ALONSO ALEGRÍA - "MANUAL PARA ESCRIBIR TEATRO Y ENTENDER UNA OBRA DRAMÁTICA"

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Alonso Alegría













MANUAL PARA ESCRIBIR TEATRO
Y ENTENDER
UNA OBRA DRAMÁTICA







Lima
Julio 2014

PUCP
DRAMATURGIA 1 y DRAMATURGIA 2

VIVERO DE DRAMATURGIA
teatro de autor








© copyright 2013 by Alonso Alegría. Con la mención de la fuente y del autor, y mediando la inclusión de la presente carátula, queda autorizada la reproducción de este texto, a condición de que sea artesanal y con fines educativos.

PUTTING IT TOGETHER
(Letra de la versión original)

Bit by bit,
Putting it together…
Piece by piece—
Only way to make a work of art.
Every moment makes a contribution,
Every little detail plays a part.
Having just a vision’s no solution,
Everything depends on execution.

Putting it together—
That’s what counts
Ounce by once!
Putting it together—
Small amounts,
Adding up to make a work of art.
First of all you need a good foundation,
Otherwise it’s risky from the start.
Having just a vision’s no solution,
Everything depends on execution.

The art of making art is...
Putting it together
bit by bit…
Link by link,
Dot by dot,
Building up the image.
Shot by shot,
Piece by piece.

Working out the vision night and day.
All it takes is time and perseverance,
With a little luck along the way,
Everything depends on preparation—
Even if you do have the suspicion
That it’s taking all your concentration—
The art of making art
Is putting it together—
Bit by bit—
Link by link—
And that
Is the state
of the
Art!
— Stephen Sondheim
Sunday in the Park with George
http://www.youtube.com/watch?v=-836TtoF_5I



LAS COSAS QUE SABEMOS A CIENCIA CIERTA
Creo que hay algunas cosas que alguna gente puede saber a ciencia cierta, pero también creo que esas cosas que pueden saberse de esa forma no son las que más le importan a un ser humano. Un buen matemático puede saber toda la verdad acerca de los números, y un buen ingeniero puede saber cómo hacer para que las fuerzas físicas sirvan a sus propósitos. Pero antes que nada ese ingeniero y ese matemático son seres humanos, de modo que para ellos, igual que para mí, lo que más importa no es lo que uno sabe y lo que puede hacer con lo que sabe, sino cómo se relaciona uno con la demás gente. No todos tenemos que ser ingenieros o matemáticos, pero todos tenemos que lidiar con el resto de la gente. Y estas relaciones nuestras con el resto del mundo, que son las cosas que verdaderamente importan en esta vida, son también las cosas más difíciles porque es precisamente aquí donde aparece el viejo y espinoso tema del bien y del mal.
 --Arnold Toynbee

POR QUÉ NOS HARTA HACER ARTE
Nadie  le dice a la gente que está comenzando lo que voy a decirles a ustedes.  Nadie les dice que se han metido en esto porque tienen buen gusto.  Pero tener buen gusto nos crea un problema.  Porque durante años las cosas que producimos sencillamente no son buenas.  Están intentando ser buenas, tienen potencial para llegar a ser buenas, pero sencillamente no lo son.  Y no nos gustan.  Ese dichoso buen gusto, aquello que nos metió en esta danza, ese maldito buen gusto sigue allí, dentro de nosotros, desilusionándonos de lo que hacemos que nunca llega a ser lo que soñamos. Demasiados posibles artistas no llegan a superar esta etapa.  Se dan por vencidos y dejan todo.  Otros no.  La gran mayoría de los buenos artistas que conozco han pasado por esta etapa, y superarla les ha tomado años. Pasan años y seguimos y seguimos haciendo cosas y dándonos cuenta todo el tiempo de que nuestro trabajo no tiene ‘esa cosa’, esa cosa tan especial que queremos que tenga, y que se llama ‘calidad artística’.  Para superar esta etapa tenemos que tener presente que esta etapa es normal.  Y lo único que podemos hacer para superarla es trabajar mucho. Ponernos meta tras meta para estar todo el tiempo terminando algo, a plazo fijo, siempre terminando algo, aunque resulte mediocre. Solamente si producimos un volumen grande de cosas vamos a poder cerrar esa fea brecha entre lo que soñamos y lo que nos sale. Pero al final nuestro producto sí nos parecerá de la calidad soñada.  Estará a la altura de nuestro innato buen gusto.  Pero ese momento va a tardar bastante.  Eso es  normal.  Hay que perseverar, nada más.  Es lo único que podemos hacer.
--Ira Glass

CARTA A UNA JOVENCITA ESCRITORIA
Me temo que el precio de escribir es más alto que el que estás preparada a pagar en este momento. Tienes que escribir desde tu corazón, acerca de tus convicciones, emociones y sentimientos más fuertes, no acerca de las pequeñas cosas menores que te suceden y que te tocan con ligereza, esas pequeñas experiencias que perfectamente podrías relatar en la mesa a la hora del almuerzo. Esto es particularmente cierto cuando recién comienzas a escribir, cuando todavía no has desarrollado los trucos necesarios para interesar al lector por la manera como escribes algo cotidiano o trivial.  Ahora todavía no tienes esa técnica –que toma tiempo adquirir— y con lo único que puedes interesar a nadie es con tus emociones y convicciones.  Escríbelas.

--F. Scott Fitzgerald

HISTORIAL DE ESTE MANUAL
Comencé a escribir este texto en Gambier, Ohio, Estados Unidos durante el verano boreal de 1987. Lo hice en preparación para un taller de dramaturgia que Ruth Escudero y el grupo Quinta Rueda habían organizado en Lima, a mi pedido, y que he agradecido siempre –también porque me permitió regresar al Perú unos meses después. En ese momento este texto era veintinueve páginas tituladas Algunas definiciones útiles de teoría dramática y dramaturgia. A partir de entonces ha ido creciendo hasta llegar ser lo que aquí aparece, gracias a la involuntaria pero igual valiosísima colaboración de mis alumnos de la PUCP.

DEDICATORIA
Este Manual está dedicado a mis alumnos de los dos cursos de Dramaturgia en la especialidad de Artes Escénicas de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Desde 1998 ellos han estudiado y rendido exámenes sobre sucesivas versiones de este texto, cada una revisada durante las vacaciones anteriores al semestre lectivo correspondiente. Sus comentarios y preguntas me han ayudado a ampliarlo y hacerlo cada vez más claro. Sin ellos no habría este Manual.

NOTA GENERAL SOBRE ESTE TEXTO
Pese a su título, lo que sigue no quiere ser un recetario para escribir una obra de teatro, sino un conjunto de elementos de teoría del drama. Estos elementos pueden ayudar a comprender mejor lo que es una obra de teatro, y por ello escribir mejor. Su mayor mérito está en que, si son tomados en cuenta, ayudarán a producir una obra dramática que por lo menos mantendrá el interés del público de comienzo a fin, sea cual fuere su duración. Y eso ya es un montón.

Muchos de los términos que aquí aparecen son usados por otros teóricos para designar conceptos distintos. Algunos llaman, por ejemplo, ‘fábula’ a lo que yo llamo ‘historia’, y viceversa. Yo mismo llamaba antes ‘incidente’ a lo que ahora llamo ‘evento’, por la época en que yo llamaba ‘tiempo real’ a lo que ahora llamo ‘tiempo natural’. Estos cambios de nomenclatura obedecen a la búsqueda de términos cada vez más precisos y descriptivos.

AA
Lima, primavera de 2013

Alonso Alegría

MANUAL PARA ESCRIBIR TEATRO
Y ENTENDER
UNA OBRA DRAMÁTICA
I
ALGUNOS CONCEPTOS FUNDAMENTALES

CONTANDO HISTORIAS
Para poder vivir contamos historias verdaderas o ficticias
Nos pasamos la vida contando historias. Unas son verdaderas (o casi), y abarcan desde lo que pasó camino al trabajo hasta toda nuestra vida.

Otras historias son inventadas.  A veces contamos historias inventadas con la intención de que sean tomadas por reales. Estas son nuestras mentiras, contadas con propósitos prácticos no siempre santos.  Y a veces contamos historias inventadas sabiendo que nadie las va a tomar por reales. Estas son nuestras ficciones, contadas para esclarecer, indagar o informar, pero sobre todo, y antes que nada, para interesar y deleitar a quienes las ven, escuchan o leen.

Podemos contar historias –ficticias o reales—a través de diversos medios.  Con la palabra narramos cuentos brevísimos o novelas de mil páginas. Con otros medios contamos desde el cómic hasta la telenovela. Pero podemos también contar historias sobre un escenario. A esta forma de contar la llamamos Teatro.

Cada historia tiene su forma de ser contada
Hay muchas formas de contar historias y cualquier historia puede ser contada por cualquier medio (teatro, cómic) y en cualquier género (tragedia, farsa), pero el resultado no puede ser óptimo en todos los medios y en todos los géneros.  Hay historias buenas para ser contadas como comedia con música, otras que son buenas para comedia sin música, otras buenas sólo para ser danzadas en modo dramático, otras que sirven para escribirlas como cuentos jocosos y también, por supuesto, hay muchas historias que no sirven para el género dramática, y que pueden vivir muy bien como poemas o novelas de mil páginas.

Qué características tiene una historia buena para ser contada sobre el escenario en cuál género y con qué duración es tema esencial que hemos de cubrir con amplitud.

CONTANDO HISTORIAS SOBRE EL ESCENARIO
Contamos historias en escena para hacer magia
La gracia de contar historias sobre un escenario reside en que –si todo va bien—el público sentirá eso que algunos llaman ‘la magia del teatro’. Esta consiste en hacerle creer al público que son verdaderos y que están allí, desempeñándose en su presencia con voluntad propia unos seres (humanos o no) que el público sabe muy bien que son de mentira pero que quiere creer que son de verdad.  Nosotros los teatreros no engañamos nunca a nadie.  Nuestro público quiere creérsela y sabe que lo que está creyendo es de mentira.
Pero en realidad el público no cree verdaderamente que sea verdad lo que representamos. En realidad hace como que cree.  Por el simple deleite que este ejercicio le brinda.

Por qué medios contamos historias sobre el escenario
Sobre el escenario contamos historias por dos medios: lo que hacemos escuchar y lo que hacemos ver.  Todo esto está consignado sobre papel, en forma de libreto donde está escrito lo que los personajes dicen y todo lo principal que sucede, así como todo lo principal que aparece en escena.  Está escrito allí todo lo que el dramaturgo necesita para contar su historia.

El dramaturgo tiene control, y debe insistir en mantener control no solamente sobre la integridad de su texto sino también sobre lo que él ha puesto que debe haber en escena y lo que ha marcado para que se desarrolle en escena –las acciones y las intenciones del personaje y todos los elementos físicos que cuentan su historia.

No hay historia mala sino historia mal contada
La historia aparentemente más simple y común, la más banal, vulgar y silvestre puede mostrarnos –con tal que esté bien contada— aspectos insospechados y sorprendentes de la realidad y llegar a ser una historia de primera. Si es que, claro, le encontramos a esa historia la forma óptima para contarla y profundizamos en las ideas que nos ofrece.

Sólo teníamos costumbre de contar lo pasado
Hemos sido entrenados desde muy chiquitos en contar –verbalmente o por escrito— aquello que pasó en un tiempo anterior.  Somos narradores por naturaleza.  No estamos entrenados para escribir algo que va a estar sucediendo en tiempo presente en un momento futuro. Y esto es lo que el dramaturgo debe hacer, contrariando sus hábitos narrativos de toda la vida.

El dramaturgo escribe para ser hablado
Curioso cambio en el chip mental del escritor, este de imaginar y consignar por escrito algo que no va a ser leído con los ojos y en silencio, sino que va a ser visto y escuchado porque alguien lo habla.  De toda la vida escribir para los ojos y el silencio pasamos de pronto a escribir para la voz y el habla.  Esta transformación no es poca y no es fácil.

La prosa se queda quieta, el libreto cobrará vida
Para peor, en el drama no escribimos algo que se mantendrá quieto e inerte sobre la página, como se mantiene una novela o un poema. Escribimos  textos que van a cobrar vida, que van a saltar de la página para convertirse en otra cosa.  Una cosa viva.  Nuestro texto cobrará vida y lo inerte, lo escrito –el libreto— quedará atrás y será momentáneamente olvidado –hasta la siguiente vez en que sea interpretado, claro está.

En el teatro lo que escribimos no será percibido por nadie sin la intermediación de intérpretes.  Esto implica cierta que nuestro texto será objeto de cierta transformación –no total, por supuesto, pero transformación al fin. 

Para escribir teatro hay que saber de teatro
Para colmo, escribir teatro implica dominar más destrezas que la de simplemente escribir. Para escribir algo que pueda ser interpretado y presentado ante un público, el dramaturgo verá conocer las técnicas de la interpretación y las del escenario.  Sólo así podrá predecir –y de esto se trata finalmente el aprendizaje de la dramaturgia —la diferencia que existe entre aquello que uno escribe y aquello que aparece en escena. 

Los dramaturgos somos poquitos
Es porque nuestro trabajo entraña estas dificultades (y algunos otras) que los dramaturgos somos menores en número que los novelistas. Y los novelistas son menores en número que los cuentistas.  Y hay menos cuentistas que poetas, y esto es ha sido y será así en todo tiempo y cultura.

Pero lo bueno es que, si bien la dramaturgia es la escritura más difícil, también es la más enseñable. Tan enseñable que, vaya, este libro pretende desarrollar los elementos de teoría necesarios para que la escritura dramática sea una tarea grata, eficaz y significativa.

Lo hacemos aquí es escribir teatro que cuenta historias
Lo que enseña este libro, lo que practicamos en nuestros talleres es escribir eficaces obras de teatro narrativo. Llamamos teatro narrativo a aquel que cuenta una historia.  En este sentido, tanto Sófocles como Shakespeare, Ibsen, Williams, Ionesco, Beckett, Brecht, y Ronald Schimmelpfennig escriben teatro narrativo.  César de María, Mariana de Althaus, Claudia Sacha, Eduardo Adrianzén, Gonzalo Rodríguez Risco y este escriba también escriben teatro narrativo.

El teatro que no cuenta historias es otra cosa
Lo que hace el teatro ‘abstracto’ –ese que no cuenta una historia—es describir escénicamente un estado de ánimo, o ilustrar escénicamente un concepto estético, filosófico o político. Hacer esto es cosa relativamente fácil.  Lo difícil es interesar al público en presenciar de comienzo a fin una historia, por corta o larga que sea.

Hay movimientos y personas –artistas o no-- que consideran que contar una historia sobre el escenario es un cometido anticuado y hasta impropio de artistas verdaderos. Pero el hecho es que, dos milenios y medio después de inventado, la inmensamente mayor parte del teatro que se hace en todo el Mundo y que el público acude a ver en todas las culturas no es teatro abstracto.  Es teatro que cuenta historias.

El arte no progresa sino cambia
Gran parte de la percepción –de algunos pocos— de que nuestro teatro narrativo es anticuado y está caduco se deriva de la bastante generalizada idea de que el arte, igual que la ciencia y la tecnología, progresa y se perfecciona cada vez más. Esto no es así.  El arte no progresa.  Solamente cambia. Por ello no resulta posible decir que Picasso es mejor pintor que Rembrandt, ni que Niemeyer es mejor arquitecto que Fidias, ni que Beckett es mejor dramaturgo que Sófocles.

Hacer teatro abstracto es fácil
Algunos teóricos y muchos practicantes del teatro abstracto ven como limitaciones los parámetros propios del teatro narrativo, y por ello intentan, por ejemplo, hacer un teatro sin historia (lo más frecuente), o un teatro sin personajes, o un teatro sin texto, o un teatro que no revela nunca los parámetros esenciales de la narración dramática.

Hacer este tipo de teatro es fácil: no hay verosimilitud qué cuidar, no hay casi letra qué aprender (y por ende no hay letra qué olvidar), se puede poner cualquier elemento que funcione o nos provoque poner (siempre hay forma de justificar temáticamente cualquier elemento que aparezca) y no hay manera de que el público juzgue la obra, sencillamente porque no existe nada con qué compararla. Nosotros que escribimos historias para el escenario sí tenemos con quién compararnos: Shakespeare, por ejemplo. 

El teatro abstracto patea para nuestro lado
Por otro lado, los buenos ejemplos de teatro abstracto nos hacen pensar en nuevas formas de expresarnos para contar nuestras historias. El teatro abstracto se pasa la vida haciéndonos favores.  Nuestro teatro narrativo engulle y se fortalece con su contribución y continuará contando historias eternamente, porque los seres humanos siempre necesitarán contarse historias para poder entender la vida, y nunca querrán prescindir del deleite de permitirse creer en historias ficticias que ocurren delante de sus ojos.

PARA QUÉ SIRVE EL TEATRO
La coincidencia y la consecuencia nos traen locos
Los seres humanos nos pasamos la existencia preguntándonos por qué nuestras vidas están sujetas a dos mecanismos insondables: la coincidencia y la consecuencia. Nos asombra la manera en que ciertos sucesos coinciden en el tiempo. También nos asombra la manera cómo ciertos hechos tienen las más insólitas e imprevistas consecuencias.

En el fondo de los fondos, contamos nuestras historias para tratar de entender por qué hay coincidencias y cómo funcionan las causas y sus consecuencias.  Esto es como decir que contamos historias para entender la vida.

De todas las formas de contar historias que existen, el teatro es la más real e inmediata porque nos regala la experiencia de ‘estar viviendo’ los hechos. Esto es así porque vemos el teatro en tres dimensiones y la historia está sucediendo delante de nuestros ojos.

La realidad virtual nos permite objetivar
Pero no porque sea en vivo y nos comprometa emocionalmente la experiencia del teatro deja de ser ‘irreal’.  Vivimos sólo casi en carne propia lo que sucede delante de nuestros ojos. Este ‘casi’ nos permite analizar los hechos más objetivamente que en la vida real. Haber ‘vivido’ lo que sucede en Las brujas de Salem de Miller, por ejemplo, nos permite comprender mejor cualquier ‘casa de brujas’ verdadera. Y un actor que encarna el personaje de Hitler quizás comprenda el casi incomprensible fenómeno del nazismo.

Ahora bien: si presenciar un drama ayuda a comprender la vida, escribir un drama ayuda a comprenderla aún mejor. Y la verdad es que para comprender mejor la vida y comprendernos mejor a nosotros mismos hacemos todo, o casi todo lo que de verdad vale la pena.

EL TIEMPO QUE PASA Y EL TEATRO
El teatro es efímero
Una novela está siempre dentro de sus páginas.  Pero una obra de teatro comienza y termina, existe y luego desaparece sobre un escenario.  Esto hace que el Teatro suceda  dentro del Tiempo, y este factor condiciona todo lo que concierne al Teatro.

Las artes que ‘son’ y las artes que ‘devienen’
Algunas artes existen dentro del tiempo y otras no.  Y como el tiempo transforma todas las cosas, se puede decir que algunas artes ‘devienen’, vale decir que se transforman mientras existen, y otras artes simplemente ‘son’. 

Las tres artes del ser
Las ‘artes del ser’ son la Pintura (y la Fotografía), la Escultura y la Arquitectura. Las artes del ‘ser’ viven sobre un soporte que fue pensado como eterno.  Para las artes del ‘ser’ no existe un tiempo definido de apreciación (un minuto puede ser demasiado tiempo para que una persona aprecie una pintura y para otra un año puede ser demasiado poco) ni un tiempo apreciable de fabricación (no está presente en el David cuánto tiempo le tomó a Miguel Ángel esculpirlo), y no están hechas para transformarse con el paso del tiempo (Fidias, mientras diseñaba el Partenón, nunca consideró su deterioro).

