son claras.
Thomas Putnam era el hijo mayor del
hombre más rico del lugar. Había peleado contra los indios en Narragansett y se
interesaba profundamente por los asuntos parroquiales. Indudablemente, se
sintió mal retribuido por la comunidad que tan escandalosamente desairaba a su
candidato para uno de los cargos más importantes del pueblo, tanto más cuanto
que él mismo se consideraba intelectualmente superior a la mayoría de la gente
que había a su alrededor.
Su naturaleza vengativa quedó demostrada
mucho antes de que comenzara la "caza de brujas". George Burroughs,
otro ex párroco de Salem, había tenido que obtener dinero prestado para pagar
el entierro de su esposa y como la parroquia se atrasaba en el pago de su
salario, pronto se encontró en bancarrota. Thomas y su hermano John hicieron
encarcelar a Burroughs por deudas que el hombre no debía.
El incidente es importante sólo porque
Burroughs consiguió ser párroco allí donde Bayley, cuñado de Thomas Putnam, fue
rechazado; el motivo de resentimiento es aquí claro. Thomas Putnam sintió que
su propio nombre y el honor de su familia habían sido mancillados por el pueblo
y se propuso desquitarse como pudiera.
Otra razón para creerlo un hombre
profundamente amargado fue su intento de destruir el testamento de su padre,
quien había legado una suma desproporcionada a un hermanastro. Como en todos
los pleitos públicos en que trató de forzar las cosas, también fracasó en éste.
No es sorprendente, pues, hallar tantas
acusaciones de puño y letra de Thomas Putnam, o que tan frecuentemente se haya
encontrado su nombre en calidad de testigo, corroborando los testimonios
destinados a probar lo sobrenatural, o que su hija iniciase el griterío en los
trances más oportunos durante los procesos, especialmente cuando... Pero ya
hablaremos de esto a su tiempo.)
Putnam (en este momento está decidido a empujar al abismo a Parris, por quien
siente desprecio) : Señor Parris, en todas las disputas
aquí habidas he estado de vuestra parte, y así continuaría; pero no puedo, si
os resistís en esto. Espíritus dañinos, vengativos, están arrebatando a estas
criaturas.
Parris: Pero Thomas, no podéis...
Putnam: ¡Ann! Dile al señor Parris lo que has hecho.
Ann: Reverendo Parris, he dejado bajo tierra a siete niños sin bautizar.
Creedme, señor, jamás habéis visto nacer niños más robustos. Y sin embargo,
cada uno de ellos estaba destinado a marchitarse en mis brazos la misma noche
de su nacimiento. Yo nada he dicho, pero es mi corazón el que ha insinuado a
voces. Y ahora, este año, mi Ruth, mi única..., la veo tornarse extraña:
taciturna criatura se ha vuelto este año y se está encogiendo como si una boca
sedienta le sorbiese hasta la vida. Y entonces pensé en que fuese a ver a
vuestra Títuba.
Parris: ¡A Títuba! ¿Qué podría Títuba...?
Ann: Títuba sabe cómo hablar a los muertos, señor Parris.
Parris: ¡Señora Ann..., es un enorme pecado invocar a los muertos!
Ann: Mi alma cargue con ello; ¿pero quién, si no, podría decirnos con
certeza qué persona mató a mis niños?
Parris (horrorizado): ¡Mujer!
Ann: ¡Fueron asesinados, señor Parris! ¡Y tomad nota de esta prueba! ¡Tomad
nota! Anoche, mi Ruth estuvo más cerca que nunca de sus almitas; lo sé, señor.
¿Pues cómo es que ha enmudecido ahora, si no porque algún poder de las
tinieblas le ha paralizado la boca? ¡Es una señal prodigiosa, señor Parris!
Putnam: ¿No comprendéis, señor? Hay entre nosotros una bruja asesina, decidida a
mantenerse en las sombras. (Parris se vuelve hacia Betty evidenciando un
creciente terror frenético.) Dejad que vuestros enemigos piensen lo que
quieran, vos no lo podéis ignorar.
Parris (a Abigail): Entonces, invocabais espíritus, anoche.
Abigail (en un susurro): Yo no, señor... Títuba y Ruth.
Parris (se vuelve ahora, con nuevo temor; va hacia Betty, la observa y
luego, con la mirada fija en el vacío): ¡Oh, Abigail, qué adecuada
retribución a mi generosidad! Ahora estoy perdido.
Putnam: No estáis perdido. Haceos fuerte, ahora. No esperéis a que nadie os
acuse. Declaradlo vos mismo. Habéis descubierto una brujería...
Parris: ¿En mi casa? ¿En mi casa, Thomas? Me derribarán con esto. Harán de
ello una... (Entra Mercy Lewis, la sirvienta de los Putnam, una muchacha de
diez y ocho años, gorda, taimada y despiadada.)
Mercy: Con vuestro perdón. Sólo quise ver cómo está Betty.
Putnam: ¿Cómo es que no estás en casa? ¿Quién está con Ruth?
Mercy: Vino la abuela. Mejoró algo, creo... Antes, dió un tremendo estornudo.
Ann: ¡Ah, es un signo de vida!
Mercy: Yo ya no temería, señora Putnam. Fue un gran estornudo; otro así y estoy
segura que del sacudón le vuelve el juicio. (Va al lecho a mirar.)
Parris: ¿Queréis dejarme ahora, Thomas? Rezaría un momento a solas.
Abigail: Tío, habéis rezado desde medianoche. Por qué no bajáis y...
Parris: No... no. (A Putnam): No tengo respuesta para esa multitud.
Esperaré hasta que llegue Hale. (Invitando a Ann a salir): Tened a bien,
señora Ann...
Putnam: Y bien, señor. ¡Lanzaos contra el Diablo y el pueblo os bendecirá por
ello! Bajad, habladles..., orad con ellos. Están sedientos de vuestra palabra,
señor. Confío en que oraréis con ellos.
Parris (dominado): Los guiaré en un salmo, pero nada
digáis de brujería por ahora. No he de discutirlo. La causa es aún desconocida.
He tenido bastantes disputas desde que llegué. No quiero más.
Ann: Mercy, tú vas a casa a acompañar a Ruth, ¿me oyes?
Mercy: Sí, señora. (Sale Ann Putnam.)
Parris (a Abigail): Si se lanza a la ventana, llámame
en seguida.
Abigail: Lo haré, tío.
Parris (a Putnam): Hay una fuerza terrible, hoy, en
sus brazos. (Sale con Putnam.)
Abigail (con contenido azoramiento): ¿Qué
tiene Ruth?
Mercy: Es espeluznante, no sé...; desde anoche parece caminar como una
muerta.
Abigail (se vuelve súbitamente y va hacia Betty; con temor en la voz): ¡Betty! (Betty no se mueve. La sacude): ¡Acaba de una vez!
¡Betty! ¡Levántate! (Betty no se mueve. Mercy se acerca.)
Mercy: ¿Ensayaste golpearla? Yo le di a Ruth una buena y eso la despertó por
un rato. Anda, déjame a mí.
Abigail (rechazando a Mercy): No, él subirá en seguida.
Escúchame. Si nos interrogan, diles que bailábamos... Eso es todo lo que yo le
dije.
Mercy: Bueno. ¿Y qué más?
Abigail: El sabe que Títuba conjuró a las hermanas de Ruth a levantarse de la
tumba.
Mercy: ¿Y qué más?
Abigail: Te vio desnuda.
Mercy (batiendo palmas, con una risita asustada): ¡Jesús!
(Entra Mary Warren, sin aliento. Es una
muchacha de diez y siete años, servil, simple, triste.)
Mary: ¿Qué haremos? ¡El pueblo está en la calle! ¡Recién llego de la granja;
toda la comarca habla de brujería! ¡Abby, nos acusarán de brujas!
Mercy (apuntando y mirando a Mary): Ella
piensa confesar, lo sé.
Mary: Tenemos que confesar, Abby. Por brujería ahorcan..., ¡ahorcan como en
Boston hace dos años! ¡Abby, debemos decir la verdad! Por bailar y las otras
cosas, sólo te azotarán.
Abigail: ¡Oh... NOS azotarán!
Mary: Yo no hice nada de eso, Abby. Yo miraba solamente.
Mercy (yendo amenazadora hacia Mary): ¡Ah! Tú
eres especial para mirar, ¿no es cierto Mary Warren? Para espiar sí que eres
valiente. (Betty, en la cama, se queja. Abigail se vuelve instantáneamente.)
Abigail: Betty. (Va hacia Betty): Vamos querida, Betty, despierta ya. Es
Abigail. (La incorpora y la sacude furiosamente): ¡Betty, voy a pegarte!
(Betty se queja): Ahá, parece que mejoras. Hablé con tu papá y le conté
todo. De modo que no hay nada que...
Betty (asustada de Abigail, salta de la cama como una luz y pegada de
espaldas a la pared): ¡Quiero a mi mamá!
Abigail (con alarma, mientras se aproxima cautelosamente a Betty): Betty, ¿qué te pasa? Tu mamá está muerta y enterrada.
Betty: ¡Quiero volar hacia mamá! ¡Dejadme volar! (Extiende los brazos como
para volar, largándose hacia la ventana por donde alcanza a pasar una pierna.)
Abigail (arrastrándola lejos de la ventana): Le
conté todo; él ya sabe, ahora ya sabe todo lo que nosotras...
Betty: Tú bebiste sangre, Abigail, eso no se lo contaste.
Abigail: ¡Betty, no volverás a decir eso! Nunca, jamás...
Betty: ¡Lo hiciste, lo hiciste! ¡Bebiste un encantamiento para que muera la
mujer de John Proctor! ¡Sí! ¡Bebiste un encantamiento para matar a la señora
Proctor!
Abigail (la abofetea): ¡Calla! ¡Basta ya!
Betty (desplomándose en el lecho): ¡Mamá,
mamá! (Se deshace en sollozos.)
Abigail: Atended. Vosotras todas. Bailábamos. Y Títuba invocó a las hermanas de
Ruth Putnam. Y eso es todo. Y acordaos de esto: que se os escape una palabra, a
cualquiera de vosotras, o la sombra de una palabra acerca de las otras cosas, y
apareceré en lo más negro de una noche horrible y os ajustaré las cuentas hasta
el escalofrío. ¡Y vosotras sabéis que yo puedo hacerlo; he visto cómo, sobre la
almohada junto a la mía, los indios destrozaban las cabezas de mis pobres
padres, y he visto algunas otras sangrientas faenas realizadas en la noche, y
puedo hacer que vosotras os lamentéis de haber visto siquiera que se puso el
sol! (Va hacia Betty y rudamente la incorpora): ¡Vamos, tú... siéntate y
acaba con esto! (Pero Betty se desploma en sus brazos y yace inerte en el
lecho.)
Mary (histéricamente asustada): ¡Qué le
dio! (Mirando despavorida a Betty): ¡Abby, se va a morir! Conjurar es un
pecado y nosotras...
Abigail (yendo hacia Mary): ¡Mary Warren, te he dicho que te
calles!
(Entra John Proctor. Al verlo, Mary
retrocede asustada.)
(Proctor era un agricultor de unos
treinta y cinco años. No tiene por qué haber sido miembro de ningún bando del
pueblo, pero hay indicios que sugieren que era violento y mordaz con los
hipócritas. Era la clase de hombre —poderoso
de cuerpo, bien dispuesto y difícilmente dominable— que no puede rehusar su
apoyo a militantes de ningún partido sin provocar su más hondo resentimiento.
En presencia de Proctor todo necio sentía instantáneamente su necedad... y por
cosas así, un Proctor siempre está expuesto a la calumnia.
Pero, como veremos, las tranquilas
maneras que él exhibe no surgen de un alma libre de tormentos. Es un pecador,
un pecador no sólo ante la moral imperante en la época, sino ante su propia
visión de lo que es una conducta decente. Aquella gente no disponía de un
ritual para lavar sus pecados. Es otro rasgo que hemos heredado de ellos, y que
lo mismo nos ha ayudado a disciplinarnos como a fomentar entre nosotros la
hipocresía. Proctor, respetado y hasta temido en Salem, ha llegado a
considerarse a sí mismo una especie de fraude. Pero nada de esto ha aparecido
todavía en la superficie; y cuando entra, viniendo de la concurrida sala de
abajo, lo que vemos es un hombre en la flor de la vida, con una tranquila
confianza y una inexpresada fuerza oculta. Mary Warren, su sirvienta, apenas
puede hablar por la turbación y el miedo.)
Mary: ¡Oh! Ya me estoy marchando a casa, señor Proctor.
Proctor: ¿Eres
boba, Mary Warren? ¿Eres sorda? Te prohibí dejar la casa,
¿no es cierto? ¿Para qué te pago? Tengo que vigilarte más que a mis vacas.
Mary: Sólo vine a ver los grandes acontecimientos del mundo.
Proctor: Grandes acontecimientos en el traste voy a darte yo uno de estos días.
¡Vete a casa; mi mujer tiene tarea para ti! (Ella sale lentamente, tratando
de conservar un resto de dignidad.)
Mercy (extrañamente fascinada y a la vez atemorizada): Es mejor que me vaya. Debo atender a mi Ruth. Buenos días, señor
Proctor.
(Evitando la proximidad de Proctor,
Mercy sale rápidamente. Desde la aparición de Proctor, Abigail ha permanecido
como en punta de pies, bebiendo su figura, con ojos dilatados. El le echa una
mirada y va hacia el lecho de Betty.)
Abigail: ¡Por Dios! ¡Ya casi había olvidado lo fuerte que eres, John Proctor!
Proctor (mirando a Abigail con una vaga sonrisa de inteligencia apenas
esbozada en el rostro): ¿Qué diablura es ésta?
Abigail (con una risita nerviosa): Nada;
sólo está medio tonta.
Proctor: Desde la mañana, el camino de mi casa se ha convertido en una
peregrinación a Salem. El pueblo entero habla de brujería.
Abigail: ¡Bah, cuentos! (Se le acerca, persuasiva, con un aire confidencial
y travieso): Anoche estábamos bailando en el bosque y mi tío nos
sorprendió. Ella se asustó. Eso es todo.
Proctor (ensanchando su sonrisa): ¡Ah,
traviesa como siempre, no? (Esperanzada, Abigail deja escapar una risita y
se atreve a acercársele, mirándole febrilmente en los ojos.) Te meterán en
el cepo antes de que cumplas los veinte. (Hace ademán de irse pero ella se
interpone.)
Abigail: Dime algo, John. Algo tierno. (Su vehemencia destruye la sonrisa de
Proctor.)
Proctor: No, Abby, no, eso ha terminado.
Abigail (insultante): ¿Cinco millas viajas tú por ver
volar a una tonta? Te conozco...
Proctor (apartándola con firmeza): Vengo a
ver qué enredo está tramando tu tío ahora. (Categórico.) Quítatelo de la
cabeza, Abby.
Abigail (asiéndole una mano antes de que él la haya soltado): John..., me paso las noches esperándote.
Proctor: Nunca he prometido venir a verte, Abby.
Abigail (no puede creerle; con cólera creciente): ¡Creo tener algo más que promesas!
Proctor: Abby, te quitarás eso de la cabeza. No vendré más por ti.
Abigail: Te estás burlando de mí.
Proctor: Tú sabes que no.
Abigail: Lo que sé es cómo me estrechabas en los fondos de tu casa, y sudabas
como un caballo cada vez que me acercaba. ¿O es que lo he soñado? Quien me echó
fue ella, no puedes simular que fuiste tú. Te vi el rostro cuando ella me echó,
y me amabas entonces y me amas ahora.
Proctor: Abby, eso es decir una salvajada.
Abigail: Una salvaje puede decir salvajadas. Pero no tanta salvajada, creo. Te
he visto desde que ella me echó; te he visto por las noches.
Proctor: En estos siete meses apenas si he salido de mi granja.
Abigail: Soy sensible al calor, John, y el tuyo me ha arrastrado hasta mi
ventana y te he visto mirando hacia arriba, ardiendo en tu soledad. ¿Vas a
decirme que no has mirado hacia mi ventana?
Proctor: Puede haber mirado.
Abigail (ablandándose): Con seguridad, John. No eres de
invernadero. Te conozco, John. Yo te conozco. (Está llorando.) Los
sueños no me dejan dormir; en cuanto empiezo a soñar me despierto y camino por
la casa como si fuera a encontrarte viniendo por alguna puerta. (Lo abraza
desesperadamente.)
Proctor (apartándola suavemente, con gran compasión pero firmemente): Niña...
Abigail (en un arranque de ira): ¡Cómo
me llamas niña!
Proctor: Puede que te recuerde con dulzura de cuando en cuando, Abby. Pero me
cortaré una mano antes que volver a tocarte. Bórralo de la mente. Nunca nos
hemos tocado, Abby.
Abigail: Es que sí nos tocamos.
Proctor: Es que no nos tocamos.
Abigail (con amargo enojo): Oh, me admira que un hombre tan
fuerte pueda permitir que una esposa tan débil...
Proctor (enojado..., como si también se lo dijese a sí mismo): ¡No dirás nada de Elizabeth!
Abigail: ¡Ella está ensuciando mi nombre en el pueblo! ¡Anda diciendo mentiras
de mí! ¡Es una mujer fría y llorona, y tú te sometes a ella! Deja que te
convierta en...
Proctor (sacudiéndola): ¿Quieres que te azote? (De
abajo llegan voces entonando un salmo.)
Abigail (entre lágrimas): ¡Quiero a John Proctor, el que
interrumpió mi sueño y abrió los ojos de mi corazón! Yo no sabía lo hipócrita
que era Salem, ni me daba cuenta de las mentiras que me enseñaban todas esas
mujeres beatas y sus aliados esposos. Y ahora pretendes que me arranque esa luz
de los ojos. ¡No lo haré, no puedo! ¡Me amaste, John Proctor, y por más pecado
que sea, aún me amas! (El se vuelve bruscamente para salir. Ella corre tras
él.) ¡John, piedad...; ten piedad de mí!
(Al oírse las palabras del salmo
"yendo hacia Jesús", Betty se tapa súbitamente los oídos y se queja
en voz alta.)
Abigail: ¡Betty! (Corre hacia Betty que ahora está sentada, chillando.
Mientras Abigail trata de bajarle las manos, Proctor se acerca diciendo
"Betty!")
Proctor (con creciente nerviosidad): ¿Qué
estás haciendo? Niña, ¿qué te ocurre? ¡No grites así! (El canto se ha
detenido y ahora irrumpe Parris en la habitación.)
Parris: ¿Qué ocurrió? ¿Qué le estáis haciendo? ¡Betty! (Corre hacia el
lecho gritando "¡Betty, Betty!" Entra Ann Putnam, con curiosidad
febril y, tras ella, Thomas Putnam y Mercy Lewis. Parris, junto al lecho,
palmotea suavemente el rostro de Betty, mientras ella gime y trata de
levantarse.)
Abigail: Os oyó cantar y de pronto se levantó gritando.
Ann: ¡El salmo, el salmo! ¡No soporta que se pronuncie el nombre del Señor!
Parris: No, no lo permita Dios. ¡Mercy, corre a lo del médico! ¡Cuéntale lo
que ocurrió aquí! (Mercy Lewis sale corriendo.)
Ann: ¡Un indicio! ¡Ved en ello un indicio!
(Entra Rebecca Nurse, de setenta y dos
años de edad, de cabellera blanca, apoyándose en su bastón.)
Putnam (señalando a la sollozante Betty): ¡Este
es un evidente indicio de brujería desatada, Rebecca Nurse, un prodigioso
indicio!
Ann: ¡Mi madre me lo dijo! Cuando no pueden soportar que el nombre del
Señor sea...
Parris (temblando): Rebecca, Rebecca, acude a ella,
estamos perdidos. Repentinamente, no soporta que el nombre del Señor sea...
(Entra Giles Corey, de ochenta y tres
años, musculoso, digno, inquisitivo, poderoso todavía.)
Rebecca: Hay un enfermo grave aquí, Giles Corey, haz el favor de guardar
silencio, pues.
Giles: No he dicho una palabra. Ninguno de los presentes puede acusarme de
haber dicho una palabra. ¿Va a volar otra vez? Dicen que vuela.
Putnam: ¡Cállate, hombre!
(Todo es silencio. Rebecca cruza la
habitación hacia el lecho; rebosa dulzura. Betty, con los ojos cerrados,
solloza quedamente. Rebecca simplemente se ha plantado ante la niña, quien se
aquieta gradualmente.)
(Y mientras están tan absortos, podemos
decir algo sobre Rebecca.
Rebecca era la esposa de Francis Nurse
quien, según todas las referencias, era uno de esos hombres a quien las dos
partes de una discusión tienen que respetar. Era llamado, cual si fuese un juez
extraoficial, para intervenir como árbitro en las disputas y Rebecca también
gozaba de la alta opinión que la gente tenía de él.
Por la época del drama, poseían
doscientas hectáreas y sus hijos estaban instalados en casas separadas dentro
de la misma propiedad. Originariamente, Francis había arrendado el lugar y hay
una teoría que sostiene que mientras lo fue pagando, y de este modo elevando su
condición, hubo quienes vieron su progreso con resentimiento.
Otra sugerencia para explicar la
sistemática campaña contra los Nurse se encuentra en la guerra que, por sus
tierras, sostuvieron contra sus vecinos, uno de los cuales era un Putnam. Esta
pendencia creció hasta adquirir proporciones de batalla en un encuentro entre
partidarios de ambos bandos y se dice que duró dos días.
En cuanto a Rebecca misma, era tan
elevada la opinión general acerca de su carácter, que para explicar cómo se
atrevió alguien a acusarla de bruja —y
más, cómo es que gente adulta pudo llegar a ponerle la mano encima—,
debemos fijarnos en las tierras de aquel tiempo y sus divisiones.
Como hemos visto, el candidato de Thomas
Putnam para el ministerio de Salem, era Bayley. El plan de Nurse había figurado
en la facción que impidió el nombramiento de Bayley. Por añadidura, ciertas
familias vinculadas a los Nurse por lazos de sangre o por amistad, y cuyas
granjas eran contiguas o vecinas de la de Nurse, se aliaron para romper con la
autoridad municipal de Salem, y fundaron una entidad nueva e independiente,
Topsfield, cuya existencia provocó el enojo de los
viejos salemitas.
Que la mano que movía los hilos del
escándalo era la de Putnam, queda indicado por el hecho de que, tan pronto como
el mismo empezó, esa facción Topsfield-Nurse se ausentó de la iglesia en señal
de protesta e incredulidad. Fueron Edward y
Jonathan Putnam quienes firmaron la primera demanda contra Rebecca; y la
pequeña hija de Thomas Putnam fue la que cayó en trance durante la audiencia y
señaló a Rebecca como su atacante.
Como culminación de todo eso, la señora
Putnam —que ahora está con la mirada fija en
la embrujada niña del lecho—, pronto acusó al espíritu de Rebecca de
"tentarla a la iniquidad", acusación que encerraba más verdad de la
que la señora Putnam podía sospechar.)
Ann (atónita): ¿Qué has hecho? (Rebecca,
pensativa, se aleja del lecho y se sienta.)
Parris (maravillado y aliviado): ¿Qué
piensas de esto, Rebecca?
Putnam (ansiosamente): Rebecca Nurse, ¿irás a ver a mi
Ruth y tratarás de despertarla?
Rebecca (sentada): Creo que despertará a su tiempo.
Por favor, calmaos. Tengo once hijos y soy veintiséis veces abuela y los he
acompañado a todos en sus temporadas bobas y cada vez que les agarraba, sus
diabluras dejaban chiquito al mismo Demonio. Creo que despertará cuando se
canse de esto. El alma de una criatura es como una criatura, nunca podréis
alcanzarla corriendo tras ella; hay que quedarse quieto y pronto volverá por sí
misma, en busca de cariño.
Proctor: Sí, Rebecca, ahí está la verdad.
Ann: Rebecca, esto no es ninguna temporada boba. Mi Ruth está aturdida,
Rebecca; no puede comer.
Rebecca: Tal vez no esté hambrienta todavía. (A Parris.) Espero que no
estéis decidido a salir en busca de espíritus errantes, señor Parris. He oído
anunciarlo afuera.
Parris: En la parroquia se extiende la creencia de que el Diablo puede
hallarse entre nosotros y estoy dispuesto a cumplir con ellos demostrándoles
que están equivocados.
Proctor: Entonces hablad claro y decidles que están equivocados. Antes de
llamar a ese ministro a que busque demonios, ¿habéis consultado con los
consejeros?
Parris: ¡No viene a buscar demonios!
Proctor: Entonces, ¿a qué viene?
Putnam: ¡En el pueblo hay niños muñéndose, caballero!
Proctor: No veo morirse a ninguno. Esta comunidad no ha de ser un juguete
para que lo agitéis a vuestro gusto, señor Putnam. (A Parris.) ¿Habéis
convocado a sesión antes de...
Putnam: ¡Estoy harto de sesiones! ¿Es que el pobre hombre no puede volver la
cabeza sin tener que convocar a sesión?
Proctor: Puede volver la cabeza, pero no hacia el Infierno.
Rebecca: Te ruego, John, cálmate. (Pausa. El cede ante ella.) Señor
Parris, creo que lo mejor será que, tan pronto como venga, mandéis al reverendo
Hale de vuelta. Esto nos va a traer nuevas disputas en la comunidad y habíamos
quedado en que este año habría paz. Creo que ahora deberíamos confiar en el
médico y en una buena plegaria.
Ann: ¡Rebecca, el doctor está desconcertado!
Rebecca: Entonces, si lo está, acudamos a Dios. Hay un peligro monstruoso en
ponerse a buscar espíritus errantes. Lo temo, lo temo. Es mejor que busquemos
la culpa en nosotros y que...
Putnam: ¿Cómo hemos de culparnos a nosotros? Yo soy uno de nueve hijos; la
semilla de los Putnam ha poblado esta región. Y sin embargo, de ocho criaturas
sólo me queda una... y esa una se está marchitando.
Rebecca: Esto no puedo desentrañarlo yo.
Ann (con un creciente dejo de sarcasmo): ¡En
cambio yo debo! ¿Crees que es obra de Dios el que tú jamás pierdas un hijo, ni
un nieto, y que yo en cambio deba enterrarlos a todos menos a uno? Hay ruedas
moviendo ruedas en este pueblo, y fuegos nutriendo fuegos.
Putnam (a Parris): Cuando llegue el reverendo Hale,
procederéis a buscar rastros de brujería en esto.
Proctor (a Putnam): No podéis dar órdenes al señor
Parris. En esta comunidad el voto es por persona y no por hectárea.
Putnam: Nunca os he notado tan preocupado por esta comunidad, señor Proctor.
No creo haberos visto en nuestras reuniones sabáticas desde las últimas
nevadas.
Proctor: Bastantes preocupaciones tengo sin viajar cinco millas para escucharle
predicar no más que tormentos infernales y condenación eterna.
Creed en lo que os digo, señor Parris.
Hay muchos otros que hoy se apartan de la iglesia porque ya casi nunca
mencionáis a Dios.
Parris (excitado): ¡Cómo! ¡Esta es una acusación muy
grave!
Rebecca: Hasta cierto punto es verdad; hay muchos que no se animan a traer a
sus hijos...
Parris: No predico para niños, Rebecca. No son los niños quienes descuidan
sus obligaciones para con este ministerio.
Rebecca: ¿Realmente hay quienes las descuidan?
Parris: Yo diría que más de la mitad del pueblo de Salem...
Putnam (interrumpiendo): Y más que eso...
Parris: ¿Dónde está mi leña? Mi contrato estipula que se me provea de toda mi
leña. ¡Desde noviembre estoy esperando una astilla, y aún en noviembre mismo
tuve que andar exhibiendo mis manos heladas como un mendigo cualquiera!
Giles: Se os asigna seis libras anuales para comprar vuestra leña, señor Parris.
Parris: Considero esas seis libras como parte de mi salario. Bastante poco se
me paga sin que gaste seis libras en leña...
Proctor: Sesenta, más seis para leña...
Parris (interrumpiéndolo): ¡El salario es de sesenta y seis
libras, señor Proctor! No soy ningún predicador de campaña con el librito bajo
el brazo; soy diplomado del colegio de Harvard.
Giles: ¡Así es, y bien versado en aritmética!
Parris: ¡Señor Corey, deberéis buscar mucho para encontrar un hombre de mi
clase por sesenta libras anuales! No estoy acostumbrado a esta miseria;
abandoné un buen negocio en Barbados para servir al Señor. No alcanzo a
desentrañarlo: ¿por qué se me persigue aquí? No puedo proponer nada sin que se
produzca un alboroto de gritos y discusiones. Me he preguntado a menudo si no
estaría el Diablo en esto; de otro modo no puedo comprenderos.
Proctor: Señor Parris, sois el primer párroco que ha exigido el título de
propiedad de esta casa...
Parris (interrumpiendo): ¡Hombre! ¿Es que un párroco no
merece una casa donde vivir?
Proctor: En donde vivir, sí. Pero pretender la propiedad es como si fueseis
dueño de la misma capilla; en la última asamblea a la que acudí hablasteis
tanto de escrituras e hipotecas que creí estar en un remate.
Parris: ¡Pretendo una prueba de confianza, eso es todo! Soy vuestro tercer
predicador en siete años. No quiero ser echado como el gato cada vez que ése
sea el capricho de cualquier mayoría. Vosotros parecéis no comprender que un
ministro es el representante del Señor en la parroquia; a un ministro no se le
ha de perturbar ni contradecir con tanta ligereza.