Las tres artes del devenir
Las artes del ‘devenir’ no tienen soporte: el soporte es la obra de arte misma.  Son artes del ‘devenir’ aquellas que sí tienen un tiempo definido de apreciación, para las que el tiempo de fabricación es evidente, y que están hechas para transformarse delante de nuestros ojos a medida que va pasando su tiempo de duración.  Estas artes ‘del devenir’ son la Música, la Danza y el Teatro.  Para ser cabalmente apreciada, una sinfonía debe ser escuchada de comienzo a fin; el solo de la bailarina es creado durante cierto tiempo (el tiempo que le toma desarrollarse de comienzo a fin) y la obra de teatro se inicia y luego se va completando hasta que alcanza su final, que es aquello que completa su ser. 

Las artes ‘intermedias’
La Literatura y el Cine son artes que cabalgan entre ser y devenir, porque la presencia e influencia del tiempo sobre su fabricación y sobre su apreciación no son consistentes.  La literatura tiene un soporte (sea papel o tablet), pero el tiempo que tomó su escritura no es evidente.  Sí existe, sin embargo, un tiempo de apreciación.  Por otro lado, el Cine sí tiene un soporte (antes celuloide, ahora bytes), su tiempo de fabricación no es evidente y tiene que ser apreciado dentro de un tiempo definido (de comienzo a fin).

CREANDO UN TEATRO EFICAZ
Sin la atención del público el Teatro no existe
Un espectáculo de teatro es una obra de arte que va completándose delante de nuestros ojos a medida que el tiempo pasa. Porque su desarrollo está circunscrito dentro de una duración, esta obra de arte debe ser presenciada de comienzo a fin. No queremos que el público se ausente —se pare y se vaya—porque sin público el teatro desaparece. Pero hay muchas maneras de ausentarse. También es ausentarse dejar de prestar atención, ponerse a pensar en otra cosa, distraerse. Es, entonces, indispensable para la existencia misma del teatro que el espectáculo capte y retenga la atención del público durante toda su duración. Visto así el tema, capturar y retener la atención es, para el Teatro, una cuestión de supervivencia: si el público se desengancha, el Teatro deja de existir.

Cómo capturan al público las artes temporales
Para asegurarse su existencia las artes temporales desarrollan  recursos para captar y retener la atención del público. El recurso principal de la obra de teatro es crear expectativa respecto a lo que está por suceder.

El espectador prestará atención si es que cada suceso que presencia lo compromete personalmente. Y cada suceso lo comprometerá si es que todos los sucesos están orientados al logro de un solo objetivo que es para nosotros también deseable, y que será conseguido, después de sortear obstáculos, por alguien con quien podemos identificarnos.

A esa voluntad de lograr algo que se consigue al final de la obra la llamaremos Acción Dramática (AcDr), y al estudio de este utilísimo concepto estará dedicada la parte más valiosa y principal de este manual.

Las cuatro formas de capturar al público
Hay cuatro formas de capturar la atención. Ninguna es, de por sí, más eficaz que la otra.  La diferencia que aparece entre las tres primeras y la última (la expectativa) se basa en la mayor duración de su eficacia y el mayor compromiso que suscita por parte del público.

Las cuatro formas de capturar la atención del público son suscitando:

1) Curiosidad;
2) Enseñanza;
3) Fascinación;
4) Expectativa.

Curiosidad
La curiosidad es causada por la natural necesidad del ser humano de estar enterado siempre de quiénes habitan su entorno y cuál es el marco físico y temporal de los sucesos que vive: una persona necesita saber ‘qué es’, ‘quién es’, ‘cuándo es’ y ‘dónde es o está’ todo aquello que le incumbe.  En la vida real, no conocer estos datos lleva al desagrado, la angustia y el terror.  Lo mismo sucede en la ficción. 

Todos los espectáculos en ciertos momentos (sobre todo los momentos iniciales)  —y también algunos espectáculos breves durante casi toda su duración— mantienen al espectador interesado en base a despertar su curiosidad sin satisfacerla.  Logran esto revelando el ‘qué’, ‘quién’, ‘cuándo’ y ‘dónde’ de las cosas de manera calculada y paulatina.

Es natural y normal que, durante los primeros momentos de una obra queramos descubrir quiénes son esos personajes, qué pasa con ellos, en qué hora, día, mes o siglo estamos, y también, por cierto, dónde estamos.

Pero estas ganas de enterarse no duran indefinidamente. Necesitan respuestas.  Y el espectáculo debe ir dándolas, so pena de que el espectador pierda la paciencia, junto con la curiosidad, y se ausente –real o mentalmente—de la obra.

El teatro abstracto opera por Curiosidad y por Fascinación –por un rato
El teatro abstracto hace uso prioritario de la Curiosidad para captar la atención del público, que comenzará a mirar el espectáculo deseoso de entender qué está pasando, dónde están quienes están haciendo aquello que parecen estar haciendo, para qué lo están haciendo etcétera. Esto sucede hasta que el público se da cuenta de que hay elementos fascinantes dentro del espectáculo y que los debe atender.  Pero la fascinación es incapaz de sostener la atención más allá de un tiempo breve.  Y es por esto que la mayoría de espectáculos que no cuentan una historia no pasan de una duración de una hora.

Enseñanza
Toda obra (toda historia, quiéralo o no) tiene dos capacidades intelectuales: a) propiciar un ejercicio en el cerebro del público que puede eventualmente producir una iluminación; y b) impartir conocimiento o, en cualquier caso, información.

Quizás aprendamos a resolver ciertos dilemas reales
Durante cualquier obra de teatro los personajes confrontan dilemas  éticos y/o prácticos.  Nosotros los del público, comprometidos en el devenir de los personajes, juzgamos la forma cómo resuelven dilemas en función de lo que nosotros haríamos en similares circunstancias. De este ejercicio derivamos una iluminación ética o una enseñanza práctica.

Nada en una obra dramática (de teatro o cinematográfica) causa más comentario que su final. Este por lo general entraña la resolución del dilema más importante del personaje central.  ‘Yo hubiera hecho otra cosa’ y ‘qué bien que hizo eso’ son reacciones comunes.  En cualquier caso, nuestra reacción es comparativa, producto de la manera en que nosotros resolveríamos ese dilema.  A partir de esta reflexión, causada por la ficción, quizás estaremos, de ahí en adelante, un poquito mejor preparados para enfrentar ese mismo dilema, si se nos aparece en la vida real. 

El autor tiene algo que decir –pero no lo dice sino lo demuestra
Con demasiada frecuencia el público busca en la obra una intención del autor (comúnmente llamada ‘mensaje’). El público quiere, o dice querer, llevarse a casa algo que lo ayude en su Vida Real.  Buscamos las buenas intenciones del autor.  Edipo Rey parece querer decirnos que no hay que desafiar el destino, Romeo y Julieta parece querer decirnos que la venganza causa la tragedia, Casa de muñecas parece querer decirnos que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, Esperando a Godot parece querer decirnos que mientras hay vida hay esperanza —o, para tal caso, que la esperanza no existe, según sea la óptica de quien monta o presencia esta pieza tan ambigua como fascinante.

He escrito ‘parece querer decirnos’ tantas veces porque en una buena obra no es seguro que el autor haya querido decir eso que nosotros identificamos como ‘mensaje’.  Somos nosotros quienes extraemos estos ‘mensajes’, porque en una buena obra estos mensajes no son explicitados por el buen autor, quien antes muere que poner su mensaje en boca de algún personaje, como si fuera una moraleja de fábula de Esopo.

Al no estar explicitado por el buen autor, al no ser definible mediante una cita del texto de un personaje, el ‘mensaje’ acaba siendo apenas una conjetura, variable de persona a persona según la experiencia y los valores de cada quien.

Lo que lleva el mensaje es la Acción Dramática
Es conjetura el mensaje porque, en una buena obra, el autor dice lo que quiere decir a través del resultado de la Acción Dramática.  En una obra que plantea un dilema fuerte, el lado del que está el autor –lo que propone como mensaje—se revela en la resolución de este dilema.  Trataremos este tema, con todas sus complicaciones, más adelante –así como trataremos Acción Dramática y Dilema.

El público quiere aprender
El ser humano tiene –y tendrá siempre— una profunda vocación de aprender y mejorar, y siempre buscará mensajes, estén o no explícitos. No hay problema con ello, en la medida en que sea el público quien, por cuenta propia, extraiga de la obra su propia ‘lección de vida’. Lo inaceptable, por torpe y pretencioso, es que el autor crea que puede dar una lección de vida con su obra.  Saber escribir teatro no nos da derecho para pontificar.

Y no nos da derecho tampoco para basar todo el interés despertado por nuestra obra en el efecto enseñanza. Infinidad de obras tienen demasiadas buenas intenciones: sus autores se apoyan exclusivamente en su voluntad de enseñar algo (historia, geografía, física cuántica, el arte del amor) olvidando la obligación primaria del teatro, que es deleitar.

Fascinación
Fascinación es la necesidad del espectador de seguir atento a lo que está presenciando cuando es capturado, (captado, fascinado, conquistado) por la naturaleza del estímulo, que le resulta placentera, chocante, excitante, emocionante, irresistiblemente bella.

Un espectáculo de fuegos artificiales es placentero, los cadáveres y fierros retorcidos producto de un accidente son fascinantemente repugnantes, un espectáculo de pornografía es chocante y/o excitante y/o fascinantemente repugnante dependiendo de nuestra tolerancia respecto al género (y al sexo, claro), el rostro de Audrey Hepburn mirando abrirse las flores de un ‘galán de noche’  es bello.

Es importante considerar que el funcionamiento de la fascinación no depende tanto del desarrollo del evento sino de la naturaleza de la cosa, que es lo que nos capta irresistiblemente. Pero no eternamente.  Nos capta por un tiempo limitado, y ese es su talón de Aquiles. 

Alternando formas de capturar la atención
Podemos alternar, con destreza y frecuencia apropiadas, los estímulos primarios de captación de la atención.  Podemos ir mezclando lo fascinante con lo curioso con aquello que nos enseña algo. Muchos espectáculos usan esta fórmula, por lo menos parcialmente.  El problema está en que, cuando los estímulos no son todos de calidad, intensidad y variedad suficientes como para sostener un impacto constantemente fascinante, se crean vacíos de estímulo, con lo que la atención del público afloja y puede eventualmente desaparecer.  Este es el peligro innato del teatro abstracto: no poder sostener la atención más allá de cierto tiempo limitado –lo que tiene la desventaja de no permitirnos profundizar en los temas más importantes.  Todo no puede ser dicho en los 140 caracteres de un twit ni en los sesenta minutos de un espectáculo sin expectativa argumental.

Expectativa
Esta es la forma más sólida y segura de captar, pero sobre todo de retener la atención del público durante todo el tiempo que dure la obra dramática.   Creamos expectativa cuando creamos interés por presenciar aquello que está por suceder camino a aquello que sospechamos habrá de suceder al final de la obra.  De expectativa está hecho el interés principal que despiertan todas las obras dramáticas jamás escritas, y esta expectativa se articula principalmente en función de la Acción Dramática –concepto fundamental de la dramaturgia que veremos extensamente más adelante.

La única forma garantizada de mantener viva la atención del público durante un tiempo largo es, entonces, la creación de interés argumental, la puesta en marcha de una Acción Dramática, labor complicada y hasta ardua –tan complicada y ardua que merecerá nuestra atención durante casi todo el recorrido de este manual.

Hacer esto, sin embargo, no implica no usar los otros tres modos de captar y retener la atención del público, que aparecen siempre y constantemente, sólo que apoyados –organizados, sostenidos, dados forma— por la Acción Dramática.

LA VEROSIMILITUD
Ser verosímil es la principal cualidad del Teatro
Es posible sostener que la principal cualidad del buen teatro narrativo es lograr que todo lo que aparece en escena –desde la peripecia de los personajes hasta el suelo que ellos pisan— nos parezca verosímil según las reglas de la ficción que estamos presenciando, y por supuesto pese a que sabemos perfectamente que lo que presenciamos no es verdadero. No hay deleite en el teatro si la narración dramática y la realidad escénica no nos resultan verosímiles –vale decir ‘similares a lo verdadero’.  Lo bueno para el teatro es que el público ‘quiere creer’, y quiere creer porque en ese creérsela está su deleite.  Pero el Teatro tiene que poner de su parte, tiene que lograr que el espectador ‘se la crea’.

Cualquier cosa que ponemos en escena no es necesariamente verosímil por el simple hecho de estar en escena.  No podemos exigirle al público que ‘se crea’ aquello que presencia. Ni tampoco podemos exigirle que nos ayude, que se ponga crédulo.  La verosimilitud hay que ganársela.

La verosimilitud es un requisito antiguo
La verosimilitud no es un objetivo contemporáneo ni menos nació en el siglo XIX con el advenimiento del Naturalismo. Que el público ‘se la crea’ ha sido la principal misión y el fiel empeño de los buenos teatreros desde el inicio de los tiempos. Alrededor del año 135 después de Cristo (Siglo I), un romano llamado Aulus Gelius escribe que Polus, el gran actor griego clásico, usó las verdaderas cenizas de su hijo durante una representación, concluyendo Gelius que, por ello, eso que pasó allí no fue ‘representación’ sino ‘verdad’. Lo importante de esto es que aquel efecto ‘verdad’ fue visto como positivo en el Siglo I.

El año 1565 (el año que Shakespeare cumplía un añito de vida) Leone di Somi, un ciudadano de Mantua (la ciudad a la que fue desterrado Romeo) escribe que “el actor tiene que tratar de engañar al espectador lo más que pueda para que este crea que lo que ve sobre el escenario es verdad”. Más tarde Shakespeare, en Hamlet y otras obras, establece explícitamente los parámetros óptimos de la actuación. La mayor parte de lo que Hamlet les recomienda a sus actores atañe directamente a la verosimilitud.  En fin, ejemplos hay innumerables a través de toda la historia, y todos corroboran que, desde el momento de su invención, el propósito del Teatro como arte ha descansado sobre cimientos hechos de verosimilitud actoral, que es la base de todas las demás verosimilitudes (la de la historia contada, la del vestuario, la del decorado, etcétera).

La verosimilitud es la fuente del deleite
Todo en el Teatro, incluyendo lo más fantástico debe, entonces, parecer verdadero. Esto debe ser así porque –repetir es enfatizar— creerse aquello que no es real es el deleite propio del arte dramático. Y mientras más real parezca lo que menos parecido a la realidad cotidiana es –mientras más real parezca lo más fantástico—más deleite causará nuestro arte.

En este contexto, ‘real’ no quiere decir ‘realista’ sino ‘verdadero’. Una escenografía abstracta debe parecer verdadera –no debe delatar que es una escenografía (salvo que quiera ‘parecer’ una escenografía, en cuyo caso esto debe ser evidente).

La representación debe ser autónoma
La completa verosimilitud teatral ocurre cuando la representación alcanza autonomía, cuando lo representado adquiere vida propia y todos los artistas del teatro se pierden de visa, o más bien desaparecen.  Escribimos una obra para que el público, al ver su representación, se olvide de que alguna vez lo que está escuchando existió como texto escrito.

No somos nadie
Todos desaparecemos.  Desaparece el actor porque no es el actor sino el personaje quien dice, hace y ejecuta lo que juzga apropiado para lograr sus propios propósitos, y no los del dramaturgo. Desaparece el dramaturgo porque los personajes inventan sus propias palabras, actitudes y acciones.  Desaparece el director porque los personajes se mueven y comportan como a ellos les da la gana y adoptan las actitudes que les salen del forro. En fin: lo único que debe existir sobre el escenario es la espontánea realización de actos que surgen de la imaginación de personajes.  Todo eso lo creemos, pese a que no es verdadero. Y creerlo nos gusta.

Las luces cambian o se escuchan sonidos y música no porque lo decide el director o el diseñador de luces sino porque el mundo en el que viven los personajes tiene sus propias leyes –que parecen naturales a ese mundo, no inventadas por ningún director de escena—y las luces se comportan de acuerdo a esas leyes. La luz que ilumina a los personajes no sube o baja porque alguien mueve un control, sino en virtud de lo que está pasando durante la obra. Igual debe suceder con la música, que aparece para completar el mundo imaginario que presenciamos, y no para deleitarnos como música.

En fin, el mundo inventado que vemos debe parecer totalmente autónomo. Nadie lo ha creado. Existe porque existe el arte.

Tenemos que ser ‘mejores’ que la vida
El arte del Teatro es en parte, entonces, el arte de esconder totalmente la realidad verdadera y reemplazarla por una realidad ficticia que la supera en interés e intensidad. Esto último resulta esencial. Si acaso no la supera estamos perdidos. Si no encontramos que el Teatro supera a nuestra realidad cotidiana en interés e intensidad, ¿para qué pagamos entrada para ver teatro?

¿Queremos que el público acuda a ver nuestras obras? Démosle un teatro que sustituye totalmente la realidad cotidiana porque la supera en interés e intensidad.

LA ACTITUD DEL PÚBLICO
No creemos sino ‘creemos’, pero esto es bueno
Si bien el deleite de apreciar una narración –ya lo hemos visto— está en creer que es verdadero lo que sabemos que es falso, la verdad es que –como ya hemos señalado—no creemos de verdad, sino que ‘creemos’ entre comillas. Nuestra convicción es virtual, es una convicción ‘de mentira’.

Creemos lo falso a sabiendas de que es falso porque 1) hacerlo nos deleita, 2) podemos objetivar los sucesos que vemos mucho mejor que los sucesos de la vida real y 3) los eventos que ‘vivimos de mentira’ no tienen en nosotros consecuencias reales, más allá –esto es importantísimo—de los pensamientos reveladores y sentimientos nuevos que nos meten dentro.

Siempre estamos conjeturando y adelantándonos a los acontecimientos
Cuando nosotros, los del público, compartimos el empeño de un personaje, queremos inconscientemente ayudarlo. Cuando el personaje se pone en camino hacia el logro de su meta nosotros nos ponemos a conjeturar sobre aquello que podrá pasarle en ese camino, anticipándonos a lo que pueda encontrar. Haremos esto según la información que tengamos. El personaje nos sorprenderá con sus decisiones, buenas o malas, tomadas según la información que tiene.  A veces nosotros tendremos información que el personaje no tiene, y a veces será al revés.  A veces el personaje nos dará gusto siguiendo la ruta que le imaginamos o deseamos, otras veces nos sorprenderá siguiendo otros caminos.  Y por supuesto juzgaremos su decisión final, tal como hemos estado juzgando todas las decisiones que tomó en el camino.

No somos esponja que absorbe sino maquinita que elabora
Es que nosotros, como público, no somos una esponja que pasivamente absorbe lo que va recibiendo. Más bien somos un ente proactivo que absorbe información para adelantarse a conjeturar lo que pasará como consecuencia de lo que está pasando ahora.

El futuro se nos viene encima
Como público nosotros presenciamos cómo a los personajes se les viene encima su futuro. En una obra de teatro que cuenta una historia conjeturamos las reacciones de los personajes a determinados dichos o hechos, las posibles resoluciones que sus dilemas tienen y las consecuencias que tendrán sus decisiones.  También anticiparemos uno o más finales de la obra. Y mientras llega este momento iremos calculando (según nuestro saber y entender) si el empeño del personaje habrá de fracasar o triunfar.  Y, si estamos comprometidos emocionalmente con el personaje y su empeño, querremos quedarnos a presenciar el final de la obra para ver si triunfa o fracasa.

De sorpresa en sorpresa en nuestra cabeza
Por supuesto que en la obra no tiene que suceder siempre aquello que el público presupone. Todo lo contrario. Nada más aburrido que una historia de sucesos predichos. La obra debe sorprender todo el tiempo, confirmando sospechas o contradiciendo deseos.

Cambiamos de rumbo todo el tiempo
¿Cómo se logra esta sorpresa permanente? Pues un personaje (o todos), quizás el principal (o todos los principales), piensa, junto con nosotros o en contra de nosotros, que los acontecimientos van a fluir de cierta manera –posiblemente en fácil cumplimiento de su propósito mayor— pero de pronto sucede un evento insospechado que hace que las cosas se le compliquen y los acontecimientos cambien de rumbo, comenzando a fluir en una dirección no prevista. Es entonces necesario que el personaje cambie de camino para llegar a su meta. Estos cambios sorprenden, por supuesto, a los personajes y también –esto es lo importante— nos sorprenden a nosotros.

¿Qué pasaba en la cabeza de Romeo?
Romeo pensaba que, una vez casado con Julieta, iba a poder ser feliz comiendo perdices en compañía de toda la familia de Julieta, que ya no sería enemiga. Pero de pronto un evento –darle muerte a Teobaldo con su propia mano—cambia el rumbo de su vida y de sus expectativas –y junto con estas cambia el rumbo de la obra. Se produce una transformación en Romeo y también, por cierto, en sus planes. Por ello, la historia que la obra está contando cambia de rumbo, y luego sigue cambiando, y sigue más adelante divergiendo del rumbo predecible (o predicho) para llevarnos de sorpresa en sorpresa hasta el final.  Y el final mismo también es sorprendente, porque no es el final que uno esperaba, pero al mismo tiempo sí lo es.

Los buenos finales son tan lógicos como sorprendentes
El mejor final es aquel que sorprende, el que aparece contra toda conjetura, pero que también responde a una lógica que hemos percibido como verosímil, a la luz de todos los antecedentes que conocemos.  Este final provocará en nosotros una muy placentera reacción, mezcla de un sorprendido ‘¿qué?’ con un iluminado ‘¡ah, pues, claro!’.

Resumencito final
El teatro funciona si el público es capturado por lo que está sucediendo en escena.  Puede ser capturado de cuatro maneras importantes, siendo la expectativa la principal.  Esta expectativa es garantía de que la obra no desaparecerá porque el público se aburra o porque se ausente de la sala. 

Escribir drama –contar historias sobre el escenario— tiene sus bemoles. Pero de esos bemoles –y de la relación entre el arte dramático y la vida real—trata este manual escrito acumulativamente a través de muchos años y que por ello no está, ni tendría cómo estar, libre de digresiones y repeticiones, disquisiciones, opiniones personales, prejuicios, antojos de todo tipo y hasta chistes, algunos muy malos y otros… pues no tanto.  Dicho esto, entremos al estudio minucioso de algunas importantes cosas que atañen a la dramaturgia.

* * *

PRIMERA PARTE

ARTE, VALORES, TIEMPO Y NARRACIÓN
ARTE
Hacer arte es crear para comprender y deleitar
Practicar un arte es tratar de comprender mejor la realidad creando objetos que 1) tienen un significado que está más allá de lo que son, 2) no tienen utilidad práctica y 3) proporcionan –al que los crea y al que los aprecia—un deleite que es peculiar a cada arte.

Este deleite es también dual. 1) Hay un deleite general en comprender mejor la realidad apreciando algo que no sirve nada más que para eso; y 2) hay el deleite específico que nos proporciona el arte que estamos apreciando.

No sabemos por qué un arte nos gusta más que otro
La pintura y la música, por ejemplo, tratan ambas de comprender mejor la realidad, pero a algunos nos gusta la música más que la pintura. Hay ‘algo’ en la música que no nos brinda la pintura. No sabemos por qué es así la cosa, pero tampoco hace falta averiguarlo.

El arte convierte lo feo en bello
El deleite es la característica indispensable del arte. La paradoja reside en que este deleite con alguna frecuencia se deriva de emociones muy duras en la vida real –la pena y el terror, por ejemplo—que resultan deleitosas cuando son provocadas por el arte.

Muchos cuadros bellísimos tienen motivos ‘feos’, muchos poemas emocionantes tienen temas pavorosos. Pintar o mirar un buen cuadro con un motivo ‘feo’ es deleitoso, igual que es deleitoso escribir o leer un poema de terrible tema.

Esto es más cierto aún en el teatro, donde el deleite del actor y del espectador con frecuencia reside en representar o presenciar momentos que de ninguna manera desearíamos vivir personalmente.

El producto artístico es una metáfora
Hacer una metáfora es decir que una cosa es otra cuando palpablemente no lo es.  Hacemos metáforas para explicar mejor las cosas, trasladando los atributos de una cosa a la otra.  Shakespeare escribe “El Mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no son más que actores: tienen sus entradas y sus salidas”.   Lo hace para dar una versión particular del Mundo usando los atributos del Teatro.   Y a su vez el Teatro brinda una versión particular del Mundo cuando la obra en su conjunto alcanza el nivel de metáfora de alguna parte de la Vida.

Una obra de teatro es una obra de arte cuando la historia contada significa, para nosotros, algo más que lo que cuenta esa historia.  Cuando la historia contada puede ser relacionada –gracias a nuestro arte— con la Vida tal como es, estamos haciendo arte de verdad: la historia contada se convierte entonces en algo mayor. Porque se convierte en metáfora.

Crear metáforas es hacer arte
Julieta es una niña de apellido Capuleto, hija de un rico viejo mandón y de una mujer de poco carácter. Julieta tiene catorce años, le gusta bailar y es apasionadamente romántica. La trágica historia de esa adolescente específica fue creada por Shakespeare de tal manera que dejó de ser sólo la historia de una tal Julieta apasionadamente romántica para pasar a representar la historia de todas las adolescentes apasionadamente románticas. Es porque esto sucede –porque Julieta se convierte en metáfora—que nos identificamos con ella como ícono de la adolescente apasionada que en todos nosotros vive.

¿Cómo es que Shakespeare logró hacer esto? Desprendiéndose del natural pero inútil deseo de ‘significar’, de ‘trascender’ y de ‘durar’ –no hay nada más peligroso que esto para el artista. Shakespeare se concentró en retratar la realidad total de esa Julieta específica, una Julieta tridimensional que él inventó. Aquí el término clave es realidad total, vale decir en cuerpo y alma y con absoluta verdad.  Shakespeare no presenta una niña apasionada genérica, sino esa Julieta Capuleto específica que vive en Verona, y lo hace dándole toda la vitalidad y profundidad posible. Por esto –y porque Shakespeare es el genio de la profundización— Julieta es un personaje eterno (a lo que parece, porque ya tiene más de cuatrocientos años bien cumpliditos).

NUEVAMENTE EL TIEMPO
Es tan importante el tiempo para el Teatro que le prestaremos prioritaria atención, desmenuzando su naturaleza y manifestaciones.

‘¿Qué es el tiempo?’ es una pregunta demasiado brava
Tratar de responder la pregunta de ‘qué es el tiempo’ es una aventura filosófica inacabable. A nosotros nos basta observar la naturaleza del tiempo tal como lo entendemos y sentimos en Occidente, vale decir, no ‘circular’ sino lineal, no ‘finito’ sino eterno. Así definido, podremos observar las consecuencias que este tiempo tiene sobre nuestro arte.

El tiempo cambia todas las cosas
Nada se mantiene eternamente inmutable. Las rocas cambian aunque no lo percibamos. No lo percibimos porque nuestro tiempo de vida es mucho más breve que el de las rocas. Percibimos las transformaciones que el tiempo causa en una flor, porque su tiempo de vida es más breve que el nuestro. A un insecto, cuyo tiempo de vida es de apenas unas horas, las flores le deben parecer tan ‘eternas’ como a nosotros las rocas. Cabe alucinar si el Eterno aprecia los ciclos de cambio de las rocas, que para Él deben durar un suspiro.

En el Teatro el tiempo es relativo
Esta relatividad de la apreciación del tiempo es crucial en el Teatro y se aplica a muchos de sus aspectos más importantes.  Veremos más adelante los tipos de Tiempo que aparecen en el teatro.  Y que por cierto lo rigen.

Segmentamos el tiempo para mejor medirlo
Para medirlo y entenderlo mejor, fragmentamos el tiempo.  Lo dividimos en días, meses y años.  Nuestros días son de veinticuatro horas, nuestros meses de treinta días (más o menos) y nuestros años de trescientos sesenta y cinco días (salvo algunos).

La percepción del tiempo es relativa
Medimos el tiempo con relojes (segundos, días, años) para coordinar nuestras vidas y porque nos da la ilusión de controlarlo. Pero a la hora de percibir el paso del tiempo –tanto en la Vida como en el Teatro— nos damos cuenta de que el tiempo es algo relativo cuya duración sensible –el tiempo que parece pasar— depende de nuestra atención.  Por lo demás, tanto en la vida como en el Teatro no importa tanto cuánto tiempo pasa sino cómo es que ese tiempo pasa.

El tiempo produce Principios, Mitades y Finales
Absolutamente todas las cosas que suceden dentro del tiempo comienzan en cierto instante y en otro instante posterior… pues vaya, terminan.

Cuando algo comienza se inicia una fase que podemos llamar Principio.  Cuando aquello que se inició termina, finaliza una fase que podemos llamar Final.  Pero nada comienza y sigue comenzando hasta que de pronto se pone a terminar.  Entre el Inicio y el Final hay una fase  intermedia que transcurre, una fase que llamamos Mitad.

Esto es así con todo lo que sucede dentro del tiempo.  Tres fases, no necesariamente –en realidad muy rara vez— idénticas en duración.

El Teatro, que existe dentro del tiempo y solamente dentro del tiempo, también comienza, transcurre y termina. Y por esto resulta natural que nuestro gran maestro Aristóteles (en adelante Aristóteles  a secas) revelara que la obra dramática se compone de tres partes: Principio, Mitad y Final –tema importantísimo en el que entraremos más adelante.

En el Teatro clasificamos el tiempo para mejor entenderlo
Extenderemos y trabajaremos estas definiciones más adelante: baste por ahora señalar que en el Teatro aparece un Tiempo Natural –el tiempo que dura la función según nuestros relojes—un Tiempo Ficticio –el tiempo que duran la acción que presentamos en escena y la acción total que contamos—y un Tiempo Sensible –el tiempo (natural) que parece durar la representación de esa acción.  Aclararemos estos conceptos más adelante.

Es bella la relación entre Tiempo Natural y Tiempo Ficticio
El paso del tiempo en la vida real es constante y aparentemente infinito. Pero la duración de la vida real es finita. Este pequeño detalle –o sea, eso que han venido diciendo por ahí acerca de que todos nos vamos a morir algún día— hace que el transcurso del Tiempo Natural nunca nos resulte del todo cómodo, porque nos hace sentir que estamos acercándonos al final de las cosas buenas.

Nuestra relación con el tiempo es, por ello y con toda razón, conflictiva, o por lo menos complicada. Y por ello, para que el trascurso de ese apremiante Tiempo Natural sea llevadero, los humanos nos hemos inventado un nivel de existencia que nos saca de nuestra realidad y nos pone en un lugar donde el paso del Tiempo deja de importarnos.  Este nivel es la Ficción.  Y este Tiempo es el Tiempo Ficticio.

La ficción no es cosa de broma
La ficción es consustancial al ser humano e indispensable para la vida. Contar y escuchar historias para perdernos en ellas es una de las actividades básicas del ser humano. Esto es así porque el ser humano tiene una necesidad innata de escaparse, de cuando en cuando, del peso ineludible de su realidad y del inexorable paso de su Tiempo Natural. Y para nosotros los teatreros la forma más sana, más viable, más a la mano y más placentera de escaparse es contar, escuchar contar, y sobre todo presenciar historias. Representarlas es aún mejor.  Y escribirlas es mejor todavía.

Nos metemos en la ficción, entonces, buscando una realidad y un tiempo que nos pertenezca totalmente. Y ese agradable tiempo inventado se llama Tiempo Ficticio.

Perderse dentro del Tiempo Ficticio es placentero
Perder conciencia del transcurso de nuestro Tiempo Natural es la esencia del deleite propio de cualquier ficción artística. Cuando todo nuestro ser está sumergido dentro de los sucesos de una historia que presenciamos o contamos (o dentro de los sonidos de una sinfonía, o de los colores de una pintura, para tal caso), nuestros relojes siguen haciendo tictac, pero el Tiempo Natural deja de transcurrir en nuestras mentes.

‘Cómo, ¿ha durado tres horas?’ exclamamos cuando termina una película o una obra de teatro tan larga como absorbente. Por contraste, una narración aburrida nos hace recordar, durante su transcurso, cuánto Tiempo Natural viene ya durando, aunque éste sea apenas cinco minutos. ¿Hay algo peor que un público que mira sus relojes? Solamente un público que se pone de pie para irse (¿quizás huir?) antes del final. ¿Por qué es esto tan terrible? Porque nos evidencia que nuestro público ha preferido su archiconocido y aburrido Tiempo Natural al aún más aburrido Tiempo Ficticio que le estábamos ofreciendo.

Nos perdemos en el Tiempo Ficticio, pero no todito el tiempo
Pero mientras presenciamos una obra de teatro no perdemos permanentemente conciencia del Tiempo Natural que está pasando, no nos sumergimos toditito el tiempo en su Tiempo Ficticio. Este fenómeno sólo nos ocurre por momentos, cuando los eventos presenciados nos resultan igual de verosímiles e igual de comprometedores que los eventos de nuestra Vida Real.

Cuando Tiempo Sensible transcurre dependerá de lo que pase
Nuestra percepción de cuánto Tiempo Natural ha transcurrido mientras presenciamos algo sobre el escenario dependerá de lo que esté sucediendo allí. A mayor intensidad de la acción, más largo el Tiempo Natural que parece transcurrir.

Este tema resulta complicado de explicar si no apelamos al ejemplo. Imaginemos que, en una obra costumbrista moderna, una pareja elegante hace pasar a un amigo a su sala. Él ha venido a recoger a la pareja para asistir a un matrimonio elegante. Dialogan mientras beben un trago. En cierto momento la esposa dice “voy a arreglarme” y hace mutis.    El diálogo entre marido y amigo continúa durante tres o cuatro minutos de Tiempo Natural y la esposa regresa a escena ya vestida, peinada y maquillada.  ¿Es esto verosímil?

En la vida real tres minutos de Tiempo Natural no son suficientes para que la señora se aliste. Ella necesita por lo menos cuarenta y cinco minutos para hacerlo.  Pero ¿hace falta que los señores dialoguen durante cuarenta y cinco minutos para que resulte verosímil que la señora vuelve ya vestida? Claro que no. Pero también está claro que tres minutos no son suficientes.

¿Cuántos minutos de diálogo entre marido y amigo hacen falta para representar esos cuarenta y cinco minutos naturales? No lo sabemos, pero sí sabemos que tres minutos no pueden representar cuarenta y cinco, y que cuarenta y cinco minutos que representan  cuarenta y cinco minutos caen en la falacia del mapa de tamaño natural.

Aquí la palabra operativa es ‘representar’ aplicada por primera vez al Tiempo en el teatro. Sucede que el Tiempo Natural, ese que miden nuestros relojes, transcurre distinto sobre el escenario, ‘representa’ un Tiempo Ficticio más largo (salvo, claro, que se establezca una convención distinta).  Es como si el Tiempo Natural que transcurre sobre el escenario pudiera comprimir o condensar el Tiempo Natural que transcurre en la vida real. Así, para ‘representar’ los cuarenta y cinco minutos que la señora tardaría en arreglarse, podrían ser suficientes apenas diez minutos, quizás menos, de diálogo entre marido y amigo. O más. Según lo que esté sucediendo entre los dos caballeros.

A este fenómeno de percepción del tiempo por parte del público lo llamamos ‘compresión del Tiempo Natural’.

El tiempo ‘representado’ depende de la acción
El grado de compresión del Tiempo Natural depende del impacto de la acción que presenciamos. Acciones de gran intensidad parecen ‘representar’ un Tiempo Natural más largo; acciones de nula intensidad parecen no representar más tiempo que el que toma su natural discurrir. Si en esos pocos minutos naturales (los de ausencia de la señora pituca) el marido descubre un adulterio y asesina al amigo, no nos llamará la atención el pronto regreso de la señora ya vestida, llamada por el disparo. La intensidad de la acción habrá ‘alargado’ apropiadamente el Tiempo Natural transcurrido.

Es así, entonces, cómo descubrimos que el teatro dramático es metáfora de la vida no solamente porque cuenta historias metafóricas, sino también a partir de su elemento más esencial, el Tiempo, ese Tiempo Natural que, al transcurrir sobre el escenario, trasciende su propia duración y acaba representando un tiempo más largo.

Cuando mucho pasa, poco importa el Tiempo Natural
Un caso flagrante de compresión del Tiempo Natural se encuentra en Hamlet. El príncipe mata a Polonio, es embarcado a Inglaterra, descubre y cambia las cartas asesinas, lucha contra piratas y aborda su barco, es devuelto a la costa de Dinamarca por esos mismos piratas, le escribe una carta a Horacio y otra al rey Claudio y las cartas llegan antes de qe Hamlet llegue –a pie— a Elsinor, justo cuando están enterrando a Ofelia.

En precisamente este mismísimo lapso entierran a Polonio entre gallos y medianoche, Ofelia enloquece, llega Laertes desde París, Claudio y Laertes conspiran contra Hamlet, Ofelia se suicida y deciden enterrarla, preparan el cadáver y le arman su ínfimo cortejo.

¿Acaso estas dos secuencias pueden tomar el mismo Tiempo Natural? Para peor, en el tiempo que va entre la muerte de Polonio y la locura de Ofelia, Laertes se entera (en París, para colmo) de la muerte de su padre (la noticia va a caballo), cabalga de París a Elsinor, Dinamarca (¿reventando cuántos caballos más?), organiza la revuelta del pueblo y por fin aparece en el palacio para acusar a Claudio y ser testigo de la segunda escena de locura de Ofelia.

Pero aquí lo importante es señalar que, aunque el manejo de estos Tiempos Naturales es caprichoso, a nadie le ha parecido nunca inverosímil, sencillamente porque lo que está sucediendo es tan emocionante que se nos quitan las ganas de pensar en nada más.

Nunca contamos la historia en el Tiempo Natural en que ocurrió
El tiempo que queremos que tome la narración de ciertos eventos es por lo general muchísimo menor que el tiempo que tomaron los eventos narrados. Las razones para esto son obvias: 1) El transcurso de los eventos narrados contiene mucho tiempo vacío, y 2) nos interesa resaltar sólo ciertos aspectos de esos eventos.  No usamos dos horas para contar cómo los bomberos se tomaron dos horas para rescatar a un accidentado, ni tampoco las usamos para contarle a un amigo una película de dos horas de duración.  Así no contamos las cosas.

No tenemos tiempo para contar todo, ni tampoco ganas
Es imposible contar verbalmente todo lo sucedido, segundo por segundo.  Pero ¿qué pasaría si pretendiéramos presentar sobre el escenario (o la pantalla) todo lo sucedido instante por instante? Pues que el Tiempo Natural de lo narrado sería equivalente al Tiempo Natural de los hechos contados, una situación no sólo físicamente imposible sino también aburridísima. Es que sólo una pequeña parte de lo contable tiene verdadero interés.

Todos somos narradores que cortamos y acomodamos
Quien alguna vez haya contado una historia –desde Cervantes hasta un niño preescolar actual—ha ejercido criterios narrativos, vale decir criterios artísticos.

Para cumplir sus metas de contar todo sin contarlo todo, el contador hace principalmente dos cosas que son purito arte: 1) Corta su historia, reduciendo o eliminando eventos, y 2) maneja el Tiempo Ficticio de lo contado para contar su historia con eficacia.

No necesariamente narramos en secuencia cronológica
Igual que quien cuenta una historia no narra todos los eventos sucedidos, tampoco los narra necesariamente en secuencia cronológica. El narrador regresa a eventos que ocurrieron en tiempos anteriores (esto es el flash back), o salta hacia adelante para contar eventos que ocurrirán en el futuro (flash forward, recurso mucho menos usado). Estos recursos los usa el narrador para satisfacer dos ineludibles necesidades artísticas: a) contar su historia dentro de un tiempo razonable –y para hacerlo por lo general tiene que comprimirla—y b) contarla manteniendo siempre viva la atención del espectador.