Putnam: ¡Eso es!
Parris: ¡Habrá obediencia, o la Iglesia arderá como arde el Infierno!
Proctor: ¿Es que no podéis hablar un minuto sin que vayamos a parar al Infierno
nuevamente? ¡Estoy harto del Infierno!
Parris: No sois vos quien decidirá lo que os conviene oír.
Proctor: ¡Creo que puedo decir lo que pienso!
Parris (furioso): ¿Qué, somos cuáqueros acaso?
Todavía no somos cuáqueros aquí, señor Proctor. Y podéis decírselo así a
vuestros partidarios.
Proctor: ¡Mis partidarios!
Parris (por fin se desahoga): En esta iglesia hay un partido.
No estoy ciego; hay un bando y un partido.
Proctor: ¿Contra vos?
Putnam: ¡Contra él y toda autoridad!
Proctor: ¡Ah! Si es así, debo encontrarlo y unirme a él. (Hay conmoción
entre los demás.)
Rebecca: No quiso decir eso.
Putnam: ¡Acaba de decirlo!
Proctor: Lo sostengo solemnemente, Rebecca; no me huele bien esta
"autoridad".
Rebecca: No, no puedes quitarle el apoyo a tu párroco. Tú no eres de ésos,
John. Estrecha su mano. Haced las paces.
Proctor: Tengo grano que sembrar y leña que arrastrar a casa. (Va enojado
hacia la puerta y se vuelve hacia Corey con una sonrisa.) Qué te parece,
Giles, encontremos ese partido. Dice que hay un partido.
Giles: John, he cambiado mi opinión sobre este hombre. Os ruego que me
perdonéis, señor Parris; nunca pensé que en vos hubiese tanta fortaleza.
Parris (sorprendido): ¡Cómo... gracias, Giles!
Giles: Esto le hace pensar a uno en cuál ha sido la dificultad entre nosotros
todos estos años. (A todos.) Pensadlo. ¿A qué se debe que todos andemos
demandándonos los unos a los otros? Pensadlo bien. Es algo profundo y negro
como un pozo. Este año he comparecido seis veces ante la justicia...
Proctor (interrumpiéndolo familiarmente, cordialmente, aunque sabe que con
esto se acerca al límite de la paciencia de Giles): ¿Es culpa del Diablo que uno no pueda decirte buen día sin que lo
demandes por calumnia? Estás viejo, Giles, y no oyes tan bien como antes.
Giles (no puede ser desviado): John
Proctor, hace apenas un mes que cobré cuatro libras de daños y perjuicios
porque decías en público que yo quemé el techo de tu casa, y yo...
Proctor (riendo): Nunca dije tal cosa, pero te he
pagado por ello, de modo que puedo llamarte sordo sin que me cueste. Ven,
acompáñame Giles y ayúdame a arrastrar mi leña a casa.
Putnam: Un momento señor Proctor, ¿qué leña es esa que arrastráis, si puedo
preguntaros?
Proctor: Es mi leña. De mi monte junto al río.
Putnam: Vamos, nos hemos vuelto locos este año. ¿Qué anarquía es ésta? Ese
trecho está dentro de mis límites, dentro de mis límites, señor Proctor.
Proctor: ¡De vuestros límites! (Indicando a Rebecca.) Le compré ese
pedazo al marido de la señora Nurse hace cinco meses.
Putnam: El no tenía derecho a venderlo. En el testamento de mi abuelo dice
claramente que todo el terreno entre el río y...
Proctor: Vuestro abuelo tenía por costumbre legar tierras que nunca le
pertenecieron, si es que puedo decirlo sin rodeos.
Giles: Esta es la pura verdad; también había cedido mi pradera del norte;
pero sabía que, antes de que alcanzase a firmar ese testamento, yo le hubiera
roto los dedos. Vamos a llevar tu leña a casa, John. Siento que me vienen unas
tremendas ganas de trabajar.
Putnam: ¡Cargad uno solo de mis robles y tendréis que pelear para arrastrarlo
a casa!
Giles: Está bien, y además venceremos, Putnam. .. este bobo y yo. ¡Vamos! (Se
vuelve a Proctor e inicia la salida.)
Putnam: ¡Tendrás que vértelas con mis hombres. Corey! ¡Te encajaré una
denuncia! (Entra el reverendo John Hale, de Beverly. Aparece abrumado bajo
el peso de media docena de voluminosos libros.)
(El señor Hale, intelectual de ojos
ávidos y terso cutis, tiene cerca de cuarenta años. La presente es una grata
diligencia para él: al ser invitado a comprobar si aquí hay brujería, sintió el
orgullo del especialista cuya singular sabiduría es, por fin, reconocida
públicamente. Como casi todos los estudiosos, dedicó buena parte de su tiempo a
reflexionar acerca del mundo invisible, especialmente desde que él mismo, no hace
mucho, descubrió una bruja en su parroquia. Sin embargo, bajo su penetrante
escrutinio, esa mujer resultó ser una simple charlatana y la criatura a la que pretendidamente había estado afligiendo recuperó su conducta
normal después de que Hale le brindara su bondad y unos días de reposo en su
propia casa. Pero esa experiencia no provocó en su mente la menor duda en
cuanto a la realidad del trasmundo o la existencia de los multifacéticos
lugartenientes de Lucifer. Fe que no lo desprestigia. Mejores cabezas que la de
Hale hubo —y aún las hay—, convencidas de que más allá existe una
sociedad de espíritus. No puedo dejar de señalar que una de sus frases no ha
provocado risas en ningún público que ha visto esta obra; es su afirmación de
que "No podemos caer en supersticiones. El Diablo es preciso".
Evidentemente, ni siquiera hoy estamos muy seguros de que el diabolismo no sea
cosa sagrada y de la que no hay que mofarse. Y no es por casualidad que estamos
tan confundidos.
Al igual que el reverendo Hale y los
demás personajes de este tablado, concebimos al Diablo como una parte necesaria
a un enfoque respetable de la cosmología. El nuestro es un imperio dividido en
el que ciertas ideas y emociones y acciones son de Dios, y las opuestas, de
Lucifer. Es tan imposible para la mayoría de los hombres concebir una moralidad
sin pecado como una tierra sin "cielo". Desde 1692 un cambio grande
pero superficial borró las barbas de Dios y los cuernos del Diablo, pero el
mundo continúa oprimido entre dos absolutos diametralmente opuestos. El
concepto de unidad, en el que lo positivo y lo negativo son atributos de la
misma fuerza, en el que el bien y el mal son relativos, eternamente cambiantes,
y siempre unidos al mismo fenómeno, tal concepto continúa reservado a las
ciencias físicas y a los pocos que han captado la historia de las ideas. Cuando
se recuerda que hasta la era cristiana el Averno nunca fue considerado como un
área hostil, que a despecho de traspiés ocasionales todos los dioses eran
útiles y esencialmente amistosos para el hombre; cuando vemos la continua y
metódica inculcación en la humanidad de la idea de la inutilidad del hombre —hasta su redención—, puede hacerse evidente la necesidad
del Diablo como arma, arma ideada y utilizada una y otra vez, en toda época,
para obligar a los
hombres a someterse a una determinada iglesia o estado-iglesia.
Nuestra dificultad para creer —a cambio de una palabra mejor—, en la inspiración política
del Diablo, se debe en gran parte al hecho de que él es invocado y condenado no
sólo por nuestros antagonistas sociales sino por nuestro propio sector,
cualquiera que sea. La iglesia católica, mediante su Inquisición, es famosa por
cultivar a Lucifer como el archi-enemigo, pero los enemigos de la Iglesia no se
apoyaron menos en el Diablo para mantener sojuzgada la mente humana.
Lutero mismo fue acusado de alianza con
el Infierno y él a su vez acusó a sus enemigos. Para complicar más las cosas,
creyó que había tenido contacto con el Diablo y que con él había discutido
sobre teología. No me sorprende, porque en mi propia universidad, un profesor
de historia —luterano, dicho sea de paso—, acostumbraba
a congregar a sus discípulos graduados, correr las persianas y platicar en el
aula con Erasmo. Por lo que sé, nunca fue oficialmente escarnecido por ello,
pues, como la mayoría de nosotros, los funcionarios de la universidad son hijos
de una historia que todavía chupa las tetillas del Diablo.
En el momento en que estoy escribiendo,
sólo Inglaterra se ha detenido ante las tentaciones del diabolismo contemporáneo.
En los países de ideología comunista, toda resistencia de cualquier origen es
vinculada a los totalmente malignos súcubos capitalistas y en Norteamérica
cualquier persona que no es reaccionaria en sus opiniones está expuesta a la
acusación de alianza con el infierno rojo. Por lo tanto, a la oposición
política se le da un baño de inhumanidad que justifica
entonces la abrogación de todos los hábitos normalmente aplicados en las
relaciones civilizadas. La norma política es igualada con el derecho moral, y
la oposición a aquélla, con malevolencia diabólica. Una vez que tal ecuación es
hecha efectiva, la sociedad se convierte en un cúmulo de conspiraciones y
contraconspiraciones y el principal papel del gobierno cambia para
transformarse de árbitro en azote de Dios.
Los resultados de este proceso no son
diferentes hoy de lo que siempre fueron, salvo a veces en el grado de crueldad
infligido y ni siquiera siempre en este orden. Normalmente, todo lo que la
sociedad se permitía juzgar eran las acciones y los hechos de un hombre. La
intención secreta de una acción se dejaba para los ministros, sacerdotes y
rabinos. Pero cuando el diabolismo crece, las acciones son las manifestaciones
menos importantes de la verdadera naturaleza de un hombre. El Diablo, como dijo
el reverendo Hale, es astuto y, hasta una hora antes de caer, Dios mismo lo
creyó hermoso en el Cielo.
La analogía, sin embargo, parece
tambalear cuando uno considera que, mientras entonces no había brujas, sí hay
comunistas y capitalistas ahora y en ambos campos hay algunas pruebas de que
andan espías ocupados en minar al contrario. Pero ésta es una objeción
petulante y para nada apoyada por los hechos. Yo no dudo de que la gente en
Salem, sí platicaba con el Diablo y hasta lo adoraba, y si pudiese conocer toda
la verdad en este caso, como sucede en otros, descubriríamos una regular y
convencional propiciación del espíritu negro. Prueba innegable de esto es la
confesión de Títuba, la esclava del reverendo Parris, y también lo es el
comportamiento de las chicas que se asociaron a sus brujerías...
Se cuenta de klatches similares en Europa, en donde, por la noche, las hijas de
las ciudades se reunían, a veces con fetiches y a veces con algún joven
seleccionado, y se entregaban al amor con determinados resultados bastardos. La
Iglesia, avizora como debe serlo cuando se trae a la vida dioses muertos hace
tiempo, condenó esas orgías como brujerías y las interpretó correctamente como
un resurgimiento de las fuerzas dionisíacas que había aplastado mucho antes. El
sexo, el pecado y el Diablo fueron vinculados desde la antigüedad y así
continuaron en Salem y así continúan hoy.
Según todas las noticias, no hay en el
mundo costumbres más puritanas que las impuestas por los comunistas en Rusia
donde la moda femenina, por ejemplo, es tan prudente y púdica como podría
desearlo cualquier bautista norteamericano. Las leyes de divorcio imponen una
tremenda responsabilidad sobre el padre, en cuanto al cuidado de los hijos.
Hasta la suavidad de los reglamentos de divorcio, en los primeros años de la
revolución, fue indudablemente una reacción de la inmovilidad victoriana del
matrimonio del siglo XIX y la hipocresía que
consecuentemente se derivó de ella. Si no por otras razones, un estado tan
poderoso, tan celoso de la uniformidad de sus ciudadanos, no puede tolerar por
mucho tiempo la atomización de la familia. Y sin embargo, por lo menos a los
ojos norteamericanos, persiste la convicción de que la actitud rusa hacia las
mujeres es lasciva. De nuevo es el Diablo trabajando, tal como trabaja en la
mente del eslavo que es sacudido por la mera idea de que una mujer se desvista
en un espectáculo picaresco.
Nuestros adversarios siempre están
envueltos en pecado sexual y es de esta convicción inconsciente de donde
obtiene la demoniología su atractiva sensualidad así como su capacidad de
enfurecer y asustar.
Volviendo a Salem ahora; el reverendo
Hale se ve a sí mismo como un joven médico en su primera visita. Su penosamente
adquirido arsenal de síntomas, palabras mágicas y procedimientos para el
diagnóstico, por fin van a ponerse en uso. El camino de Beverly está
inusitadamente concurrido esta mañana y él se ha cruzado con cien rumores que le hacen sonreír
pensando en la ignorancia de la plebe acerca de esta ciencia tan exacta. Se
siente aliado con las mejores mentalidades de Europa...: reyes, filósofos,
hombres de ciencia y eclesiásticos de todas las iglesias. Su objetivo es la
luz, la bondad y su preservación, y conoce la exaltación de los benditos cuya
inteligencia, afinada por el minucioso examen de comarcas inmensas, es
finalmente convocada para afrontar lo que tal vez sea una cruenta lucha con el
Enemigo en persona.)
Hale: Por favor, alguien que me ayude.
Parris (complacido): Señor Hale..., es bueno veros de
nuevo. (Tomando algunos libros): ¡Oh, qué pesados!
Hale (depositando sus libros): Así
deben ser: tienen todo el peso de la autoridad.
Parris (algo asustado): Ah, venís preparado, por lo que
veo.
Hale: Tendremos mucho que estudiar, si se trata de encontrar la pista del
Viejo. (Advirtiendo a Rebecca): ¿No seréis Rebecca Nurse, por ventura?
Rebecca: Lo soy, señor. ¿Me conocéis?
Hale: Es extraño que os reconociera; pero supongo que será porque vuestro
semblante refleja la bondad de vuestra alma. En Beverly, todos hemos oído
hablar de vuestra generosidad.
Parris: ¿Conocéis a este caballero? El señor Thomas Putnam. Y su buena esposa
Ann.
Hale: ¡Putnam! No esperaba compañía tan distinguida, señor.
Putnam (complacido): Hoy, esto no parece sernos muy
útil, señor Hale. Confiamos en vos para que vengáis a casa a salvar a nuestra
hija.
Hale: ¿Vuestra niña también está enferma?
Ann: Su alma, su alma parece haberse volado. Duerme, y sin embargo
camina...
Putnam: No puede comer.
Hale: ¡No puede comer! (Lo piensa. Luego, a Proctor y Giles Corey): ¿Tenéis,
vosotros, hijos enfermos?
Parris: No, no, éstos son campesinos. John Proctor...
Giles: ...que no cree en brujas.
Proctor (a Hale): Nunca hablé de brujas en un
sentido ni en otro. ¿Vienes, Giles?
Giles: No, no, John, creo que no. Tengo algunas preguntas especiales que
hacerle a este tipo.
Proctor: He oído decir que sois una persona sensata, señor Hale. Espero que
dejéis algo de ello en Salem. (Proctor sale. Hale permanece embarazado un
momento.)
Parris (rápidamente): ¿Queréis examinar a mi hija, señor?
(Guía a Hale hacia el lecho.) Trató de saltar por la ventana; la
descubrimos esta mañana en el camino, agitando los brazos como si fuera a
volar.
Hale (entrecerrando los ojos): Trata
de volar.
Putnam: No puede soportar que se pronuncie el nombre del Señor; esto es un
claro indicio de que hay brujería, señor Hale.
Hale (levantando las manos): No, no.
Permitidme que os instruya. No podemos caer en supersticiones. El Diablo es
preciso; los rastros de su presencia son tan definidos como la piedra, y debo
preveniros que no pondré manos a la obra si no estáis dispuestos a creerme en
caso de que no la encuentre (por Betty) chamuscada por el fuego del
Infierno.
Parris: Está convenido, señor...; está convenido...; nos someteremos a vuestro
juicio.
Hale: Bien entonces. (Va hacia el lecho y observa a Betty. A Parris): Decidme,
¿cuál fue el primer síntoma que advertisteis en este extraño caso?
Parris: Os diré, señor...; la descubrí a ella (indicando a Abigail)... y a
mi sobrina y a diez o doce de las otras muchachas, bailando en el bosque,
anoche.
Hale (sorprendido): ¿Vosotros permitís la danza?
Parris: No, no, era en secreto...
Ann (incapaz de esperar): La esclava del señor Parris sabe
cómo conjurar.
Parris (a Ann): No podemos estar seguros de eso, señora
Putnam...
Ann (asustada, muy suavemente): Yo lo
sé, señor. Envié a mi hija... para que Títuba le dijera quién mató a sus
hermanitas.
Rebecca (horrorizada): ¡Ann! ¿Enviaste a una niña a
invocar muertos?
Ann: ¡Cúlpeme Dios, Rebecca, pero no tú, no tú! ¡No dejaré que tú me
juzgues más! (A Hale): ¿Es cosa natural perder siete hijos antes de que
alcancen a vivir un día?
Parris: ¡Shhh!
(Rebecca, muy dolorida, vuelve el
rostro. Hay una pausa.)
Hale: Siete muertos al nacer.
Ann (suavemente): Así es. (Su voz se quiebra; lo
contempla. Silencio. Hale está impresionado. Parris lo mira. Hale va hacia sus
libros, abre uno, lo hojea, y luego lee. Todos esperan ávidamente.)
Parris (en voz baja): ¿Qué libro es ése?
Ann: ¿Qué dice allí, señor?
Hale (con la fruición de quien saborea un ejercicio intelectual): Aquí está todo el mundo invisible, atrapado, definido y calculado. En
estos libros está el Diablo desnudado de todos sus torpes disfraces. Aquí están
todos los espíritus que os son familiares; vuestros íncubos y súcubos; vuestras
brujas que viajan por tierra, por aire y por mar; vuestros hechiceros de la
noche y del día. No temáis...; lo encontraremos si es que se ha mezclado entre
nosotros, y me propongo destrozarlo por completo en cuanto muestre la cara! (Va
hacia el lecho.)
Rebecca: ¿Dañará a la niña, señor?
Hale: No puedo decirlo. Si realmente está en las garras del Diablo, tal
vez haya que rasgar y arrancar para poder liberarla.
Rebecca: Entonces creo que me iré. Soy demasiado vieja para esto. (Se
levanta.)
Parris (tratando de ser convincente): ¡Vamos,
Rebecca, hoy podemos dar con la clave de todos nuestros trastornos!
Rebecca: Esperémoslo así. Rogaré a Dios por vos, señor.
Parris (con agitación y resentimiento): ¡Supongo
que no quieres decir que aquí rogamos al Diablo! (Breve pausa.)
Rebecca: Ojalá lo supiera. (Sale; los demás se sienten resentidos por su
nota de superioridad moral.)
Putnam (bruscamente): Venid, señor Hale, prosigamos.
Sentaos aquí.
Giles: Señor Hale, siempre quise preguntarle a un hombre ilustrado... qué
significa la lectura de libros extraños.
Hale: ¿Qué libros?
Giles: No podría decirlo; ella los esconde.
Hale: ¿Quién los esconde?
Giles: Martha, mi mujer. Me he despertado más de una noche y la he
sorprendido leyendo un libro. ¿Qué opináis vos de esto?
Hale: Bueno, esto no es necesariamente...
Giles: Me incomoda. Anoche..., notad esto..., lo intentaba y lo intentaba y
no podía decir mis oraciones, y entonces ella cierra su libro y sale de la casa
y de repente..., notad esto..., ¡de repente puedo rezar nuevamente!
(El viejo Giles debe ser presentado
aunque sólo sea porque su destino fue tan notable y tan diferente del de los
demás. En esta época había pasado los ochenta y fue el héroe más gracioso de la
historia. Nadie fue jamás culpado de tanto. Si faltaba una vaca, la primera
idea era buscarla cerca de la casa de Corey; un incendio provocado en la noche,
trajo hasta su puerta la sospecha de que fuera incendiario. Se le importaba un
pito la opinión pública y sólo en sus últimos años —después de que se casó con Martha—, prestó alguna
atención a la iglesia. Es muy probable que Martha le interrumpiese cuando
rezaba, pero él se olvidó de decir que hacía bien poco tiempo que había
aprendido sus oraciones y que no se requería mucha cosa para hacerlo tropezar
en ellas. Era un maniático y un fastidioso pero, con todo, un hombre valiente y
profundamente inocente. En el tribunal le preguntaron una vez si era verdad que
había sido alarmado por la extraña conducta de un cerdo y él contestó que sabía
que se trataba del Diablo en forma de animal. "¿Qué fue lo que os
asustó?", se le preguntó. Y él olvidó todo, menos la palabra
"asustó" y replicó instantáneamente: "Que yo sepa, no he dicho
esa palabra en toda mi vida".)
Hale: Ah, oración interrumpida... es raro. Hablaré con vos de esto.
Giles: Aclaremos; no digo que ella haya sido tocada por el Diablo, pero me
gustaría saber qué libros lee y por qué los esconde. A mí no me contesta,
¿sabéis?
Hale: Comprendo; ya lo discutiremos. (A todos): Ahora escuchadme: si
el Diablo está en ella seréis testigos, en esta habitación, de algunos
portentos indecibles; conque os ruego que os mantengáis serenos. Señor Putnam,
permaneced cerca por si vuela. Y ahora, Betty querida, ¿quieres sentarte? (Putnam
se acerca, listo para ayudar. Hale sienta a Betty, pero ella yace inerte en sus
manos.) Humm. (La observa atentamente. Los otros miran sin aliento.) ¿Me
oyes? Soy John Hale, párroco de Beverly. He venido para ayudarte, querida.
¿Recuerdas a mis dos hijitas, en Beverly? (Ella no se mueve.)
Parris (asustado): ¿Cómo puede ser el Diablo? ¿Por
qué habría de elegir mi casa? ¡En el pueblo tenemos toda clase de gente
licenciosa!
Hale: ¿De qué le serviría al Diablo ganar un alma ya corrompida? El Diablo
quiere a los mejores, ¿y quién mejor que el ministro mismo?
Giles: Eso es profundo, señor Parris, profundo, profundo.
Parris (resueltamente ahora): ¡Betty, respóndele al señor Hale!
¡Betty!
Hale: ¿Alguien te hace mal, niña? No tiene por qué ser mujer —¿sabes?—, ni
hombre. Tal vez viene a ti un pájaro que es invisible para los demás ...; tal
vez un cerdo, un ratón, o una bestia cualquiera. ¿Hay alguna aparición que te
incita a volar? (La niña permanece inerte. En silencio él vuelve a
depositarla sobre la almohada. Ahora, extendiendo las manos hacia ella,
entona): In nomine Domine Sabaoth sui filiique ite ad infernos. (Ella no
se mueve. El encara a Abigail, entrecerrando los ojos): Abigail, ¿qué era
lo que bailabas con ella en el bosque?
Abigail: Pues... bailes corrientes, eso es todo.
Parris: Creo que yo debería decir que... que vi una marmita sobre la hierba,
en donde estaban bailando.
Abigail: Si eso no era más que sopa.
Hale: ¿Qué clase de sopa había en esa marmita, Abigail?
Abigail: Nada, eran habas... y lentejas, creo, y...
Hale: Señor Parris, no habéis notado nada vivo en la marmita, ¿no es cierto?
¿Un ratón, por ventura, una araña, un sapo... ?
Parris (temeroso): Yo... sí creo que algo se movía
... en la sopa.
Abigail: ¡Eso habrá saltado adentro...; nosotras no lo pusimos!
Hale (rápidamente): ¿Qué es lo que saltó adentro?
Abigail: Nada...; saltó un sapito muy pequeño...
Parris: ¡¿Abby, un sapo?!
Hale (aferrando a Abigail): Abigail, tu prima tal vez se está
muriendo. ¿Convocasteis al Diablo, anoche?
Abigail: ¡Yo no lo llamé! Títuba, Títuba...
Parris (palideciendo): ¿Ella llamó al Diablo?
Hale: Me gustaría hablar con Títuba.
Parris: Señora Ann, ¿queréis traerla? (Ann Putnam sale.)
Hale: ¿Cómo lo llamó?
Abigail: No sé...; hablaba en su idioma de Barbados.
Hale: ¿Sentiste algo extraño cuando lo llamó? ¿Tal vez una repentina brisa
helada? ¿Un temblor bajo la tierra?
Abigail: ¡No vi a ningún Diablo! (Sacudiendo a Betty): ¡Betty,
levántate! ¡Betty!
¡Betty!
Hale: No puedes evadirme, Abigail. ¿Tu prima bebió la mezcla que había en esa
marmita?
Abigail: ¡Ella no bebió nada!
Hale: ¿Bebiste tú?
Abigail: ¡No, señor!
Hale: ¿Te pidió Títuba que bebieras?
Abigail: Lo intentó, pero yo rehusé.
Hale: ¿Por qué finges? ¿Te has vendido a Lucifer?
Abigail: ¡No me he vendido! ¡Soy una buena chica! ¡Soy una chica decente!
(Ann Putnam entra con Títuba e
instantáneamente Abigail señala a Títuba.)
Abigail: ¡Ella me obligó a hacerlo! ¡La obligó a Betty a hacerlo!
Títuba (sorprendida y enojada): ¡Abby!
Abigail: ¡Me hace beber sangre!
Parris: ¡¡Sangre!!
Ann: ¿La sangre de mi hijita?
Títuba: No, no, sangre de pollo. ¡Yo darle sangre de pollo!
Hale: Mujer, ¿has reclutado a estas criaturas para servir al Diablo?
Títuba: ¡No, no, señor! ¡Yo no tratar con ningún Diablo!
Hale: ¿Por qué no puede despertar ella? ¿Eres tú quien hace callar a esta
criatura?
Títuba: ¡Yo querer a mi Betty!
Hale: Has desencadenado tu espíritu sobre esta niña, ¿no es cierto? ¿Estás
reclutando almas para el Diablo?
Abigail: ¡Ella me pasa su espíritu en la iglesia; ella hace que me ría durante
las oraciones!
Parris: ¡Se ha reído a menudo durante las oraciones!
Abigail: ¡Viene a buscarme todas las noches para que salgamos a beber sangre!
Títuba: ¡Tú pedir a mí que conjure! Ella pedir a mí para hacer
hechizo...
Abigail: ¡No mientas! (A Hale.) ¡Ella viene mientras duermo; siempre
me hace soñar perversidades!
Títuba: ¿Por qué decir eso, Abby?
Abigail: ¡A veces me despierto y me encuentro parada ante el portal abierto sin
una prenda encima! Siempre la oigo reír en mis sueños. La oigo cantar sus
cantos de Barbados y tentarme con...
Títuba: Señor reverendo. Yo nunca...
Hale (resueltamente): Títuba, quiero que despiertes a
esta niña.
Títuba: Señor, yo no tener poder sobre esta niña.
Hale: ¡Por cierto que sí, y ahora mismo la dejarás en libertad! ¿Cuándo
pactaste con el Diablo?
Títuba: ¡Yo no pactar con ningún Diablo!
Parris: ¡Has de confesar, Títuba, o te llevaré afuera y te azotaré hasta la
muerte!
Putnam: ¡Esta mujer tiene que ser colgada! Hay que arrestarla y colgarla!
Títuba (aterrorizada, cae de rodillas): ¡No,
no, no colgar a Títuba! Yo, señor, decirle que no querer trabajar para él.
Parris: ¿Al Diablo?
Hale: ¡Lo has visto, pues! (Títuba llora.) Vamos, Títuba, yo sé que
cuando nos ligamos al Infierno es muy difícil romper con él. Te ayudaremos a
desembarazarte de él...
Títuba (asustada por el procedimiento inminente): Señor Reverendo, yo sí creer que algún otro embrujar estas chicas.
Hale: ¿Quién?
Títuba: No sé, señor, pero el Diablo tener muchas brujas.
Hale: Muchas, ¿eh? (Es una pista.) Títuba, mírame a los ojos. Ven,
mírame. (Ella levanta sus ojos hacia él, asustada.) Querrías ser
una buena cristiana, ¿no es cierto, Títuba?
Títuba: Sí, señor, una buena cristiana.
Hale: ¿Y amas a estas niñitas?
Títuba: ¡Oh, sí, señor! ¡No quiero lastimar niñitas!
Hale: ¿Y amas a Dios, Títuba?
Títuba: Amo a Dios con todo mi ser.
Hale: Pues bien, en el sagrado nombre de Dios...
Títuba: Bendito sea, bendito sea... (Se hamaca sobre sus rodillas,
sollozando aterrorizada.)
Hale: Y por su gloria...
Títuba: Gloria eterna. Bendito sea... Bendito sea Dios...
Hale: Confiesa, Títuba..., confiesa y deja que la sagrada luz de Dios te
ilumine.
Títuba: Oh, bendito sea el Señor.
Hale: Cuando se te aparece el Diablo, ¿viene con alguna otra persona? (Ella
lo mira a la cara.) ¿Tal vez otra persona del pueblo? ¿Alguien a quien conoces...
Parris: ¿Quién vino con él?
Putnam: ¿Sarah Good? ¿Viste alguna vez a Sarah Good con él? ¿O a Osborn?
Parris: ¿Era hombre o mujer quien venía con él?
Títuba: Hombre o mujer. Era... era mujer.
Parris: ¿Qué mujer? Dijiste una mujer. ¿Qué mujer?
Títuba: Haber mucha oscuridad y yo...
Parris: Podías verlo a él, ¿por qué no podrías verla a ella?
Títuba: Y... todo el tiempo hablaban; todo el tiempo corrían y seguían...