Para contar bien hay que cortar con criterio
Quedó establecido que para contar resulta indispensable cortar.  Pero… ¿cortar qué?  Pues cortar lo innecesario para que se luzca lo relevante.  ¿Bajo qué criterios?  Los que se irán desprendiendo de todo el resto de este Manual de Dramaturgia.

Cualquier cosa dura cierto Tiempo Natural
Porque nos podemos demorar cualquier tiempo en apreciar (leer) una narración escrita porque el Tiempo Natural –como ya señalamos más arriba— no es importante en la narrativa, como tampoco es importante el tiempo que le tomó al autor escribir la obra.

Pero en el Teatro, que es un arte que sucede en el tiempo, el Tiempo Natural de apreciación sí es importante, porque es el mismísimo que el Tiempo Natural de duración de la obra. Por este y otros motivos volveremos al tema del Tiempo Natural más adelante.

El Tiempo Ficticio es la duración de la historia contada
Dijimos que Tiempo Ficticio es el que transcurre durante la historia contada. Es el tiempo que va desde que don Quijote comienza a leer libros de caballería hasta que muere y es enterrado, unas mil páginas después. Todos los eventos que suceden entre estos dos límites toman, según creo recordar, un solo verano (contado desde la primera salida del Caballero). El Tiempo Ficticio total de Don Quijote es, entonces, un verano. Y el Tiempo Natural de su lectura es variable y depende de su velocidad y frecuencia.

Hay Tiempitos Ficticios dentro del Tiempo Ficticio
Ahora bien: tracemos una ‘línea de tiempo’ que comience cuando Quijote comienza a leer libros de caballería y que corra mientras transcurre ese verano. Veremos que en esa línea podemos ir colgando con naturalidad todos los eventos que va viviendo don Quijote.

Pero vemos también que hay eventos dentro de la novela que no pertenecen a esa línea de tiempo, porque don Quijote no los está viviendo.  Y si queremos construir un esquema que incluya todo lo que pasa, tendremos que poner estos eventos en alguna parte.

Los tiempitos ficticios son anteriores, simultáneos o posteriores
Estos eventos ‘ajenos’ aparecen, dentro de la novela, a continuación inmediata de los eventos que protagoniza el Quijote, aunque estén ocurriendo en un tiempo anterior o posterior al tiempo de esos eventos, o esté ocurriendo simultáneamente a estos pero en una locación distinta. Cervantes puede pasar de pronto, en medio de una aventura, a relatar eventos anteriores de la vida del Quijote, o puede pasar a contar algo que está sucediendo simultáneamente en otro lugar. O puede revelarnos, extemporáneamente, la forma cómo terminará la aventura que está contando.

En cine, estos saltos en el tiempo son resueltos ‘cortando’ a los eventos que suceden en las otras líneas de acción.  En Teatro hacemos lo mismo.

Resulta, entonces, que el Tiempo Ficticio –el de los eventos contados—se puede desdoblar en dos: una línea de tiempo ‘principal’, que cuenta las aventuras del Quijote, y otra línea que contiene tiempos distintos que van como intercalados dentro del tiempo principal.

Los dos tiempos narrativos son distintos y separados
Es bueno para la narración de historias en general, en cualquier medio, distinguir claramente entre el ‘tiempo principal’ de la narración –el Tiempo Ficticio principal—y los tiempos en los que transcurren los saltos atrás y los saltos adelante. Para el caso de la narración dramática –donde las historias no se cuentan sino que se muestran en Tiempo Natural—la separación entre los tiempos debe ser aún más clara.

Hay que cuidar que los tiempos estén claros
Esto es así porque en el Teatro no podemos dar marcha atrás para revisar la historia que estamos presenciando.  Si es que, como público, no hemos entendido a la primera dónde estamos o cuándo estamos pasaremos confundidos por lo menos el momento siguiente.  En este lapso nuestra atención no estará totalmente centrada en aquello que está pasando, como debe ser siempre: estaremos algo distraído tratando de colegir la información que no hemos entendido a la primera.

El Tiempo Natural es muy importante
Reiterando: en la narración dramática (escenario o pantalla) el público aprecia una serie de eventos  representados que cuentan (en apretado resumen) lo que ocurre dentro de cierto Tiempo Ficticio (por ejemplo ‘todo un verano’). El público presencia este verano dentro de un Tiempo Natural que puede ser, digamos, dos horas con diez minutos.

Tan natural al teatro y tan importante es este Tiempo Natural que el propio Shakespeare se refiere a él en más de una pieza. El Prólogo de Romeo y Julieta hace referencia a que la obra tomará “dos horas sobre nuestro escenario”,  con lo que define, quizás, la duración normal de por lo menos la mayoría de sus obras.

Más largo vale más plata
Por otro lado –por un lado crucial, por el lado de la plata— la duración es importante con relación al valor monetario de lo representado.  El público paga con más gusto por una buena obra de dos horas de duración que por una buena obra de veinte minutos (más adelante veremos en detalle cómo, en el Teatro, ‘menos’ resulta siendo, efectivamente, menos).

El Tiempo Ficticio es importantísimo
Tiempo Ficticio es, como hemos visto, el tiempo en el que transcurre la historia contada sobre el escenario, ese que corre desde que se abre la puerta del palacio y Edipo le habla a su pueblo hasta que, ya ciego, se exilia de Tebas (¿digamos que pasa un día completo?)… o el tiempo que transcurre desde que un centinela reemplaza a otro en el castillo de Elsinore hasta que se llevan a enterrar el cadáver de Hamlet (¿pasa una semana, quizás diez días?)… o el tiempo que transcurre desde que Capuletos y Montescos se pelean en la plaza hasta que el Duque los reconcilia frente a tres cadáveres (esto sucede entre un domingo temprano y la madrugada del jueves –los tiempos están bien definidos en la obra).

Por otro lado, si bien el Tiempo Ficticio no tiene límites, el Tiempo Natural (la duración de la obra) sí los tiene: con tal que contemos la historia en más o menos dos horas (o en tres horas y media totalmente cautivantes), no importa si contamos lo que sucedió en cien mil años  o lo pasa en menos de un segundo.

Algunos eventos que suceden no los vemos
Porque tenemos una limitación de Tiempo Natural (esos valiosos ciento veinte minutos) no podemos representar todos los eventos interesantes e importantes que dan forma a nuestra historia. Por ello, y para que estos eventos existan, recurrimos a la alusión.  Aludirlos toma mucho menos tiempo que presentarlos.

Hay dos tipos de eventos aludidos: los de antes y los durante
Los eventos aludidos son de dos tipos: 1) los que pasaron antes del primer evento presenciado sobre el escenario, y 2) los que pasan mientras presenciamos los eventos que cuentan la historia.

Los eventos aludidos pertenecen a distintos pasados
Algunos eventos aludidos pertenecen a un pasado muy anterior al inicio de la obra, otros a un pasado más reciente. Hamlet jugaba con Yorick cuando era chico. Hamlet y Ofelia se enamoraron hace apenas unos meses. Los centinelas vieron al Fantasma por primera vez solamente ayer. Estos son eventos de distintas antigüedades, pero todos son eventos que sucedieron antes de que la obra comenzara a presentar los eventos que presenciamos.

HISTORIA ANTERIOR es lo que llamamos a esta serie de eventos aludidos que sucedieron antes del momento en que comenzamos a presenciar eventos sobre el escenario. 

Ciertos eventos aludidos están sucediendo ahorita
Hay eventos que son aludidos no porque sucedieron en un Tiempo Ficticio anterior al momento en que se los alude, sino porque están sucediendo fuera de escena. El Novio y Leonardo mueren fuera de escena (oímos a los dos hombres gritar) mientras la acción escénica es de la Novia.  Hay muchos otros ejemplos de este recurso en distintas obras de todos los tiempos.

Existen formas de manejar del tiempo
Queda dicho que el Tiempo Natural es por lo general mucho menor que el Tiempo Ficticio, aunque hay excepciones, y es bastante frecuente que el Tiempo Ficticio sea el mismo que el Tiempo Natural.  Una obra de una hora y veinticinco minutos de duración puede representar los sucesos que ocurren en precisamente una hora y veinticinco minutos. Pero también podemos hacer lo inverso: que el Tiempo Natural sea mayor que el Tiempo Ficticio.  Podemos usar esa hora veinticinco para contar los sucesos que pasan en un minuto—o en un segundo. No hay muchas obras de este tipo, sin embargo.

Manejar el tiempo es tomar decisiones artísticas
Para contar la historia que quiere contar, el dramaturgo se convierte en cirujano y la corta en pedacitos. Hecho esto, distribuye los pedacitos entre diversos casilleros.

Tiene delante varios. Uno es el casillero de los eventos que serán representados y que presenciaremos. Y el otro es el casillero de los eventos solamente aludidos.

Este segundo casillero de los eventos aludidos está dividido en dos casilleritos. En uno van los eventos aludidos que sucedieron antes de que comenzara la representación, y en el otro casillerito van los eventos aludidos que ocurren durante la representación.

A los pies del dramaturgo está, por supuesto, la canasta de reciclaje de eventos.

Parte importante del arte del dramaturgo consiste, como ya debe estar adivinado, en decidir qué eventos van en cuál casillero: cuáles aparecen sobre el escenario, a cuáles sólo aluden sus personajes y cuáles dejamos de lado, mandándolos al basurero de eventos para reciclaje.

Pero hay más: el dramaturgo debe comenzar a mostrar los sucesos arrancando por el evento apropiado. Esto es aún más importante que lo anterior.

¿Por qué comenzamos a contar por dónde comenzamos?
Aunque no siempre lo tenemos presente, es real que Shakespeare, antes de comenzar a escribir Hamlet, ya tenía en la cabeza toda la historia del príncipe Hamlet, desde antes de que naciera hasta su muerte —esta narración aparece en un libro de historia escandinava que Shakespeare debe haber leído. Esta historia contiene los eventos en orden cronológico, desde el nacimiento de Hamlet hasta su muerte.

Antes de ponerse a dialogar, Shakespeare tiene que haber decidido qué evento iba a mostrar primero sobre el escenario. Decidió no comenzar, por ejemplo, con el asesinato del padre de Hamlet (que nunca vemos), ni con el posterior matrimonio entre Claudio y Gertrudis (que tampoco vemos). ¿Por qué no, si son eventos cruciales? No lo sabemos.  Pero el hecho cierto es que Shakespeare decidió comenzar la acción con la escena de los soldados que están esperando una segunda –no una primera ni una tercera, una segunda aparición del Fantasma. ¿Por qué no comenzó con la primera aparición? Se lo preguntaremos al Bardo cuando (por fin) conversemos con él personalmente.

Sófocles, con todita la historia de Edipo en la cabeza –historia que conocía en su totalidad porque ya era un antiguo mito popular lleno de detalle—decidió que Edipo Rey no comenzaría cuando Edipo resuelve el enigma de la Esfinge, ni tampoco cuando manda a Creonte a consultar al oráculo, sino justo cuando Creonte ya está regresando y a punto de entrar a escena.

Son muchos y variados los motivos que los dramaturgos tenemos para iniciar nuestras obras con un evento de nuestra historia y no con otro. Baste por el momento indicar que escoger el primer momento del inicio de la historia que contaremos sobre el escenario es una decisión fundamental que debe tomarse con cuidado.

UN EJEMPLO LARGO DE LOS DISTINTOS TIEMPOS
Contamos una historia usando no tres, sino cuatro tipos de Tiempo
Imaginemos una intensísima obra dramática sobre la vida de Bolívar. La función comienza a las ocho y cuarto y la acción de la obra se inicia un martes, justo cuando quienes rodean al Libertador se dan cuenta de que está por morir. Al final de la obra Bolívar muere, y esto sucede un día viernes. Al salir del teatro vemos que son las once y cuarenta de la noche. Durante la obra se hace mención al nacimiento y la infancia del Libertador, a su juventud en Europa, su prematura viudez, la influencia de Simón Rodríguez, la campaña libertadora por toda América, su exilio, el inicio y agravamiento de su enfermedad y su muerte.
Las preguntas del dramaturgo acometiendo la escritura de esta obra serán ¿qué representamos, a qué aludimos, a partir de qué evento representamos y qué eventos representamos? Así como también ¿cuánto dura y cuánto parece durar esta obra?

Tiempo del Primer Tipo: Tiempo Ficticio de lo contado
Todo lo contado, desde el nacimiento de Bolívar (que no vemos) hasta su muerte (que sí vemos), abarca cuarenta y siete años (toda la vida de Bolívar).

Tiempo del Segundo Tipo: Tiempo Ficticio de lo presenciado
El Tiempo Ficticio de lo presenciado es de cuatro días, desde la primera escena, que sucede un martes a las dos de la mañana (cuando Bolívar se pone mal) hasta su muerte, que también presenciamos y que ocurre el siguiente viernes a las cuatro de la mañana.

Tiempo del Tercer Tipo: Tiempo Natural que toma contarlo todo
El Tiempo Natural que toma representar estos cuatro días (o sea, ‘cuánto dura la obra’) es dos horas con cuarenta y cinco minutos, que van desde las ocho y cuarto hasta las once de la noche. Durante este tiempo presenciamos, obviamente, sólo partes de esos cuatro días de tiempo ficticio –el resto del tiempo lo conocemos por alusión, o no es tomado en cuenta.

Tiempo del Cuarto Tipo: Tiempo Sensible, el que parece durar lo que pasa
Este Tiempo Sensible es totalmente subjetivo pero es el más importante, porque es el tiempo interno que transcurre en los corazones y las mentes del público, totalmente distinto al Tiempo Natural. Como ya hemos visto, una obra que dura cuatro horas pero que parece durar solamente treinta minutos es una obra poderosísima y cumple a la perfección como Teatro porque nos hace olvidar totalmente nuestro Tiempo Natural.  Si esa ficticia obra acerca de Bolívar parece durar media hora, será una obra extraordinaria.

El Tiempo Natural se impone en el escenario
Cada cosa que hacemos en la vida real toma un tiempo determinado.  Este tiempo es variable de persona a persona y de situación a situación, pero siempre es predecible. Sabemos que sanarse de un resfrío toma menos tiempo que sanarse de una hepatitis, que comer medio pollo con papas toma más tiempo que comer una galleta, y que escribir una carta de amor toma más tiempo que firmar.

Es importante para la verosimilitud de la narración dramática no equivocarse respecto al tiempo que toma hacer las distintas cosas en la vida real. Con frecuencia escribimos acciones para el escenario que no pueden durar menos Tiempo Natural que lo que normalmente duran. Trataremos este importantísimo tema en mucho detalle más adelante.

Aparece el mismo Tiempo Natural en el Teatro de todas las épocas
El Tiempo Natural de representación de una obra de teatro no ha variado gran cosa en dos mil quinientos años de civilización occidental. La representación de Edipo Rey toma algo menos de dos horas, Romeo y Julieta toma alrededor de dos horas, y lo mismo duran las representaciones de La muerte de un viajante,  Esperando a Godot   y Para morir bonito . Cuando apareció el cine, las películas duraban apenas unos minutos, pero esto era así por motivos estrictamente técnicos. En cuanto fue posible hacerlo, el tiempo de duración del cine se volvió equivalente al del teatro, entre cien y ciento veinte minutos.

Este lapso promedio histórico, constante y uniforme, es producto de la capacidad de recordación del ser humano, que no ha cambiado a través de los milenios, tal como no ha cambiado la capacidad de su cerebro. Aristóteles señala que la duración de una obra no debe ser tan larga que impida, llegado el final, que recordemos los eventos del principio. Parece que un ser humano adulto recuerda fácilmente alrededor de dos horas de eventos y no mucho más. Que no es decir, por supuesto, que no hayan existido y existan obras de mayor duración que, por así decirlo, desafían las definiciones aristotélicas, o carecen de interés en ellas.

Por otro lado también es cierto que el TDP pueda intervenir aquí, en cuanto nuestra capacidad para estar sentados en un mismo lugar y en un mismo asiento puede tener ese mismo límite de dos horas.

Tiempo del Quinto tipo: Tiempo Corporal o TDP
Mientras estamos viendo una obra, el tiempo no pasa sin hacerse sentir por nuestras piernas o –más comúnmente— por nuestras posaderas. Estar sentado y quieto, mirando y escuchando algo durante tres horas, o treinta minutos o apenas trece, tiene un costo (grande o chico) no sólo mental y espiritual sino también físico. A partir de cierto momento –que depende mucho de la edad de cada quien, de su estado vital, etcétera—comenzamos a tomar conciencia de la mayor o menor comodidad que podamos sentir.

Aquí lo importante está en que la incomodidad conspira contra ese ‘olvido del Tiempo Natural’ que es el deleite del teatro. A mayor comodidad, mayor será el deleite en el Teatro porque será más fácil olvidar nuestro Tiempo Natural.

Ciertos montajes modernos (o modernosos) intentan nuevas configuraciones espaciales para su público, haciéndolo caminar de un lado a otro (a veces largas distancias o subiendo y bajando escaleras) o sentarse sobre el duro suelo largos ratos, o pararse y sentarse constantemente. En estos casos debemos tener muy en cuenta que, si estamos incómodos, el espectáculo tenderá a no gustarnos. Lo contrario sucede si estamos cómodos. Y esta es una verdad que no tiene nada que ver con lo artístico, lo moral o lo ético, sino solamente con los traseros del público, que por supuesto nos merecen el mayor de los respetos. 

ESPECTÁCULO, TEATRO Y CONVENCIÓN TEATRAL
Siguiendo con nuestra idea de insertar el arte dramático dentro de las cosas que existen en el Universo, debemos anotar que, dentro de aquellas cosas que devienen (tal como deviene un ser humano, tal como deviene una flor) hay una peculiar manifestación humana que deviene y se llama Espectáculo.

ESPECTÁCULO
¿Qué será, pues, un espectáculo?
Definimos espectáculo como algo que 1) comienza y termina (que por esto es parte del devenir), que es 2) preparado para presentarse de una forma controlada ante un público presente y que 3) comparte con su público el mismo espacio y el mismo Tiempo Natural.

Hay muchos espectáculos en nuestra vida
Son espectáculos un número casi infinito de eventos que los seres humanos preparan y miran y que, sin ser artísticos ni mucho menos, cumplen con la definición de espectáculo anotada más arribita. Una procesión, una fiesta religiosa, un partido de fútbol, una misa, un corso, una danza folclórica, el rito de un chamán, una función de títeres, una corrida de toros y un chef ejecutando un flambeé son todos espectáculos.

Atributos del espectáculo: temporal, fabricado, controlado y presente.
El espectáculo es temporal. Sucede en Tiempo Natural, comienza, continúa y termina.

El espectáculo es fabricado. Ningún espectáculo sucede por azar. Detrás de todo espectáculo está la voluntad de alguien de que suceda y la capacidad de alguien de hacerlo realidad.

El espectáculo es controlado. Nada es dejado al azar, todos los detalles están pensados y están allí por algo.  En el fútbol y la tauromaquia (ambos son espectáculos) interviene mucho el azar, pero la ambición de ambos espectáculo es precisamente lograr total control de ese azar.  El futbolista desea ‘hacer lo que quiere con la pelota’ y el torero, durante instantes, ejerce total control del azar más azaroso que existe: el comportamiento de esa fiera impredecible que es el toro de lidia.

De la obra de teatro el público espera un nivel altísimo de control. El público supone que todo lo que está en escena está allí por algo pero también, y sobre todo, para algo. Cualquier intromisión del azar es inmediatamente detectada –desde un furcio  hasta ceniza fuera del cenicero. Y –como veremos más adelante, al hablar de Espectáculo en el sentido aristotélico—cualquier producto del azar que aparezca dentro de una función de teatro (salvo casos extremos) es en primera instancia interpretado por el público como voluntario y premeditado: el público piensa que el hecho azaroso forma parte de la historia de la obra.

El espectáculo está en nuestro espacio. Presenciamos el espectáculo, sin intermediaciones mediáticas (televisión o proyección en pantalla).