Parris: ¿Quieres decir de Salem? ¿Brujas de Salem?
Títuba: Sí, señor, yo creer así...
(Hale la toma de la mano. Ella se
sorprende.)
Hale: Títuba. No debes tener miedo de decirnos quiénes son, ¿entiendes?
Nosotros te protegeremos. El Diablo nunca puede vencer a un ministro. Tú sabes
eso, ¿verdad?
Títuba (besa la mano de Hale): ¡Oh, sí, señor, yo saber!
Hale: Te has confesado bruja y eso significa que deseas ponerte de parte del
cielo. Y nosotros te bendeciremos, Títuba.
Títuba (profundamente aliviada): Oh,
¡Dios os bendiga a vos, señor Hale!
Hale (con creciente exaltación): Tú eres
el instrumento de Dios puesto en nuestras manos para descubrir a los enviados
del Diablo que están entre nosotros. Tú eres la escogida, Títuba, tú eres la
elegida para ayudarnos a limpiar nuestro pueblo. Habla, pues, dinos todo,
Títuba, vuélvele la espalda y encárate con Dios..., encárate con Dios, Títuba,
y Dios te protegerá.
Títuba (uniéndose a él): ¡Oh, Dios, protege a Títuba!
Hale (dulcemente): ¿Quién se te apareció con el
Diablo? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Cuántos?
(Títuba jadea y vuelve a hamacarse
mirando fijamente hacia adelante.)
Títuba: Haber cuatro. Haber cuatro.
Parris (presionándola): ¿Quiénes? ¿Quiénes? ¡Sus nombres,
sus nombres!
Títuba (estallando de pronto): ¡Oh,
cuántas veces él pedirme que os matara, señor Parris!
Parris: ¡Matarme a mí!
Títuba (hecha una furia): ¡El dijo, señor Parris morir!
¡Señor Parris no buena persona, señor Parris hombre malo y no buena persona y
me mandó levantarme de mi cama y cortaros la garganta! (Los demás se
sobresaltan.) Pero yo decirle: "No. Yo no odio este hombre. Yo no
quiero matar este hombre." Pero él dice: "¡Tú trabajar para mí,
Títuba, yo hacerte libre! ¡Yo te doy lindo vestido, y te llevo alto por el
aire, y tú volar de regreso a Barbados!" Y yo digo: "¡Tú mientes,
Diablo, tú mientes!" Y entonces él viene una noche tormentosa y decir:
"¡Mira! Tengo gente blanca que me pertenece." Y yo mirar... y
allí estaba la señora Good.
Parris: ¡Sarah Good!
Títuba (hamacándose y llorando): Sí,
señor, y la señora Osborn.
Ann: ¡Yo lo sabía! La Osborn fue mi partera tres veces. Te lo había pedido,
Thomas, ¿no es cierto? Le pedí que no llamara a la Osborn porque le tenían
miedo. Mis pequeños siempre se consumían en sus manos.
Hale: Cobra valor. Debes darnos todos sus nombres. ¿Cómo puedes soportar el
sufrimiento de esta criatura? Mírala, Títuba. (Señala a Betty, en el lecho.)
Contempla su divina inocencia; su alma es tan tierna; debemos protegerla,
Títuba; el Diablo anda suelto y la oprime como la bestia oprime la carne de la
inocente oveja. Dios te bendecirá por tu ayuda.
(Abigail se levanta, como inspirada, y
grita.)
Abigail: ¡Quiero confesar! (Todos se vuelven hacia ella, sobrecogidos. Ella
está en éxtasis, como rodeada de una aureola.) ¡Quiero la luz de Dios,
quiero el dulce amor de Jesús! Yo bailé para el Diablo; yo lo vi; yo escribí en
su libro; yo vuelvo a Jesús; yo beso su mano. ¡Yo vi a Sarah Good con el
Diablo! ¡Yo vi a la señora Osborn con el Diablo! ¡Yo vi a Bridget Bishop con el
Diablo!
(Mientras habla, Betty se levanta de la
cama, los ojos afiebrados, y se une al cántico.)
Betty (igualmente con la mirada extraviada): ¡Yo vi
a George Jacobs con el Diablo! ¡Yo vi a la señora Howe con el Diablo!
Parris: ¡Habla! (Corre a abrazar a Betty.) ¡Está hablando!
Hale: ¡Gloria a Dios! ¡Por fin se ha roto, están libres!
Betty (gritando histéricamente y con gran alivio): ¡Yo vi a Martha
Bellows con el Diablo!
Abigail: ¡Yo vi a la señora Sibber con el Diablo! (Se va produciendo un
gran júbilo.) Putnam: ¡El
alguacil, voy a llamar al alguacil! (Parris está gritando una plegaria de
gracias.)
Betty: ¡Yo vi a Alice Barrow con el Diablo! (Comienza a caer el telón.)
Hale (mientras sale Putnam): ¡Que el
alguacil traiga grillos!
Abigail: ¡Yo vi a la señora Hawkins con el Diablo!
Betty: ¡Yo vi a la señora Bibber con el Diablo!
Abigail: ¡Yo vi a la señora Booth con el Diablo! (Sobre sus gritos
extasiados, cae el
TELÓN
ACTO SEGUNDO
ACTO SEGUNDO
La habitación principal en casa de
Proctor, ocho días después.
A la derecha se abre una puerta hacia el
campo. A la izquierda hay una chimenea y, detrás, una escalera que conduce al
piso superior. Es un típico living-room de la época, bajo, oscuro y más bien
largo. Al levantarse el telón, la habitación está vacía. Desde arriba se oye a
Elizabeth cantándoles dulcemente a los niños. Ahora se abre la puerta y entra
John Proctor trayendo su escopeta. Echa una ojeada a la habitación mientras se
encamina hacia la chimenea; se detiene un instante al oír el canto. Continúa
hasta la chimenea y, al mismo tiempo que apoya la escopeta contra la pared,
retira, sin descolgarla, una olla que está al fuego y la huele. Extrae el
cucharón y prueba. No está muy satisfecho. Se acerca a un aparador, toma una
pizca de sal y la echa en la olla. Al probar su contenido nuevamente se oyen
los pasos de Elizabeth en la escalera. El vuelve la olla a su sitio, sobre el
fuego, va hacia una jofaina y se lava las manos y la cara. Entra Elizabeth:
Elizabeth: ¿Por qué tan tarde? Ya es casi de noche.
Proctor: Estuve plantando mucho... hasta cerca del monte.
Elizabeth: Ah. terminaste entonces.
Proctor: Sí, el campo está sembrado. ¿Duermen los chicos?
Elizabeth: Se están durmiendo. (Va hacia la chimenea. Sirve un cucharón del
guiso en un plato.)
Proctor: Esperemos ahora que sea un buen verano.
Elizabeth: Sí.
Proctor: ¿Te sientes bien hoy?
Elizabeth: Me siento bien. (Trae el plato a la mesa; indicando la comida.) ¡Es
conejo!
Proctor (yendo a la mesa): ¡Oh, conejo! ¿En la trampa de
Jonathan?
Elizabeth: No, entró en la casa esta tarde; ¡lo encontré sentado en un rincón
como si hubiese venido de visita!
Proctor: Ah, que haya entrado es una buena señal.
Elizabeth: Dios lo quiera. Pobre conejito; me dolió en el alma despellejarlo. (Se
sienta y lo mira comer.)
Proctor: Está bien sazonado.
Elizabeth (sonrojada de placer): Tuve gran cuidado. ¿Está tierno?
Proctor: Sí. (Come. Ella lo observa.) Creo
que pronto veremos los campos verdes. Debajo de los terrones está tibio como la
sangre.
Elizabeth: Eso es bueno.
Proctor (come; luego levanta la mirada): Si la
cosecha es buena compraré la vaquillona de George Jacob. ¿Te gustaría?
Elizabeth: Sí, me gustaría.
Proctor (con una sonrisa forzada): Quiero
complacerte, Elizabeth.
Elizabeth (sin convicción): Lo sé, John.
Proctor (se levanta, va hacia ella, la besa. Ella se limita a recibirlo.
Con cierta decepción, él vuelve a su sitio. Tan amablemente como puede): ¿Sidra?
Elizabeth (con un dejo de reproche para sí misma por haberlo olvidado): ¡Claro! (Se levanta y va a servirle un vaso. El se estira arqueando
la espalda.)
Proctor: Esta granja es todo un continente cuando hay que hacerla paso a paso,
dejando caer la semilla.
Elizabeth (viniendo con la sidra): Sin
duda.
Proctor (bebe un largo trago; luego, mientras deposita el vaso): ¡Deberías traer algunas flores a la casa!
Elizabeth: ¡Oh, lo olvidé! Mañana lo haré.
Proctor: Aquí adentro todavía es invierno. Ven conmigo el domingo y pasearemos
juntos por la granja; jamás he visto tantas flores en el campo. (De buen
talante va y contempla el cielo a través de la puerta abierta.) Las lilas
huelen a púrpura. Se me ocurre que las lilas son el perfume del crepúsculo.
¡Massachusetts es una hermosura en primavera!
Elizabeth: Sí, es cierto.
(Hay una pausa. Ella lo observa desde la
mesa mientras él está de pie absorbiendo la noche. Es como si ella fuese a
hablarle pero no pudiese. En cambio toma el plato, el vaso y el tenedor y va
con ellos hacia la jofaina. Está de espaldas a él. El se vuelve hacia ella y la
observa. Se comienza a notar la separación entre ellos.)
Proctor: Creo que estás triste otra vez. ¿Es cierto?
Elizabeth (no quiere un rozamiento, pero no puede evitarlo): Viniste tan tarde que pensé que hoy hubieses ido a Salem.
Proctor: ¿Por qué? No tengo nada que hacer en Salem.
Elizabeth: Habías hablado de ir, al principio de la semana.
Proctor (sabe lo que ella quiere insinuar): Lo
pensé mejor desde entonces.
Elizabeth: Hoy está allí Mary Warren.
Proctor: ¿Por qué la dejaste? Me oíste prohibirle que volviese a ir a Salem.
Elizabeth: No pude detenerla.
Proctor (conteniendo una reprobación más severa): Está mal, está mal, Elizabeth... Tú eres aquí la señora, no Mary
Warren.
Elizabeth: Ella espantó toda mi fuerza.
Proctor: ¿Cómo puede ese ratón asustarte, Elizabeth? Tú...
Elizabeth: Ya no es más ratón. Le prohibo que vaya y ella alza el mentón como la
hija de un príncipe y me dice: "Tengo que ir a Salem, señora Proctor; ¡soy
funcionario del tribunal!"
Proctor: ¡Tribunal! ¿Qué tribunal?
Elizabeth: Sí, ahora tienen todo un tribunal. Han enviado cuatro jueces de Boston,
según dice, importantes magistrados de la Corte General encabezados por el
Comisionado del Gobernador de la Provincia.
Proctor (atónito,): Vamos, está loca.
Elizabeth: Dios lo quiera. Ahora hay catorce personas en la cárcel, dice. (Proctor
la mira, simplemente, incapaz de comprenderlo.) Y serán juzgados y dice que
el tribunal también tiene autoridad para colgarlos.
Proctor (mofándose, aunque sin convicción): Bah,
nunca colgarán a...
Elizabeth: El Comisionado del Gobernador promete colgarlos si no confiesan, John.
Creo que el pueblo se ha vuelto loco. Mary Warren habló de Abigail y
escuchándola pensé que hablaba de una santa. Abigail lleva a las otras
muchachas al tribunal y por donde ella anda la multitud se aparta como se
apartó el mar ante Israel. Y la gente es traída ante ellas y si ellas gritan y
chillan y caen al suelo... la gente es encerrada en la cárcel por embrujarlas.
Proctor (con los ojos dilatados): Oh,
pero eso es una maldad espantosa.
Elizabeth: Creo que deberías ir a Salem, John. (El se vuelve hacia ella.) Creo
que sí. Debes decirles que todo es un fraude.
Proctor (pensando más allá): Sí, lo es, seguramente lo es.
Elizabeth: Ve a lo de Ezekiel Cheever..., él te conoce bien. Y dile lo que ella
te dijo la semana pasada en casa de su tío. Te dijo que este asunto no tenía
nada que ver con brujerías, ¿no es así?
Proctor (pensativo): Sí, lo dijo, lo dijo. (Pausa.)
Elizabeth (suavemente, temiendo irritarle al aguijonearle): Dios te cuide de ocultarle eso al tribunal, John. Creo que hay que
decirles.
Proctor (calmosamente, luchando con su pensamiento): Sí, hay que decirles, hay que decirles. Es asombroso que le crean...
Elizabeth: Yo iría a Salem ahora, John... Ve esta misma noche.
Proctor: Lo pensaré.
Elizabeth (con más valor, ahora): No
puedes ocultarlo, John.
Proctor (enojándose): Ya sé que no puedo ocultarlo.
¡Digo que voy a pensarlo!
Elizabeth (herida; muy fríamente): Bien
entonces, piénsalo. (Se levanta e inicia la salida.)
Proctor: Sólo me pregunto cómo podré probar lo que ella me dijo, Elizabeth. Si
ahora esa muchacha es una santa, creo que no será fácil probar que es un fraude
y que el pueblo se ha vuelto tan tonto. Ella me lo dijo en una habitación a
solas..., no tengo prueba de ello.
Elizabeth: ¿Estuviste a solas con ella?
Proctor (obstinadamente): Por un momento a solas, sí.
Elizabeth: Vamos, entonces no es como me lo contaste.
Proctor (con enojo creciente): Por un momento, he dicho. Los
demás entraron enseguida.
Elizabeth (suavemente; de pronto ha perdido toda fe en él): Haz como quieras, entonces. (Comienza a volverse.)
Proctor: Mujer. (Ella se vuelve hacia él.) No toleraré más tus
sospechas.
Elizabeth (con cierta altanería): Yo no
tengo...
Proctor: ¡No las toleraré!
Elizabeth: ¡No las provoques, entonces!
Proctor (con violento doble sentido): ¿Aún
dudas de mí?
Elizabeth (con una sonrisa, para conservar su dignidad): John, si no fuera Abigail a quien debieras ir a dañar, ¿vacilarías
ahora? Creo que no.
Proctor: Mira, Elizabeth...
Elizabeth: Veo lo que veo, John.
Proctor (amonestándola severamente): No has
de juzgarme más, Elizabeth. Tengo buenas razones para pensarlo antes de acusar
de fraude a Abigail, y voy a pensarlo. Atiende a tu propio perfeccionamiento
antes de seguir juzgando a tu marido. Yo he olvidado a Abigail y...
Elizabeth: También yo.
Proctor: ¡Apiádate de mí! No olvidas nada y no perdonas nada. Aprende a ser
generosa, mujer. Ando en punta de pies por esta casa desde que ella se fue,
hace siete meses. No me he movido de aquí a allá sin antes pensar si te
agradaría, y, sin embargo, un eterno funeral gira alrededor de tu corazón. ¡No
puedo hablar sin ser sospechado a cada momento, sin ser juzgado de mentiroso,
como si cada vez que entro en esta casa entrase en una corte de justicia!
Elizabeth: John, no eres franco conmigo. Dijiste que la habías visto entre otra
gente. Ahora dices...
Proctor: Elizabeth, no haré más protestas de honestidad.
Elizabeth (queriendo justificarse, ahora): John,
sólo soy...
Proctor: ¡No más! Debí haberte aplastado a gritos, cuando me hablaste de tu
sospecha por primera vez. Pero me humillé y como buen cristiano confesé.
¡Confesé! Aquel día, por culpa de algún sueño, debo haberte confundido con
Dios. Pero no lo eres, no lo eres, ¡y tenlo bien presente! Mira alguna vez la
bondad en mí y no me juzgues.
Elizabeth: Yo no te juzgo. El magistrado que te está juzgando reside en tu
propio corazón. Nunca he creído sino que eres un buen hombre, John, (con una
sonrisa) sólo que algo desorientado.
Proctor (riendo amargamente): Oh, Elizabeth, tu justicia podría
servir para helar cerveza. (Se vuelve bruscamente al oír un ruido del
exterior. Va hacia la puerta en el momento en que entra Mary Warren. Tan pronto
como la ve, va directamente hasta ella y la aferra por la capa, furioso): ¿Cómo
es que vas a Salem cuando yo te lo prohibo? ¿Te burlas de mí? (Sacudiéndola)
¡Te daré de azotes si te atreves a salir otra vez de esta casa!
(Extrañamente, ella no se resiste sino
que cuelga inerte de su férreo puño.)
Mary: Estoy enferma, estoy enferma, señor Proctor. Por favor, por favor no
me lastiméis. (Su extraña actitud, así como su debilidad y palidez, lo
desarman. La suelta.) Estoy toda temblorosa por dentro; me pasé todo el día
en el proceso, señor.
Proctor (con desvanecido enojo... su curiosidad desvanece su ira): ¿Y qué tiene que ver ese proceso, aquí? ¿Cuándo procederás a limpiar
esta casa, por lo que se te paga nueve libras por año... y mi mujer que no está
nada bien?
(Como si fuera para compensarla, Mary
Warren va hacia Elizabeth con una pequeña muñeca de trapo.)
Mary: Señora Proctor, hoy hice este obsequio para vos. Tuve que estar
sentada en una silla durante largas horas, y pasé el tiempo cosiendo.
Elizabeth (perpleja, mirando la muñeca): Oh,
gracias, es un lindo muñeco.
Mary (con voz decaída, temblorosa): Señora
Proctor, ahora todos debemos amarnos los unos a los otros.
Elizabeth (aturdida ante su actitud): Sí,
ciertamente, debemos amarnos.
Mary (ojeando la habitación): Me
levantaré temprano por la mañana y limpiaré la casa. Ahora necesito dormir. (Se
vuelve para salir.)
Proctor: Mary. (Ella se detiene.) ¿Es verdad? ¿Hay catorce mujeres
arrestadas?
Mary: No, señor. Ahora hay treinta y nueve... (Repentinamente estalla y
llora; exhausta, se sienta.)
Elizabeth: ¡Mira, está llorando! ¿Qué te duele, criatura?
Mary: ¡La señora Osborn... será ahorcada!
(Hay una pausa de sobrecogimiento,
mientras ella llora.)
Proctor: ¡Ahorcada! (Gritándole en la cara): ¿Ahorcada, dices?
Mary (llorando): Sí.
Proctor: ¿El Comisionado del Gobernador va a permitir eso?
Mary: El la sentenció. Debe hacerlo. (Para suavizarlo): Pero Sarah
Good no. Porque Sarah Good confesó, comprendéis.
Proctor: ¡Confesó! ¿Qué confesó?
Mary: Que ella... (horrorizada al recordarlo) ...a veces pactó con
Lucifer, y también inscribió su nombre en su Libro Negro... con sangre... y se
comprometió a torturar cristianos hasta que Dios fuera arrojado... y todos
nosotros deberíamos adorar el Infierno para siempre...
(Pausa.)
Proctor: Pero... tú sabes lo charlatana que es ella. ¿Les dijiste eso?
Mary: Señor Proctor, en plena corte casi nos sofoca y nos mata a todos.
Proctor: Cómo... ¿te sofocó a ti?
Mary: Soltó su espíritu sobre nosotros.
Elizabeth: Oh, Mary, Mary, no dirás que...
Mary (con un dejo de indignación): ¡Ella
trató de matarme muchas veces, señora Proctor!
Elizabeth: Pero... nunca te lo oí mencionar antes.
Mary: Nunca lo supe antes. Antes nunca supe nada. Cuando ella llega a la
corte yo me digo a mí misma: no debo acusar a esta mujer porque duerme en las
zanjas y es tan vieja y pobre. Pero entonces... entonces la veo ahí sentada,
negando y negando, y siento un frío húmedo que me sube por la espalda, y la
piel de la cabeza se me empieza a encoger y siento una tenaza en el cuello y no
puedo respirar; y entonces... (en trance) siento una voz, una voz
gritando... y es mi voz ¡...y de golpe me acordé de todo lo que ella me había
hecho!
Proctor: ¿Por qué? ¿Qué te hizo?
Mary (como quien despierta a un maravilloso secreto íntimo): Tantas veces, señor Proctor, tantas veces vino a esta misma puerta,
limosneando pan y un vaso de sidra... y fijaos: cuando no le daba nada, ella murmuraba.
Elizabeth: ¡Murmuraba! Puede murmurar si tiene hambre.
Mary: Pero, ¿qué es lo que murmura? Vos debéis recordar, señora
Proctor. El mes pasado, un lunes creo..., ella se marchó y yo anduve durante
dos días como si se me desgarrasen las entrañas. ¿Lo recordáis?
Elizabeth: Bueno... recuerdo, creo, pero...
Mary: Así que yo se lo dije al juez Hathorne y él le preguntó eso. "Sara
Good", le dice, "qué maldición farfullas como para que esta chica se
enferme en cuanto te alejas?" y entonces ella replica (imitando a una
vieja achacosa): "Ninguna maldición, Vuestra Excelencia. Sólo digo mis
mandamientos; ¡supongo que puedo decir mis mandamientos", dice!
Elizabeth: Y ésa es una respuesta correcta.
Mary: Sí, pero entonces el Juez Hathorne dice: ¡"Recítanos tus
mandamientos!" (inclinándose ávidamente hacia ellos): y de los diez
no pudo decir ni uno solo. Nunca supo ningún mandamiento ¡y ellos la pescaron
en una mentira!
Proctor: ¿Y así la condenaron?
Mary (algo tensa al notar su obstinada duda): Claro..., tenían que hacerlo al haberse condenado ella misma.
Proctor: ¡Pero la prueba, la prueba!
Mary (más impaciente con él): ¡Ya os
dije cuál es la prueba! Prueba sólida, sólida como una roca, dijeron los
jueces.
Proctor (después de una breve pausa): No
volverás a la corte, Mary Warren.
Mary: Debo deciros, señor, que tendré que ir todos los días ahora. Me
sorprende que no veáis el importante trabajo que hacemos.
Proctor: ¡Qué trabajo hacéis! ¡Extraña tarea para una muchacha cristiana colgar
a mujeres ancianas!
Mary: Pero no las van a ahorcar si confiesan, señor Proctor. Sarah Good sólo
estará en la cárcel por algún tiempo (recordando): y aquí tenéis un
milagro; pensad en esto: ¡la vieja Good está encinta!
Elizabeth: ¡Encinta! ¿Están locos? ¡Esa mujer anda por los sesenta!
Mary: Trajeron al doctor Griggs para que la examinara y está llena hasta el
borde. ¡Y todos estos años fumando en pipa y sin marido siquiera! Pero, gracias
a Dios, está a salvo porque no van a tocarle al inocente niño. ¿No es un
milagro? Debéis verlo, señor, estamos cumpliendo la obra de Dios. De modo que
por algún tiempo iré todos los días. yo soy... soy un funcionario de la corte,
dicen y yo... (se ha ido acercando a la salida.)
Proctor: ¡Yo te voy a dar funcionarios! (A trancos se acerca a la chimenea
y toma el látigo que cuelga sobre ella.)
Mary (aterrorizada, pero adelantándose erguida, aferrándose a su pretendida
autoridad): ¡No toleraré más azotes!
Elizabeth (urgiéndola, mientras Proctor se aproxima): Mary, promete que te quedarás en casa...
Mary (retrocediendo ante él pero manteniéndose erguida, insistiendo en su
actitud): ¡El Diablo anda suelto por Salem, señor
Proctor; debemos descubrir dónde se esconde!
Proctor: ¡A latigazos voy a sacarte el Diablo del cuerpo! (Con el látigo en
alto la alcanza, pero ella se aparta gritando.)
Mary (señalando a Elizabeth): ¡Hoy le
salvé la vida!
(Silencio. El baja el látigo.)
Elizabeth (quietamente): ¿Estoy acusada?
Mary (temblando): Un tanto mencionada. Pero yo les
dije que nunca vi ninguna señal de que vuestro espíritu saliese para lastimar a
nadie, y viendo que yo vivo tan cerca de vos, lo rechazaron.
Elizabeth: ¿Quién me acusó?
Mary: Me debo a la ley, no puedo decirlo. (A Proctor): Solamente
espero que no volveréis a ser tan sarcástico. Cuatro jueces y el representante
del Rey se han sentado a comer con nosotros hace apenas una hora. De ahora en
adelante... os dirigiréis a mí con compostura.
Proctor (horrorizado, le gruñe enojado): Vete a
la cama.
Mary (dando una patadita): ¡Ya no se me mandará más a la
cama, señor Proctor! ¡Tengo diez y ocho años y soy una mujer, aunque sea
soltera!
Proctor: ¿Quieres quedarte levantada? ¡Pues quédate levantada!
Mary: ¡Quiero irme a la cama!
Proctor (enojado): ¡Pues buenas noches!
Mary: ¡Buenas noches! (Descontenta, insegura de sí misma, sale. Proctor y
Elizabeth permanecen con los ojos dilatados, la mirada extraviada, inmóviles.)
Elizabeth (con calma.) ¡Oh, la trampa, la trampa está abierta!
Proctor: No habrá trampa.
Elizabeth: Ella me quiere muerta. Toda la semana pensé que llegaríamos a esto.
Proctor (sin convicción): Lo rechazaron. Se lo oíste decir.
Elizabeth: Y mañana, ¿qué? Me acusará a gritos hasta que me agarren.
Proctor: Siéntate.
Elizabeth: ¡Ella me quiere muerta, John, tú lo sabes!
Proctor: ¡Siéntate, he dicho! (Ella se sienta, temblando. Él habla con
calma, tratando de conservar su serenidad): Ahora debemos ser sensatos,
Elizabeth.
Elizabeth (con sarcasmo, sintiéndose perdida): ¡Ah,
ciertamente, ciertamente!
Proctor. Nada temas. Encontraré a Ezekiel Cheever. Le diré que ella dijo que
todo era un juego.
Elizabeth: John, con tantos en la cárcel, creo que ahora se necesita algo más que
la ayuda de Cheever. ¿Quieres hacerme este favor? Ve a lo de Abigail.
Proctor (endureciéndose al presentir...): ¿Qué
tengo yo que decirle a Abigail?
Elizabeth (delicadamente): John... concédeme esto. Tú no
comprendes a las muchachas jóvenes. Hay una promesa que se hace en todo
lecho...
Proctor (luchando con su enojo): ¡Qué
promesa!
Elizabeth: Dicha o callada, siempre queda hecha una promesa. Y ella puede estar
obsesionada con eso, ahora... estoy segura de que lo está... y piensa matarme,
y luego ocupar mi lugar. (Proctor no puede hablar; su enojo crece.) Es
su más cara esperanza, lo sé, John. Hay mil nombres; ¿por qué menciona el mío?
Hay cierto peligro en mencionar un nombre así...; yo no soy ninguna Sarah Good
que duerme en zanjas, ni una Osborn borracha y medio idiota. No se atrevería a
mencionar a la mujer de un agricultor si no fuese porque en ello ve un
monstruoso beneficio. John, ella piensa ocupar mi lugar.
Proctor (aunque sabe que es verdad): ¡Ella
no puede pensarlo!
Elizabeth ("razonablemente"): John,
¿alguna vez le demostraste cierto desprecio? No puede cruzarse contigo en la
iglesia sin que te ruborices...
Proctor: Tal vez me ruborizo por mi pecado.
Elizabeth: Creo que ella ve otra cosa en tu rubor.
Proctor: ¿Y qué es lo que ves tú? ¿Qué ves tú, Elizabeth?
Elizabeth ("concediendo"): Creo
que te avergüenzas un poco, porque yo estoy presente y ella tan cerca.
Proctor: ¿Cuándo me conocerás, mujer? ¡Si yo fuese de piedra, en estos siete
meses me hubiera partido de vergüenza!
Elizabeth: ¡Ve, entonces, y dile que es una ramera! Cualquiera sea la promesa que
ella se imagina ... rómpela. John, rómpela.
Proctor (entre dientes): Bien, pues. Iré. (Va hacia su
rifle.)
Elizabeth (temblando, temerosa.) ¡Oh, con qué pocas ganas!
Proctor (volviéndose a ella, con el rifle en las manos): La insultaré hasta dejarla más encendida que la más roja brasa del
Infierno. ¡Pero, te imploro, no menosprecies mi cólera!
Elizabeth: ¡Tu cólera! Sólo te pido...
Proctor: Mujer, ¿soy tan ruin? ¿Me crees ruin, verdaderamente?
Elizabeth: Nunca te he llamado ruin.
Proctor: ¿Cómo me acusas, entonces, de semejante promesa? ¡La promesa que yo le
he dado a esa muchacha no es otra que la que un caballo le da a una yegua!
Elizabeth: ¿Por qué te enojas conmigo, entonces, cuando te pido que rompas esa
promesa?
Proctor: ¡Porque envuelve una impostura, y yo soy honesto! Pero no he de rogar
más. ¡Ya veo que tu alma se enrosca en el único error de mi vida, y nunca podré
liberarla!
Elizabeth (estallando): ¡La liberarás... cuando llegues a comprender que
yo seré tu mujer única o no seré tu mujer! ¡Todavía llevas clavada una flecha
de ella, John Proctor, y bien que lo sabes!
(Repentinamente, como si viniese del
aire, aparece una figura en el umbral. Ellos se sobresaltan ligeramente. Es el
señor Hale. Está diferente ahora... un poco indeciso, y hay en sus maneras una
sensación de deferencia, hasta de culpa.)
Hale: Buenas noches.
Proctor (aún sobresaltado): ¡Oh, señor Hale! Buenas noches
tengáis vos, señor. Entrad, entrad.