Un accidente no es un espectáculo
Una evento no preparado (un choque, por ejemplo) no es un espectáculo. Pero si preparamos un choque para que un público acuda a verlo, sí es un espectáculo.

No es un espectáculo algo que no comparte el mismo espacio con su público, como por ejemplo un espectáculo presentado por televisión (aunque sea ‘en vivo’). La proyección de un film tampoco es un espectáculo tal como aquí definimos el término.

APARICIÓN DEL TEATRO
Miremos ahora cómo el Teatro se inserta dentro de lo que es espectáculo, para luego ver cómo, dentro de aquello que es Teatro, se inserta el teatro dramático, que es la materia específica de nuestro estudio.  Pero miremos primero la genealogía de nuestro arte.

El teatro es uno de los espectáculos artísticos
La mayoría de los espectáculos no son artísticos. Los espectáculos artísticos son las Artes Escénicas, (Música, Danza, Teatro) y sus derivados y combinaciones.

El Teatro es un espectáculo artístico peculiar que le exige al espectador algo más que la música y la danza. Para que un espectáculo sea Teatro hace falta que se establezca una relación especial entre espectáculo y público. Esta relación es la Convención Teatral.

Aceptar la Convención es entrar en un juego
La convención se establece cuando el público acepta como verdadera la realidad de un espectáculo que sabe muy bien que es falsa, a sabiendas de que es falsa, y la acepta como verdadera por puro gusto y, además, con gusto.  Entrar en la Convención teatral es, al fin y al cabo, decirle que sí a la propuesta de jugar un juego.

Historia de la Convención Teatral
El Teatro no es una actividad cuyos inicios que se pierden en el tiempo.  Es una actividad inventada. El inventor del arte del teatro en Occidente (que equivale a decir ‘el inventor de la Convención teatral’) parece haber sido el viejo griego Tespis, o Thespis,  una persona quizás real, quizás mitológica. Según lo que se sabe –o se cree que se sabe—puede haber sido este hombre quien puso por vez primera a un actor a representar un texto, vale decir a hacerse pasar por otro a sabiendas de que un tercero miraba, y a sabiendas de que ese tercero iba a querer hacer de cuenta de que esa impostura era verdad.  Lo hicieron a sabiendas de que ese espectador no se iba a sentir víctima de un engaño sino participante de un juego cuyo fin el deleite colectivo. Gloria eterna a este griego, tan creativo como audaz, que inventó la Convención teatral, y con ella inventó el Teatro.

La Convención es la esencia del Teatro
Esto vale la pena repetirlo: sin Convención el teatro no existe y el teatro existe porque existe la Convención teatral. Cuando comenzó la Convención, comenzó el Teatro.  Y la calidad de un espectáculo teatral comienza por el buen uso de la Convención. El Teatro es, como queda dicho, espectáculo más Convención.  Así de simple.

Convención es convenio
La Convención es un convenio – ‘convención’ y ‘convenio’ tienen la misma raíz semántica—que se establece conscientemente entre un espectáculo y su público. Mediante este convenio el espectáculo y su público acuerdan que el público aceptará como ‘verdadero’ (‘verdadero’ entre comillas) algo que no es verdadero, y que lo hará a sabiendas de que no lo es.  El espectáculo sabe que está haciendo pasar por verdadero algo que es falso, y el público sabe que ‘se está haciendo’ el que cree que esa falsedad es verdadera.

Que se establezca la Convención teatral es condición indispensable para que haya teatro. De otra forma lo que hay para mirar es un espectáculo no teatral, o un suceso natural, o una impostura –una mentira.

La Convención es la esencia de la ilusión
Un espectáculo es teatro en la medida en que se establece y mantiene la Convención. Si la Convención no se establece –si nosotros y el espectáculo no firmamos el convenio en todas sus cláusulas, y si nosotros no vemos que hay de la otra parte voluntad de cumplir con el convenio—pues no suspenderemos nuestra incredulidad para pasar a creer que lo falso es verdadero, pese a saber que es falso. La verosimilitud (la capacidad y la voluntad de hacer creer al público que algo ficticio es verdadero) depende de la convicción con la que cumplimos la Convención. En esta relación convencional entre teatro y público reside el acto de magia a la que la gente alude cuando habla de ‘la  magia del teatro’.

Pero la ilusión en la que se adentra el público no es, como queda dicho, absoluta. El público no cree de verdad que la representación es un hecho real. Lo que hace el público es ‘suspender su incredulidad’. Decide ‘hacer de cuenta’ de que cree.

La Convención es la fuente del deleite
El público hace de cuenta de que se la cree por el simple placer que le otorga dejar por un momento de descreer (actividad constante en la vida real) y de esa forma salirse de su Tiempo Natural. El Teatro le permite a su público, como ya hemos visto, sumergirse dentro de una voluntaria y benigna credulidad en la que el Tiempo Natural desaparece.

Esto es placentero porque nos hace la ilusión de que somos eternos.  El Tiempo Ficticio es un descanso, un momento en el que, como seres humanos, nos desprendemos de nuestra circunstancia. Luego, ay, tendremos que volver a ella, pero volveremos renovados, descansados, esclarecidos, informados, llenos de curiosidad y de preguntas.  Todo esto sucede, claro, si la obra que estamos viendo no solamente dice cosas interesantes sino que también nos resulta totalmente verosímil.

Si no hay Convención hay mentira o fingimiento
La Convención está, entonces, en la base misma del deleite que el teatro otorga (deleite distinto, como vimos, al que otorga la Música o la Danza). Quebrar la Convención es destruir ese deleite. Si se quiebra la Convención, eso que vemos que los actores están haciendo deja de ser representación y se convierte, instantáneamente, en burdo fingimiento. Quebrada la Convención el público es devuelto a su Tiempo Natural, el Teatro desaparece y lo que queda sobre el escenario es mentira pura.

La Convención abarca todos los aspectos del Teatro
La Convención abarca todos los aspectos del teatro dramático y también del no dramático. Abarca desde la actuación hasta la música incidental. Un actor que se olvida de su letra le hace acordar al público que quien está hablando es un actor y no el personaje, y que no estaba diciendo lo que se le venía a la cabeza como personaje sino lo que alguien había escrito y él había mal memorizado. Una actuación poco convincente –un llanto falso, un grito no apoyado internamente por suficiente emoción —hace peligrar la Convención porque exige un grado de ‘suspensión de incredulidad’ que el público no está dispuesto a otorgar.  Una pieza de utilería fuera de época, o un bigote que comienza a despegarse, hacen el mismo daño: nos recuerdan la realidad real que se suponía íbamos a dejar atrás.  Lo mismo pasa con un reparto (‘casting’) inapropiado: el público puede no aceptar que ese actor petizo y flacuchento sea un campeón peso-pesado de box.

La Convención es un peligro para nuestra reputación
Debemos aquí señalar que la Convención teatral es la madre de un mal que sufren los teatreros (aunque cada vez en menor grado) desde hace cinco mil quinientos años: la gente confunde fingimiento convencional con mentira y piensa que los teatreros somos mentirosos. En algún recodo de su conciencia piensan que aquel que representa al general San Martín ‘se está haciendo pasar por’ o ‘se cree’ San Martín. O, peor, piensan que aquella y aquel que representan a una prostituta y un malandrín son, en la vida real, prostituta y malandrín. Es importante rechazar esta fatal confusión, pero quizás quepa consolarse en el hecho de que esta confusión es muy, pero muy antigua.

La confusión surge, en parte, porque el medio que usamos para ‘imitar’ a un ser humano (el personaje) es otro ser humano (la persona). El teatro dramático no imita seres humanos mediante, por ejemplo, colores de pintura, piedra o muñecos articulados. ¿Ha habido alguna vez un títere –o un titiritero—que haya sido acusado de mentiroso, o se haya sospechado que lo es? El teatro imita seres humanos vivos pero ficticios usando como material seres humanos vivos pero reales y en esto, más que en ninguna otra característica, el teatro es maravillosamente único.  Y peligroso.

TIPOS DE CONVENCIÓN
En el Teatro hay dos tipos de convención
Convenciones escénicas, vale decir, relativas a la representación como tal, y convenciones dramáticas, relativas a la historia representada.

LAS CONVENCIONES ESCÉNICAS
Hay dos convenciones escénicas en uso
1) la Convención ‘ilusionista’ o ‘de cuarta pared’ y
2) la Convención ‘presentacional’ o ‘teatralizada’

1) Dentro de la convención de ‘cuarta pared’ o ‘ilusionista’, la obra no se asume a sí misma como tal (sabe, pero no admite que es de mentira, que es Teatro) sino más bien asegura que es de verdad. Esta Convención intenta desconocer la presencia del público.

2) Dentro de la Convención ‘teatralizada’ o ‘presentacional’, la obra admite que el público está allí presente mirándola, se asume a sí misma como producto artístico artificial y también reconoce –y a veces explota, y mucho—la presencia del público.

Contrariamente a lo que podría pensarse, ninguna de las dos convenciones es más difícil de aceptar, por parte del público, que la otra. Es más: ambas convenciones con muchísima frecuencia conviven dentro de la misma obra.

Las dos convenciones escénicas se alternan y mezclan (casi)
Con frecuencia las dos convenciones (‘cuarta pared’ y ‘presentacional’) se suceden la una a la otra, a veces con gran rapidez, como si la famosa ‘cuarta pared’ estuviera cayendo y levantándose todo el tiempo.

Hay también una convención ‘intermedia’ en la que el público advierte que los personajes admiten que está allí presente, advierte que el espectáculo está dirigido al público pero que no lo está del todo, ya que nunca se ve franca y directamente aludido. Esta sutil convención es mucho más usada en la comedia que en el drama, y es normal en la ópera y en la comedia musical.

Se puede cambiar de convención pero es un riesgo delicado
Hay obras en las que la convención cambia y vuelve a cambiar sin que esto moleste al público. El ‘contrato’ entre la obra y el público puede, pues, ser manejado de muchas formas y hasta cambiado a medio camino, con tal que los dos firmantes del contrato –espectáculo y público—se pongan de acuerdo.  Pero tienen que hacerlo sobre la marcha.

Pero hacer esto es un riesgo alto. El público puede no aceptar un cambio en un contrato que ya había firmado y que se venía ejecutando. Es responsabilidad de la obra lograr que el público acepte cambios en la convención. Y no es obligación del público aceptarlos.

El público no tiene obligación de nada
En realidad, salvo pagar su entrada, el público teatral no tiene obligación de nada que no sea exigible de cualquier grupo humano que comparte un tiempo, un espacio y una actividad.   Nosotros, las personas de teatro, no tenemos derecho de exigirle al público nada que no sea exigible por cualquier persona civilizada a cualquier otra persona civilizada.

LAS CONVENCIONES DRAMÁTICAS
Las convenciones dramáticas se expresan a través de la estructura y forma del relato dramático, y –contrariamente a las convenciones escénicas—son muy claramente perceptibles en el momento de la lectura del libreto.

Las convenciones dramáticas son de género, de tiempo y de dicción.
Las convenciones dramáticas atañen a tres grandes aspectos: 1) el género de la obra, 2) el manejo del tiempo dentro de la obra, y 3) que tipo de dicción usa la obra.

LAS CONVENCIONES DE GÉNERO
Los géneros son etiquetas pero igual importan
Los géneros son asunto de convención.  En el convenio que se establece entre cualquier obra y su público hay una cláusula por la cual la obra deberá cumplir ciertos requisitos de Forma, Tono y Tema. Estas tres características conforman el ‘género’ de una obra.

Antes de continuar con cuáles son los géneros, hace falta enfatizar que los géneros dramáticos (comedia, drama, tragedia, etcétera) son etiquetas que el tiempo y la costumbre han inventado para definir cierto tipo al que una obra pertenece, y así facilitar su comprensión o identificación. Pero no son más que esto: etiquetas.

Esta necesidad de clasificar y etiquetar no es privativa del teatro. La pintura realista también la clasificamos y tenemos, por ejemplo, el Bodegón, el Retrato, el Paisaje, el Paisaje Urbano, la Marina –todos géneros perfectamente definidos. En la Música Sinfónica tenemos la Sinfonía, la Obertura, el Poema Sinfónico, la Suite y muchos géneros más. En el teatro la clasificación de obras por género es más complicada, porque no atañe tanto al tema (como en la pintura) o a la forma (como en la música) sino más bien –ya está señalado—a una mezcla de forma, tono y tema.

Debe tenerse en cuenta que la etiqueta de género que le pegamos a una obra no define su naturaleza. Cada obra tiene un tema, forma y tono específicos. Las obras se cuentan por miles (contando sólo las famosas) y sin embargo los géneros convencionales son apenas unos cuantos.

Una analogía válida a la multiplicidad de tipos de obra parece ser la del color o raza de las personas de un país mestizo como el nuestro. Comúnmente se dice que las razas que hay en el Mundo son cuatro (negra, amarilla, cobriza y blanca) pero la combinación de razas lograda a través de generaciones hace que no podamos encontrar entre nosotros ejemplos de raza pura (“quien no tiene de Inga, tiene de Mandinga”). Visto el tema de esta forma resulta que cada uno de nosotros, y sólo sus hermanos de padre y madre, seamos ejemplares únicos de nuestra propia raza.

Igual que lo hace cada persona, cada obra combina muy distintos géneros en combinaciones únicas que no son, ni pueden ser, etiquetadas. Cada obra es su propio género.

Shakespeare, en un pasaje de Hamlet, hace mofa de lo imposible que resulta definir todos los distintos géneros cuando pone, en boca de Polonio, muchas etiquetas que mezclan nombres de géneros para tratar de definir géneros nuevos ad infinitum.

Así y todo, es bueno saber cuáles son los “géneros madre” (por llamarlos de alguna forma) que van a entrar en la colada de una obra, de la misma forma que es bueno saber cuáles son las “razas madre” que entran en la colada del tipo racial específico y único al que pertenece una persona.

A continuación van definiciones –muy personales por cierto—de los principales géneros dramáticos.

COMEDIA : pieza teatral que produce dicha, alegría o contento, que por lo general se manifiestan a través de la risa y quizás hasta del aplauso del público durante la obra. La comedia admite momentos de otro tipo de emoción y casi siempre, aunque no necesariamente, tiene final feliz. Con frecuencia la comedia llama a la reflexión sobre sus temas y personajes, efecto atribuible al distanciamiento que el humor causa entre el público y el objeto de su risa.

Por otro lado, resulta evidente –y ha sido muchas veces dicho—que dentro de toda comedia hay un drama, a veces descarnado y brutal, que si acaso escarbamos un poco dentro de los personajes y situaciones de cualquier comedia encontraremos que ya no dan risa sino más bien compasión, miedo, dolor. La comedia –lo cómico—reside, entonces, en el ‘tono’ y en un punto de vista que son más bien ligeros, para no llamarlos superficiales.

Comedia realista: comedia que contiene argumento o personajes que parecen o son extraídos directamente de la realidad por todos conocida: los sucesos y los personajes son reconocibles y son verosímiles principalmente por la vía de lo natural (ver más abajo lo Natural y lo Necesario en términos de verosimilitud).

Comedia costumbrista: comedia cuyo material principal son los usos y costumbres de un grupo social fácilmente reconocible por su público. La comedia costumbrista –salvo que sea de muy alta calidad como obra—no es exportable a culturas distintas a la propia ni tiene, por lo general, larga vida. Si bien se acostumbra usar el término ‘costumbrista’ para comedias de los siglos XIX y principios XX, hay muchísimos ejemplos de comedias costumbristas ubicadas en tiempo actual, donde los usos y costumbres aludidos son de grupos sociales a los que pertenecemos o que conocemos íntimamente.

La ‘comedia costumbrista’ puede incluir la

Comedia satírica (en la que se hace burla de personajes o eventos ya conocidos por el público),  o la

Parodia (en la que se hace burla de un personaje conocido a través de la imitación).

Comedia fantástica: comedia cuyo argumento y personajes pertenecen a una realidad inventada. Esta realidad es distinta a la realidad que conocemos y por lo general pertenece a mundos inventados que pueden incluir, o no, transposiciones en el tiempo. Así, podríamos decir que existe, por ejemplo, la ‘comedia fantástica futurista’ como género específico.

Comedia romántica: comedia en la que el amor (por lo general prenupcial) es el principal ingrediente y motor de la acción. Tiene, casi siempre, final feliz.

Comedia dramática: comedia en la que aparecen con alguna frecuencia momentos dramáticos, por lo general producidos por el desarrollo argumental. No existe el término ‘drama cómico’, lo que denota que el ingrediente esencial de la comedia dramática es la comedia y no el drama.

Tragicomedia: mixtura de tragedia y comedia, o de tragedia y farsa, que por lo general produce un efecto cómico. La mezcla más frecuente es de argumentos o situaciones serias y personajes y dicción cómicos, aunque puede ocasionalmente darse la mezcla contraria. Un buen ejemplo de tragicomedia moderna es Esperando a Godot de Samuel Beckett.

Farsa: pieza construida y escrita usando grandes rasgos simplificadores, como los de una caricatura, en la que los personajes son arquetípicos y las situaciones extremas y hasta fantásticas.

DRAMA: obra que produce en el público emociones tales como temor, compasión, indignación, dolor o pena, que se manifiestan durante la función a través del silencio o de las lágrimas; admite, igual que la comedia, momentos de emociones más ligeras.

Drama descarnado: aquel en el que el argumento desarrolla situaciones límite en forma cruda y directa y/o los personajes están en la frontera entre lo normal y lo aberrante. Su efecto puede ser chocante a la sensibilidad y a los estándares de moral generalmente aceptados.

Drama romántico: drama en el que el amor es el principal ingrediente y motor de la acción, y este amor es, por lo general, contrariado; puede o no tener final feliz, siendo algo más frecuente que no lo tenga.

Drama de suspenso: drama en el que resulta primordial el interés del público por saber qué serán y cómo sucederán los eventos que evidentemente van a tener lugar en adelante. Además lo que está en juego es algo particularmente importante, como la vida o la libertad de las personas.

Drama fantástico: Ver drama y ver comedia fantástica.

Melodrama: drama cuyo argumento es movido casi exclusivamente por las pasiones y que pone a los personajes en situaciones extremas. Amor, despecho, gratitud, rebeldía, honor, patriotismo, sacrificio del propio ser, son emociones usuales en el melodrama. Lo son también, por supuesto, en la tragedia. Pero la diferencia principal entre tragedia y melodrama está en tres cosas: en el tono –que en el melodrama es más liviano—, en lo que está en juego –que en el melodrama es de menor importancia—y en la aparición de una fuerza irresistible –como Dios o el Destino, por ejemplo—que interviene directa o indirectamente en el desarrollo de la obra y que en el melodrama no aparece.

TRAGEDIA: obra en la que está en juego algo muy importante y en la que aparecen en forma sobresaliente, y como obstáculo principal, elementos inescrutables y omnipotentes tales como Dios o el Destino; además por lo general el personaje principal está en la situación equivocada para su personalidad y, por ello, destinado al sacrificio, al fracaso, la deshonra o la muerte.

Tragedia moderna: género cuya posibilidad de ser escrito en tiempos modernos es altamente discutida, por el simple hecho de que Dios o el Destino son entidades que ya no tienen la vigencia cultural o social –y por ello el impacto emocional—que una vez tuvieron. Existen, sin embargo, valiosos intentos de crear tragedias modernas poniendo en juego entidades omnipotentes y casi inescrutables como La Sociedad, en reemplazo de esas otras fuerzas omnipotentes e inescrutables en las que los seres humanos antaño creíamos.

AUTO SACRAMENTAL: obra religiosa pero específicamente de corte simbólico, en la que los personajes encarnan (y con frecuencia se llaman) cualidades o entidades inefables y abstractas, tales como La Lujuria, La Injusticia, El Amor, El Perdón, La Belleza. Tradicionalmente el auto sacramental tiene una intención francamente moral pero en nuestros días su propuesta ideológica puede ser más sutil y ambigua. Por lo general los autos sacramentales tienden al drama, pero el género como tal no excluye ni ha excluido nunca la comedia.