Hale (a Elizabeth): Espero no haberos sobresaltado.
Elizabeth: No, no; es que no oí llegar ningún caballo...
Hale: Vos sois la señora Proctor.
Proctor: Sí; Elizabeth.
Hale (asiente y dice): Supongo que no os ibais a la cama
todavía.
Proctor (depositando su escopeta): No, no.
(Hale va al centro de la habitación. Proctor, tratando de explicar su
nerviosidad): No estamos acostumbrados a recibir visitas durante la noche,
pero sois bienvenido aquí. ¿Queréis sentaros, señor?
Hale: Gracias. (Se sienta.) Tomad asiento, señora Proctor.
(Ella lo hace, sin quitarle la mirada de
encima. Hay una pausa mientras Hale observa la habitación.)
Proctor (para romper el silencio): ¿Beberéis
sidra, señor Hale?
Hale: No, me trastorna el estómago; todavía tengo algo que viajar esta noche.
Sentaos, señor. (Proctor se sienta.) No os retendré mucho, pero tengo
cierto asunto de que hablaros.
Proctor: ¿Asunto del tribunal?
Hale: No... no, vengo por mi cuenta, sin autorización del tribunal.
Escuchadme. (Se humedece los labios): No sé si lo sabéis, pero el nombre
de vuestra esposa es... mencionado en la corte.
Proctor: Lo sabemos, señor. Nuestra Mary Warren nos lo dijo. Estamos
verdaderamente asombrados.
Hale: Como sabéis, yo soy un extraño aquí. Y en mi ignorancia encuentro
difícil formarme una clara opinión acerca de aquellos que vienen siendo
acusados ante el tribunal. Y así esta tarde, y ahora esta noche, voy de casa en
casa... vengo de lo de Rebecca Nurse y...
Elizabeth (sacudida): ¡Rebecca está acusada!
Hale: No permita Dios que alguien como ella sea acusado. No obstante... se
la menciona un tanto.
Elizabeth (intentando reír): Espero que no llegaréis a creer
que Rebecca traficó con el Diablo.
Hale: Mujer, es posible.
Proctor (turbado): Estoy seguro de que no podéis
pensar así.
Hale: Esta es una época extraña, señor. Ningún hombre puede ya dudar de que
las fuerzas de la oscuridad se han aliado en un monstruoso ataque a este
pueblo. Ahora hay demasiada evidencia para negarlo. ¿Estáis de acuerdo?
Proctor (evasivo): Yo no sé nada de esas cosas. Pero
es difícil concebir que una mujer devota como ella sea secretamente una perra
del Diablo después de setenta años de orar tan fervientemente.
Hale: Sí. Pero el Diablo es astuto, no podéis negarlo. Sin embargo, ella
está lejos de ser acusada, y sé que no lo será. (Pausa.) Pensé, señor,
haceros algunas preguntas sobre el carácter cristiano de esta casa, si me lo
permitís.
Proctor (fríamente, resentido): Por
que... nosotros... no tememos a las preguntas, señor.
Hale: Bien, pues. (Se pone más cómodo.) Veo en el libro de
anotaciones que lleva el señor Parris, que muy raramente estáis en la iglesia
los días domingo.
Proctor: No señor, estáis equivocado.
Hale: Veintiséis veces en diez y siete meses, señor. Debo considerarlo poco.
¿Me diréis por qué estáis tan ausente?
Proctor: Señor Hale, yo no sabía que debo rendirle cuentas a ese hombre por ir
a la iglesia o quedarme en casa. Mi mujer estuvo enferma este invierno.
Hale: Así me dicen. Pero vos, señor, ¿por qué no habéis podido venir solo?
Proctor: Por cierto fui cuando pude, y cuando no pude me quedé a rezar en esta
casa.
Hale: Señor Proctor, vuestra casa no es una iglesia; lo que sabéis de
teología debería enseñároslo.
Proctor: Así es, señor, así es; y también me enseña que un ministro puede
rogar a Dios aun sin tener candelabros de oro en el altar.
Hale: ¿Qué candelabros de oro?
Proctor: Desde que construimos la iglesia, eran de latón los candelabros que
había en el altar; los hizo Francis Nurse, sabéis, y jamás tocó e] metal mano
más pura. Pero vino Parris y durante veinte semanas no predicó más que
candelabros de oro... hasta que los tuvo. Yo trabajo la tierra desde que apunta
el día hasta que cae la noche y cuando miro al cielo y veo mi dinero reluciendo
tan a su alcance... os digo la verdad, se resiente mi plegaria, señor, se
resiente mi plegaria. A veces pienso que ese hombre sueña con catedrales, no
con capillas de tablones.
Hale (piensa; luego): Y sin embargo, señor, en día
domingo un cristiano debe estar en la iglesia. (pausa.) Decidme...
¿tenéis tres hijos?
Proctor: Sí, señor. Varones.
Hale: ¿Cómo es que sólo dos están bautizados?
Proctor (comienza a hablar, se detiene y luego, como incapaz de contenerse): No me gusta que el señor Parris ponga la mano sobre mi niño. No veo
que ese hombre esté iluminado por Dios. No he de ocultarlo.
Hale: Debo decirlo, señor Proctor: no sois vos quien lo ha de decidir. El
hombre está ordenado, por lo tanto la luz de Dios está en él.
Proctor (sonrojado de resentimiento pero tratando de sonreír): ¿Qué sospecháis, señor Hale?
Hale: No, no, no tengo...
Proctor: Yo clavé el techo de la iglesia, yo instalé la puerta...
Hale: ¡Ah, lo habéis hecho! Eso es un buen indicio, pues.
Proctor: Tal vez he sido demasiado apresurado para calificar a ese hombre, pero
no podéis pensar que hayamos deseado destruir la religión. Creo que es eso lo
que tenéis en la mente, ¿no?
Hale (sin ceder): Yo... he... hay un punto débil en
vuestros antecedentes, un punto débil.
Elizabeth: Creo que, tal vez, hemos sido demasiado duros con el señor Parris. Así
creo. Pero por cierto, aquí nunca hemos amado al Diablo.
Hale (asiente, sopesando esas palabras. Luego, con la voz de quien toma un
examen en secreto): Elizabeth, ¿sabes tus
mandamientos?
Elizabeth (sin vacilación, casi ansiosamente): Claro
que sí. No encontraréis huella de culpa en mi vida, señor Hale. Soy una
cristiana devota.
Hale: ¿Y vos, señor?
Proctor (algo inseguro): Yo... por supuesto que sí, señor.
Hale (mira al franco rostro de ella, luego a John, y dice): Decidlos, si queréis.
Proctor: Los Mandamientos.
Hale: Eso es.
Proctor (concentrándose; comenzando a transpirar): No matarás.
Hale: Eso es.
Proctor (contando con los dedos): No
robarás. No codiciarás los bienes de tu prójimo ni grabarás para ti ninguna
imagen. No invocarás en vano el nombre del Señor. No tendrás otros dioses antes
que yo. (Con alguna vacilación.) Observarás el día del reposo y lo
santificarás. (Pausa.) Honrarás a tu padre y a tu madre. No darás falso
testimonio. (Está cogido. Vuelve a contar con los dedos advirtiendo que
falta uno.) No grabarás para ti ninguna imagen.
Hale: Lo habéis dicho dos veces, señor.
Proctor (perdido): Sí. (Hurgando en la memoria.)
Elizabeth (delicadamente): Adulterio, John.
Proctor (como si una flecha secreta hubiese herido su corazón): Sí. (Tratando de sonreír... a Hale.) Ya veis, señor, entre los
dos los sabemos todos. (Hale sólo mira a Proctor, empeñado en definir a este
hombre. El embarazo de Proctor crece.) Creo que es una falta pequeña.
Hale: La teología, señor, es una fortaleza; en una fortaleza, ninguna grieta
puede considerarse pequeña. (Se levanta; parece preocupado. Da algunos
pasos.)
Proctor: En esta casa, señor, no hay amor por Satán.
Hale: Así lo deseo, así lo deseo de corazón. (Mira a ambos, intenta
sonreirles, pero su aprensión es clara.) Bien entonces... voy a desearos
buenas noches.
Elizabeth (incapaz de contenerse): Señor
Hale. (El se vuelve.) Pienso que sospecháis algo de mí. ¿No es así?
Hale (evidentemente molesto y evasivo): No os
juzgo, señora Proctor. Mi deber es agregar lo que pueda a la piadosa sabiduría
del tribunal. Os deseo, a ambos, salud y buena suerte. (A John.) Buenas
noches, señor. (Inicia la salida.)
Elizabeth (con una nota de desesperación): Creo
que debes contarle, John.
Hale: ¿Cómo decís?
Elizabeth (conteniendo un grito): ¿Le
contarás?
(Pequeña pausa. Hale mira
interrogativamente a John.)
Proctor (con dificultad): Yo... no tengo testigos y no
puedo probarlo, a menos que se acepte mi palabra. Pero sé que la enfermedad de
esas chicas no tiene nada que hacer con brujerías.
Hale (inmovilizado, pasmado): ¿Nada
que hacer ... ?
Proctor: El señor Parris las descubrió jugando en el bosque. Ellas se asustaron
y se enfermaron.
(Pausa.)
Hale: ¿Quién os contó eso?
Proctor (vacila; luego): Abigail Williams.
Hale: ¡Abigail!
Proctor: Sí.
Hale (con los ojos dilatados): ¡Abigail
Williams os dijo que no tiene nada que ver con brujerías!
Proctor: Me lo dijo el día que llegasteis, señor.
Hale (desconfiadamente): ¿Por qué... por qué lo
callasteis?
Proctor: No supe hasta esta noche que el mundo se había enloquecido con esta
tontería.
Hale: ¡Tontería! Señor... yo mismo he examinado a Títuba, Sarah Good y otros
muchos que han confesado haber tratado con el Diablo. Lo han confesado.
Proctor: ¿Y por qué no, si por negarlo han de ser ahorcados? Hay quienes
jurarán cualquier cosa antes que dejarse colgar; ¿no habéis pensado en esto?
Hale: Lo he pensado. Por... por cierto, lo he pensado. (Es lo que él
mismo sospecha, pero se resiste. Mira a Elizabeth, luego a John.) Y vos...
¿queréis declarar eso ante el tribunal?
Proctor: Yo... no había pensado en ir al tribunal. Pero lo haré si debo.
Hale: ¿Vaciláis ahora?
Proctor: No vacilo nada, pero puedo preguntarme si mi relato será creído en
semejante tribunal. Y cómo no preguntármelo, cuando un ministro tan juicioso como
vos llega a sospechar de una mujer que nunca ha mentido, ni puede hacerlo... ¡y
el mundo sabe que no puede! Quizás vacile algo, señor; no soy un estúpido.
Hale (con calma; está impresionado): Proctor,
sed franco conmigo; he oído un rumor que me preocupa. Se dice que ni creéis que
haya brujas en el mundo. ¿Es verdad, señor?
Proctor (sabe que esto es crítico y está luchando con su propio asco por Hale
y consigo mismo por responder siquiera): ¡No sé
lo que habré dicho, pude haberle dicho! Me he preguntado si hay brujas en el
mundo..., pero lo que no puedo creer es que las haya ahora, entre nosotros.
Hale: Entonces vos no creéis...
Proctor: No sé nada de eso; la Biblia habla de brujas y yo no voy a negarlas.
Hale: ¿Y tú, mujer?
Elizabeth: Yo... yo no puedo creerlo.
Hale (alelado): ¡No podéis!
Proctor: ¡Elizabeth, lo desconciertas!
Elizabeth (a Hale): No puedo creer, señor Hale, que
el Diablo se adueñe del alma de una mujer que, como yo, se conduce rectamente.
Soy una buena mujer, yo lo sé; y si vos creéis que yo sólo puedo hacer el bien
en este mundo y, aún así, estar secretamente atada a Satanás, entonces debo
deciros, señor, que yo no lo creo.
Hale: Pero mujer, tú sí crees que hay brujas en...
Elizabeth: Si vos pensáis que yo soy una de ellas, yo digo que no hay ninguna.
Hale: Me imagino que no te alzas contra el Evangelio, el Evangelio...
Proctor: ¡Ella cree en el Evangelio, palabra por palabra!
Elizabeth: ¡Preguntadle a Abigail Williams por el Evangelio, no a mí!
(Hale la mira fijamente.)
Proctor: No es que ella quiera dudar del Evangelio, señor, no podéis
pensarlo. Este es un hogar cristiano, señor, un hogar cristiano.
Hale: Dios os guarde, a ambos; haced bautizar al tercer chico cuanto antes y
acudid, sin falta, a la oración de cada domingo; y llevad una vida digna y
sosegada. Creo que...
(Giles Corey aparece en el umbral.)
Giles: John...
Proctor: ¡Giles! ¿Qué pasa?
Giles: Se llevan a mi mujer. (Entra Francis Nurse.)
Giles: ¡Y a su Rebecca!
Proctor (a Francis): ¿Rebecca está en la cárcel?
Francis: Sí, vino Cheever y se la llevó en su carro. Venimos de la cárcel
ahora, y ni siquiera nos dejaron entrar para verlas.
Elizabeth: ¡Ahora sí que se han vuelto locos, señor Hale!
Francis (yendo hacia Hale): ¡Reverendo Hale! ¿No podéis
hablarle al Comisionado? Estoy seguro de que confunde a esta gente...
Hale: Calmaos, señor Nurse, os ruego.
Francis: Mi mujer es la argamasa misma de la iglesia, señor Hale, (indicando
a Giles) y Martha Corey... no puede haber una mujer que esté más próxima a
Dios que Martha.
Hale: ¿De qué se acusa a Rebecca, señor Nurse?
Francis (con una risita burlona, medio insincera): ¡De asesinato está acusada! (Citando la acusación, burlonamente.) "Por
el prodigioso y sobrenatural asesinato de los niños de la señora Putnam."
¿Qué he de hacer yo, señor Hale?
Hale (se aparta de Francis, profundamente turbado; luego): Si Rebecca Nurse está contaminada, creedme señor Nurse, ya nada podrá
impedir que el mundo entero se consuma en llamas. Descansad en la justicia del
tribunal; el tribunal la enviará a su casa, estoy seguro.
Francis: ¡No queréis decir que va a ser juzgada en la corte!
Hale (suplicando): Nurse, aunque se partan nuestros
corazones, no podemos flaquear; éstos son tiempos nuevos, señor. Hay una oscura
conspiración en marcha, tan sutil que seríamos criminales si fueramos a
aferramos a viejos respetos y antiguas amistades. En el tribunal he visto
espantosas pruebas en demasía...; el Diablo se pasea por Salem y no vacilaremos
en obedecer al dedo acusador, adondequiera que él señale.
Proctor (enojado): ¿Cómo puede matar chicos una
mujer como ella?
Hale (con gran dolor): Hombre, recuerda, hasta una hora
antes de caer el Diablo, Dios lo creyó hermoso en el Cielo.
Giles: Yo nunca dije que mi mujer fuera una bruja, señor Hale; ¡yo sólo
dije que ella leía libros!
Hale: Señor Corey, ¿cuál es el cargo concreto que se le ha hecho a vuestra
mujer?
Giles: Ese maldito bastardo de Walcott la acusó. Hace cuatro o cinco años le
compró un chancho a mi mujer, sabéis, y el chancho murió al poco tiempo.
Entonces, se apareció meneándose para que le devolviese el dinero. Entonces,
ella le dice, mi Martha: "Walcott, si no tienes inteligencia para
alimentar adecuadamente a un chancho, no vivirás para poseer muchos," le
dice. Entonces, él va a la corte y sostiene que desde ese día hasta ahora no
puede conservar un chancho vivo por más de cuatro semanas, ¡porque mi Martha
los embruja con sus libros!
(Entra Ezekiel Cheever. Hay un silencio
de sorpresa.)
Cheever: Buenas noches tengas, Proctor.
Proctor: Hola, señor Cheever. Buenas noches.
Cheever: Buenas noches, todos. Buenas noches, señor Hale.
Proctor: Espero que no vengáis por asuntos del tribunal.
Cheever: Sí, Proctor, por eso vengo. Soy funcionario de la corte, ahora,
sabes.
(Entra el alguacil Herrick, de treinta y
tantos años y algo avergonzado en este momento.)
Giles: Es una lástima, Ezekiel, que un buen sastre que pudo haber ido al
Cielo deba quemarse en el infierno. ¿Sabes que vas a arder, por esto?
Cheever: Tú bien sabes que debo hacer lo que se me ordena. Tú lo sabes, Giles.
Y de buena gana querría que no me mandes al Infierno. No me gusta cómo suena;
te aseguro que no me gusta como suena. (Teme a Proctor pero empieza a buscar
en su abrigo): Ahora, créeme Proctor, por muy pesada que sea la ley, esta
noche yo estoy cargando con todo su peso. (Extrae un documento): Tengo
un auto de prisión para tu mujer.
Proctor (a Hale): ¡Dijisteis que ella no estaba
acusada!
Hale: No sé nada de eso. (A Cheever): ¿Cuándo fue acusada?
Cheever: Esta noche me dieron diez y seis autos de prisión, señor, y ella es
una.
Proctor: ¿Quién la acusó?
Cheever: ¡Cómo...! Abigal Williams la acusó.
Proctor: ¿Con qué pruebas, qué pruebas?
Cheever (mirando a su alrededor): Proctor,
tengo poco tiempo. El tribunal me ordena registrar tu casa, pero no me gusta registrar
casas. ¿Quieres, pues, entregarme cualquier muñeco que tu mujer guarde aquí?
Proctor: ¿Muñecos?
Elizabeth: Nunca he tenido muñecos, nunca desde que era chica.
Cheever (embarazado, espiando la chimenea, donde quedó sentado el muñeco de
Mary Warren): Me parece que veo un muñeco, señora
Proctor.
Elizabeth: ¡Oh! (Yendo por él): Qué... éste es de Mary.
Cheever (tímidamente):¿Queréis hacerme el favor de
dármelo?
Elizabeth (mientras se lo alcanza, le pregunta a Hale): ¿El tribunal ha descubierto ahora un texto sobre muñecos?
Cheever (cogiendo cuidadosamente el muñeco): ¿Conserváis
algunos otros en esta casa?
Proctor: No, ni tampoco éste, hasta esta noche. ¿Qué significa un muñeco?
Cheever: Y... un muñeco (mientras le da vueltas cautelosamente) un
muñeco puede significar... Bueno, mujer, ¿harás el favor de venir conmigo?
Proctor: ¡No lo hará! (A Elizabeth): Tráela a Mary.
Cheever (tratando torpemente de alcanzar a Elizabeth): No, no, me está prohibido perderla de vista.
Proctor (apartándole el brazo): La dejaréis
salir de vuestra vista y de vuestra mente, señor. Trae a Mary, Elizabeth. (Elizabeth
se va arriba.)
Hale: ¿Qué significa un muñeco, señor Cheever?
Cheever (dando vueltas al muñeco): Y...
dicen que puede significar... que... (Ha levantado la falda del muñeco y sus
ojos se dilatan con atónito temor): Cómo, esto, esto...
Proctor (procurando tomar el muñeco): ¿Qué
hay ahí?
Cheever: Cómo... (extrae una larga aguja del muñeco): ¡Es una aguja!
¡Herrick, Herrick, es una aguja!
(Herrick viene hasta él.)
Proctor (airadamente, desorientado): ¡Y qué
significa una aguja!
Cheever (con las manos temblorosas): Pues...
esto va a ser duro para ella, Proctor, esto... yo tenía mis dudas, Proctor, yo
tenía mis dudas, pero esto es una calamidad. (A Hale, mostrándole la aguja):
¡Veis, señor, es una aguja!
Hale: ¿Y qué? ¿Qué significado tiene?
Cheever (con desmesurados ojos, temblando): La
muchacha, esa chica Williams, Abigail Williams, señor. Se sentó a comer esta
noche en casa del reverendo Parris, y sin una palabra ni advertencia, se cae al
suelo. Como un animal herido, dice él, y gritando un grito que espantaría a un
toro. Y él va a salvarla y le saca de la barriga una aguja así de larga. Y
preguntándole cómo es que pudo pincharse así, ella... (ahora a Proctor): afirmó
que fue el espíritu de tu mujer el que se la clavó.
Proctor: ¡Y qué! ¡Lo hizo ella misma! (A Hale): ¡Espero que no toméis
eso por una prueba, señor!
(Hale, impresionado por la prueba, está
callado.)
Cheever: ¡Es prueba sólida! (A Hale): Encuentro aquí un muñeco que
guarda la señora Proctor. Yo lo encontré, señor. Y en la barriga del muñeco hay
clavada una aguja. Te diré la verdad, Proctor, no esperaba encontrar semejante
testimonio del Infierno, y te aconsejo que no te interpongas, porque...
(Entra Elizabeth con Mary Warren.
Proctor, viendo a Mary Warren, la lleva de un brazo hasta Hale.)
Proctor: ¡Y bien! Mary, ¿cómo ha venido este muñeco a mi casa?
Mary (asustada, con voz muy tenue): ¿Qué
muñeco es ése, señor?
Proctor (impacientemente, señalando el muñeco que está en manos de Cheever): Este muñeco, este muñeco.
Mary (evasivamente, mirando el muñeco): Ah...
yo... yo creo que es mío.
Proctor: Es tu muñeco, ¿no?
Mary (sin comprender la intención): Sí...
señor, lo es.
Proctor: ¿Y cómo vino a esta casa?
Mary (echando una mirada a los rostros ávidos que la rodean): Y... yo lo hice en la corte, señor, y... esta noche se lo di a la
señora Proctor.
Proctor (a Hale): Ahí está, señor..., ¿lo veis?
Hale: Mary Warren, en este muñeco se ha encontrado una aguja.
Mary (aturdida): Señor, no fue con mala intención,
señor.
Proctor (rápidamente): ¿Tú misma clavaste esa aguja?
Mary: Creo... creo que yo lo hice, señor; yo...
Proctor (a Hala): ¿Qué decís ahora?
Hale (mirando a Mary Warren escrutadoramente): Niña, ¿estás segura de que ésta es tu memoria natural? ¿Podría ser,
tal vez, que alguien te estuviese conjurando, aun ahora mismo, para que digas
eso?
Mary: ¿Conjurándome a mí? No, señor, no; creo que soy enteramente dueña de
mí. Preguntadle a Susana Walcott..., ella me vio cosiéndolo en el tribunal. (O mejor
aún): Preguntadle a Abby... Abby estaba sentada a mi lado cuando yo lo
hice.
Proctor (a Hale, refiriéndose a Cheever): Decidle
que se vaya. Seguramente veis claro, ahora. Decidle que se vaya, señor Hale.
Elizabeth: ¿Qué significa una aguja?
Hale: Mary..., estás acusando a Abigail de cruel y frío asesinato.
Mary: ¡Asesinato! Yo no acuso...
Hale: Abigail fue herido esta noche; se encontró una aguja clavada en su
vientre...
Elizabeth ¿Y ella me acusa a mí?
Hale: Sí.
Elizabeth (sin aliento): ¡Pero...! ¡Esa muchacha es la
muerte! ¡Hay que borrarla de este mundo!
Cheever (señalando a Elizabeth): ¡Habéis
oído eso, señor! ¡Borrarla de este mundo! ¡Herrick, tú lo has oído!
Proctor (de pronto, arrancando el documento de manos de Cheever): ¡Fuera de aquí!
Cheever: Proctor, no te atrevas a tocar el mandamiento.
Proctor (rompiendo el papel): ¡Fuera de aquí!
Cheever: ¡Has roto el mandamiento del Comisionado, hombre!
Proctor: ¡Maldito sea el Comisionado! ¡Fuera de mi casa!
Hale: ¡No, Proctor, Proctor!
Proctor: ¡Id con ellos! ¡Sois un ministro en ruinas!
Hale: Proctor, si ella es inocente, el tribunal...
Proctor: ¿Si ella es inocente? ¿Por qué jamás os preguntáis si Parris es
inocente, o Abigail? ¿Es que ahora el acusador es siempre sagrado? ¿Es que han
nacido hoy tan limpios como los dedos de Dios? Yo os diré lo que se pasea por
Salem... Por Salem se pasea la venganza. ¡En Salem somos lo que siempre fuimos,
sólo que ahora andan los chiquillos revoltosos alborotando con las llaves del
reino, y la ley es dictada nada más que por la venganza! ¡Este mandamiento es
una venganza! ¡Yo no entregaré mi esposa a la venganza!
Elizabeth: Iré, John...
Proctor: ¡No irás!
Herrick: Tengo nueve hombres afuera. No puedes retenerla. La ley me obliga,
John, no puedo hacerme a un lado.
Proctor (a
Hale, listo para deshacerlo): ¿Dejaréis
que se la lleven?
Hale: Proctor, el tribunal es justo...
Proctor: ¡Poncio Pilatos! ¡Dios no permitirá que te laves las manos de esto!
Elizabeth: John..., creo que debo ir con ellos. (El no puede soportar su
mirada.) Mary, hay pan suficiente para la mañana; pondrás el horno por la
tarde. Ayuda al señor Proctor como si fueses su hija... Me debes eso, y mucho
más. (Está tratando de contener el llanto. A Proctor): Cuando despierten
los chicos, nada digas de brujería...; se asustarían. (No puede continuar.)
Proctor: Te traeré a casa. Te traeré pronto.
Elizabeth: ¡Oh, John, tráeme pronto!
Proctor: ¡Como un mar caeré sobre ese tribunal! No temas nada, Elizabeth.
Elizabeth (con gran temor): No temeré nada. (Mira a su
alrededor, como para retener la imagen de la habitación.) Diles a los niños
que fluí a visitar a alguien enfermo. (Sale.)
(Herrick y Cheever salen tras ella. Por
un instante, Tractor mira desde la puerta. Se oye ruido de cadenas.)
Proctor: ¡Herrick! ¡Herrick, no la encadenes! (Corre afuera. Desde afuera): ¡Condenado,
no vas a encadenarla! ¡Quítalas! ¡No lo permitiré! ¡No dejaré que la encadenes!
(Hay otras voces de hombre,
discutiéndole. Hale, presa de la inseguridad y la culpa, se aparta de la puerta
para evitar la escena. Mary Warren rompe en lágrimas y está sentada, llorando.
Giles Corey se acerca a Hale.)
Giles: ¿Y aún callado, ministro? ¡Es un fraude, vos sabéis que es un fraude!
Hombre, ¿qué os detiene?
Proctor (medio conducido y medio empujado por dos agentes y por Herrick): ¡Me lo has de pagar, Herrick, con seguridad me lo has de pagar!
Herrick (jadeando): ¡En nombre de Dios, John, no
puedo evitarlo! Debo encadenarlos a todos. ¡Ahora quédate aquí adentro hasta
que me vaya! (Sale con los agentes.)
(Proctor permanece donde está, tomando
aire. Se oyen caballos y el ruido del carro.)
Hale (con gran incertidumbre): Señor
Proctor...
Proctor: ¡Fuera de mi vista!
Hale: ¡Por caridad, Proctor, por caridad! No temeré declarar ante el
tribunal lo que he oído en favor de ella. Dios es testigo de que no puedo
juzgarla culpable o inocente... no sé. Considera esto solamente: el mundo se
enloquece y nada ganarás atribuyendo las causas a la venganza de una
muchachita.
Proctor: ¡Sois un cobarde! ¡Aunque hayáis sido ordenado con las propias
lágrimas de Dios, ahora sois un cobarde!
Hale: Proctor, no puedo creer que Dios sea provocado tan gravemente por una
causa tan mezquina. Las cárceles están repletas...; nuestros más grandes jueces
están ahora en Salem... y se ha prometido la horca. Debemos encontrar una causa
proporcionada, hombre. ¿Se ha cometido un crimen, tal vez, que jamás ha visto
la luz? ¿Alguna abominación? ¿Alguna secreta blasfemia que ofende al Cielo?
Busca una causa, hombre, y ayúdame a descubrirla. Pues ése es tu camino,
créelo, tu único camino cuando tal confusión cae sobre el mundo. (Va hacia
Giles y Francis): Deliberad entre vosotros; pensad en vuestro pueblo y en
qué es lo que habrá desencadenado tan tonante ira del Cielo sobre todos vosotros.
Pediré a Dios que os abra los ojos. (Sale.)
Francís (impresionado por el tono de Hale): Nunca
supe de ningún crimen cometido en Salem.
Proctor (tocado por las palabras de Hale): Déjame,
Francis, déjame.
Giles (sacudido): John, dime..., ¿estamos perdidos?
Proctor: Vete a casa, Giles. Hablaremos de esto, mañana.
Giles: Piénsalo. Vendremos temprano, ¿eh?
Proctor: Bueno. Vete ahora, Giles.
Giles: Buenas noches, entonces. (Sale, con Francis.)
Mary (después de un momento, con un tímido hilo de voz): Señor Proctor, parece que la dejarán volver a casa en cuanto tengan la
adecuada evidencia.
Proctor: Vendrás al tribunal conmigo, Mary, Se lo dirás al tribunal.
Mary: No puedo acusar de asesinato a Abigail.
Proctor (acercándose a ella, amenazador): ¡Le
dirás al tribunal cómo vino a parar aquí ese muñeco y quién le clavó la aguja!
Mary: ¡Ella me matará por decir eso! (Proctor continúa acercándose a
ella.) ¡Abby os acusará de adulterio, señor Proctor!
Proctor (deteniéndose): ¡Te lo dijo!