PIEZA HISTÓRICA: obra de cualquier género que desarrolla eventos históricos (que verdaderamente sucedieron) o que insertan sus argumentos ficticios dentro de un contexto histórico.

PIEZA MUSICAL: obra donde la música –por lo general ejecutada en vivo y cantada por los personajes—tiene gran preponderancia, y que por lo general también incluye momentos de danza. Por lo general (aunque, ay, no siempre) la música misma –y no solamente la letra—expresa el argumento, y lo mismo expresan los momentos de danza dentro de un espectáculo totalmente integrado.

La ópera es una pieza musical en la que la música nunca se detiene –’música de pared a pared’ la llaman algunos— y cuyo argumento es, por lo general, dramático o trágico. Este género fue inventado en Italia el año 1600, sigue vivo, y a él han contribuido desde entonces, y por cierto siguen contribuyendo, muy importantes y excelentes compositores y libretistas.

La ópera cómica o bufa, la opereta, la zarzuela y la comedia musical son subgéneros de la pieza musical. Todos ellos contienen una mezcla de tramos hablados y cantados, y en esto difieren radicalmente de la ópera. Estos subgéneros se distinguen entre sí sólo por la tradición a la que pertenecen, ya que no existen diferencias estructurales entre ellos. En cuanto a estructura dramática y funcionamiento teatral, una zarzuela (española) es en todo equivalente a una opereta (alemana), a una comedia musical (de los Estados Unidos) y a una ópera cómica o una ópera bufa (francesa o italiana respectivamente).

La convención dramática de género es asunto delicado
Si bien una obra siempre es una específica combinación de géneros, esta combinación  debe ser inequívoca y constante. Una comedia romántica no puede de pronto convertirse en drama de suspenso, igual que una persona no puede ser de raza negra por la mañana y de raza blanca a partir del mediodía.

Una vez iniciada la acción, el público aceptará convencionalmente –firmará su contrato—respecto a la específica combinación de géneros que el autor le propone. Se dirá, por ejemplo, “ajá, muy bien, esto es una comedia, y puedo reírme, pero también tiene algo de melancólico, y voy a llorar, pero también tiene algo de sátira política, y voy a ser cómplice de la película”. El ambiguo y sutil género específico resultante de esta particular mezcla de risa, llanto y sátira debe ser inequívocamente establecido y sostenido.

Cambiar de género es muy peligroso
Es responsabilidad del autor mantener su específica combinación de géneros, cumpliendo su contrato con el público sin sorpresas –salvo, claro, si es tan ducho que puede llevar a su público de un género a otro sin desconcertarlo. Es concebible que una obra que comenzó siendo apreciada como comedia romántica termine siendo apreciada como drama descarnado. Sin embargo no existen –que este escriba conozca—ejemplos de tal grado de cambio de género en las obras de los maestros. En los casos en que no se trata de un error de escritura el cambio de género es, en realidad, una especulación teórica.  Intentarlo de propósito es un riesgo grave que hace falta saber correr.

Pero si hemos de correr el riesgo de escribir una obra que, por ejemplo, comience comedia y termine drama, vale la pena tener en cuenta algo muy sutil que podemos llamar ‘escala dramática’. Mi especulación es que el público puede aceptar el cambio de género con tal que la ‘escala’ de la emociones se mantenga –que la intensidad de la risa equivalga a la intensidad de las lágrimas. Parece que resultara más fácil (por extraño que parezca) pasar de la tragedia profunda a la farsa total que del drama a la comedia romántica.

LAS CONVENCIONES DE TIEMPO
Las convenciones dramáticas de manejo del tiempo son indispensables
Ya hemos definido un Tiempo Natural –el tiempo de los relojes—que transcurre tanto para el público como para la representación, así como un Tiempo Ficticio que es el tiempo ‘de mentira’ que transcurre dentro de la representación. Tanto el Tiempo Natural como el Tiempo Ficticio están sujetos a convenciones.  Comencemos por las del Tiempo Natural.

Partes, actos y escenas subdividen la acción
Las obras largas se dividen, convencionalmente, en actos. Estos se dividen en escenas. Las obras muy largas se dividen en partes que se subdividen en actos y escenas.

La división en actos es una convención de producción, no narrativa
La división de las obras largas en actos obedece más a necesidades prácticas que a necesidades narrativas, menos aún dramáticas. En los entreactos –no por nada se llaman así—los actores descansan, los tramoyistas cambian la escenografía, la cafetería hace negocio y el público chismea. Si el entreacto fuera necesario para contar una historia, las funciones de cine tendrían entreactos. Pero no los tienen desde los tiempos de Lo que el viento se llevó o El doctor Zhivago. Hoy en día –y quizás también entonces—el público probablemente podría ver todas las horas de Zhivago seguiditas, igual que vio todas las horas de Titanic sin necesitar descanso. Y –lo que es más importante- sin aburrirse. ¿Puede una obra de teatro hacer lo mismo? Por cierto.

La división en escenas es una necesidad narrativa, no de producción
Comprobamos que en Romeo y Julieta el Tiempo Natural de duración de la obra es de dos horas, minutos más o menos, y el Tiempo Ficticio (de duración de la acción) es de cinco días y medio. ¿Cómo se logra que tan corto Tiempo Natural ‘represente’ tan largo Tiempo Ficticio? Pues dividiendo la acción en escenas y apelando a la convención de la elipsis, que nos hace presuponer que, entre escena y escena, ha corrido determinado Tiempo Ficticio, y esto ha ocurrido sin que ocasionar gasto de Tiempo Natural.

Se cambia de escena por dos motivos: tiempo y lugar
Es así que, por convención dramática, el público entiende que un cambio de escena significa una de tres cosas: 1) un salto en el Tiempo Ficticio –para adelante o para atrás—, 2) un cambio en el lugar de la acción, o 3) un salto tanto en el tiempo como en el lugar.

Un cambio de escena –un cambio de tiempo y/o de lugar—se expresa mediante distintos recursos que, en última instancia, están en manos del director una vez que los marca el autor. El recurso más usado es un cambio en la iluminación. Pero también se pueden usar otros recursos.  Es posible hacer transformaciones actorales que, a su vez, transforman el tiempo y el lugar: yo he visto una madre –ella estaba abrazando a su hijo muerto en un campo de batalla de Vietnam-- convertirse, de un segundo al siguiente, en la escultura de una Virgen María que abrazaba a Cristo en la actitud de la Pietà de Miguel Ángel. He visto a un excelente actor joven convertirse en un hombre cincuenta años mayor durante una pausa de diez segundos.

Estos cambios de realidad por cierto también significaban un cambio de lugar y tiempo. En la época de Shakespeare los cambios de escena se expresaban dejando el escenario vacío. El público suponía –ateniéndose a la convención de la época— que los nuevos personajes entrarían a otro tiempo y lugar.  Esta convención por cierto todavía funciona.

Pero también hay la escena ‘a la francesa’
Decimos que se abre o cierra una ‘escena francesa’ cuando lo que causa el cambio es la entrada o salida de un personaje. Entra Argan y esto marca una nueva escena.  Se va Argan y estamos en la escena siguiente.  Además de los clásicos franceses, esta forma de numerar escenas también era usada durante el Siglo de Oro español. No la usamos generalmente ahora porque en el teatro moderno los personajes entran y salen con tanta frecuencia que la numeración de brevísimas escenas confundiría a cualquier actor o director –aunque nunca al público, que no puede leer el libreto y no sabe –ni menos le importa—en qué escena está, ni menos aún cuántas escenas constituyen un acto.
No se puede contar una historia larga sin hacer elipsis
Digamos que el Tiempo Ficticio de una obra es de cinco días.  Verificamos que el Tiempo Natural que toma, expresado sobre las tablas, es dos horas.  Este Tiempo Natural se reparte en escenas ‘corridas’, escenas que transcurren en ‘acción continua’.  Sumemos el tiempo que toman las escenas.  Son dos horas de Tiempo Natural.  Presentar cinco días de Tiempo Ficticio ha tomado dos horas. ¿Adónde se fue todo el Tiempo Ficticio que falta? Se escondió entre las escenas. Vale decir, desapareció dentro de las elipsis.

La ‘acción continua’ transcurre en Tiempo Natural –casi
Mientras presenciamos una acción continua –la representación de una escena-- tenemos la ilusión de que está transcurriendo en Tiempo Natural.   Esto es así porque todo lo que vemos suceder sobre el escenario –desde el habla de los personajes hasta caminar de un extremo a otro—demora lo que normalmente demoran las cosas en la vida real. 

Por cierto existen muchas obras que transcurren en Acción Continua de principio a fin, y muchas obras cuya acción transcurre en dos partes, siendo cada parte en Acción Continua.  Estas obras son, por lo general, modernas.  En las obras clásicas la acción por lo general está dividida en momentos breves de Acción Continua, vale decir en escenas.

Redundando: al ver Romeo y Julieta –o cualquier otra obra dividida en partes, largas y cortas—presenciamos una escena (una acción continua donde Tiempo Natural y Tiempo Ficticio son en apariencia el mismo) para luego pasar a presenciar la siguiente escena, que también está transcurriendo en aparente Tiempo Natural.

Digo “aparente” porque ese Tiempo Natural va a parecer mucho más largo debido al efecto de compresión de Tiempo Natural que hemos desarrollado más arriba.

La elipsis
Una elipsis es, entonces, un salto en el tiempo que (normalmente) ocurre entre una escena y la siguiente. El Tiempo Natural que toma la elipsis misma no es casi nada (lo que toma cambiar el tono de una luz). En el cine no es un tiempo perceptible por los sentidos (es la vigésimo cuarta parte de un segundo). Pero durante la elipsis puede transcurrir cualquier lapso de Tiempo Ficticio, desde medio segundo hasta siglos de siglos.

La convención de la elipsis es algo natural
La convención dramática de la elipsis es tan fácil de aceptar como cualquier otra convención. Aceptar la elipsis no es una destreza aprendida, sino algo natural, casi instintivo.  Esto es así porque sabemos que no es posible contar una historia sin cortar el tiempo.

Resumir es tan natural a la actividad de narrar como dibujar a escala es propio de la representación gráfica. Si no existiera el concepto de escala, el único mapa posible sería un mapa de tamaño natural.  Y el ser humano –desde la época de las cavernas— ha venido dibujando la realidad a escala reducida y abreviando largos sucesos. De allí que la elipsis sea la convención dramática más natural de todas.

La tal Unidad de Tiempo no tiene nada que ver con Aristóteles
Cuando surgió la absurda teoría de la obligatoriedad de las tres unidades (de acción, de lugar y de tiempo) sus fanáticos pretendían que todo lo que pasa en una obra pasara en Tiempo Natural, aduciendo que el ser humano es incapaz de creer en la realidad de una batalla, por ejemplo, que no durara el tiempo que normalmente dura una batalla. ¿Qué hacer para cumplir con tan absurda norma? No escribir que están ocurriendo batallas —en realidad no escribir nada que pueda durar más de lo que dura su representación.

Un tonto histórico que  no entendió nada
Había una vez un tal Lodovico Castelvetro –influyente teórico italiano del siglo XVI, entre exegeta y contendor de Aristóteles—que logró convencer a mucha gente durante mucho tiempo de que...

“las personas comunes no entienden las razones y distinciones que los filósofos usan para analizar y regular las artes. No es posible hacerles creer que varios días y noches han pasado, cuando sus sentidos les están diciendo que solamente han pasado algunas horas. La representación debe usar, para mostrar una acción, el mismo tiempo que esa acción duraría en la realidad”

Perseguir este ‘ideal’ (que según Castelvetro, pobrecito, era el de Aristóteles) llevó a autores muy famosos a escribir obras fallidas que ahora no se representan casi nunca.   Ignorar tozudamente este ‘ideal’ llevó a Molière, Shakespeare, Lope y todos sus contemporáneos a escribir las popularísimas obras maestras que hasta ahora representamos.

La elipsis no está nunca vacía
El Tiempo Ficticio que transcurre durante una elipsis no está vacío. Suceden allí cosas que afectan el desarrollo de la acción. Es, por esto, labor primordial del dramaturgo determinar los eventos que suceden durante sus elipsis.  Y resulta indispensable evitar, por supuesto, que un evento trascendental del argumento se quede abandonado en el limbo de la elipsis. Volveremos a esto en mucho detalle más adelante.

El flashback y otros saltos útiles y mañosones
Dentro de la dramaturgia moderna, y ciertamente en el cine, con alguna frecuencia se narra usando saltos en el tiempo. Son saltos hacia atrás –el recurso más común— y hacia adelante. Estos son los conocidos flashbacks y los menos usados flashforwards .

Que el público entienda, o no, que lo que está presenciando sucede en otro tiempo es un asunto de convención. En el cine de otra época se le daba a entender al público que estaba entrando a un flashback usando recursos visuales específicos y conocidos –disoluciones de imágenes, distorsiones. En nuestros días un público más ducho entiende los flashbacks sin necesidad de ninguna clave. 

En el teatro sucede lo mismo: hacemos saltos en el tiempo que el público entiende sin que tengamos que recurrir a efectos convencionales (cambios de luz, música). La simple lógica de la narración dramática nos dice que un evento está sucediendo en el ‘ahora’, y que otro sucedió tiempo atrás, o que va a suceder más adelante.

El peligro del flashback es interesar poco o interesar demasiado
Así y todo, al flashback debemos señalarle un peligro y reclamarle mucha eficacia.

El peligro es intrínseco a la naturaleza del flashback. Al dar un salto atrás en el Tiempo Ficticio y pasar a mostrar un evento que sucedió antes del ‘ahora’ que estamos representando, y que es, por cierto, lo que nos interesa, corremos el riesgo de que el público se ponga a esperar pacientemente a que el flashback termine para poder seguir presenciando la acción actual.

Por otro lado, puede ser que aquello que contamos en el flashback resulte siendo más interesante que lo que estamos narrando en el ‘ahora’, y que el público lamente que lo devolvamos a ese tiempo.  Esto es, por cierto, fatal –pero sucede.

El flashback debe ser relevante para el ‘ahora’
Para ser válido no basta con que lo contado en el flashback sea interesante de por sí: debe ser dramáticamente relevante al momento actual. Lo que vemos suceder en ese tiempo anterior debe hacer efecto en la acción que presenciamos, debe causar un cambio en la acción presente. Tal es el caso de La muerte de un viajante de Arthur Miller, donde los recuerdos ‘en flashback’ de Willy Loman van contándonos la historia presente con gran eficacia, porque cada uno de ellos modifica la acción actual que está siendo contada.

La eficacia del flashback
La prueba de eficacia que reclamamos se resume en la pregunta: ¿es que verdaderamente hace falta contar nuestra historia usando flashbacks? ¿Es que no podemos contarla en ordenada forma cronológica, comenzando por el primer evento y continuando rectamente  hasta el último? Para el presente escribidor resulta legítimo usar flashbacks –o cualquier otra convención narrativa—solamente si encontramos que es la única forma, o evidentemente la forma superior de contar bien la historia. Usando esta disciplina evitaremos el uso frívolo de este o de cualquier otro recurso, vale decir usarlo porque es (o parece ser) moderno, novedoso, atractivo o (peor) de fácil ejecución. Esto también nos llevará a escribir más honestas y –por eso mismo— mejores obras.

El Tiempo Natural es ficticio
¿Por qué dijimos más arriba que Tiempo Ficticio y Tiempo Natural ‘parecen ser’ el mismo cuando estamos mirando una escena que fluye sin interrupción? ¿Es que acaso no son el mismo tiempo? Pues no. El Tiempo Natural que transcurre sobre el escenario, ese Tiempo que los relojes miden, es tan ficticio como todo lo demás que aparece en escena.

La realidad real es un estorbo porque demora
Vinculada a esta convención de compresión del Tiempo Natural está la dificultad, que todos hemos sufrido, de asimilar dentro de la acción del escenario actividades naturales, como comer o escribir, que tienen su propia duración obligatoria, que ocurren indefectiblemente dentro de un Tiempo Natural que no puede ser abreviado. Allí está el estorbo.

Escribir en un sobre ‘Para la excelentísima marquesa la señora doña Impúdica de Tetamontes’ demora lo que tiene que demorar la escritura de estas palabras, y no los pocos segundos que la escena le otorga. Por eso vemos con tanta frecuencia –y casi aceptamos como verosímil—que personajes escriben cartas enteras sólo garabateando algunos rasgos. Lo mismo ocurre al comer: el personaje no puede mascar y tragar más rápido de lo que el actor.  Es por esto que los alimentos en escena casi nunca pueden ser lo que ‘representan’, sino que deben ser especialmente preparados para fingir lo que son.

El descontrol que causa la realidad real
Cuando alguien come en escena, lo que está ocurriendo es la intrusión de la vida natural dentro del desarrollo convencional, la intromisión de un Tiempo Natural inamovible dentro del flexible Tiempo Ficticio del escenario. Algo que no es controlable debe ser insertado dentro de ese esfuerzo por lograr el control absoluto que es propio del espectáculo dramático. Lo malo es que la vida natural siempre gana, porque es inalterable, y la vida convencional del teatro tiene que adaptarse: le damos tiempo al actor para que masque antes de contestar, y aceptamos que toda una carta ha sido escrita en apenas nueve trazos.

LAS CONVENCIONES DE DICCIÓN
El teatro en verso es una convención de dicción
El teatro en verso, tan importante dentro de la tradición dramática occidental, es producto de una convención de dicción. El espectáculo y el público se ponen de acuerdo en que  todos los personajes hablarán con ritmo y rima y usando distintas formas de versificación.  Se establece la convención de que el habla, que es lo más personal y natural que existe, será ‘representada’ por una dicción artificial.  Y nos creemos que cualquier personaje, de cualquier condición y en cualquier circunstancia, hablará siempre en verso.

La lectura de textos, una curiosa excepción
Salvo, claro, que aparezca otra convención dentro de esta convención: cuando, dentro de una obra en verso, un personaje lee una carta, ésta invariablemente estará escrita en prosa y será leída como tal.  Esta especie de ‘metaconvención’ transciende lenguajes, y se la encuentra en el teatro isabelino así como en el teatro clásico francés.  Es como si en ese mundo ‘real’ que circunda al mundo ‘ficticio’ del escenario no pudiera regir la convención de la comunicación en verso, como si esta convención no alcanzara a ese mundo ‘real’ que rodea a la acción y que es, téngase muy en cuenta, también un mundo ficticio.  Como si el público pudiera creerse que Romeo y Julieta hablan en verso, pero no pudiera creer que escribieran una carta en verso.  ¿Por qué es esto así?  Sabe Dios.

El teatro en verso era prestigioso
Desde los antiguos griegos hasta mediados del Siglo XIX, el teatro serio, el teatro importante era siempre escrito en verso. El padre del teatro realista, el noruego Hendrik Ibsen, comenzó su carrera escribiendo obras épicas en verso (Peer Gynt, entre otras) para más adelante escribir en prosa obras realistas (Casa de muñecas, Hedda Gabler) . Siglos antes, el propio Shakespeare había comenzado su carrera escribiendo en verso estricto (o casi) para luego usar formas más libres, aunque nunca abandonó el verso y siguió rematando escenas con una buena rima. En términos de dicción –así como en otros aspectos—Shakespeare no era un naturalista sino más bien un realista poético.

El público acepta el verso
Al igual que todas las convenciones teatrales y dramáticas, esta convención de dicción en verso es perfectamente aceptada por el público si se la establece rigurosamente y se la respeta. Y no es, tampoco, la escritura de drama en verso una cosa del pasado remoto. La de cuatro mil del peruano Leonidas Yerovi –obra de principios del Siglo XX—está escrita en un verso casi impecable, y esto constituye una de sus mayores virtudes.

El verso está ninguneado
¿Por qué casi se ha abandonado el verso en la escritura dramática contemporánea? Principalmente, a juicio de quien esto escribe, por dos razones: porque es difícil escribir y actuar en verso, y porque el drama que se escribe hoy en día sigue tendiendo hacia el naturalismo que, pese a haber nacido hace ya siglo y medio, todavía ejerce fuerte influencia.

El verso puede ser indispensable
”Nadie habla en verso en la vida real” se argumenta. Esto es cierto. Pero es igual de cierto que el teatro no es la vida real.  Es mejor que la vida real. El Teatro es una invención, una ‘imitación’, un objeto de arte que puede (quizás debe) asumir formas caprichosas para mejor cumplir su propósito de proporcionarnos su peculiar deleite. “Hay más cosas en el Cielo y en la Tierra que aquello que te enseñan tus lecturas” le dice Hamlet a Horacio. Parafraseándolo, podríamos decir que hay más cosas en el Cielo y en la Tierra que las que se pueden escribir en  nuestra simple, vulgar y prosaica habla común de todos los días.

Para establecer convenciones hay que saber cómo es el público
La convención es un contrato entre el espectáculo y el público, y el manejo de este contrato exige alto conocimiento de cómo es el público, sus expectativas y sus imprevisibles reacciones y forma y manera de comprender las cosas que está presenciando.

La reacción del público, y su forma de entender las cosas, no son materia posible de estudio teórico, sencillamente porque existen tantos públicos como funciones se dan de una sola obra.  Respecto al público nos encontramos y estaremos siempre en el terreno del riesgo calculado, de la conjetura, de la adivinación. Sólo haciendo o presenciando muchas obras y muchas funciones aprenderemos a casi adivinar (‘casi adivinar’, digo, nunca saber) cómo habrá de reaccionar nuestro público. Por ello, el buen manejo de las convenciones es materia de aprendizaje a través de muchos montajes y muchísimas funciones.

Las convenciones cambian a través del tiempo
Así y todo, la experiencia es traicionera y seguiremos cometiendo errores –cada vez más pequeños y casi imperceptibles, pero errores al fin. Es más: las convenciones que el público acepta de mejor grado cambian constantemente. Si bien no cambian de año a año, cambian por lo menos de década a década y, de hecho, cambian de grupo cultural a grupo cultural y de cultura a cultura  –aunque jamás debemos subestimar la capacidad del público más ingenuo para aceptar una convención complicada o nueva. Si es que, por supuesto, tal convención está teatral o dramáticamente bien planteada.

II

OBRA DRAMÁTICA, LIBRETO Y GUIÓN

LA QUE LA OBRA DRAMÁTICA ES

La obra dramática es una historia representada
Dentro del género Teatro hemos distinguido dos familias: el teatro no dramático y el teatro dramático. Este último es el teatro dedicado a contar una historia y es el tema de nuestro estudio. Llamamos ‘obra dramática’ a una historia contada sobre un escenario (o en una pantalla).

No llamaremos ‘obra dramática’ a la historia que está siendo contada ni tampoco al libreto que la cuenta: la obra dramática será, para nosotros, el resultado de la puesta en escena del libreto. La obra montada.

La historia representada es presencial, ficticia, con personajes quizás escrita
Definamos la obra dramática: es una historia que se desarrolla delante de nuestros ojos y cuyos eventos suceden porque ciertas personas ficticias (los llamamos personajes) ejercen su voluntad causando los eventos de la historia. Esta historia es representada y no narrada, y por lo general es inventada, y muy probablemente ha sido registrada mediante palabras escritas en un legajo de papeles. Este legajo es llamado ‘libreto’ (en el cine y la tele se lo conoce como ‘guión’).

Aristóteles dice lo suyo acerca de la obra dramática
Remitámonos a Aristóteles para ver cómo define la tragedia en su Poética. Para nosotros esta definición será válida para cualquier obra dramática de cualquier género.

Según Aristóteles la obra dramática “es una imitación de una acción, completa y de cierta magnitud, de bello lenguaje, siendo esta acción representada y no narrada”.

‘Imitación’ no es copia
Cuando Aristóteles dice ‘imitación’ está usando esta palabra en un sentido particular. No quiere decir ‘réplica’ ni menos ‘copia’ sino producto, fabricado por el hombre, que representa algo y que usa, para representarlo o significar ese ‘algo’, un material que no es aquello que está siendo representado.

Una cosa no puede ser su propia imitación. No usamos, por ejemplo, plantas para ‘imitar’ esas mismas plantas. Para imitar esas plantas usamos acrílicos, o mármol, o seres humanos, o sonidos, o palabras, o quizás queramos usar esas mismas plantas para que se imiten a sí mismas.  En este caso tendríamos que modificar esas plantas al punto de que dejen de ser ellas mismas y se conviertan en material útil para ‘imitar’ plantas.

La gente real no se copia a sí misma
Vemos filmes en los que aparecen figuras mediáticas o artistas (por lo general músicos) que no están haciendo un personaje sino presentándose como quienes son, con sus propios nombres. Estos no son casos de ‘imitación’ ni menos de ‘representación’, sino de simple aparición de ciertas personas reales dentro de un contexto ficticio.

Implícito en el término ‘imitación’ está que lo que está siendo imitado existe dentro de la realidad natural. La música ‘imita’ el sonido; las artes plásticas ‘imitan’ lo visible; la narrativa (cuento, novela) ‘imita’ sucesos, y el arte dramático imita los propósitos de los seres humanos. Es más: esta imitación ocurre de manera presencial, ya que el Teatro imita la vida tal como transcurre, con acciones ‘representadas y no narradas’.

Narramos lo que pasó, mostramos lo que pasa
En la narración el tiempo –el de la historia— no transcurre.  Lo contado ya sucedió.  En la representación el tiempo de lo que está siendo contado está transcurriendo mientras lo vemos suceder.

Tiempo es transformación, es cambio
Vimos más arriba que ‘tiempo’ es sinónimo de ‘cambio’, que todo cambia a través del tiempo, desde las flores hasta las rocas.  Admitamos ahora que los seres que cambian son de dos naturalezas: los que tienen voluntad y los que no la tienen.

Los seres que no tienen voluntad (plantas, rocas, mesas) no reaccionan frente al cambio ni menos lo causan. Los protagonistas de una puesta de Sol (el Sol, el mar, las nubes) no son responsables de sus colores, ni del tiempo que pasa, ni menos tienen memoria o conciencia de futuro.

Los animales avanzados tienen memoria – para ellos el tiempo sí pasa—pero no tienen futuro: para ellos, su tiempo no se les acabará nunca –a lo más, tienen premoniciones.

Ser conscientes del tiempo es tener voluntad de cambio
Los seres que tienen voluntad sienten el paso del tiempo y no se mantienen indiferentes a este. Hacen cosas mientras el tiempo pasa y también porque el tiempo pasa. Esto es así porque sienten, inconscientemente, que se les acaba el minuto, la década, la vida.

Mientras estamos vivos sabemos que el segundo que viene comenzará a correr cuando el segundo presente se convierta en pasado. Y queremos que ese segundo que está corriendo sea eterno.  O por lo menos significativo, y por ello memorable.

Futuro es cambio
Es comportamiento natural, entonces, en los seres humanos identificar tiempo con futuro.  Y como sabemos por experiencia propia que el futuro es básicamente impredecible, incontrolable y por ello lleno de sorpresas, identificamos futuro con cambio.

Esperamos que los seres humanos tengan propósitos
Siempre intentamos controlar el tiempo y sus cambios.  Si el presente nos gusta, queremos hacer algo para que se mantenga inmutable.  Y si no nos gusta, queremos hacer algo por cambiarlo.  En cualquiera de los dos casos hacemos ejercicio de nuestra voluntad adquiriendo un propósito definido.

La consecuencia está siempre en la cabeza del público
Un público de seres humanos, cuando se da cuenta de que el tiempo está pasando para un personaje con libre albedrío, invariablemente comienza a pensar en ‘qué va a hacer’ el personaje y también, por supuesto, ‘para qué’ va a hacerlo.

A partir de esa simple curiosidad natural el espectador comienza a buscarle una causa y una consecuencia a cualquier cosa que suceda. La aparición de un evento le hará anticipar la aparición del evento que le sigue como su consecuencia, y luego la aparición de otro más que sea consecuencia de los anteriores.

Queremos un propósito unitario que ordene la vida
Por otro lado, y por instinto natural, a todas estas causas y consecuencias el espectador les buscará un propósito unitario que les dé sentido, una voluntad única que las ordene. Un ‘para qué’ general que de alguna forma ordene el desorden natural de las cosas.

Lo dicho es así en la Vida Real
Hasta el momento no hemos estado hablando de ficción sino de los sucesos de la vida tal como los presenciamos y sentimos. En la vida real esperamos la persecución de un fin porque no queremos que el tiempo pase por gusto. En la vida real queremos que un propósito triunfe o fracase, dependiendo de nuestra inclinación ética o romántica. En cualquier caso, en la vida real queremos que algo suceda mientras el tiempo pasa. Porque no nos gusta nadita que el tiempo pase en vano.  Esta sensación se extiende a la ficción.

Hay piezas de teatro que existen fuera del tiempo
Hay un Teatro –hemos tocado el asunto— cuyo propósito no es narrar una historia sino explorar un tema, estudiar un concepto, expresar un punto de vista o revelar un estado de ánimo. Tales piezas de teatro no narrativo, que con frecuencia son legítimas y hasta importantes, no son el objeto de nuestro estudio. Aquí tratamos exclusivamente del teatro que se preocupa, antes que nada, por contar una historia.

La obra no dramática puede serlo por defecto
Las piezas de teatro no dramático –las piezas de teatro abstracto— obviamente transcurren dentro del Tiempo Natural (comienzan y terminan) pero no usan ese tiempo para contar una historia. La falta de ganas o de capacidad, o la decisión de no contar una historia con frecuencia causa que las obras resultantes parezcan no querer hacerse entender, dejándole al espectador la tarea –por cierto ingrata—de tratar de encontrarle sentido narrativo a un conjunto de estímulos (imágenes, acciones inconexas) que han quedado voluntariamente abiertos a que el público les encuentre una ilación.

El autor de una obra abstracta que no tiene los medios artísticos para crear algo valioso dentro de esos parámetros por lo general rehúye ser confrontado con los cánones aristotélicos.  Tal autor desconoce, pero igual rechaza a Aristóteles, aduciendo estar más allá de superadas pautas clásicas.

El caso de la performance
La performance apareció en los Estados Unidos a fines de los años 70s como una vertiente de las artes plásticas. Definir qué es performance es tan difícil que los mismos especialistas no se pueden poner de acuerdo en una definición y han optado por mirar con conmiseración a personas tan ingenuas como este escriba que se atreven a formular la cándida pregunta ‘¿qué es performance?’.

La gama de lo que se presenta como performance es tremendamente amplia.   Por momentos hasta parece que la performance es apenas un punto de vista, una manera de ver la realidad. Como hemos señalado, hay muchísimo contrabando con el tema.  Pero hay un tipo de performance que sí es, con toda certeza, un hecho artístico.  Es la performance que alcanza a ser y parecer una ‘poética escénica’.

La buena performance es poesía en escena
La performance no es teatro que cuenta una historia, ni tampoco es teatro abstracto: es tan abstracto o tan concreto como la poesía, porque es poesía que vive y respira sobre el escenario. La performance verdaderamente artística es poesía en escena.

La performance es al teatro narrativo lo que la pintura abstracta es a la pintura figurativa: no hay que pedirle que cuente una historia, ni menos buscarle una historia intencionalmente contada, ni una historia contada sin querer.

La performance puede ser maravillosa
En algunos notables casos la ‘performance’ alcanza niveles verdaderamente sorprendentes, hasta diríase que alucinantes. En esos casos los valores del teatro que estamos viendo se acercan mucho, o se convierten en los valores de la poesía o de la música clásica. Cuando esto sucede dejamos de echar de menos una historia contada, tal como no echamos de menos una historia contada por la poesía o la música –o, para tal caso, por la pintura abstracta. Mal haríamos en pedirles a estas artes que contaran una historia.

Ahora bien: la realidad es que, en el ejercicio de la ‘performance’ hay mucha mediocridad que fabrica  mucho contrabando.  Igual que la poesía, la ‘performance’ es un arte abstracto y de parámetros laxos, y por ello es muy fácil de producir.  En esto se parece mucho a la poesía: es demasiado fácil construir algo parecido a un poema usando medios aleatorios. ¿Quién no se ha dado el gusto de construir un “poema” usando aquellas fichitas con palabras que, imantadas, se pegan de los refrigeradores?    Un texto bien escrito puede pasar por poema si se lo formatea en renglones, igual que puede pasar por ‘performance’ un actor contemplando un tomate durante tres minutos continuos para luego, muy lentamente, pelarlo y comérselo y muchas gracias, esta parte de la performance ha terminado.   Este es el tipo de acción que –acompañada por un hombre barbudo que toca la cítara aleatoriamente—con frecuencia pasa por ‘performance’ pero por supuesto no tiene valor poético. La verdadera ‘performance’ captura, asombra, conmueve, y revela algo que está más allá de las palabras y de las acciones, que está más allá de las historias que pueden contarse.  La verdadera ‘performance’ hace lo mismo, en fin, que la verdadera poesía: revela aquello que está más allá de las palabras.

Consejo para teatreros abstractos
Los autores de piezas de teatro no dramático respetados han estudiado a fondo el teatro dramático y lo han puesto de lado con la solvencia con la que Picasso puso de lado la pintura realista después de dominarla totalmente.  Pero sobre todo no inventan y acumulan estímulos de manera aleatoria para luego buscarles tema y sentido.  Igual que los buenos poetas, comienzan por tener muy claro lo que quieren expresar para recién entonces buscar los medios para expresarlo. Saben que, de otra forma, su teatro se parecerá demasiado a un poema de refrigerador.  Pero sobre todo controlan con mucha estrictez la natural tentación del ser humano de contar historias y de verlas contadas.

Lo primero que espera el espectador de un espectáculo teatral es que le cuente una historia. Esto, como vimos, no es producto de la costumbre, sino de la naturaleza del tiempo y de su efecto sobre el espectador. Y es por esto que el autor de teatro no dramático está y estará siempre tentado de contar historias, aunque ésta no sea su consciente intención.

Para que una pieza de teatro no dramático otorgue el deleite que le es propio –el deleite que otorga la poesía— hace falta que al público le quede claro, desde el inicio, que la pieza no va a contarle ninguna historia, y que estará sucediendo en una convención dramática distinta donde el tiempo no transcurre, o transcurre sin consecuencias. Igual que en la poesía, en el buen teatro no dramático el tiempo no transcurre. Cuando se logra transmitir esta condición, el público soterrará su instinto ‘historiador’ para pasar a deleitarse con la comprensión de otros elementos: el concepto, el estado de ánimo de los personajes, la idea poética en sí. Este es un deleite distinto al que proporciona la obra dramática: un deleite más parecido al que proporciona la música, la pintura abstracta o, claro, la poesía.

La pieza teatral no dramática casi no existe como escritura: por lo general es inventada en vivo durante ensayos y su componente espectacular es tan fuerte –y su texto tan escaso—que muy rara vez es transcrita como libreto. Es frecuente el uso, como estímulo intelectual o emocional, de narraciones, poemas y hasta ensayos, pero estos casi siempre acaban siendo apenas perceptibles al convertirse casi totalmente en imágenes. Es por esto que las piezas de teatro no dramático casi nunca son remontadas, salvo por sus autores primigenios.  En esto está parte de su valor,  cuando son buenas, y también, por cierto, su mayor debilidad.

LO QUE LA OBRA DRAMÁTICA NO ES
Hemos apuntado lo que la obra dramática es. Hace falta ahora anotar lo que la obra dramática parece ser, pero no es.

La obra dramática no es 1) una narración ilustrada, y no es 2) un libreto.

Y el libreto no es literatura: es una receta de cocina.

La obra dramática no es una narrativa
La diferencia entre una obra dramática y un cuento o una novela (narración escrita) parece ser obvia, pero no lo es. Si fuera obvia no aparecerían con tanta frecuencia, ni serían (a veces) tan celebradas, supuestas obras dramáticas que en realidad son narraciones literarias (cuentos o novelas) que han sido ilustradas usando los recursos que brinda el escenario. Un ejemplo de este frecuente defecto es la pieza de Gabriel García Márquez Diatriba de amor contra un hombre sentado, monólogo que tiene, por supuesto, altos valores literarios pero que, como drama, es fallido y fallado. Existen otros ejemplos de narraciones ilustradas con teatro, pero ninguno tan flagrante ni de autor tan famoso como este.

La obra dramática no es una narración ilustrada
Una ‘narración ilustrada con teatro’ es una historia, claro, que se cuenta sobre un escenario pero que no es ‘drama’.  Se cuenta esta historia con el habla de los personajes. Ellos entran y salen y van diciendo cosas significativas, entretenidas, bellas y hasta trascendentes acerca de uno o más temas de interés.  Leída sobre la página esta obra podría ser interesante, y probablemente ahí debió quedar, sobre la página, como una pieza de ‘teatro para ser leído’ o algo por el estilo.  Pero no.  ¡El autor quiere escribir teatro!  No sabe cómo funciona la narración escénica, no tiene ni idea de que sólo habrá de interesarnos su historia si acaso los propósitos de los personajes están claros, si acaso están dirigidos a una meta difícil que puede, o no, ser lograda, y si ellos se desempeñan autónomamente.

Lo que sí sabe el autor, porque es un hombre culto y ha ido mucho al teatro, es que el teatro usa efectos ‘teatrales’.  Y entonces, ¡venga el monólogo al público, vengan los apartes, vengan los cambios de luces, vengan los efectos especiales!  Pero el público, por supuesto, se aburre.  Y el autor no sabe por qué.  ¡Pero si es puro teatro! reclama.  Y es cierto.  Lo que ha escrito es puro teatro, pero sólo en el sentido de ‘espectáculo’, porque ha contado mal su historia.  La ha contado para el papel.  Y el papel aguanta todo.  Pero el escenario aguanta mucho, muchísimo menos.

La obra dramática vive en el escenario
La diferencia fundamental entre obra dramática y narración escrita es que la obra se escribe para ser representada y la narración se escribe para ser leída. La vida de la obra dramática no transcurre en la página sino sobre el escenario.

La palabra clave es allí ‘representada’. La obra dramática es una historia –como dice Aristóteles — ‘representada y no narrada’, y lo que está consignando sobre la página es el proyecto de lo que veremos representado sobre el escenario. El libreto no es más que un legajo de páginas numeradas  que contienen la semilla de una obra dramática. La obra dramática no es papel muerto sino papel preñado de vida palpitante y tridimensional. El libreto ‘pare’ la representación.

El libreto no es indispensable
Expresamos la obra por escrito, como libreto, no porque la naturaleza del drama así lo exija.  El libreto es sólo una manera práctica de comunicarla. Resulta concebible crear una obra dramática sin recurrir a la escritura, igual que resulta concebible construir una casa sin antes dibujar planos. Un dramaturgo podría inventar los textos y las acciones de cada personaje para enseñárselos a los actores. Pero no es seguro que valga la pena usar este método para crear una obra dramática, tal como no es seguro que valga la pena construir una casa sin antes dibujar y tener a la mano un buen juego de planos.

Son pocos los medios disponibles para expresar la obra sobre el papel
El dramaturgo tiene a su disposición sólo dos maneras de expresar por escrito lo que ha de ser representado sobre el escenario: 1) escribir aquello que los personajes dicen (el diálogo), y 2) escribir las acotaciones.

Las acotaciones son de dos tipos: a) ‘de actuación’ (pertinentes a las intenciones de los personajes) y b) ‘de escena’ (lo que queremos que el público vea).

El libreto no es la obra
El libreto es el anteproyecto, el juego de planos a partir del cual se construye la obra representada. O más bien es la receta para ese rico plato de comida que será la obra representada (escoger la metáfora que más guste: ambas son buenas).

El libreto no es literatura
No lo es. El libreto no es una obra literaria. Es el plano o la receta de un espectáculo dramático. Lo que se dice en escena puede lucir valores literarios, pero la obra como tal, en su conjunto, no es literatura. Es un espectáculo hablado.