Mary: Yo lo sabía, señor. Os arruinará con eso, sé que os arruinará.
Proctor (vacilando y con profundo odio hacia sí mismo): Bien. Entonces se acabó su santidad. (Mary se aleja de él.) Juntos
caeremos en nuestro foso; le dirás al tribunal lo que sabes.
Mary (con terror): No puedo, se volverán contra
mí... (Dando dos zancadas, Proctor la alcanza mientras ella repite:
"¡No puedo, no puedo!".)
Proctor: ¡Mi mujer no ha de morir por mí! ¡Te sacaré las entrañas por la boca,
pero esa alma de Dios no morirá por mí!
Mary (luchando por soltarse): ¡No
puedo hacerlo, no puedo!
Proctor (tomándola por el cuello como para estrangularla): ¡Házte a la idea! Ahora, el Cielo y el Infierno nos tienen agarrados
por la espalda y toda nuestra vieja simulación nos ha sido arrancada...¡hazte a
la idea! (La arroja al suelo donde ella continúa diciendo, entre sollozos:
"No puedo, no puedo..." Y ahora él, como para sí mismo, con la mirada
extraviada y volviéndose hacia la abierta puerta): Paz. Es providencial, y
no hay gran cambio; sólo somos lo que siempre fuimos, pero desnudos ahora. (Se
encamina como hacia un gran horror, encarando al cielo abierto.) ¡Sí,
desnudos! ¡Y el viento, el viento helado de Dios... soplará el viento!
(Y ella continúa llorando y murmurando:
"No puedo, no puedo, no puedo..." mientras cae el
TELÓN
ACTO TERCERO
ACTO TERCERO
Primer cuadro
Un bosque. De noche. Un haz de luz
ilumina un tronco a la izquierda. Por la izquierda aparece Proctor con un
farol. Entra echando una mirada hacia atrás, luego se detiene, con el farol en
alto. Por la izquierda aparece Abigail con una bata sobre el camisón, con él
cabello suelto. Hay un momento de muda expectativa.
Proctor (buscando. Yendo hacia el tronco): Debo
hablar contigo, Abigail. (Ella, mirándolo fijamente, no se mueve.) ¿Quieres
sentarte?
Abigail: ¿Cómo vienes?
Proctor: Como amigo.
Abigail (mirando a su alrededor): No me
gusta el bosque de noche. Por favor, acércate. (El se acerca, aunque se
mantiene distante en espíritu.) Sabía que eras tú. Lo supe al oír los
guijarros en la ventana, antes de abrir los ojos. (Se sienta sobre el
tronco.) Pensé que vendrías mucho más pronto.
Proctor: Muchas veces estuve a punto de venir.
Abigail: ¿Por qué no viniste? Ahora estoy tan sola en el mundo.
Proctor (como si nada; sin amargura): ¿De
veras? He oído decir que en estos días viene la gente desde muy lejos para
verte la cara.
Abigail: Mi cara, sí. ¿Puedes verme tú la cara?
Proctor (acercándole el farol al rostro): ¿Estás
afligida, entonces?
Abigail: ¿Has venido para burlarte de mí?
Proctor (depositando el farol, se sienta junto a ella): No, no, sólo que oigo decir que todas las noches vas a la taberna y
juegas al tejo con el Comisionado, y allí te dan sidra.
Abigail (como si eso no tuviera importancia): He
jugado al tejo, una o dos veces. Pero no me divierte.
Proctor (la está sondeando): Eso me sorprende, Abby. Pensé
encontrarte más alegre. Me dicen que en estos días un montón de muchachos te
sigue los pasos dondequiera que vayas.
Abigail: Sí, me siguen. Pero de los muchachos sólo recibo miradas lascivas.
Proctor: ¿Y eso no te gusta?
Abigail: No puedo soportar más miradas lascivas, John. Mi ánimo ha cambiado
completamente. Miradas piadosas merecería, ya que sufro por ellos como estoy
sufriendo.
Proctor: ¿Sí? ¿Cómo sufres, Abby?
Abigail (se recoge el vestido): Mira mi
pierna. Estoy llena de pinchaduras de sus malditas agujas y alfileres. (Tocándose
el estómago): Sabes, el pinchazo que me dio tu mujer no se ha curado
todavía.
Proctor (viendo ahora su locura): ¿Ah,
no?
Abigail: Creo que a veces, mientras duermo, ella vuelve a pincharme para abrirme
la herida.
Proctor: ¿Ah, sí?
Abigail: Y George Jacobs... (arremangándose) vuelve una y otra vez y me
golpea con su bastón ... en el mismo sitio, todas las noches, durante toda esta
semana. Mira el moretón que tengo.
Proctor: Abby... George Jacobs hace un mes que está en la cárcel.
Abigail: ¡A Dios gracias! ¡Y bendito sea el día en que lo cuelguen y me deje
dormir en paz otra vez! ¡Oh, John, el mundo está tan lleno de hipócritas! (Atónita,
sublevada.) ¡Rezan en la cárcel! ¡Me dicen que todos ellos rezan en la
cárcel!
Proctor: ¿No deben rezar?
Abigail: ¿Y torturarme en mi cama mientras de sus bocas salen palabras
sagradas? ¡Oh, será preciso Dios mismo para limpiar este pueblo debidamente!
Proctor: Abby, ¿todavía piensas acusar a otros?
Abigail (adelantándose): Si vivo, si no me matan,
ciertamente lo haré, hasta que muera el último hipócrita.
Proctor: Entonces, ¿no hay nadie que sea bueno?
Abigail (dulcemente): Sí, hay uno. Tú eres bueno.
Proctor: ¿Yo? ¿Por qué soy bueno?
Abigail: Pues... me enseñaste la bondad, por lo tanto eres bueno. Fue un
incendio por donde me condujiste, y en él se quemó toda mi ignorancia. Era
fuego, John, llamas las que nos envolvían. Y desde aquella noche ya ninguna
mujer se atreve a llamarme mala pues yo sé qué contestarle. Antes lloraba yo
por mis pecados, cada vez que el
viento levantaba mis polleras; y enrojecía de vergüenza porque una Rebecca
cualquiera me llamaba perdida. Pero entonces viniste tú y quemaste mi
ignorancia. ¡Y pude verlos a todos, desnudos como árboles en invierno... yendo
a la iglesia como santos, corriendo a alimentar a los enfermos, pero hipócritas
en el fondo! ¡Y Dios me dio fuerzas para llamarlos mentirosos, y Dios hizo que
los hombres me escuchasen, y, por Dios, por su amor barreré este mundo hasta
que quede limpio! ¡Oh, John, qué esposa seré para ti cuando el mundo esté
limpio otra vez! (Ella le besa la mano con gran emoción.) Te asombrará
verme cada día como una luz del cielo en tu casa, una... (El se pone de pie
y retrocede asustado, atónito.) ¿Por qué estás tan frío?
Proctor (con tono formal, pero con inquietud, como ante algo sobrenatural): Mi mujer comparece ante el tribunal mañana, Abigail.
Abigail (distante): ¿Tu mujer?
Proctor: ¿Sin duda lo sabías?
Abigail (como despertando): Lo recuerdo ahora. (Como por
cumplido): Cómo... cómo... ¿ella está bien?
Proctor: Tan bien como es posible... Treinta y seis días en ese sitio.
Abigail: Dijiste que venías como amigo.
Proctor: Abby, ella no será condenada.
Abigail (Sublevados sus sentimientos sagrados. Pero ella es quien interroga): ¿Me sacaste de la cama para hablar de ella?
Proctor: Vengo a decirte lo que haré mañana en la Corte. No quisiera tomarte
por sorpresa, sino darte el tiempo necesario para que pienses en lo que has de
hacer para salvarte.
Abigail (incrédula y con un asomo de temor): ¡Salvarme!
Proctor: Abby, si no liberas mañana a mi mujer, estoy preparado y decidido a
arruinarte.
Abigail (atónita, con un hilo de voz):
Cómo... ¿Arruinarme?
Proctor: Tengo documentos que prueban irrefutablemente que tú sabías que aquel
muñeco no era de mi mujer; y que tú misma mandaste a Mary Warren clavar aquella
aguja.
Abigail (la violencia se agita en ella; he aquí una criatura
indescriptiblemente frustrada, su voluntad impedida; pero aún lucha por
dominarse): ¿Yo mandé a Mary Warren... ?
Proctor: ¡Tú sabes bien lo que haces, no estás tan loca!
Abigail (clamando al cielo): Oh, hipócritas, ¿también a él lo
habéis conquistado? (Directamente a él): John, ¿por qué dejas que te
manden?
Proctor: Te prevengo, Abby.
Abigail: ¡Ellos te mandan! Roban tu honradez y...
Proctor: He hallado mi honradez.
Abigail: ¡No, es tu mujer quien está suplicando, tu llorona mujer, tu
envidiosa mujer! Esta es la voz de Rebecca, es la voz de Martha Corey. ¡Tú no
eras ningún hipócrita!
Proctor (la agarra de un brazo): ¡Voy a
demostrar el fraude que eres!
Abigail: ¿Y si te preguntan por qué habría de cometer Abigail un hecho tan
criminal? ¿Qué les dirás?
Proctor (sólo decirlo es difícil): Les
diré el porqué.
Abigail: ¿Qué dirás? ¿Confesarás haber fornicado? ¿En la Corte?
Proctor: ¡Si así lo quieres, así lo diré! (Ella deja escapar una risa
incrédula.) ¡Te digo que lo haré! (Ella ríe más fuerte, ahora convencida
de que él jamás lo hará. El la sacude rudamente): ¡Si aún puedes oír,
escucha esto! ¿Puedes oír? (Ella está temblando, mirándolo fijamente, como
si fuera él quien ha perdido el juicio.) ¡Le dirás al tribunal que eres
ciega para los espíritus; no puedes verlos más, y no volverás a acusar de
brujería a nadie o yo te haré famosa por lo ramera que eres!
Abigail (asiéndolo por las ropas): ¡Nunca
jamás! Te conozco, John... ¡En este momento estás cantando secretas aleluyas
porque tu mujer será colgada!
Proctor (arrojándola al suelo): ¡Estúpida,
perra asesina! (Va hacia la derecha.)
Abigail (se levanta): ¡Oh, qué duro es cuando la
máscara cae! ¡Pero cae, cae! (Se arropa como para irse.) Has cumplido
con ella. Espero que sea tu última hipocresía. Ojalá vuelvas con mejores
noticias para mí. Sé que así será... ahora que has cumplido tu deber. Buenas
noches, John. (Retrocede hacia la izquierda con la mano en alto,
despidiéndose.) Nada temas. Yo te salvaré mañana. (Al mismo tiempo que
se vuelve para salir.) De ti mismo te salvaré. (Vase.)
(Proctor queda solo, aterrado. Toma su
linterna, y hace mutis, lentamente, mientras las luces se apagan y cae el
TELÓN
ACTO TERCERO
ACTO TERCERO
Segundo cuadro
La sacristía de la capilla de Salem, que
ahora sirve de antesala de la Corte General. Al levantarse el telón, la
habitación está vacía. Solamente entra el sol por las dos altas ventanas del
foro. La pieza es solemne, hasta imponente. Pesadas vigas sobresalen y tablones
de diversa anchura constituyen las paredes. Hay dos puertas a la derecha, que llevan a la capilla misma, en donde se reúne el
tribunal. A la izquierda, otra puerta lleva al exterior.
Hay un banco simple a la izquierda, y
otro a la derecha. En el centro, una mesa más bien larga, para las reuniones,
con banquillos y un sillón de considerables dimensiones arrimados a ella.
A través de la pared divisoria, a la
derecha, oímos la voz de un Fiscal Acusador, el Juez Hathorne, preguntando
algo; luego, una voz de mujer, la de Martha Corey, replicando.
Voz de Hathorne:
Y bien, Martha Corey, hay abundantes pruebas en
nuestro poder que demuestran que te has entregado a la adivinación de la
suerte. ¿Lo niegas?
Voz de Martha: Soy inocente. Ni siquiera sé lo que es una bruja.
Voz de Hathorne:
¿Cómo sabes, entonces, que no lo eres?
Voz de Martha: Si lo fuera lo sabría.
Voz de Hathorne:
¿Por qué dañas a estos niños?
Voz de Martha: ¡No los daño! ¡Es despreciable!
Voz de Giles
Corey (rugiendo): ¡Tengo
nuevas pruebas para el tribunal!
(Las voces del pueblo se elevan,
excitadas.)
Voz de Danforth:
¡Ocupad vuestros sitios!
Voz de Giles: ¡Thomas Putnam roba tierras!
Voz de Danforth:
¡Alguacil, llevaos a ese hombre!
Voz de Giles: ¡Estáis oyendo mentiras, no más que mentiras!
(Un rugido se eleva del público.)
Voz de Hathorne:
¡Arrestadlo, Excelencia!
Voz de Giles: ¡Tengo pruebas! ¿Por qué no queréis escuchar mis pruebas?
(Se abre la puerta y Giles es prácticamente
transportado dentro de la sacristía por Herrick.)
Giles: ¡Quita tus manos, maldito seas! ¡Déjame!
Herrick: ¡Giles, Giles!
Giles: ¡Fuera de mi camino, Herrick! Traigo pruebas...
Herrick: ¡Tú no puedes entrar ahí, Giles; es un tribunal!
(Entra Hale por la derecha.)
Hale: Por favor, calmaos un momento. 115
Giles: Vos, señor Hale, entrad y pedid que yo hable.
Hale: Un momento, señor, un momento.
Giles: ¡Colgarán a mi mujer!
(Entra el Juez Hathorne de Salem. De
unos sesenta y tantos años, es desagradable, insensible a los remordimientos.)
Hathorne: ¿Cómo os atrevéis a entrar rugiendo en esta Corte! ¿Os habéis vuelto
loco, Corey?
Giles: No sois ningún juez de Boston todavía, Hathorne. ¡No me llaméis
loco!
(Entra el Comisionado del Gobernador,
Danforth, y, tras él, Ezekiel Cheever y Parris. Al entrar, se hace el silencio.
Danforth es un hombre serio, de unos sesenta y
cinco años, con cierto humor y sofisticación que, sin embargo, no interfieren
con su precisa lealtad a su posición y a su causa. Se aproxima a Giles, que
aguarda su ira.)
Danforth (mirando directamente a Giles): ¿Quién
es este hombre?
Parris: Giles Corey, señor, el litigante más...
Giles (a Parris): ¡Es a mí a quien pregunta, y soy
lo bastante viejo como para contestar yo mismo! (A Danforth, quien lo
impresiona y a quien sonríe a pesar de su violencia): Mi nombre es Corey,
señor, Giles Corey. Tengo doscientas hectáreas y además tengo madera. La que
estáis condenando ahora es mi mujer. (Indica la sala de la Corte.)
Danforth: ¿Y cómo creéis que un alboroto tan despreciable puede ayudarla?
Retiraos. Sólo vuestra edad os salva de la cárcel.
Giles (comienza a alegar): Se dicen mentiras de mi mujer,
señor, yo...
Danforth: ¿Es que pretendéis decidir vos qué es lo que esta Corte creerá y qué
es lo que desechará?
Giles: Vuestra Excelencia, no queríamos ser irrespetuosos hacia...
Danforth: ¡Irrespetuosos decís! ¡Profanadores, señor! Esta es la más alta Corte
del Superior Gobierno de esta Provincia, ¿lo sabéis?
Giles (comenzando a llorar): Vuestra Excelencia, sólo dije que
ella leía libros, señor, y vienen y se la llevan de casa por...
Danforth (extrañado): ¡Libros! ¿Qué libros?
Giles (entre incontenibles sollozos): Es mi
tercera esposa, señor, nunca tuve una mujer tan prendada de los libros, y pensé
que debía encontrar la causa de ello, comprendéis, pero no era de bruja que yo
la acusaba. (Llora abiertamente..) Le he quitado apoyo a esa mujer, le
he quitado mi apoyo. (Se cubre la cara, avergonzado. Danforth se mantiene
respetuosamente silencioso.)
Hale: Excelencia, él sostiene poseer importantes pruebas para la defensa de
su mujer. Creo que, con toda justicia, deberíais...
Danforth: Pues que presente sus pruebas en declaración jurada. Conocéis bien
nuestros procedimientos aquí, señor Hale. (A Herrick): Despejad esta
habitación.
Herrick: Vamos, Giles. (Empuja suavemente a Corey juera de la habitación.)
Francís: Estamos desesperados, señor; hace tres días que venimos y no logramos
ser escuchados.
Danforth: ¿Quién es este hombre?
Francis: Francis Nurse, Vuestra Excelencia.
Hale: Su mujer, Rebecca, fue condenada esta mañana.
Danforth: ¡El mismo! Estoy sorprendido de encontraros en tal tumulto. Sólo tengo
buenos informes acerca de vuestro carácter, señor Nurse.
Hathorne: Creo que ambos deberían ser arrestados por desacato, señor.
Danforth (a Francis): Escribid vuestra defensa, y a su
debido tiempo yo...
Francis: Excelencia, tenemos pruebas para vos; Dios no permita que cerréis
vuestros ojos ante ellas. Las muchachas, señor, las muchachas son un fraude.
Danforth: ¿Cómo es eso?
Francis: Tenemos prueba de ello, señor. Os engañan todas ellas.
(Danforth es sacudido por esto pero
observa atentamente a Francis.)
Hathorne: ¡Esto es desacato, señor, desacato!
Danforth: Paz, juez Hathorne. ¿Sabéis quien soy, señor Nurse?
Francis: Ya lo creo, señor, y creo que debéis ser un juez sabio para ser lo que
sois.
Danforth: ¿Y sabéis que desde Marblehead hasta Lynn hay cerca de cuatrocientos
en las cárceles, y con mi firma?
Francis: Yo...
Danforth: ¿Y setenta y dos condenados a la horca con esa firma?
Francis: Excelencia, nunca hubiera soñado decir esto a tan importante juez,
pero os están engañando.
(Entra Giles Corey por la izquierda.
Todos se vuelven para ver mientras él invita a entrar a Mary Warren con
Proctor. Mary mantiene la mirada en el suelo; Proctor la lleva del codo, como
si ella estuviera por desplomarse.)
Parris (al verla, pasmado): ¡Mary Warren! (Va directamente
a inclinarse sobre el rostro de ella): ¿Qué vienes hacer aquí?
Proctor (alejando a Parris con un suave pero firme movimiento de protección
para ella): Quiere hablar con el Comisionado del
Gobernador.
Danforth (pasmado por esto, encara a Herrick): ¿No me
habíais dicho que Mary Warren estaba enferma, en cama?
Herrick: Lo estaba, Vuestra Merced. Cuando fluí a buscarla para traerla ante
el tribunal, la semana pasada, dijo estar enferma.
Giles: Ha estado luchando con su alma toda la semana, Vuestra Merced; viene
ahora a decir la verdad de todo esto.
Danforth: ¿Quién es éste?
Proctor: John Proctor, señor. Elizabeth Proctor es mi mujer.
Parris: Cuidado con este hombre, Excelencia, este hombre es dañino.
Hale (excitado): Creo que debéis escuchar a la
niña, señor, ella...
Danforth (quien se ha interesado mucho en Mary
Warren, sólo levanta una mano hacia Hale): Paz. ¿Qué quieres decirnos, Mary
Warren?
(Proctor la mira, pero ella no puede
hablar.)
Proctor: Nunca vio ningún espíritu, señor.
Danforth (con gran alarma y sorpresa, a Mary): ¡Nunca
vio ningún espíritu!
Giles (ansiosamente): Jamás.
Proctor (hurgando en el bolsillo de su chaqueta) : Ella ha firmado un testimonio, señor...
Danforth (instantáneamente): No, no, no acepto testimonios. (Está
midiendo rápidamente la situación; se vuelve a Proctor): Decidme, señor
Proctor, ¿habéis diseminado la noticia en el pueblo?
Proctor: No, señor, no lo hemos hecho.
Parris: ¡Han venido a derrocar el tribunal, señor! Este hombre es...
Danforth: Os ruego, señor Parris. Sabéis, señor Proctor, que todo lo que el
Estado sostiene en este caso es que el Cielo está hablando por boca de estas
niñas.
Proctor: Lo sé, señor.
Danforth (piensa, mirando fijamente a Proctor, y luego se vuelve a Mary
Warren): Y tú, Mary Warren, ¿cómo es que te dió
por acusar a las gentes culpándolas de enviar sus espíritus contra ti?
Mary: Era en broma, señor.
Danforth: No te oigo.
Proctor: Dice que era en broma.
Danforth: ¿Sí? ¿Y las demás muchachas? ¿Susanna Walcott, y... las otras?
¿También ellas bromean?
Mary: Sí, señor.
Danforth (con ojos dilatados): ¿Realmente? (Está
desorientado. Se vuelve para estudiar el rostro de Proctor.)
Parris (sudando): ¡Excelencia, no iréis a creer que
una mentira tan vil puede exponerse ante el tribunal!
Danforth: Claro que no, pero me impresiona mucho que se atreva ella a venir
hasta aquí mismo con tal cuento. Veamos, señor Proctor, antes de que decida si
os escucharé o no, es mi deber deciros esto: es una hoguera viva la que aquí
tenemos; sus llamas derriten todo fingimiento.
Proctor: Lo sé, señor.
Danforth: Permitidme continuar. Comprendo bien que la ternura de un marido pueda
llevarlo hasta la extravagancia en defensa de su esposa. ¿Estáis íntimamente
seguro, señor, de que vuestra prueba es verdad?
Proctor: Lo es. Y sin duda vos la veréis.
Danforth: ¡Y pensabais hacer esta revelación declarándola en la Corte, ante el
público!
Proctor: Eso pensaba, sí... con vuestra licencia.
Danforth (entrecerrando los ojos): Y bien,
señor, ¿cuál es vuestro propósito al hacerlo?
Proctor: Pues así daría libertad a mi mujer, señor.
Danforth: ¿No acecha en parte alguna de vuestro corazón, ni se esconde en
vuestro espíritu, ningún deseo de minar este tribunal?
Proctor (con un casi imperceptible balbuceo): Pues,
no, señor.
Cheever (se aclara la garganta, "despertando") Yo... Vuestra Excelencia.
Danforth: Señor Cheever.
Cheever: Creo que es mi deber, señor... (Amablemente, a Proctor): No lo
negarás, John. (A Danforth): Cuando fuimos a detener a su mujer, él
maldijo al tribunal y rasgó la orden de arresto.
Parris: ¡Ahí lo tenéis!
Danforth: ¿Hizo eso, señor Hale?
Hale (respira hondo): Sí, lo hizo.
Proctor: Fue un arranque, señor. No sabía lo que hacía.
Danforth (estudiándolo): Señor Proctor.
Proctor: Sí, señor.
Danforth (directamente a sus ojos): ¿Habéis
visto alguna vez al Diablo?
Proctor: No, señor.
Danforth: ¿Sois en todos los aspectos un buen cristiano?
Proctor: Lo soy, señor.
Parris: ¡Un cristiano tal que no viene a la iglesia más que una vez al mes!
Danforth (contenido...; le pica la curiosidad): ¿No
viene a la iglesia?
Proctor: Yo... no siento amor alguno por el señor Parris. No es ningún
secreto. Pero a Dios sí lo amo.
Cheever: Ara la tierra los domingos, señor.
Danforth: ¡Ara los domingos!
Cheever (disculpándose): Creo que son pruebas, John. Soy
funcionario del tribunal, y no puedo callarlo.
Proctor: Yo... he arado una o dos veces en día domingo. Tengo tres hijos,
señor, y hasta el año pasado mi tierra rendía poco.
Giles: A decir verdad, encontraréis otros cristianos que aran los domingos.
Hale: Vuestra Merced, no me parece que podáis juzgar al hombre en base a tal
prueba.
Danforth: Nada juzgo. (Pausa. Continúa mirando a Proctor, que trata de
devolverle la mirada.) Os digo sin rodeo, señor...; he visto maravillas en
esta Corte. He visto ante mis ojos gente asfixiada por espíritus; los he visto
atravesados por alfileres y acuchillados por dagas. No tengo, hasta este instante,
la mínima razón para sospechar que las niñas me engañan. ¿Entendéis lo que
quiero decir?
Proctor: Excelencia, ¿no os extraña que tantas de estas mujeres hayan vivido
tanto tiempo con tan limpias reputaciones y... ?
Parris: ¿Leéis el Evangelio, señor Proctor?
Proctor: Leo el Evangelio.
Parris: No os creo; pues si no, sabríais que Caín era un hombre recto, y sin
embargo mató a Abel.
Proctor: Sí, es Dios quien nos dice eso. (A Danforth.) Pero ¿quién es
el que nos dice que Rebecca Nurse asesinó a siete criaturas soltando sobre
ellas su espíritu? Son sólo estas chicas, y ésta jurará que os mintió.
(Danforth medita, luego llama a
Hathorne. Hathorne se inclina y él le habla al oído. Hathorne asiente.)
Hathorne: Sí, es ella misma.
Danforth: Señor Proctor, esta mañana vuestra esposa me envió una petición
diciendo estar encinta.
Proctor: ¡Mi mujer encinta!
Danforth: No hay señal de ello; hemos examinado su cuerpo.
Proctor: ¡Pero si dice estar encinta, debe estarlo! Esa mujer jamás mentirá,
señor Danforth.
Danforth: ¿No mentirá?
Proctor: Jamás, señor, jamás.
Danforth: Lo hemos considerado demasiado conveniente para ser creído. Sin
embargo, si os dijera que la retendríamos otro mes; y que si comienza a
manifestar los síntomas naturales, la tendríais viviendo aún otro año, hasta
que diera a luz... ¿qué diríais de eso? (John Proctor queda mudo.) Vamos.
Decís que vuestro único propósito es salvar a vuestra mujer. Pues bien, por
este año, al menos, está a salvo, y un año es largo. ¿Qué decís, señor? Trato
hecho. (En conflicto consigo mismo, Proctor mira a Francis y a Giles.) ¿Levantáis
vuestra acusación?
Proctor: Yo... creo que no puedo.
Danforth (una imperceptible dureza en su voz): Vuestro
propósito es, pues, algo más vasto.
Parris: ¡Ha venido a deponer el tribunal, Vuestra Señoría!
Proctor: Estos son mis amigos. Sus esposas también están acusadas...
Danforth (de modo repentinamente vivo): No os
juzgo, señor. Estoy listo para escuchar vuestra prueba.
Proctor: No vengo a dañar al tribunal; sólo...
Danforth (cortándolo): Alguacil, entrad en la Corte y
decid al Juez Stoughton y al Juez Sewall que pasen a cuarto intermedio por una
hora. Y que vayan a la taberna, si lo desean. Todos los testigos y prisioneros
quedarán en el edificio.
Herrick: Sí. señor. (Con gran deferencia.) Si se me permite decirlo
así, señor, he conocido a este hombre toda mi vida. Es un hombre bueno, señor.
Danforth (lo que le molesta es cómo eso se refleja en él mismo): No me caben dudas, alguacil. (Herrick asiente y sale.) Ahora
bien, ¿qué testimonio tenéis para nosotros, señor Proctor? Y os ruego ser
claro, limpio como el Cielo y honesto.
Proctor (extrayendo algunos papeles): No soy
abogado, y trataré...
Danforth: Los líos de corazón no necesitan abogado. Continuad a vuestro gusto.
Proctor (entregando un papel a Danforth): ¿Queréis
leer esto primero, señor? Es una especie de testimonio. La gente que lo firma
declara su buena opinión sobre Rebecca y mi esposa y Martha Corey. (Danforth
mira el papel.)
Parris (tratando de aprovechar el sarcasmo de Danforth):
¡Su buena opinión! (Pero Danforth sigue leyendo y Proctor se siente
alentado.)
Proctor: Estos son todos agricultores propietarios, miembros de la Iglesia. (Con
delicadeza, tratando de señalar un párrafo): Si observáis, señor..., han
conocido a las mujeres por muchos años y jamás vieron señales de que hubiesen
traficado con el Diablo.
(Parris se acerca nerviosamente y lee
por sobre el hombro de Danforth.)
Danforth (examinando una larga lista): ¿Cuántos
nombres hay aquí?
Francis: Noventa y uno, Excelencia.
Parris (sudando): Esta gente debiera ser convocada.
(Danforth lo mira, interrogante.) Para interrogarlos.
Francis (temblando de ira): Señor Danforth, les he dado a
todos mi palabra de que ningún mal les ocurriría por firmar esto.
Parris: ¡Esto es claramente un ataque al tribunal!
Hale (a Parris, tratando de contenerse): ¿Es que
toda defensa es un ataque al tribunal? ¿Es que nadie puede...?
Parris: Toda aquella gente que es inocente y cristiana se alegra de que haya
tribunales en Salem. En cambio, esta gente está triste. (A Danforth
directamente.) Y creo que queréis saber de boca de todos y cada uno de
ellos, qué es lo que de vos no les place.
Hathorne: Creo que debieran ser examinados, señor.
Danforth: No es necesariamente un ataque, creo. Sin embargo...
Francis: Son todos cristianos devotos, señor.
Danforth: Entonces estoy seguro de que nada tendrán que temer. (Entrega el
papel a Cheever.) Señor Cheever, haced extender órdenes de arresto para
todos éstos, arrestos para indagatoria. (A Proctor.) Ahora bien, señor,
¿qué otra información tenéis para nosotros? (Francis, horrorizado, está aún
de pie.) Podéis sentaros, señor Nurse.
Francis: He traído trastornos para esta gente: yo he...
Danforth: No, abuelo, no habéis herido a esta gente si son de buena moral. Pero
debéis entender, señor, que una persona está con este tribunal o si no debe
considerarse que está en su contra, no hay términos medios. Este es un momento
bien definido, un momento preciso...; ya no vivimos en el oscuro atardecer en
que el mal se mezclaba con el bien y confundían al mundo. Ahora, gracias a
Dios, ha salido el sol radiante y aquellos que no temen la luz, sin duda lo
alabarán. Espero que seréis uno de ellos. (Mary Warren de pronto solloza.) Por
lo que veo, no se siente bien.
Proctor: No, no está bien, señor. (A Mary, inclinándose hacia ella,
teniéndole la mano, con calma.) Recuerda ahora lo que el ángel Rafael le
dijo a Tobías, recuérdalo.
Mary (casi inaudible): Sí...
Proctor: "Sólo harás el bien y ningún mal recaerá sobre ti".
Mary: Sí.
Danforth: Vamos, hombre, os aguardamos.
(Vuelve el alguacil Herrick y retoma su
puesto junto a la puerta.)
Giles: Mi testimonio, John, entrégale el mío.
Proctor: Sí. (Le entrega otro papel a Danforth.) Este es el testimonio
del señor Corey.
Danforth: Ah, ¿sí? (Lo examina. Hathorne se acerca desde atrás y lee con él.)
Hathorne (suspicazmente): ¿Qué abogado redactó esto, Corey?
Giles: Bien sabéis que jamás tomé un abogado en mi vida, Hathorne.
Danforth (terminando de leer): Muy bien escrito. Mis
congratulaciones. Señor Parris, si el señor Putnam está en la Corte, ¿tendríais
a bien traerlo? (Hathorne toma el testimonio y va hacia la ventana. Parris
va a la sala del tribunal.) ¿No tenéis ninguna preparación legal, señor
Corey?
Giles (muy orondo): La mejor, señor... Treinta y tres
veces he estado ante tribunales en mi vida. Y siempre he sido el demandante.
Danforth: Ah, entonces sois muy irritable.
Giles: No soy irritable; conozco mis derechos, señor, y los haré valer.
Sabéis, vuestro padre juzgó un caso mío...; quizás haga ya treinta y cinco años
de ello, creo.
Danforth: Ah, ¿sí?
Giles: ¿Nunca os habló de ello?
Danforth: No, no puedo recordarlo.
Giles: Es raro; me dió nueve libras por daños. Era un juez justo vuestro
padre. Porque veréis: tenía yo una yegua blanca entonces y un tipo vino a que
le preste la yegua... (Entra Parris con Thomas Putnam. Cuando lo ve a
Putnam, Giles pierde su desembarazo; se pone duro.) Ah, ahí está.
Danforth: Señor Putnam, tengo aquí una acusación del señor Corey en contra
vuestra. Declara que fríamente habéis incitado a vuestra hija a acusar de
brujería a George Jacobs quien está ahora en la cárcel.
Putnam: Es mentira.
Danforth (volviéndose a Giles): El señor Putnam afirma que
vuestro cargo es falso. ¿Qué respondéis a eso?
Giles (furioso, sus puños crispados): ¡Un
pedo para Thomas Putnam, eso es lo que respondo!
Danforth: ¿Qué prueba presentáis con vuestra acusación, señor?
Giles: ¡Ahí está mi prueba! (Señalando el papel.) Si Jacobs es colgado
por brujo, pierde derecho a sus propiedades...; ¡esa es la ley! Y no hay nadie
más que Putnam con dinero para comprar semejante extensión. ¡Este hombre mata a
sus vecinos por sus tierras!
Danforth: ¡Pero la prueba, señor, la prueba!
Giles (señalando su testimonio): ¡La
prueba está ahí! ¡La obtuve de un hombre honesto que oyó decirlo así a Putnam!
El día que su hija acusó a Jacobs, dijo que con eso ella le había hecho un buen
regalo de tierras.
Hathorne: ¿Y el nombre de este hombre?
Giles (sorprendido): ¿Qué nombre?
Hathorne: Del hombre que os dio tal información.
Giles (duda, luego): Pues, yo... no puedo daros su
nombre.
Hathorne: ¿Y por qué no?
Giles (duda, luego explota): ¡Vos sabéis bien por qué no! ¡Irá a
parar a la cárcel si os doy su nombre!
Hathorne: ¡Esto es desacato al tribunal, señor Danforth!
Danforth (para evitar eso): Sin duda, nos diréis su nombre.
Giles: No os daré ningún nombre. Mencioné el nombre de mi mujer una vez y
ya por ello arderé bastante en el Infierno. Me quedo mudo.
Danforth: En ese caso, no tengo más alternativa que arrestaros por desacato a la
Corte, ¿sabéis eso?
Giles: Esto es una audiencia; no podéis encerrarme por desacato a una
audiencia.
Danforth: ¡Ah, es un buen abogado! ¿Deseáis que declare al tribunal en sesión
aquí mismo? ¿O me responderéis debidamente?
Giles (vacilante): No puedo daros ningún nombre,
señor, no puedo.
Danforth: Sois un viejo tonto. Señor Cheever, comenzad el acta. La Corte está en
sesión. Os pregunto, señor Corey...
Proctor (entrometiéndose): Vuestra Honorabilidad ..., le han
dado la historia confidencialmente, señor, y él...
Parris: ¡El Diablo participa de tales confidencias! (A Danforth): ¡Sin
confidencias no habría conspiración, Vuestra Merced!
Hathorne: Creo que hay que destruirla, señor.
Danforth (a Giles): Viejo, si vuestro informante dice
la verdad, que venga aquí, abiertamente, como un hombre decente. Mas si se
esconde en el anónimo, debo saber por qué. Y bien, señor, el gobierno y la
Iglesia central os exigen el nombre de quien denunció al señor Thomas Putnam
como vulgar asesino.
Hale: Excelencia...
Danforth: Señor Hale.
Hale: No podemos continuar ignorándolo. En la comarca hay un inmenso temor
a este tribunal...
Danforth: Entonces hay una inmensa culpa en la comarca. ¿Tenéis VOS miedo de ser
interrogado aquí?
Hale: Yo sólo puedo temer al Señor, Excelencia, pero con todo, hay miedo
en la comarca.
Danforth (iracundo ahora): ¡No me reprochéis el miedo en la
comarca! ¡En la comarca hay miedo porque en la comarca hay una conspiración en
marcha para derrocar a Cristo!
Hale: Pero eso no quiere decir que todo aquel que sea acusado forma parte de
ella.
Danforth: ¡Ningún hombre incorrupto puede temer a este tribunal, señor Hale!
¡Ninguno! (A Giles): Estáis arrestado por desacato a este tribunal.
Ahora sentaos y consultad con vos mismo, o seréis enviado a la cárcel hasta
tanto decidáis contestar a todas las preguntas.
(Giles Corey se lanza hacia Putnam.
Proctor se arroja y lo contiene.)
Proctor:
¡No, Giles!
Giles (por sobre el hombro de Proctor, a Putnam): ¡Te cortaré el pescuezo, Putnam, todavía voy a matarte!
Proctor (forzándolo a sentarse): Paz,
Giles, paz. (Lo suelta.) Les probaremos nuestra veracidad. Ahora sí. (Comienza
a tornarse hacia Danforth.)
Giles: No digas nada más, John. (Señalando a Danforth): ¡Sólo juega
contigo! ¡Su intención es ahorcarnos a todos!
(Mary Warren prorrumpe en sollozos.)
Danforth: Esto es una corte de justicia, señor. ¡No permitiré afrentas aquí!
Proctor: Perdonadle, señor, por su edad. Paz, Giles, ahora lo probaremos todo. (Levanta
el mentón de Mary.) No puedes llorar, Mary. Recuerda al ángel, lo que le
dijo al niño. Aférrate a ello ahora, ahí está tu salvación. (Mary se
tranquiliza. El extrae un papel y se vuelve a Danforth.) Este es el
testimonio de Mary Warren. Yo... yo os pediría que recordéis, señor, al leerlo,
que hasta hace dos semanas ella no era diferente de como son hoy las otras
niñas. (Habla razonablemente, conteniendo todos sus temores, su ira, su
ansiedad.) La visteis gritar, aulló, juró que espíritus familiares la
sofocaban; hasta atestiguó que Satán, bajo la forma de mujeres que ahora están
en la cárcel, trató de ganar su alma y luego, cuando ella rehusó...
Danforth: Sabemos todo eso.
Proctor: Sí, señor. Ella jura ahora que jamás vio a Satán; ni espíritu
alguno, vago o nítido, que haya podido mandar Satán para herirla. Y declara que
sus amigas mienten ahora.
(Proctor se adelanta a darle el
testimonio a Danforth, cuando Hale se acerca a éste, tembloroso.)
Hale: Excelencia, un momento. Creo que esto va al nudo de la cuestión.
Danforth (con profunda aprensión): Sin
lugar a dudas.
Hale: No puedo decir si es un hombre honesto; lo conozco poco. Pero en
honor a la justicia, señor, una demanda de tanto peso no puede ser argüida por
un campesino. Por amor de Dios, señor, deteneos aquí; enviadlo a casa y que
regrese con un abogado...
Danforth (pacientemente): Escuchad, señor Hale...
Hale: Excelencia, he firmado setenta y dos sentencias de muerte; soy un
ministro del Señor y no me atrevo a tomar una vida sin que haya una prueba tan
inmaculada que no la ponga en duda ni el menor escrúpulo de conciencia.
Danforth: Señor Hale, me imagino que no dudáis de mi justicia.
Hale: He condenado esta mañana, con mi firma, el alma de Rebecca Nurse,
Vuestra Honorabilidad. ¡No quiero ocultarlo, mi mano aun tiembla como si
estuviese herida! Os ruego, señor, ESTE alegato dejad que sean abogados quienes
lo presenten.
Danforth: Señor Hale, creedme; para ser un hombre tan grandemente ilustrado,
estáis muy confundido. ..; espero me disculpéis. He estado treinta y dos años
en el foro, señor, y me sentiría azorado si me llamasen a defender a esta
gente. Considerad ahora... (a Proctor y los otros): y os ruego que
hagáis lo mismo. En un crimen ordinario, ¿cómo hace uno para defender al
acusado? Uno llama testigos para probar su inocencia. Pero la brujería es
"ipso facto", por sus rasgos y su naturaleza, un crimen invisible,
¿no es así? Por consiguiente, ¿quién puede lógicamente ser testigo de él? La
bruja y la víctima. Nadie más. Ahora, no podemos esperar que la bruja se acuse
a sí misma, ¿conforme? Por consiguiente debemos fiarnos de sus víctimas. Y
ellas sí que dan fe, las niñas ciertamente dan fe. En cuanto a las brujas,
nadie negará que estamos extremadamente ansiosos por todas sus confesiones. Por
consiguiente, ¿qué es lo que le queda a un abogado por demostrar? Creo haberme
explicado, ¿no es así?
Hale: Pero esta criatura sostiene que las muchachas no son veraces y si no
lo son...
Danforth: Eso es precisamente lo que estoy por considerar, señor. ¿Qué más
podéis pedir de mí? ¡A menos que dudéis de mi probidad!
Hale (derrotado): ¡Es claro que no, señor!
Consideradlo, pues.
Danforth: Y vos tranquilizad vuestros temores. Ese testimonio, señor Proctor. (Proctor
se lo entrega. Hathorne se levanta, se ubica al lado de Danforth y comienza a
leer. Parris se ubica del otro lado. Danforth mira a John Proctor y comienza a
leer. Hale se levanta, busca un sitio junto al Juez y lee también. Proctor mira
a Giles. Francis reza en silencio, las manos juntas. Cheever aguarda
plácidamente, en el papel del sublime funcionario cumplidor. Mary Warren
solloza una vez. John Proctor le toca la cabeza, tranquilizador. Ahora Danforth
levanta la vista, se pone de pie, extrae un pañuelo y se suena la nariz. Los
demás se hacen a un lado, mientras él se acerca pensativo a la ventana.)
Parris (a duras penas conteniendo su ira y mié • do): Yo quisiera interrogar...
Danforth (primer arranque verdadero en el cual no quedan dudas de su desprecio
por Parris): ¡Señor Parris, os mando que os calléis! (Queda
en silencio, mirando por la ventana. Habiendo establecido que él marcará el
paso): Señor Cheever, ¿queréis entrar en la Corte y traer aquí a las niñas?
(Cheever se levanta y sale por el foro. Danforth se vuelve a Mary): Mary
Warren, ¿cómo has venido a dar semejante vuelco? ¿Te ha amenazado el señor Proctor
para conseguir este testimonio?
Mary: No, señor.
Danforth: ¿Te amenazó alguna vez?
Mary (más débil): No, señor.
Danforth (percibiendo un debilitamiento): ¿Te
amenazó él?
Mary: No, señor.
Danforth: ¿Me dices, entonces, que has comparecido ante mi tribunal mintiendo
fríamente mientras sabías que, por esa declaración, gente sería colgada? (Ella
no contesta.) ¡Respóndeme!
Mary (casi inaudible): Sí, señor.
¿Cómo te han instruido en tu vida? ¿No
sabes que Dios condena a todos los mentirosos? (Ella no puede hablar.) ¿O
es ahora cuando mientes?
Mary: No, señor... Estoy con Dios ahora
Danforth: Estás con Dios ahora.
Mary: Sí, señor.
Danforth (conteniéndose): Te diré esto... O mientes ahora,
o mentías en la Corte, y en cualquier caso has incurrido en perjurio y por ello
irás a la cárcel. No puedes decir con tanta ligereza que mentiste, Mary. ¿Sabes
eso?
Mary: No puedo mentir más. Estoy con Dios, estoy con Dios.
(Pero prorrumpe en sollozos al pensarlo,
y se abre la puerta derecha por la que entran Susanna Walcott, Mercy Lewis,
Betty Parris y, finalmente, Abigail. Cheever se acerca a Danforth.)
Cheever: Ruth Putnam no está en la Corte, señor, ni tampoco las otras niñas.
Danforth: Estas serán suficientes. Sentaos, niñas. (Se sientan en silencio.) Vuestra
amiga, Mary Warren nos ha dado un testimonio. En el cual ella jura que jamás
vio demonios familiares, aparecidos, ni ninguna otra manifestación del Diablo.
Además sostiene que ninguna de vosotras ha visto estas cosas, tampoco. (Breve
pausa.) Y bien, niñas, éste es un tribunal de justicia. La ley, basada en
la Biblia, y la Biblia escrita por Dios Todopoderoso, prohíben la práctica de
la brujería y señalan la muerte como la pena correspondiente. Pero del mismo
modo, niñas, la ley y la Biblia condenan a todo portador de falso testimonio. (Breve
pausa.) Bien. No dejo de percibir que este testimonio pudo haber sido
ideado para cegarnos; puede muy bien ser que Mary Warren haya sido conquistada
por Satán, quien la manda aquí para distraernos de nuestro sagrado propósito.
Si es así, su cuello pagará por ello. Pero si dice la verdad, deponed vuestra
fábula, os ruego, y confesad vuestra simulación, pues una confesión rápida os
será de más leves consecuencias. (Pausa.) Abigail Williams, levántate. (Abigail
se levanta lentamente.) ¿Hay algo de verdad en esto?
Abigail: No, señor.
Danforth (piensa, mira a Mary, luego nuevamente a Abigail): Niñas, una sonda omnividente será introducida en vuestras almas hasta
que vuestra honestidad sea probada. ¿Alguna de vosotras quiere cambiar de idea
ahora, o queréis forzarme a un duro interrogatorio?
Abigail: Nada tengo que cambiar, señor. Ella miente.
Danforth (a Mary): ¿Quieres aún continuar con esto?
Mary (débilmente): Sí, señor.
Danforth (volviéndose a Abigail): En la
casa del señor Proctor se descubrió un muñeco, atravesado por una aguja. Mary
Warren sostiene que tú estabas sentada junto a ella en la Corte cuando ella lo
hizo, y que tú la viste hacerlo y presenciaste cómo ella misma introdujo su
aguja en el muñeco, para guardarla allí. ¿Qué tienes que decir a esto?
Abigail (con una leve nota de indignación): Es
mentira, señor.
Danforth (luego de una breve pausa): Mientras
trabajabas para el señor Proctor, ¿viste algún muñeco en la casa?
Abigail: La señora Proctor siempre tuvo muñecos.
Proctor: Vuestra Honorabilidad, mi mujer nunca tuvo muñecos. Mary Warren
confiesa que ese muñeco era suyo.
Cheever: Vuestra Excelencia.
Danforth: ¡Señor Cheever! 137
Cheever: Cuando hablé con la señora Proctor en esa casa, ella dijo que nunca
tenía muñecos. Pero dijo que sí los tuvo cuando era niña.
Proctor: Vuestra Merced, hace quince años que ella dejó de ser niña.
Hathorne: Pero un muñeco se conserva quince años, ¿no es así?
Proctor: ¡Se conserva si se lo conserva! Pero Mary Warren jura que nunca vio
muñecos en mi casa, como no los vio nadie.
Parris: ¿Por qué no podía haber muñecos escondidos en donde nadie los viera?
Proctor (furioso): Puede también haber un dragón con
cinco patas en mi casa, pero nadie lo ha visto.
Parris: Nosotros estamos aquí, Vuestra Excelencia, precisamente para descubrir
aquello que nadie ha visto.
Proctor: Señor Danforth, ¿qué puede ganar esta niña desmintiéndose? ¿Qué puede
ganar Mary Warren más que un duro interrogatorio o algo peor?
Danforth: Estáis acusando a Abigail Williams de un fabuloso y frío plan de
asesinato, ¿entendéis eso?
Proctor: Lo entiendo, señor. Creo que asesinar es lo que se propone.
Danforth (señalando a Abigail, incrédulo): ¿Esta
niña asesinaría a vuestra esposa?
Proctor: No es una niña. Escuchadme, señor. A la vista de la congregación
ella fue echada dos veces de la capilla, este año, por reír durante la oración.
Danforth (sacudido, volviéndose a Abigail): ¿Qué es
esto? ¡Reír durante...!
Parris: Excelencia, ella estaba bajo el influjo de Títuba entonces, pero ahora
guarda compostura.
Giles: ¡Sí, ahora guarda compostura y sale a colgar gente!
Danforth: Silencio, hombre.
Hathorne: Por cierto no tiene peso en este asunto, señor. Designio de asesinato
es lo que denuncia.
Danforth: Sí. (Estudia a Abigail un momento y luego): Continuad, señor
Proctor.
Proctor: Mary. Dile ahora al Gobernador cómo bailasteis en el bosque.
Parris (instantáneamente): Excelencia, desde que llegué a
Salem este hombre ha estado ensuciando mi nombre. El...
Danforth: Un momento, señor. (A Mary Warren, severamente y sorprendido.) ¿Qué
es esto del baile?
Mary: Yo... (Echa una ojeada a Abigail, quien la mira fijamente, sin
remordimiento. Luego, suplicante, a Proctor.) Señor Proctor...
Proctor (yendo al grano): Abigail lleva a las muchachas al
bosque, Vuestra Merced, y ahí han bailado desnudas...
Parris: Vuestra Merced, esto...
Proctor (inmediatamente): El señor Parris las descubrió, él
mismo, al morir la noche. ¡He ahí la "niña" que es ella!
Danforth (esto se está convirtiendo en una pesadilla y él se vuelve, asombrado,
a Parris): Señor Parris...
Parris: Sólo puedo decir, señor, que jamás encontré a ninguna de ellas
desnuda, y que este hombre es...
Danforth: Pero, ¿las descubristeis bailando en el bosque? (Con los ojos fijos
en Parris, señala a Abigail.) ¿Abigail?
Hale: Excelencia, cuando recién llegué de Beverly, el señor Parris me lo
había dicho.
Danforth: ¿Lo negáis, señor Parris?
Parris: No lo niego, señor, pero jamás vi a ninguna de ellas desnuda.
Danforth: ¿Pero ella ha bailado?
Parris (sin voluntad): Sí, señor.
(Danforth, como con ojos diferentes,
mira a Abigail.)
Hathorne: Excelencia, ¿me permitís? (Señala a Mary Warren.)
Danforth (con gran preocupación): Os
ruego, proceded.
Hathorne: Dices que no has visto ningún espíritu, Mary, que nunca has sido
amenazada ni aquejada por ninguna manifestación del Diablo o de los enviados
del Diablo.
Mary (muy débilmente): No, señor.
Hathorne (con aire de triunfo): Y sin embargo, cuando la gente
acusada de brujerías te enfrentaba ante la Corte, tú te desmayabas diciendo que
sus espíritus salían de sus cuerpos y te sofocaban...
Mary: Era fingido, señor.
Danforth: No puedo oírte.
Mary: Fingido, señor.
Parris: Pero en realidad te helaste, ¿no es cierto? Yo mismo te levanté muchas
veces y tu piel estaba helada. Señor Danforth, vos...
Danforth: He visto eso muchas veces.
Proctor: Ella sólo fingía desmayarse, Excelencia. Son todas maravillosas
simuladoras.
Hathorne: Entonces, ¿puede fingir desmayarse ahora?
Proctor: ¿Ahora?
Parris: ¿Por qué no? Ahora no hay espíritus que la ataquen, pues nadie en esta
habitación está acusado de brujería. Pues que se torne fría ahora, que finja
ser acosada ahora, que se desmaye. (Volviéndose a Mary Warren.) ¡Desmáyate!
Mary: ¿Que me desmaye?
Parris: Sí, desmáyate. Pruébanos cómo fingías tantas veces ante el tribunal.
Mary (mirando a Proctor): No... no puedo desmayarme ahora,
señor.
Proctor (alarmado, con calma): ¿No puedes fingirlo?
Mary: Yo... (Pareciera buscar la pasión necesaria para desvanecerse.) No...
no lo siento ahora... yo...
Danforth: ¿Por qué? ¿Qué es lo que falta ahora?
Mary: Yo ... no podría decirlo, señor, yo...
Danforth: ¿Podría ser que aquí no tenemos ningún espíritu maligno suelto, pero
que en la Corte había algunos?
Mary: Nunca vi ningún espíritu.
Parris: Entonces no veas espíritus ahora, y pruébanos que puedes desmayarte
por tu propia voluntad, como sostienes.
Mary (Clava la mirada, buscando la emoción necesaria, y sacude la cabeza): No... no puedo hacerlo.
Parris: Entonces confesarás, ¿no es cierto? ¡Eran espíritus malignos los que
te hicieron desmayar!
Mary: No, señor, yo...
Parris: ¡Vuestra Excelencia, ésta es una treta para cegar a la Corte!
Mary: ¡No es una treta! (Se pone de pie.) Yo... yo sabía desmayarme
porque... yo creía ver espíritus.
Danforth: ¡Creías verlos!
Mary: Pero no los vi, Vuestra Honorabilidad.
Hathorne: ¿Cómo podías creer verlos si no los veías?
Mary: Yo... yo no sé cómo, pero creí. Yo... oí a las otras chicas gritar,
y a vos, Excelencia, vos parecíais creerles y yo... Era jugando, al principio,
señor, pero luego todo el mundo gritaba espíritus, espíritus, y yo... yo os
aseguro, señor Danforth, yo sólo creí que los veía, pero no los vi.
(Danforth la mira escrutadoramente.)
Parris (sonriente, pero nervioso porque Danforth parece conmovido por el
relato de Mary Warren): Sin duda Vuestra Excelencia no se
dejará engañar por esta simple mentira.
Danforth (tornándose, preocupado, hacia Abigail): Abigail. Te ruego que escudriñes tu corazón y me digas lo siguiente —y
cuidado, criatura, que para Dios cada alma es preciosa y su venganza es
terrible para aquellos que quitan la vida sin causa—. Sería posible, hija, que
los espíritus que tú hayas visto sean sólo ilusión, alguna decepción que te
haya cruzado la mente cuando...
Abigail: ¡Vamos...! Esto... esto es una pregunta ruin.
Danforth: Niña, quisiera que la considerases...
Abigail: He sido herida, señor Danforth; he visto manar mi sangre. Casi he sido
asesinada, día a día, por haber cumplido mi deber de señalar a los adictos del
Diablo... ¿y ésta es mi recompensa? Ser sospechada, negada, interrogada como
una...
Danforth (debilitándose): Hija, yo no desconfío de ti...
Abigail (en abierta amenaza): Cuidaos vos mismo, señor
Danforth. ¿Os creéis tan fuerte que el poder del Infierno no puede desarreglar vuestro
juicio? ¡Cuidado! Allí hay... (súbitamente, de una actitud acusadora, su
cara se vuelve, y mira al aire, hacia arriba; está verdaderamente asustada).
Danforth (con aprensión): ¿Qué es, criatura?
Abigail (paseando la mirada por el aire, abrazándose a sí misma, como si
sufriese un escalofrío): Yo... no sé. Una brisa, una brisa
helada ha venido. (Sus ojos van a parar a Mary Warren.)
Mary (horrorizada, suplicante): ¡Abby!
Mercy (temblando): ¡Vuestra Excelencia, me hielo!
Proctor: ¡Están fingiendo!
Hathorne (tocando la mano de Abigail): ¡Está
fría, Vuestra Honorabilidad, tocadla!
Mercy (a través de sus dientes que castañetean): Mary, ¿eres tú quien me envía esta sombra?
Mary: ¡Señor, sálvame!
Susanna: ¡Me hielo, me hielo!
Abigail (temblando visiblemente): ¡Una
brisa, es una brisa!
Mary: ¡Abby, no hagas eso!
Danforth (él mismo envuelto y ganado por Abigail): Mary Warren, ¿la embrujas tú? ¡Te pregunto! ¿Tú le pasas tu espíritu?
(Con un grito histérico, Mary Warren
comienza a correr, Proctor la agarra.)
Mary (casi desplomándose): Dejadme ir, señor Proctor, no
puedo, no puedo...
Abigail (gritando al cielo): ¡Oh, Padre Celestial, quítame
esta sombra!
(Sin previo aviso, resueltamente,
Proctor salta hacia Abigail, que está encogida, y tomándola de los cabellos la
incorpora. Ella grita de dolor. Danforth, asombrado, grita: "¿Qué creéis
que estáis haciendo?" y Hathorne y Parris, a su vez, "¡Quitadle las
manos de encima!", y de todo esto surge la rugiente voz de Proctor.)
Proctor: ¡Cómo te atreves a llamar al Cielo! ¡Ramera! ¡Ramera!
(Herrick separa a Proctor de ella.)
Herrick: ¡John!
Danforth: ¡Hombre! Hombre, qué es lo que...
Proctor (sin aliento y agonizante): ¡Es una
ramera!
Danforth (alelado): ¿Acusáis...?
Abigail: ¡Señor Danforth, él miente!
Proctor: ¡Miradla! Ahora buscará un grito para apuñalarme con él, pero...
Danforth: ¡Probaréis esto! ¡Esto no pasará!
Proctor (temblando, su vida derrumbándose a su alrededor): Yo la he conocido, señor, yo la he conocido.
Danforth: Vos... ¿Vos sois libertino?
Francis (horrorizado): John, tú no puedes decir tal...
Proctor: ¡Oh, Francis, quisiera que tuvieses algo de malo en ti, para que me
conocieras! (A Danforth): Un hombre no echa a pique su buena reputación.
Vos bien lo sabéis.
Danforth (alelado): ¿En... qué época? ¿En dónde?
Proctor (su voz a punto de quebrarse, grande su vergüenza): En el
sitio apropiado... donde se acuestan mis animales. En la noche que puso fin a
mi alegría, hace unos ocho meses. Ella entonces me servía, señor, en casa. (Tiene
que apretar los dientes para no llorar.) Un hombre puede creer que Dios
duerme, pero Dios lo ve todo, ahora lo sé. Os ruego, señor, os ruego..., vedla
tal como es. Mi mujer, mi buena y amada esposa, poco después tomó a esta
muchacha y la echó a la calle. Y siendo como es, un terrón de vanidad, señor...
(Está agobiado.) Perdonadme, Excelencia, perdonadme. (Enojado consigo
mismo, vuelve la espalda al Comisionado por un momento. Luego, como si el grito
fuese el único medio de expresión que le quedase.) ¡Pretende brincar
conmigo sobre la tumba de mi mujer! Y bien podría, puesto que fluí blando con
ella. Dios me ayude, obedecí a la carne y en esos sudores queda hecha una
promesa. Pero es la venganza de una ramera, y así tenéis que verlo; me pongo
enteramente en vuestras manos. Sé que ahora habréis de verlo.
Danforth (pálido, horrorizado, volviéndose a Abigail): ¿Niegas esto, palabra por palabra, hasta el último ápice?
Abigail: ¡Si debo contestar a eso, me retiraré y no regresaré!
(Danforth. parece inseguro.)
Proctor: ¡He hecho de mi honor una campana! He tañido la ruina de mi
reputación. ¡Me creeréis a mí, señor Danforth! ¡Mi mujer es inocente, sólo que
reconocía a una ramera cuando la veía!
Abigail (adelantándose a Danforth): ¡Qué
mirada es la vuestra! (Danforth no puede hablar.) ¡No permitiré tales
miradas! (Se vuelve y se encamina hacia la puerta.)
Danforth: ¡Permanecerás en donde estás! (Herrick le corta el paso. Ella se
detiene junto a él, sus ojos despiden fuego.) Señor Parris, id a la Corte y
traed a la señora Proctor.
Parris (objetando): Vuestra Excelencia, todo esto
es...
Danforth (bruscamente, a Parris): ¡Traedla!
Y no le digáis una palabra de lo que aquí se ha hablado. Y golpead antes de
entrar. (Parris sale.) Ahora tocaremos fondo en este pantano. (A
Proctor.) Vuestra mujer, decís, es mujer honesta.
Proctor: En su vida jamás ha mentido, señor. Hay quienes no pueden cantar, y
quienes no pueden llorar...; mi mujer no puede mentir. Mucho he pagado para
aprenderlo, señor.
Danforth: Y cuando ella echó a esta muchacha de vuestra casa, ¿la echó por
ramera?
Proctor: Sí, señor.
Danforth: ¿Y sabía que era una ramera?
Proctor: Sí, señor, sabía que era una ramera.
Danforth: Bien, pues. (A Abigail): ¡Y si también ella me dice que fue por
eso, criatura, quiera Dios apiadarse de ti! (Alguien golpea. Hacia la
puerta): ¡Un momento! (A Abigail): De espaldas, de espaldas. (A
Proctor): Haced lo mismo. (Ambos se vuelven de espaldas. Abigail con
indignada lentitud.) Ahora, ninguno de vosotros miréis a la señora Proctor.
Nadie en esta habitación dirá una palabra, ni hará un gesto de sí o de no. (Se
vuelve hacia la puerta y llama): ¡Entrad! (Se abre la puerta. Entra
Elizabeth con Parris, Parris la deja. Queda ella sola, sus ojos buscando los de
Proctor.) Señor Cheever, tomad nota de esta declaración con toda exactitud.
¿Estáis listo?
Cheever: Listo, señor.
Danforth: Aproxímate, mujer. (Elizabeth se le acerca echando una mirada hacia
Proctor, que está de espaldas.) Mírame sólo a mí, no a tu marido. Sólo a
mis ojos.
Elizabeth (débilmente): Bien, señor.
Danforth: Se nos ha hecho presente que en cierta ocasión, despediste a tu
sirvienta Abigail Williams.
Elizabeth: Es verdad, señor.
Danforth: ¿Por qué causa la echaste? (Breve pausa. Luego Elizabeth trata de
mirar a Proctor.) Mirarás sólo a mis ojos y no a tu marido. La respuesta
está en tu memoria y no necesitas ayuda para dármela. ¿Por qué echaste a
Abigail Williams?
Elizabeth (sin saber qué decir, presintiendo algo, se humedece los labios para
ganar tiempo): Ella... no me satisfacía. (Pausa.) Ni
a mi marido.
Danforth: ¿Por qué no te satisfacía a ti?
Elizabeth: Ella era... (Mira a Proctor en busca de una clave.)
Danforth: ¡Mujer, mírame a mí! (Elizabeth lo hace.) ¿Era despilfarradora?
¿Haragana? ¿Qué inconvenientes causó?
Elizabeth: Vuestra Excelencia, yo... para esa época estaba enferma. Y yo... Mi
marido es un hombre bueno y recto. Nunca se emborracha como otros, ni pierde su
tiempo jugando al tejo, sino que siempre trabaja. Pero durante mi enfermedad
..., comprendéis, señor, yo estuve enferma largo tiempo después de tener mi
último niño y creí ver que mi marido se alejaba algo de mí. Y esta muchacha... (se
vuelve a Abigail.)
Danforth: Mírame a mí.
Elizabeth: Sí, señor. Abigail Williams... (No puede continuar.)
Danforth: ¿Qué hay con Abigail Williams?
Elizabeth: Llegué a creer que ella le gustaba. Y así una noche perdí el juicio,
creo, y la puse en la calle.
Danforth: Tu marido... ¿se alejó realmente de ti?
Elizabeth (torturada): Mi marido... es un hombre de
bien, señor.
Danforth: Entonces, ¿no se apartó de ti?
Elizabeth (comenzando a mirar a Proctor): El...
Danforth (extiende un brazo y tomándole la cara): ¡Mírame a mí! ¿Sabes tú si John Proctor cometió alguna vez el crimen
de libertinaje? (En una crisis de indecisión, ella no puede hablar.) ¡Contéstame!
¿Es tu marido un libertino?
Elizabeth (débilmente): No, señor.
Danforth: Llevadla, alguacil.
Proctor: ¡Elizabeth, di la verdad!
Danforth: Ha declarado. ¡Llevadla!
Proctor (gritando): ¡Elizabeth, lo he confesado!
Elizabeth: ¡Oh, Dios! (La puerta se cierra tras ella.)
Proctor: ¡Ella sólo pensaba en salvar mi nombre!
Hale: Excelencia, es una mentira comprensible; os ruego, deteneos ahora
antes de que otro sea condenado. Ya no puedo acallar a mi conciencia. .. ¡La
venganza personal se infiltra en este proceso! Desde el principio este hombre
me impresionó como sincero. Por mi voto al Cielo, le creo ahora, y os ruego que
volváis a llamar a su mujer antes de que nosotros...
Danforth: Nada dijo de libertinaje y este hombre ha mentido.
Hale: ¡Yo le creo! (Señalando a Abigail): ¡Esta muchacha siempre me
impresionó como falsa! Ella ha...
Abigail (con un grito extraño, salvaje, escalofriante, chilla hacia el techo):
¡No! ¡No lo harás! ¡Fuera! ¡Fuera te digo!
Danforth: ¿Qué es, criatura? (Pero Abigail, señalando asustada, levanta sus
ojos, su cara despavorida hacia el techo —las muchachas hacen lo mismo—
y ahora Hathorne, Hale, Putnam, Cheever, Herrick y Danforth hacen lo mismo.)
¿Qué es lo que hay allí? (El aparta la mirada del techo y ahora está
asustado; hay verdadera tensión en su voz): ¡Criatura! (Ella está transfigurada;
lloriquea con todas las muchachas, la boca abierta, fija en el techo la
mirada.) ¡Chicas! ¿Por qué hacéis... ?
Mercy (señalando): ¡En la viga! ¡Detrás del
travesaño!
Danforth (mirando hacia arriba): ¡Dónde!
Abigail: ¿Por qué...? (Traga saliva.) ¿Por qué vienes, pájaro amarillo?
Proctor: ¿Dónde está el pájaro? ¡Yo no veo ningún pájaro!
Abigail (hacia el techo): ¿Mi cara? ¿Mi cara?
Proctor: Señor Hale...
Danforth: ¡Callaos!
Proctor (A Hale): ¿Veis algún pájaro?
Danforth: ¡¡Callaos!!
Abigail (al techo, en auténtica conversación con el "pájaro", como
tratando de convencerlo de que no la ataque): Pero es
que Dios hizo mi cara; tú no puedes desear arrancarme la cara. La envidia es un
pecado capital, Mary.
Mary (de pie, como por un resorte, y horrorizada, suplicando): ¡Abby!
Abigail (imperturbable, sigue con el "pájaro"): Oh, Mary, es magia negra eso de que cambies de aspecto. No, no puedo,
no puedo impedir que mi boca hable; es la obra de Dios que estoy cumpliendo.
Mary: ¡Abby, estoy aquí!
Proctor (frenéticamente): ¡Están fingiendo, señor Danforth!
Abigail (ahora da un paso atrás como temiendo que el pájaro se lance hacia
abajo en cualquier momento): ¡Oh, por favor, Mary! No bajes.
Susanna: ¡Sus garras! ¡Está estirando sus garras!
Proctor: ¡Mentiras, mentiras!
Abigail (retrocediendo más, los ojos aún fijos hacia
arriba): ¡Mary, por favor, no me dañes!
Mary (A Danforth): ¡Yo no la estoy dañando!
Danforth (A Mary): ¿Por qué ve esta visión?
Mary: ¡Ella no ve nada!
Abigail (ahora petrificada, como hipnotizada, imitando el tono exacto del
grito de Mary Warren): ¡Ella no ve nada!
Mary (suplicando): ¡Abby, no debieras!
Abigail y todas
las muchachas (todas transfiguradas): ¡Abby, no debieras!
Mary (a todas ellas): ¡Estoy aquí, estoy aquí!
Muchachas: ¡Estoy aquí, estoy aquí!
Danforth (horrorizado): ¡Mary Warren! ¡Haz que tu
espíritu las deje!
Mary: ¡Señor Danforth!
Muchachas (interrumpiéndola): ¡Señor Danforth!
Danforth: ¿Has pactado con el Diablo? ¿Has pactado?
Mary: ¡Nunca, nunca!
Muchachas: ¡Nunca, nunca!
Danforth (poniéndose histérico): ¿Por
qué sólo pueden repetir lo que tú dices?
Proctor: ¡Dadme un látigo... yo lo detendré!
Mary: ¡Están jugando! Ellas...
Muchachas: ¡Están jugando!
Mary (volviéndose hacia ellas, histéricamente y pateando): ¡Abby, basta!
Muchachas (pateando): ¡Abby, basta!
Mary: ¡Basta ya!
Muchachas: ¡Basta ya!
Mary (gritando con toda la fuerza de sus pulmones y elevando sus puños): ¡Basta ya!
Muchachas (elevando los puños): ¡Basta ya!
Mary (completamente confusa e impresionándose por la total convicción de
Abigail y las otras, comienza a sollozar, las manos semilevantadas, sin fuerza,
y todas las muchachas comienzan a lloriquear exactamente como ella.)
Danforth: Hace un rato parecías sufrir tú. Ahora parece que hicieras sufrir a
otros; ¿dónde has encontrado este poder?
Mary (mirando fijamente a Abigail): Yo...
no tengo poder.
Muchachas: Yo no tengo poder.
Proctor: ¡Os están embaucando, señor!
Danforth: ¿Por qué has cambiado en estas dos semanas? Has visto al Diablo, ¿no
es así?
Hale (indicando a Abigail y a las muchachas): ¡No podéis creerles!
Mary: Yo...
Proctor (viéndola debilitarse): ¡Mary, Dios condena a los
mentirosos!
Danforth (machacándoselo): ¿Has visto al Diablo, has pactado
con Lucifer, no es cierto?
Proctor: Dios condena a los mentirosos, Mary,
(Mary dice algo ininteligible mirando a
Abigail quien aún mira al "pájaro" arriba.)
Danforth: No puedo oírte. ¿Qué dices? (De nuevo Mary dice algo
ininteligible.) ¡Confesarás o irás a la horca! (Violentamente, la obliga
a encararse con él): ¿Sabes quien soy? Te digo que irás a la horca si no te
franqueas conmigo.
Proctor: Mary, recuerda al ángel Rafael... "Sólo harás el bien y..."
Abigail (señalando hacia arriba): ¡Las alas! ¡Sus alas se abren! ¡Mary,
por favor, no, no...!
Hale: ¡Vuestra Excelencia, yo no veo nada!
Danforth: ¡Confiesas tener este poder! (Está a un par de centímetros de su
cara.) ¡Habla!
Abigail: ¡Va a descender! ¡Camina por la viga!
Danforth: ¡Hablarás!
Mary (mirando horrorizada): ¡No puedo!
Muchachas: ¡No puedo!
Parris: ¡Aparta al Diablo! ¡Míralo a la cara! ¡Pisotéalo! ¡Te salvaremos,
Mary; sólo mantente firme ante él y...
Abigail (mirando hacia arriba): ¡Cuidado!
¡Se lanza hacia abajo!
(Ella y todas las muchachas corren hacia
una pared tapándose los ojos. Y ahora, como arrinconadas, dejan escapar un
gigantesco griterío y Mary, como infectada abre la boca y grita con ellas. Poco
a poco las muchachas se callan hasta que queda sólo Mary mirando al
"pájaro", gritando locamente. Todos la miran horrorizados por este
acceso ostensible. Proctor se lanza hacia ella.)
Proctor: Mary, dile al Gobernador lo que ellas...
(Apenas ha dicho una palabra cuando
ella, viéndolo venir, escapa de su alcance, gritando horrorizada.)
Mary: ¡No me toquéis..., no me toquéis! (Al oírlo, las muchachas se
detienen junto a la puerta.)
Proctor (sorprendido): ¡Mary!
Mary (señalando a Proctor): ¡Tú eres el enviado del Diablo! (El
queda paralizado.)
Parris: ¡Dios sea loado!
Muchachas: ¡Dios sea loado!
Proctor (alelado): ¡Mary, cómo...!
Mary: ¡No me colgarán contigo! ¡Amo a Dios, amo a Dios!
Danforth (A Mary): ¿El te mandó cumplir la obra del
Diablo?
Mary (histérica, indicando a Proctor): Viene a
mí por la noche y todos los días, para que firme, que firme, que...
Danforth: ¿Que firmes qué?
Parris: ¿El libro del Diablo? ¿Vino con un libro?
Mary (histérica, señalando a Proctor, temerosa de él): Mi nombre, quería mi nombre. ¡"Te mataré", dijo, "si mi
mujer es ahorcada"! "¡Debemos ir a derrocar el tribunal", me
dice!
(La cabeza de Danforth se inclina
súbitamente hacia Proctor, el sobresalto y el horror dibujados en su rostro.)
Proctor (Volviéndose, suplicando a Hale): ¡Señor
Hale!
Mary (comienzan sus sollozos): Me
despierta cada noche, sus ojos como si fueran brasas, y sus dedos me atenazan
el cuello, y yo firmo, yo firmo. ..
Hale: ¡Excelencia, esta criatura se ha vuelto loca!
Proctor (mientras los ojos dilatados de Danforth se posan en él): ¡Mary, Mary!
Mary (gritándole): ¡No! Yo amo a Dios. No te seguiré
más. Yo amo a Dios, yo bendigo a Dios. (Sollozando, corre hacia Abigail.) Abby,
Abby, nunca más te dañaré. (Todos miran mientras Abigail, con
infinita generosidad, extiende sus brazos, atrae hacia sí a la sollozante Mary
y luego mira a Danforth.)
Danforth (a Proctor): ¿Qué sois? (Proctor en su
furia está mudo.) Estáis combinado con el antiCristo, ¿no es cierto? Yo he
visto vuestro poder; ¡no lo negaréis! ¿Qué tenéis que decir, señor?
Hale: Excelencia...
Danforth: No quiero nada de vos, señor Hale. (A Proctor.) ¿Confesaréis
que estáis emporcado con el Infierno, o es que aún observáis esa negra
sumisión? ¿Qué tenéis que decir?
Proctor (sin aliento, con la mente enloquecida): ¡Digo... digo que... Dios ha muerto!
Parris: ¡Oíd, oídlo!
Proctor (ríe como un demente y): ¡Fuego,
arde un fuego! ¡Oigo la bota de Lucifer, veo su asquerosa cara y es mi cara la
tuya, Danforth! Para quienes se acobardan de sacar a los hombres de la
ignorancia, como yo me acobardé y como vosotros os acobardáis ahora,
sabiendo como sabéis en lo íntimo de vuestros negros corazones que esto es
fraude... Dios maldice especialmente a los que son como nosotros, y
arderemos... ¡Arderemos todos juntos!
Danforth: ¡Alguacil! ¡Llevadlo y a Corey con él; a la cárcel!
Hale (cruzando hacia la puerta): ¡Yo
denuncio este proceso!
Proctor: ¡Estáis echando abajo el Cielo y entronando a una ramera!
Hale: ¡Denuncio este proceso, abandono este tribunal! (Pega un portazo,
yéndose.)
Danforth (llamándolo, enfurecido): ¡Señor
Hale, señor Hale!
TELÓN
ACTO CUARTO
Un
calabozo en la cárcel de Salem, ese Otoño.
En el foro hay una ventana alta con
barrotes; cerca de ella, un pesado portón. A lo largo de las paredes, dos
bancos.
El sitio está a oscuras, a excepción de
la luz de la luna que se filtra por entre los barrotes. Parece vacío. Ahora se
oyen pasos a lo largo de un corredor, tras el muro, tintinean llaves, y se abre
la puerta. Entra el Alguacil Herrick con un farol. Está casi borracho y camina
pesadamente. Va hasta un banco y codea un montón de harapos que hay en él.
Herrick: ¡Sarah,
levántate! ¡Sarah Good! (Cruza hasta el otro banco.)
Sarah (levantándose en sus harapos): ¡Eh,
Majestad! ¡Ya voy, ya voy! ¡Títuba, ya está aquí, Su Majestad ha venido!
Herrick: Id a la celda del norte; este sitio se necesita ahora. (Cuelga su
farol de la pared. Títuba se sienta.)
Títuba: Ese no parecer Su Majestad a Títuba; parecer el alguacil.
Herrick (extrayendo una botella): ¡Vamos,
vosotras, despejad este sitio! (Bebe y Sarah Good viene a escudriñar su
cara.)
Sara: Oh, ¿eres tú alguacil? Estaba segura de que eras el Diablo que venía
por nosotras. ¿Podría probar un sorbito de sidra ya que me voy?
Herrick (entregándole la botella): ¿Y
hacia dónde rumbeas, Sarah?
Títuba (mientras Sarah bebe): Vamos a Barbados, en cuanto
llegar el Diablo con las plumas y las alas.
Herrick: ¿Ahá? Os deseo un buen viaje.
Sarah: ¡Dos pájaros azules volando al sur, nosotras dos! ¡Oh, será una
grandiosa transformación, Alguacil! (Levanta la botella para beber de
nuevo.)
Herrick (quitándole el frasco de los labios): Será
mejor que me des eso o no podrás levantar vuelo. Vamos ahora.
Títuba: Yo hablarle acerca de vos, Alguacil, si queréis venir con nosotros.
Herrick: No me negaría, Títuba; es la mañana justa para volar al Infierno.
Títuba: Oh, no Infierno en Barbados. Diablo ser divertido en Barbados, él
cantar y bailar en Barbados. Vosotros..., vosotros lo enojáis aquí; ser muy
frío por aquí para ese Viejo. El, helársele el alma en Massachusetts, pero en
Barbados él ser tan dulce y... (Se oye el mugido de una vaca y Títuba salta
y llama hacia la ventana.) ¡Sí, señor! ¡Es él, Sarah!
Sarah: ¡Aquí estoy, Majestad! (Rápidamente recogen sus trapos cuando entra
Hopkins, un guardia.)
Hopkins: El Comisionado del Gobernador ha llegado.
Herrick (agarrando a Títuba): Vamos, vamos...
Títuba (resistiendo): ¡No, él venir por mí! ¡Yo ir a
casa!
Herrick (empujándola hacia la puerta): Ese no
es Satán, sólo una pobre vaca con todo un balde de leche adentro. ¡Vamos,
vamos, fuera de aquí!
Títuba (llamando hacia la ventana): ¡Llévame
a casa, Diablo, llévame a casa!
Sarah (siguiendo a Títuba que grita): ¡Dile
que yo también voy, Títuba, dile que Sarah Good también va!
(Fuera, en el corredor, Títuba aún grita
"¡Llévame a casa, Diablo; Diablo, llévame a casa!" y la voz de
Hopkins se oye ordenándole caminar. Herrick regresa y comienza a amontonar la
paja y los trapos en un rincón. Al oír pasos se vuelve y entran Danforth y el
juez Hathorne. Llevan capas y sombreros para abrigarse del intenso frío. Son
seguidos por Cheever, que lleva una cartera de documentos y una caja chata, de
madera, que contiene sus implementos de escritura.)
Herrick: Buen día, Excelencia.
Danforth: ¿Dónde está el señor Parris?
Herrick: Voy a buscarlo. (Se encamina hacia la puerta.)
Danforth: Alguacil. (Herrick se detiene.) ¿Cuándo llegó el reverendo
Hale?
Herrick: Hacia la medianoche, me parece.
Danforth (desconfiado): ¿Qué es lo que viene a hacer?
Herrick: Se mezcla con los que serán ahorcados, señor. Y reza con ellos. Ahora
está con la señora Nurse. Y el señor Parris con él.
Danforth: ¿Ah, sí? Ese hombre no está autorizado a entrar aquí, Alguacil. ¿Cómo
es que lo habéis dejado entrar?
Herrick: Pues porque el señor Parris así me lo ordenó, señor. No puedo
contrariarlo.
Danforth: ¿Estáis borracho, Alguacil?
Herrick: No, señor; es una noche cruda y aquí no hay fuego.
Danforth (reprimiendo su enojo): Traed al señor Parris.
Herrick: Sí, señor.
Danforth: Hay un hedor espantoso en este sitio.
Herrick: Recién ahora os he sacado la gente de aquí.
Danforth: Cuidado con la bebida, Alguacil.
Herrick: Sí, señor. (Aguarda un instante más órdenes. Pero Danforth disgustado,
le da la espalda y Herrick sale. Hay una pausa. Danforth medita.)
Hathorne: Interrogad a Hale, Excelencia; no me sorprendería que hubiese estado
predicando en Andover, últimamente.
Danforth: Ya llegaremos a eso; no habléis para nada de Andover. Parris reza con
él. Es extraño. (Se sopla las manos, va hacia la ventana, mira afuera.)
Hathorne: Excelencia, me pregunto si es sensato dejar tan continuamente al señor
Parris con los prisioneros. (Danforth se vuelve hacia él, interesado.) A
veces pienso que ese hombre tiene en estos días aspecto de loco.
Danforth: ¿Loco?
Hathorne: Lo encontré ayer saliendo de su casa y le di los buenos días... y él
pasó de largo... llorando. Creo que no está bien que el pueblo lo vea tan
inseguro.
Danforth: Tal vez tiene alguna tristeza.
Cheever (golpeando los pies contra el suelo para combatir el frío): Creo que son las vacas, señor.
Danforth: ¿Vacas?
Cheever: Hay tantas vacas vagando por los caminos, ahora que sus dueños están
en la cárcel... y hay tanto desacuerdo sobre a quien van a pertenecer ahora. Sé
que el señor Parris estuvo discutiendo con campesinos todo el día de ayer...
Hay una gran disputa ahora, señor, por las vacas. Las disputas lo hacen llorar,
señor; siempre fue un hombre que llora por las disputas. (Se vuelve al igual
que Hathorne y Danforth al oír que alguien viene por el corredor. Danforth
levanta la cabeza cuando entra Parris. Este está flaco, asustado, sudoroso en
su levitón.)
Parris (a Danforth, instantáneamente): Oh,
buen día, señor, gracias por haber venido; perdonadme por despertaros tan
temprano. Buen día, juez Hathorne.
Danforth: El reverendo Hale no tiene derecho de entrar en este...
Parris: Un momento, Excelencia. (Se vuelve rápidamente y corre a cerrar la
puerta.)
Hathorne: ¿Lo dejáis a solas con los prisioneros?
Danforth: ¿Qué tiene que hacer aquí?
Parris (levantando las manos, suplicante): Excelencia,
escuchadme. Es la Providencia. El reverendo Hale ha regresado para que Rebecca
Nurse vuelva al seno de Dios.
Danforth (sorprendido): ¿La hace confesar?
Parris (sentándose): Escuchadme. Rebecca no me dijo
una palabra desde que vino, hace tres meses. Ahora está con él, y la hermana de
ella y Martha Corey y otros dos o tres, y él les está instando a que confiesen
sus crímenes y salven sus vidas.
Danforth: Ciertamente... eso es providencial. ¿Y ellos se ablandan, se ablandan?
Parris: Todavía no, todavía no. Pero pensé llamaros, señor, porque podríamos
decidir si no sería inteligente... (no se atreve a decirlo.) Tengo que
haceros una pregunta, señor, y espero que no...
Danforth: Sed claro, señor Parris; ¿qué os preocupa?
Parris: Hay una novedad, señor, que el tribunal ... el tribunal debe
considerar. Mi sobrina, señor, mi sobrina... creo que ha desaparecido.
Danforth: ¡Desaparecido!
Parris: Había pensado avisaros a principios de semana, pero...
Danforth: ¿Por qué? ¿Cuándo desapareció?
Parris: Esta es la tercera noche. Sabéis, señor, me dijo que pasaría una noche
con Mercy Lewis. Y al día siguiente, como no volvió, mandé a lo del señor Lewis
a averiguar. A él, Mercy le había dicho que ella pasaría una noche en mi
casa.
Danforth: ¿¡Ambas han desaparecido!?
Parris (temiéndole): Las dos, señor.
Danforth (alarmado): Mandaré un destacamento tras
ellas. ¿Dónde pueden estar?
Parris: Excelencia, creo que deben estar a bordo de un barco. (Danforth
está boquiabierto.) Mi hija me dice que las oyó hablar de barcos la semana
pasada, y esta noche descubrí... que mi cofre fue violado. (Aprieta los
dedos contra los ojos para contener las lágrimas.)
Hathorne (atónito): ¿Os ha robado?
Parris: Treinta y una libras desaparecidas. Estoy sin un penique. (Se cubre
el rostro y llora.)
Danforth: ¡Señor Parris, sois un tonto! (Camina pensativo, profundamente
preocupado.)
Parris: Excelencia, no sirve de nada que me censuréis a mí. No puedo creer que
se escaparan a menos que temiesen quedarse por más tiempo en Salem. (Está
suplicando.) Tened presente, señor, que Abigail conocía bien este pueblo, y
desde que aquí llegaron las noticias de Andover...
Danforth: Andover está solucionado. El tribunal regresa allá el viernes y
reanudará su examen.
Parris: Estoy seguro de ello, señor. Pero aquí se dice que hay rebelión en
Andover y eso...
Danforth: ¡En Andover no hay rebelión!
Parris: Os digo lo que aquí se dice, señor. Dicen que Andover expulsó al
tribunal y no quieren saber nada de brujería. Aquí hay un bando que está
divulgando esa noticia y, os digo la verdad señor, temo que haya tumultos.
Hathorne: ¡Tumultos! Pero si en cada ejecución no he visto más que gran
satisfacción en este pueblo.
Parris: Juez Hathorne..., los que colgaron hasta ahora eran de otra clase.
Rebecca Nurse no es una Bridget que haya vivido durante tres años con Bishop
antes de casarse con él. John Proctor no es un Isaac Ward que haya arruinado a
su familia por la bebida. (A Danforth): Ojalá no fuese así, Excelencia,
pero esta gente todavía tiene gran peso en el pueblo. Dejad que Rebecca se pare
junto al patíbulo y eleve al Cielo alguna virtuosa oración ... y mucho me temo
que despierte una venganza contra vos.
Hathorne: Excelencia, está condenada por bruja. El tribunal ha...
Danforth (interrumpiéndole con un movimiento de la mano, profundamente
inquieto): Os ruego. (A Parris): ¿Qué
proponéis, entonces?
Parris: Excelencia, yo postergaría esas ejecuciones por algún tiempo.
Danforth: No habrá postergación.
Parris: Ahora que regresó el señor Hale, hay esperanzas, creo..., pues si él
trae al seno de Dios aunque sólo sea a uno de éstos, esa confesión, sin duda,
condenará al resto ante los ojos del pueblo, y nadie podrá dudar ya de que
todos ellos están aliados con el Infierno. En cambio así, inconfesos y
protestando su inocencia, las dudas se multiplican, mucha gente honrada llora
por ellos y nuestro noble propósito se pierde en sus lágrimas.
Danforth (después de pensarlo un momento, yendo hacia Cheever): Dadme esa lista. (Cheever abre su cartera y busca.)
Parris: No puede olvidarse, Señor, que cuando convoqué a la congregación para
la excomunión de John Proctor, apenas vinieron treinta personas a escucharla.
Eso indica un descontento, creo, y...
Danforth (estudiando la lista): No habrá postergación.
Parris: Excelencia...
Danforth: Y bien, señor..., en vuestra opinión, ¿cuál de éstos podrá ser traído
ante Dios? Yo mismo me empeñaré con él hasta el alba. (Le alcanza la lista a
Parris quien se limita a echarle una ojeada.)
Parris: Hasta el alba no hay tiempo suficiente.
Danforth: Haré todo lo que pueda. ¿Por cuál de ellos tenéis una esperanza?
Parris (ahora sin mirar siquiera la lista, trémulo y en voz baja): Excelencia..., un puñal... (se interrumpe, sofocado.)
Danforth: ¿Qué decís?
Parris: Esta noche, al abrir la puerta para abandonar mi casa..., un puñal
cayó al suelo. (Silencio. Danforth asimila eso. Ahora Parris estalla): No
podéis colgar a los de esta clase. Hay peligro para mí. De noche no me atrevo a
asomarme afuera.
(Entra el reverendo Hale. Lo miran un
instante en silencio. Está impregnado de tristeza, exhausto, y más decidido que
nunca.)
Danforth: Aceptad mis congratulaciones, reverendo Hale; estamos regocijados de
ver que habéis vuelto a vuestra noble tarea.
Hale (viniendo ahora hasta Danforth): Debéis
perdonarlos. No ceden.
(Entra Herrick. Espera.)
Danforth (conciliador): No comprendéis, señor; no puedo
perdonar a éstos cuando ya hay doce ahorcados por el mismo crimen. No es justo.
Parris (desanimado): ¿Rebecca no quiere confesar?
Hale: Excelencia, el sol saldrá dentro de pocos minutos; necesito más
tiempo.
Danforth: Escuchadme bien y no os engañéis más. No atenderé ni un pedido
de perdón o postergación. Aquellos que no confiesen serán colgados. Doce ya han
sido ejecutados; los nombres de estos siete se han publicado y el pueblo espera
verlos morir esta mañana. Una postergación ahora indicaría un tropiezo de mi
parte; una suspensión o el perdón deben provocar la duda sobre la culpabilidad
de aquellos que murieron hasta ahora. Mientras yo sea intérprete de la ley de
Dios, no quebraré Su voz con plañidos. Si lo que teméis son represalias, sabed
esto...: haría colgar a diez mil que se atreviesen a levantarse contra la ley y
todo un océano de amargas lágrimas no podría ahogar la resolución de los
códigos. Erguios, pues, como hombres y ayudadme, como tenéis la obligación de
hacerlo por mandato del Cielo. ¿Habéis hablado con todos ellos, señor Hale?
Hale: Con todos, menos con Proctor. Está en la mazmorra.
Danforth (a Herrick): ¿Cómo se porta Proctor, ahora?
Herrick: Está sentado, como un gran pájaro; no diríais que vive si no fuera
porque de vez en cuando toma algún alimento.
Danforth (después de pensarlo un momento): Su
mujer... su mujer debe estar bien adelantada con el niño, ahora.
Herrick: Lo está, señor.
Danforth: ¿Qué pensáis vos, señor Parris? Vos tenéis mejor conocimiento de este
hombre; ¿podría ablandarlo la presencia de ella?
Parris: Es posible, señor. No ha posado los ojos sobre ella en estos tres
meses. Yo la llamaría.
Danforth (a Herrick): ¿Todavía se mantiene firme?
¿Volvió a pegaros?
Herrick: No puede, señor, ahora está encadenado a la pared.
Danforth (después de pensarlo): Traedme a la señora Proctor.
Después, traedlo a él aquí arriba.
Herrick: Sí, señor. (Herrick sale. Hay un silencio.)
Hale: Excelencia, si lo postergarais por una semana y anunciarais a la
población que estáis luchando para obtener sus confesiones, eso indicaría
misericordia de vuestra parte, no vacilación.
Danforth: Señor Hale, así como Dios no me dió el poder de Jesús para detener la
salida del sol, tampoco puedo ahorrarles la perfección de su castigo.
Hale (más duro ahora): ¡Si creéis que Dios desea que
provoquéis una rebelión, señor Danforth, estáis equivocado!
Danforth (instantáneamente): ¿Habéis oído hablar de rebelión
en el pueblo?
Hale: Excelencia, hay huérfanos vagando de casa en casa; el ganado
abandonado muge en los caminos, el hedor de las mieses podridas flota por todas
partes y ningún hombre sabe cuándo pondrá fin a sus vidas el pregón de las
rameras... ¿y vos os preguntáis aún si se habla de rebelión? ¡Mejor sería que
os maravillaseis de que aún no hayan incendiado vuestra provincia!
Danforth: Señor Hale, ¿habéis predicado en Andover este mes?
Hale: Gracias a Dios, en Andover no necesitan de mí.
Danforth: Me desconcertáis, señor. ¿Por qué habéis vuelto aquí?
Hale: Pues es bien simple. Vengo a cumplir la obra del Diablo. Vengo a
aconsejar a cristianos a que se calumnien a sí mismos. (Su sarcasmo se derrumba.)
¡Sangre pesa sobre mi cabeza! ¡¡Es que no podéis ver la sangre sobre mi
cabeza!!
Parris: ¡Silencio! (Pues ha oído pasos. Todos se vuelven a la puerta.
Herrick entra con Elizabeth. Sus muñecas están sujetas por una pesada cadena
que Herrick le quita ahora. Sus vestidos están sucios; está delgada y pálida.
Herrick sale.)
Danforth (muy cortésmente): Señora Proctor. (Ella está
callada.) Espero que estéis bien de salud.
Elizabeth (como advirtiéndole un olvido): Todavía
me quedan seis meses.
Danforth: Os ruego que os tranquilicéis, no venimos por vuestra vida.
Nosotros... (titubeando, pues no está acostumbrado a suplicar): Señor
Hale, ¿queréis hablarle vos a esta mujer?
Hale: Señora Proctor, vuestro marido está condenado a morir esta mañana.
(Pausa.)
Elizabeth (con calma): Lo he oído.
Hale: ¿Sabéis, no es cierto, que yo no tengo vinculación con el tribunal? (Ella
parece dudarlo.) Vengo por mi cuenta, señora Proctor. Quisiera salvar la
vida de vuestro marido, pues si se lo llevan yo mismo me consideraré su
asesino. ¿Me comprendéis?
Elizabeth: ¿Qué queréis de mí?
Hale: Señora Proctor, en estos tres meses fluí, como Nuestro Señor, al
desierto. He estado buscando una salida cristiana porque la condenación es
doble para un ministro que aconseja a los hombres a mentir.
Hathorne: ¡No es mentira, no podéis hablar de mentiras!
Hale: ¡Es una mentira! ¡Son inocentes!
Danforth: ¡No quiero saber más nada de esto!
Hale (prosiguiendo, a Elizabeth): No
equivoquéis vuestro deber como yo equivoqué el mío. Vine a este pueblo como un
novio a su bienamada, cargado de presentes de la más alta religión; traía
conmigo las coronas mismas de la ley sagrada y cuanto toqué con mi radiante
confianza, murió; y allí donde puse el ojo de mi inmensa fe, manó la sangre.
Ten cuidado, Elizabeth Proctor... no te aferres a ninguna fe, cuando la fe trae
sangre. Es
ley equivocada la que te lleva al
sacrificio. La vida, mujer, la vida es el más precioso don de Dios; ningún
principio, por muy glorioso que sea, puede justificar que se la arrebate. Te imploro,
mujer, influye sobre tu esposo para que confiese. Que diga su mentira. En este
caso no te acobardes ante el juicio de Dios, pues muy bien puede ser que Dios
condene menos a un mentiroso que a quien, por orgullo, se deshace de su vida.
¿Querrás exhortarle? No puedo creer que escuche a ningún otro.
Elizabeth (con calma): Creo que así razona el Diablo.
Hale (en el colmo de la desesperación): Mujer,
frente a las leyes de Dios, apenas somos cerdos. ¡No podemos leer Su voluntad!
Elizabeth: No puedo discutir con vos, señor; me falta estudio para ello.
Danforth (yendo hacia ella): Elizabeth Proctor, no se te ha
convocado para discutir. ¿Es que no hay en ti la ternura de una esposa? El
morirá al amanecer. Tu esposo. ¿Lo comprendes? (Ella lo mira, simplemente.) ¿Qué
dices? ¿Tratarás de convencerlo? (Ella calla.) ¿Eres de piedra? ¡Con
franqueza, mujer, si no tuviese otras pruebas de tu vida antinatural, tus ojos
secos ahora serían prueba suficiente de que has entregado tu alma al Infierno!
¡Hasta un monstruo lloraría ante semejante calamidad! ¿Habrá secado el Diablo
toda lágrima de piedad en ti? (Ella permanece callada.) ¡Lleváosla! ¡No
se ganará nada con que ella le hable!
Elizabeth (con calma): Dejadme hablar con él,
Excelencia.
Parris (con esperanza): ¿Intentarás convencerle? (Ella
vacila.)
Danforth: ¿Le pedirás su confesión, o no?
Elizabeth: No prometo nada. Dejadme hablar con él.
(Un ruido...; el siseo de pies que se
arrastran sobre piedra. Todos se vuelven. Pausa. Entra Herrick con John
Proctor. Sus muñecas están encadenadas. Es otro hombre, barbudo, sucio, con los
ojos turbios como si estuviesen cubiertos de telarañas. Se detiene al trasponer
la puerta, su mirada atraída por la figura de Elizabeth. La emoción que fluye
entre ambos impide que nadie hable por un instante. Ahora Hale, visiblemente
impresionado, va hacia Danforth y le habla con calma.)
Hale: Os ruego, dejadlos, Excelencia.
Danforth (apartando impacientemente a Hale): Señor
Proctor, habéis sido notificado, ¿no es así? (Proctor está silencioso, mirando
fijamente a Elizabeth.) Veo claridad en el cielo, señor; consultad con
vuestra esposa y ojalá que Dios os ayude a volverle la espalda al Infierno. (Proctor
está silencioso, mirando a Elizabeth.)
Hale (con calma): Excelencia, dejad que...
(Danforth sale violentamente, rozando a
Hale. Hale lo sigue. Cheever vacila y lo imita; Hathorne también. Sale Herrick.
Parris, desde prudente distancia, ofrece):
Parris: Si deseáis un vaso de sidra, señor Proctor, estoy seguro de que... (Proctor
le echa una mirada helada y él se interrumpe. Parris eleva las manos hacia
Proctor.) Dios os guíe ahora. (Sale.)
(Solos. Proctor va hacia ella, se
detiene. Es como si estuviesen en el centro de un torbellino. Más allá, por
encima del dolor. El extiende su mano como hacia una corporización no del todo
real, y al tocarla sale de su garganta un extraño sonido, suave, mitad risa y
mitad asombro. Le palmea la mano. Ella le cubre la mano, a su vez. Y entonces,
débil, él se sienta. Luego se sienta ella, de frente a él.)
Proctor: ¿El niño?
Elizabeth: Crece.
Proctor: ¿No hay noticias de los chicos?
Elizabeth: Están bien. Sam, el de Rebecca, los cuida.
Proctor: ¿No los has visto?
Elizabeth: No... (Percibe un debilitamiento en sí misma y lo vence.)
Proctor: Eres una... maravilla. Elizabeth.
Elizabeth: ¿Has... sido torturado?
Proctor: Sí. (Pausa. Ella no se deja ahogar por el mar que la amenaza.) Ahora
vienen por mi vida.
Elizabeth: Lo sé.
(Pausa.)
Proctor: ¿Nadie... confesó todavía?
Elizabeth: Hay muchos que confesaron.
Proctor: ¿Quiénes son?
Elizabeth: Dicen que son como cien, o más. La señora Ballard es una; Isaías
Goodkind es uno. Hay muchos.
Proctor: ¿Rebecca?
Elizabeth: Rebecca, no. Ella está casi en el Cielo; ya nada puede dañarla.
Proctor: ¿Y Giles?
Elizabeth: ¿No te has enterado?
Proctor: En donde me tienen no me entero de nada.
Elizabeth: Giles está muerto. (El la mira incrédulo.)
Proctor: ¿Cuándo lo colgaron?
Elizabeth (con calma, simplemente): No fue
ahorcado. No quiso contestar ni sí ni no a su acusación; porque si negaba el
cargo, con seguridad lo colgaban y remataban su propiedad. Así es que se
mantuvo mudo y murió como un cristiano en buena ley. Y así sus hijos podrán
conservar su granja. La ley dice que no puede ser condenado como hechicero si
no responde a la acusación, sí o no.
Proctor: Entonces, ¿cómo murió?
Elizabeth (suavemente): Lo aplastaron, John.
Proctor: ¿Aplastaron?
Elizabeth: Le fueron poniendo grandes piedras sobre el pecho hasta que dijera sí
o no. (Con una sonrisa de ternura para el anciano.) Dicen que sólo les
concedió dos palabras. "Más peso", dijo. Y murió.
Proctor (helado; es otro hilo tejido en su agonía): "Más peso".
Elizabeth: Sí. Era un hombre bravo, Giles Corey.
(Pausa.)
Proctor (con gran fuerza de voluntad, pero sin mirarla directamente): Estuve pensando en confesarles, Elizabeth. (Ella no trasluce nada.)
¿Qué dices tú? ¿Si les concedo eso?
Elizabeth: Yo no puedo juzgarte, John.
(Pausa.)
Proctor (simplemente; es una mera pregunta): ¿Qué
querrías que yo hiciese?
Elizabeth: Como tú lo quieras, así lo querré yo. (Breve pausa.) Te quiero
con vida, John. Esa es la verdad.
Proctor (después de una pausa, con un rayo de esperanza): ¿La mujer de Giles? ¿Confesó ella?
Elizabeth: Ella no confesará.
(Pausa.)
Proctor: Es una simulación, Elizabeth.
Elizabeth: ¿El qué?
Proctor: No puedo subir al patíbulo como un santo. Es un fraude. Yo no soy
tal hombre. (Ella calla.) Mi honradez está rota, Elizabeth; no soy un
hombre bueno. Nada, que no estuviese ya podrido, se perderá ahora si les
concedo esa mentira.
Elizabeth: Y sin embargo, no has confesado hasta ahora. Eso indica una virtud en
ti.
Proctor: Sólo el rencor me mantiene en mi silencio. Es difícil arrojarle una
mentira a los perros. (Pausa; por primera vez se vuelve directamente hacia
ella.) Quisiera tu perdón, Elizabeth.
Elizabeth: No soy yo quien debe darlo, John; yo soy...
Proctor: Quisiera que vieses alguna honradez en ello. Deja que los que nunca
mintieron mueran ahora para salvar sus almas. Para mí es una simulación, una
vanidad que no cegará a Dios ni apartará a mis hijos del viento. (Pausa.) ¿Qué
dices tú?
Elizabeth (sobreponiéndose a un sollozo que siempre está por estallar): John, de nada servirá que yo te perdone si no te perdonas tú mismo. (Ahora
él se aparta un poco, torturado.) No es mi alma, John, es la tuya. (El
se yergue, como presa de un dolor físico, poniéndose lentamente de pie, con el
inmenso e inmortal anhelo de encontrar su respuesta. Ella está al borde de las
lágrimas; le es difícil decir): Tan sólo ten la seguridad de esto, pues
ahora lo sé: cualquier cosa que hagas, es un hombre bueno quien la hace. (El
vuelve hacia ella su inquisitiva e incrédula mirada.) En estos tres meses
he escrutado mi corazón, John. (Pausa.) Tengo que rendir cuentas de
pecados propios. Es una esposa fría lo que empuja al libertinaje.
Proctor (con gran dolor): Basta, basta...
Elizabeth (abriendo su corazón ahora): ¡Es
mejor que me conozcas!
Proctor: ¡No quiero escuchar! ¡Te conozco!
Elizabeth: Estás cargando con mis pecados, John.
Proctor (torturado.): ¡No, cargo con los míos, los
míos!
Elizabeth: ¡John, yo me consideraba tan simple, tan poca cosa, que ningún amor
puro podría ser para mí! Era la sospecha quien te besaba cuando yo lo hacía;
nunca supe cómo decir mi amor. ¡Era una casa fría la que yo manejaba! (Asustada,
se aparta al entrar Hathorne.)
Hathorne: ¿Qué decís, Proctor? Pronto saldrá el sol.
(Proctor, con el pecho agitado, mira
fijamente; se vuelve a Elizabeth. Ella viene hacia él como para implorarle, con
la voz trémula.)
Elizabeth: Haz lo que quieras. Pero que nadie sea tu juez. ¡Bajo el Cielo no hay
juez superior a Proctor! ¡Perdóname, perdóname, John...; nunca conocí tanta
bondad en el mundo! (Se cubre la cara llorando.)
(Proctor se aparta de ella hacia
Hathorne; está como fuera de la tierra; con voz hueca):
Proctor: Quiero mi vida.
Hathorne (electrizado, con sorpresa): ¿Os
confesaréis?
Proctor: Quiero conservar mi vida.
Hathorne (con tono místico): ¡Loado sea Dios! ¡Es
providencial! (Sale corriendo y su voz se oye gritando por el corredor.) ¡Va
a confesar! ¡Proctor va a confesar!
Proctor (gritando, y yendo hacia la puerta a zancadas): ¿Por qué lo gritáis? (Con gran dolor, vuelve a Elizabeth.) Hago
mal, ¿no es cierto? Hago mal.
Elizabeth (aterrorizada, llorando): ¡Yo no
puedo juzgarte, John, no puedo!
Proctor: ¿Entonces quién me juzgará? (Repentinamente, juntando las manos): Dios
del Cielo, ¿qué es John Proctor, qué es John Proctor? (Se mueve como un
animal y una furia lo atraviesa, una búsqueda atormentadora.) A mí me
parece honesto; así me parece; no soy ningún santo. (Como si ella hubiese
negado esto último le grita) ¡Que Rebecca pase por santa; para mí es todo
fraude!
(Se oyen voces en el corredor, hablando
a la vez con excitación reprimida.)
Elizabeth: Yo no soy tu juez, no puedo serlo, (como aliviándolo.) ¡Haz
como quieras, haz como quieras!
Proctor: ¿Les concederías una mentira como ésta? Dilo. ¿Tú les concederías eso?
(Ella no puede contestar.) ¡No lo harías; aunque lenguas de fuego te
estuvieran chamuscando, no lo harías! Está mal. ¡Pues bien... está mal y yo lo
hago!
(Entra Hathorne con Danforth y, con
ellos, Cheever, Parris y Hale. Es una entrada directa, rápida, como si se
hubiese roto el hielo.)
Danforth (con gran alivio y gratitud): Dios
sea loado, hombre, Dios sea loado; serás bendecido en el Paraíso por esto. (Cheever
ha corrido hacia el banco, con pluma, tinta y papel. Proctor lo mira.) Y
bien, comencemos. ¿Estáis listo, señor Cheever?
Proctor (con helado horror ante su eficiencia): ¿Por
qué hay que escribirlo?
Danforth: Pues... para la buena información del pueblo, señor; ¡ésto será fijado
en la puerta de la iglesia! (A Parris, con urgencia.) ¿Dónde está el
Alguacil?
Parris (corre a la puerta y llama por el corredor): ¡Alguacil! ¡Rápido!
Danforth: Entonces, señor, hablaréis despacio y yendo al grano, para bien del
señor Cheever. (Está ya en sesión y en realidad dicta a Cheever, quien
escribe.) Señor Proctor, ¿habéis visto alguna vez al Diablo? (Proctor
aprieta las mandíbulas.) Vamos, hombre, hay claridad en el cielo; el pueblo
espera al pie del patíbulo; quiero dar la noticia. ¿Habéis visto al Diablo?
Proctor: Lo vi.
Parris: ¡Dios sea loado!
Danforth: Y cuando os vino a ver, ¿cuál era su pedido? (Proctor calla.
Danforth ayuda.) ¿Os mandó cumplir su obra en la tierra?
Proctor: Eso mismo.
Danforth: ¿Y os pusisteis a su servicio? (Danjorth se vuelve al entrar
Rebecca Nurse, con Herrick ayudándola a sostenerse; a duras penas puede
caminar.) ¡Entrad mujer, entrad!
Rebecca (iluminándose al ver a Proctor): ¡Ah, John!
Estás bien entonces, ¿no? (Proctor vuelve la cara a la pared.)
Danforth: Coraje, hombre, coraje...; que ella sea testigo de vuestro buen
ejemplo para que también ella vuelva al seno de Dios. ¡Escuchad bien, señora
Nurse! Continuad, señor Proctor. ¿Os habéis puesto al servicio del Diablo?
Rebecca (sorprendida): ¡Cómo, John!
Proctor (entre dientes, evitando mirar a Rebecca): Así es.
Danforth: Pues bien, mujer, no dudo que veréis ahora lo inútil de proseguir con
esta conspiración. ¿Confesaréis junto con él?
Rebecca: ¡Oh, John... Dios se apiade de ti!
Danforth: Oídme, ¿os confesaréis, señora Nurse?
Rebecca: Pero es mentira, es mentira; ¿cómo queréis que me condene? No puedo,
no puedo.
Danforth: Señor Proctor. Cuando el Diablo os fue a ver, ¿visteis con él a
Rebecca Nurse? (Proctor permanece en silencio.) Vamos, hombre, tened
coraje... ¿la habéis visto con el Diablo?
Proctor (casi inaudible): No.
Danforth (previendo dificultades mira a John, va hasta la mesa y recoge una
hoja de papel; la lista de condenados): ¿Habéis
visto alguna vez a su hermana, Mary Easty, con el Diablo?
Proctor: No, no la vi.
Danforth (sus ojos se entrecierran): ¿Habéis visto alguna vez a Martha
Corey con el Diablo?
Proctor: No la vi.
Danforth (comprendiendo, depositando lentamente la hoja): ¿Habéis visto alguna vez a alguien con el Diablo?
Proctor: No, nunca.
Danforth: Proctor, os equivocáis conmigo. No tengo poder para cambiar vuestra
vida por una mentira. Habéis visto sin duda a alguien con el Diablo. (Proctor
guarda silencio.) Señor Proctor, mucha gente ha dado fe de haber visto a
esta mujer con el Diablo.
Proctor: Entonces ya está probado. ¿Por qué debo decirlo yo?
Danforth: ¡Por qué "debéis" decirlo! ¡Pero es que os deberíais alegrar
de decirlo si vuestra alma está realmente purificada de todo amor al Infierno!
Proctor: Se proponen ir como santos. No quiero arruinarles su buen nombre.
Danforth (preguntando, incrédulo): Señor
Proctor, ¿creéis vos que van como santos?
Proctor (evasivo): Esta mujer jamás pensó que
cumplía la obra del Diablo.
Danforth: Atended, señor. Creo que confundís vuestro deber aquí. Poco importa lo
que pensó...; ella está convicta del asesinato antinatural de niños, y vos de
haberle pasado vuestro espíritu a Mary Warren. Sólo vuestra alma es lo que aquí
se debate, señor, y probaréis su pureza o no viviréis en tierra cristiana. ¿Me
diréis ahora qué personas conspiraron con vos en compañía del Diablo? (Proctor
no habla.) Según vuestro conocimiento, estuvo alguna vez Rebecca Nurse...
Proctor: Digo mis propios pecados; no puedo juzgar a otro. (Gritando, con
odio.) ¡No tengo voz para ello!
Hale (rápidamente, a Danforth): Excelencia,
es bastante que confiese él mismo. ¡Haced que firme, haced que firme!
Parris (febril): Es un gran servicio, señor. Es un
nombre de peso; impresionará al pueblo que confiese Proctor. Os ruego, dejadlo firmar.
¡Se eleva el sol, Excelencia!
Danforth (medita; luego con disgusto): Vamos,
entonces, firmad vuestro testimonio. (A Cheever): Dádselo. (Cheever
va hasta Proctor con la confesión y una pluma en la mano. Proctor no mira.) Venid,
hombre, firmad.
Proctor (luego de mirar la confesión): Todos
vosotros habéis sido testigos...; eso basta.
Danforth: ¿No lo firmaréis?
Proctor: Todos vosotros habéis sido testigos; ¿qué más se necesita?
Danforth: ¿Jugáis conmigo? ¡Firmaréis vuestro nombre o esto no es una confesión,
señor! (Con el pecho hinchándose por su respiración torturada, Proctor apoya
el papel y firma su nombre.)
Parris: ¡Loado sea el Señor!
(Proctor ha terminado de firmar, cuando
Danforth extiende la mano para tomar el papel. Pero Proctor lo coge rápidamente;
en él crecen un terror salvaje y un enojo sin límites.)
Danforth (perplejo, pero extendiendo cortésmente la mano): Tened a bien, señor.
Proctor: No.
Danforth (como si Proctor no comprendiese): Señor
Proctor, debéis entregarme...
Proctor: No, no. Lo he firmado. Me habéis visto. ¡Está hecho! No necesitáis
ya esto.
Parris: Proctor, el pueblo debe tener pruebas de...
Proctor: ¡Al Diablo con el pueblo! ¡Yo confieso ante Dios, y Dios ha visto mi
nombre en este papel! ¡Es bastante!
Danforth: No, señor, es...
Proctor: Vinisteis a salvar mi alma, ¿no es así? ¡Bueno! ¡Me he confesado; es
bastante!
Danforth: No habéis confe...
Proctor: ¡Me he confesado! ¿Es que no hay más penitencia buena que la pública?
¡Dios no necesita mi nombre clavado en la iglesia! ¡Dios ve mi nombre! ¡Dios
sabe cuán negros son mis pecados! ¡Es bastante!
Danforth: Señor Proctor...
Proctor: ¡No me utilizaréis! No soy ninguna Sarah Good, ni Títuba..., soy
John Proctor! ¡No me utilizaréis! ¡No es parte de mi salvación que me
utilicéis!
Danforth: No quisiera...
Proctor: Tengo tres hijos... ¿Cómo enseñarles a caminar por el mundo como
hombres si he vendido a mis amigos?
Danforth: No habéis vendido a vuestros amigos...
Proctor: ¡No me engañéis! ¡Los denigro a todos si esto es clavado en la
iglesia el mismo día en que son colgados por callar!
Danforth: Señor Proctor, necesito buena prueba legal de que vos...
Proctor: ¡Vos sois la suprema corte, vuestra palabra es suficiente! Decidles
que he confesado; decidles que Proctor se hincó de rodillas y lloró como una
mujer; decidles lo que queráis, pero mi nombre no puedo...
Danforth (desconfiado): Es lo mismo, ¿no es cierto? ¿Que
yo lo informe o vos lo firméis?
Proctor (sabiendo que es una locura): ¡No, no
es lo mismo! ¡Lo que dicen otros y lo que yo firmo no es lo mismo!
Danforth: ¿Por qué? ¿Pretendéis negar esta confesión cuando estéis libre?
Proctor: ¡No pretendo negar nada!
Danforth: Entonces explicadme, señor Proctor, por qué no permitiréis...
Proctor (con un grito desde el fondo de su alma): ¡Porque es mi nombre! ¡Porque no puedo tener otro en mi vida! ¡Porque
miento y firmo mentiras con mi nombre! ¡Porque no valgo la tierra en los pies
de quienes cuelgan ahorcados! ¿Cómo puedo vivir sin mi nombre? ¡Os he dado mi
alma; dejadme mi nombre!
Danforth (señalando la confesión en manos de Proctor): ¿Es una mentira ese documento? ¡Si es mentira no lo aceptaré! ¿Qué
decís? ¡No intervendré en mentiras, señor! (Proctor no se mueve.) Pondréis
vuestra honesta confesión en mis manos, o no podré salvaros de la cuerda. (Proctor
no contesta.) ¿Qué camino elegís, señor? (Con el pecho hinchándose, sus
ojos fijos, Proctor rasga el papel y lo estruja; ahora llora, furioso pero
erguido.)
Danforth: ¡Alguacil!
Parris (histéricamente, como si el papel rasgado hubiera sido su vida): ¡Proctor, Proctor!
Hale: ¡Te ahorcarán, hombre! ¡No puedes!
Proctor (con los ojos llenos de lágrimas): Sí que
puedo. Y he aquí vuestro primer milagro, que sí puedo. Habéis producido vuestro
milagro, porque ahora sí creo vislumbrar una hilacha de bondad en John Proctor.
No alcanza para tejer con ella una bandera, pero es lo bastante blanca como
para no dársela a estos perros. (Elizabeth, en un arranque de terror, corre
hacia él y llora en su mano.) ¡No les concedas una lágrima! ¡Las lágrimas
les placen! ¡Muestra tu honor, ahora, muestra un corazón de piedra y húndelos
con él! (El la ha levantado y la besa con gran pasión.)
Rebecca: Nada temas. ¡Hay otro juicio que nos aguarda a todos!
Danforth: ¡Colgadlos bien alto sobre el pueblo! Quien llore por éstos, llora por
la corrupción. (Sale, pasando a su lado como una exhalación. Herrick
comienza a llevar a Rebecca, que casi se desploma, pero Proctor la ayuda
mientras ella lo mira como disculpándose.)
Rebecca: No he tomado desayuno.
Herrick: Vamos hombre.
(Herrick los escolta, con Hathorne y
Cheever tras ellos. Elisabeth queda parada frente a la puerta vacía.)
Parris (con miedo mortal a Elisabeth): ¡Corre a él, Elisabeth
Proctor! ¡Aún hay tiempo!
(Desde afuera, un redoble de tambores
hiende el aire. Parris está espantado. Elisabeth salta hacia la ventana.)
Parris: ¡Corre a él! (Sale corriendo por la puerta como para detener su
destino.) ¡Proctor! ¡ Proctor!
(Nuevamente, un breve redoble.)
Hale: ¡Mujer, exhórtale! (Comienza a correr hacia la puerta, pero
regresa.) ¡Mujer! Es orgullo, es vanidad. (Ella evita sus ojos y se
mueve hacia la ventana. Él cae de rodillas.) ¡Ayúdale! ¿De qué le sirve
sangrar? ¿Ha de ser el polvo quien lo alabe? ¿Han de ser los gusanos quienes
proclamen su verdad? ¡Acude a él, quítale su vergüenza!
Elisabeth (soteniéndose para no caer, agarra los barrotes de la ventan y
grita): Ahora tiene su pureza. ¡Dios no permita que yo se la quite!
(Estalla el último redoble que crece
violentamente. Hale llora una oración frenética, y el sol naciente se derrama
en la cara de ella y los tambores baten como huesos en el aire de la mañana.)
TELÓN
ECOS
No mucho después de haberse extinguido
la fiebre, Parris fue exonerado, salió al camino y jamás volvió a saberse nada
de él.
La leyenda dice que Abigail reapareció
más tarde en Boston, hecha una prostituta.
Veinte años después de la última
ejecución, el gobierno concedió una indemnización a las víctimas que aún
vivían, y a las familias de los que habían muerto. No obstante, es evidente que
cierta gente se resistía a admitir su total culpabilidad y que el divisionismo
continuaba vivo, pues ciertos beneficiarios en realidad no habían sido víctimas
sino delatores.
Elizabeth Proctor volvió a casarse,
cuatro años después de la muerte de Proctor.
En solemne asamblea, la congregación
anuló las excomuniones, en marzo de 1712. Pero lo hicieron así por orden del
gobierno. Sin embargo, el jurado redactó una declaración implorando perdón para
todos los que habían sufrido.
Ciertas granjas que habían pertenecido a
las víctimas fueron abandonadas a la ruina y por más de un siglo nadie quiso
comprarlas ni vivir en ellas.
Para todo fin y propósito el poder de la
teocracia en Massachusetts, se había roto.
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