Sucede, sin embargo, que el libreto comparte con la obra literaria (el cuento, la novela) dos características: es palabras sobre una página y relata algo (cuenta una historia). Estas dos coincidencias con la obra literaria hacen pensar a muchos –incluyendo a los autores de obras literarias—que la dramaturgia es un arte literario. No lo es. La dramaturgia pertenece al antiguo y honorable oficio de tablas, y tiene muchísimo más que ver con el transcurso del tiempo en todas sus formas, con las limitaciones de la memoria emocional del público y con las realidades concretas y sudorosas del escenario y de los actores, que con la limpia y nítida página escrita y con la realidad sólo imaginada de la narrativa.

El guión de cine es también un anteproyecto
Si el libreto es el anteproyecto de una obra de teatro, el guión de cine es el anteproyecto de un film. Por ello, contiene la información (texto y acotaciones) pertinente no solamente a la comprensión cabal de la historia, sino también a la realización del film. Por ello el guión contiene, por ejemplo, la conocida designación de Interior o Exterior y Día o Noche en el encabezado de cada escena. En todo lo demás, libreto y guión son la misma cosa.

Hace falta señalar, sin embargo, que la distancia entre el libreto y el montaje es mucho menor que la que distancia entre guión y film. De allí que la labor del guionista sea opacada por la del director de cine. En el teatro, por el contrario, el dramaturgo es quien más poder tiene dentro del montaje. O más debería tenerlo porque la obra que el dramaturgo escribe es el principio de todo, y contar su historia es el propósito de todo y de todos. 

El material de la obra dramática no es la palabra sino la acción
Recordemos aquí una vez más que, desde Aristóteles hasta siempre, el material del dramaturgo no es, ni será nunca, la palabra sino la acción, vale decir –simplificando—ese juego de voluntades organizado por un propósito principal y que es representado en vivo.

Esto no desdice que tales voluntades –igual que en la Vida Real— con muchísima frecuencia se expresen a través de bellas y eficaces palabras. Pero hace falta recordar que también se expresan a través de movimientos, actitudes y acciones físicas que son inventados por el dramaturgo y descritos en el libreto.

Las acotaciones pueden tener valor literario –que el público no apreciará
Dicho lo anterior, hace falta agregar que no resulta mal que las acotaciones estén escritas con cierta limpieza de estilo, que tengan cierto valor literario, con tal que éste no atraiga la atención sobre si mismo. Las acotaciones –todas—son antes que nada funcionales.

Sin embargo su valor literario puede ser importante para ese pequeño público lector de teatro formado por intérpretes de teatro–productores, directores, actores, diseñadores.

Una prosa bien escrita con frecuencia expresa mejor el sentido interno de las acotaciones.  Pero jamás se debe suponer que las acotaciones van a ser percibidas por el público, y menos aún que puedan darle al público información de cualquier tipo.

El texto puede tener valor literario
El texto puede tener valor literario. Pero es un valor literario complejo. Tiene, por un lado, todas las virtudes de cualquier texto literario (precisión, concisión, expresividad, elegancia) y, por otro lado, no deja nunca de expresar la voluntad del personaje y su pensamiento (subtexto). Es también coherente con la naturaleza del personaje y con la situación en la que se encuentra. Un personaje no necesariamente ‘habla bonito’ porque está encima de un escenario: hablar con las palabras que le son naturales de acuerdo a quien es, dónde está y qué es lo que quiere lograr.  Estas palabras muy bien pueden no ser ‘bonitas’ –pueden hasta no ser buen leguaje—pero serán dramática y teatralmente buenas.

El texto dramático no parece haber sido escrito
El texto dramático debe parecer que está siendo inventado por el personaje, no que ha sido escrito anteriormente por nadie. Que en escena este efecto ocurra es la virtud principal e indispensable de la escritura dramática –y de la actuación, dicho sea de paso. Si, además de parecer que está siendo inventado, el texto tiene un valor literario intrínseco, pues mejor que mejor (tal es el caso de Shakespeare, aunque no de todo su texto en todas sus obras). Pero ese valor literario es y debe ser subalterno a su valor como expresión espontánea del personaje. Y en ningún caso puede el texto de un personaje ser solamente un altavoz de las convicciones del autor.

* * *

SEGUNDA PARTE

ARISTÓTELES Y EL ELEMENTO ARGUMENTO

Aristóteles es importantísimo
En nuestro estudio seguiremos el análisis que Aristóteles hizo de la tragedia a través del primer tratado de teoría teatral de Occidente: la Poética. Usaremos también una pequeña parte del gran volumen de interpretación de este tratado, escrito durante más de dos mil años y, para colmo, agregaremos –con perdón—algo de interpretación propia.

La Poética analizó la tragedia pero sirve para todo el drama
Aristóteles, al analizar la tragedia, estaba analizando la obra dramática. La diferencia entre tragedia y comedia (y cualquier otro género dramático) es de tono, de actitud, y en algunos casos de estructura, mas nunca de naturaleza –todas las obras, de cualquier género, son historias de voluntades en conflicto representadas en Tiempo Natural.

Quizás –ésta es una conjetura—Aristóteles no se ocupó específicamente de la comedia, como prometió hacer, porque se dio cuenta de que prácticamente ya la había estudiado al estudiar la tragedia, y que un estudio aparte de la comedia resultaría redundante o, en todo caso, muy breve, ya que atañería a aspectos relativamente superficiales.  En todo caso Aristóteles nos legó más que suficientes herramientas para estudiar el drama.

Ser aristotélico no es asunto de convicciones
Aristóteles no compuso una teoría ni una normativa.  Lo que hizo fue definir la obra dramática. No inventó nada. Examinó la cosa y describió lo que era la cosa.  No inició un ‘ismo’ (el ‘aristotelismo’) tal como Newton no inició el ‘newtonismo’. Creer en la narración aristotélica es tan políticamente inocente como creer que las cosas caen para abajo.

Aristóteles identificó seis cosas muy importantes
¿Qué es lo que Aristóteles descubrió?  Aquí van sus hallazgos fundamentales.

–La obra es una representación (convencional) de una acción (de una historia impulsada por una voluntad).

–La obra tiene seis elementos:
1) Argumento,
2) personaje,
3) pensamiento,
4) dicción,
5) melodía y
6) espectáculo.

–La obra se divide en tres partes.

–La obra contiene revelaciones.

–la obra contiene transformaciones.

–la acción presenciada tiene un impacto emocional sobre el público.

Esto nada más. Apenitas lo fundamental para que los dramaturgos y el público interesado de todos los tiempos puedan entender cómo es, internamente, una obra dramática.

Aristóteles es inevitable
Porque Aristóteles no inventó nada es que toda obra de teatro y todo film dramático –vale decir toda representación en Tiempo Natural que cuenta una historia— de cualquier cultura y cualquier época puede ser aristotélicamente analizada. Si el objeto es de verdad una narración dramática, se encontrará que tiene una acción, que están ahí los seis elementos, que se divide en tres partes, que contiene revelaciones y transformaciones y que produce un impacto emocional. Si es que narra, la obra será ‘aristotélica’ (entre comillas).

Es por esto que ningún ‘teatro nuevo’ que sea teatro dramático –que sea teatro representa una historia—podrá ser verdaderamente ‘nuevo’. Si es que tal obra ‘nueva’ se pone a representar una historia estarán presentes los seis elementos, las tres partes, las revelaciones y transformaciones y la comunicación emocional. El único teatro (espectáculo con convención) que puede verdaderamente caminar al costado de Aristóteles es ese otro tipo de teatro, el No Dramático, que no representa ni quiere representar una historia.

Brecht fue un gran aristotélico
Brecht, por más anti-aristotélico que se declare, no pudo –por más que hizo—escribir teatro sin ‘caer’ en la narración dramática aristotélica. Sus obras representan una historia y por ende se dividen en tres partes, contienen los seis elementos, transformaciones y revelaciones.  Y por cierto también producen un efecto emocional sobre el público.   Es más: están en constante y grave peligro de producir tremenda empatía catártica.

Es posible hacer un montaje textualmente fiel de Madre Coraje y causar un efecto totalmente anti-brechtiano (así como profundamente aristotélico). Esta obra es muy emocionante y cautivante, y tiene momentos de tremendo suspenso.  Si la escritura de Brecht fuera intrínsecamente anti-aristotélica, o quizás a-aristotélica, no habría forma de ‘aristotélizar’ sus obras maestras. Serían verdadera harina de otro costal. Pero no lo son. 

En resumen: conocer y reconocer a Aristóteles no es plegarse a un movimiento, no es tomar partido: es aceptar que la obra dramática es como es, y que Aristóteles solamente describió aquello que es. Si no hubiera sido Newton, otro fulano hubiera descubierto que las cosas caen hacia abajo porque algo más grande las atrae. Si no hubiera sido Aristóteles, otro u otros fulanos hubieran descrito la naturaleza de la obra dramática. Aristóteles, igual que Newton, es solamente el genio que llegó primero.

DESMENUZANDO ARISTOTÉLICAMENTE LA OBRA DRAMÁTICA
Para entender cómo son de verdad las cosas hace falta desmontarlas para ver de qué elementos o partes están compuestas. Tenemos la fortuna de que un genio filosófico haya hecho este trabajo por nosotros de forma definitiva (no hay forma de encontrarle más pies al gato que los seis que le encontró Aristóteles a la obra dramática).

Los elementos aristotélicos son seis
Cuando Aristóteles científicamente analizó la tragedia clásica griega, descubrió que se podía descomponer en seis elementos.
Estos seis elementos son:

1º: Argumento,
2º: Personaje,
3º: Pensamiento,
4º: Dicción,
5º: Melodía y
6º: Espectáculo.

He usado ordinales (1º, 2º, 3º) para enfatizar que Aristóteles enumera los elementos en orden de importancia. Respetamos, mantenemos y compartimos casi totalmente los criterios que lo llevaron a establecer este orden.

PRIMER ELEMENTO: ARGUMENTO

LA ACCIÓN DRAMÁTICA
Antes de proceder con una definición y un análisis de lo que es el Argumento desde el punto de vista aristotélico, quiero describir y estudiar aquí una herramienta que me resulta indispensable para analizar este Argumento.  Es la Acción Dramática (AcDr).

Este concepto es, por cierto, el más importante de toda la teoría que este Manual presenta. La única herramienta que un estudiante o profesional en Artes Escénicas debe llevar consigo toda su vida es la definición completa y el uso eficaz y certero de la Acción Dramática. No saber qué es, ni cómo funciona la Acción Dramática, es no saber lo más útil que existe para escribir o analizar un drama. Así de importante es este concepto.

La acción es el material del drama
El material natural del dramaturgo no es el lenguaje, ni el personaje, ni el espectáculo. El material del dramaturgo es la Acción Dramática. La Acción es lo que el dramaturgo inventa, expresa y maneja. De la Acción Dramática se desprende, y a la Acción Dramática se acoge y se remite todo lo demás del Teatro –la Actuación, la Dirección de Escena y todo el arte visual (decorado, vestuario, luces) que participa del Teatro.

Metodización de la Acción Dramática
Acción Dramática es un concepto aristotélico que este escribidor ha metodizado. La curiosidad inicial fue verificar si existía una ‘manera de ser’ común a toda obra dramática, vale decir a toda historia contada en tiempo natural delante de nuestros ojos –no necesariamente representada, ya que la Acción Dramática se aplica también al cine. 

La idea también era definir este concepto para poder analizar con él todas las obras dramáticas escritas o por escribirse, tanto para el escenario como para la pantalla.

Y por último, la idea era definir el concepto para que fuera útil en la escritura de una obra dramática de cualquier género, estilo o naturaleza.

Una vez desarrollada la definición de Acción Dramática –definición que, por otro lado, se perfecciona un poquito cada año— fue posible verificar que funcionaba como motor de los más diversos materiales dramáticos, incluyendo un drama incaico del siglo XVII, dramas japoneses del siglo XIV y series cómicas de televisión. Apareció entonces la gran verdad de la Acción Dramática: donde hay drama se la encuentra, y no hay drama sin ella, al margen de que la obra dramática pertenezca, o no, a la tradición occidental.

Esto llevó a pensar que la escritura de un drama bien podía comenzar por la definición de su Acción Dramática, y que si la escritura de una obra se atenía fielmente al cumplimiento de sus características, la eficacia de la obra estaba garantizada.  Esto resultó siendo cierto: buena o mala (juzgada en términos del manejo de sus personajes, de sus ideas, criterios o principios) una obra dramática con una Acción Dramática cabalmente planteada y desarrollada se deja seguir atentamente de comienzo a fin.  La obra es, en fin, eficaz.

Hay dos tipos de Acción Dramática: la dura y la blanda
Una aseveración tan totalizadora como la expresada más arriba –que todas las obras eficaces lo son porque tienen Acción Dramática— requiere una definición de Acción Dramática igualmente totalizadora. Después de leer muchas obras y de visionar  muchos filmes de distintos tiempos, formas y estilos, la conclusión ineludible es que, si uno desea encontrar Acción Dramática en todas las obras, hace falta definir dos variantes que, a falta de mejores términos, llamaremos Acción Dramática ‘dura’ y Acción Dramática ‘blanda’.

Estamos hablando, naturalmente, de obras dramáticas logradas, dejando de lado aquellos inventos escénicos que se hacen pasar por obras dramáticas pero que en realidad son narraciones de un tipo distinto: son cuentos, novelas, poemas, ensayos y hasta investigaciones históricas o científicas instalados a contrapelo sobre el escenario para que el escenario los ilustre con palabras, personajes, actos, actitudes, formas, colores y músicas. Puede ser que el público tome por teatro dramático tales productos, pero estas lo aburrirán.  Es que serán teatro en el sentido estricto –serán espectáculo con convención— y quizás hasta cuenten una historia, pero si no tienen Acción Dramática no tendrán interés.

Demás está decir que aquí no estamos refiriéndonos a la Performance, ese otro género teatral que no intenta contar historias y que debe ser apreciado como si fuera poesía. Estamos hablando de las malas obras de personas que escriben diálogo y acotaciones pero que desconocen o desechan el uso de la Acción Dramática pensando que el teatro es simple actividad y palabras dichas por personajes que aparecen sobre un escenario.

LA ACCIÓN DRAMÁTICA DURA
Vamos a definir aquí la forma más eficaz de Acción Dramática, que es la Acción Dramática Dura. Es la que encontramos en la inmensa mayoría de las obras de teatro y películas que nos llegan a interesar, y en absolutamente todas las obras exitosas que nos cautivan.

La Acción Dramática Dura es el propósito de uno o más personajes por lograr algo.  A este logro están orientados todos sus actos, a este logro se opone uno o más propósitos ajenos y alrededor de este propósitos giran los de todos los demás personajes de la obra.

La Acción Dramática Dura tiene ocho atributos indispensables
Los atributos de la Acción Dramática Dura son:

1) es la voluntad rectora de la obra dramática,
2) es un enunciado cuyo corazón es un verbo productivo,
3) produce un conflicto,
4) es asumida por uno o más personajes
5) es asumida en forma consciente,
6) organiza la obra,
7) unifica la obra, y
8) rige de comienzo a fin..

Vamos por partes con los ocho atributos.

1) La Acción Dramática (dura o blanda) es la voluntad rectora porque todas las demás voluntades de todos los personajes se supeditan a ella. Es la acción que ‘manda’, porque causa los principales eventos y hace que la obra sea lo que es. Decimos que encontrar al asesino del anterior rey es la Acción Dramática de Edipo Rey (una voluntad encarnada por Edipo mismo).  Podemos decir esto porque todo lo que sucede es, en mayor o menor grado, producto de que Edipo quiere encontrar al asesino. Si encontrar al asesino del anterior rey no fuera lo que Edipo quiere hacer, la obra sería totalmente otra.

2) La Acción Dramática dura es un enunciado cuyo corazón es un verbo productivo.
 Verbo productivo es un verbo capaz de producir un evento. ‘Vengar’ o ‘descubrir’, por ejemplo, son verbos productivos porque ‘vengar’ produce (y por cierto evoca o sugiere) el evento de la ejecución de la venganza y ‘descubrir’ produce el evento del descubrimiento. ‘Matar’ es obviamente un verbo productivo ya que sugiere el evento de la muerte de alguien. Pero ‘amar’ o ‘pensar’ no son verbos productivos porque no producen o sugieren un evento, sino que más bien son una actividad permanente que rige un estado de cosas. Cierto que el acto de amar produce amor, pero ‘amor’ no es un evento, es un concepto. 

Vale la pena apuntar aquí, para desarrollar el tema más adelante, que la única diferencia entre la Acción Dramática Dura y la Blanda está en la productividad del verbo.

3) La Acción Dramática (dura o blanda) produce un conflicto. Entre lo poco que sabe aquel que no sabe nada de teoría dramática está la idea de que Drama es Conflicto. Lástima que esta simplificación no sea cierto, y que por eso lleve a mucha confusión.

Que haya conflicto es esencial, pero no suficiente. Y es un resultado y no un principio. Una serie de escenas conflictivas no forman una obra eficaz. Para serlo, todos sus conflictos deben estar organizados en un todo coherente. Para esto existe la Acción Dramática.

Si existe la voluntad de alguien de lograr algo es porque todavía no lo ha logrado, y esto es así porque alguien (ojo: alguien y no algo) lo obstaculiza.   Existe un conflicto entre esta voluntad y otra voluntad que se le opone.  Es bueno aclarar que no puede haber conflicto entre una voluntad y algo (no alguien) porque una cosa que no tiene voluntad. 

La Acción Dramática tendrá siempre, entonces, una Acción Contraria que la AcDr deberá derrotar, superar o desactivar. La obra dramática se trata, entonces, de la lucha –del conflicto-- entre la Acción Dramática y la Acción Contraria. Y nuestro interés estará centrado en ver si la Acción Dramática triunfa o fracasa, superando, o no, a la Acción Contraria.

4) La Acción Dramática es asumida por uno o más personajes, no necesariamente protagónicos. No es necesario que un solo personaje asuma conscientemente la Acción Dramática. A veces la asumen varios. Por eso debemos tener cuidado en buscar bien, y en buscar bien adentro de la obra, para encontrar quién o quienes la asumen o llevan; hace falta examinar la trayectoria e intenciones de muchos personajes y no solamente de los protagónicos. En Romeo y Julieta los dos amantes ni siquiera se dan cuenta de que son parte de la Acción Dramática, suponiendo que ésta fuera lograr la paz entre las familias enemigas. Esta acción es encarnada por personajes no protagónicos.  Si quisiéramos que la acción fuera encarnada por los amantes, esta sería unirse para siempre. Esta acción se cumpliría casándose o - último recurso—muriendo juntos.

5) La Acción Dramática es asumida en forma consciente. Uno o más personajes a sabiendas ponen en marcha, impulsan y llevan sobre sus hombros ese propósito de lograr algo que es la Acción Dramática. Uno o varios personajes quieren amistar a Capuletos y Montescos o, para tal caso, comprarle sopa al Cocinero Nazi. Y van y lo hacen.

En la vida real, casi todo lo que hacemos obedece a una voluntad inconsciente. Creemos que estamos decidiendo, pero la verdad es que hace tiempo que decidimos inconscientemente. Creemos abrigar una mala intención y la abrigamos buena, inconscientemente. Estamos haciendo algo inmenso, pero inconscientemente sabemos que es trivial.

En la obra dramática, lo que hacen los personajes es producto de voluntades conscientes. Los personajes saben los líos en que están metidos, y en los que se meten cuando adquieren un propósito.  Dicho sea de paso, los personajes de todas las obras que existen siempre están metidos en líos más grandes que los que nosotros habitamos.

En la vida real asumimos una Acción Dramática sólo cuando estamos en un verdadero lío o una emergencia. Es entonces que pensamos que la vida se nos ha puesto ‘de película’. Esta es buena forma de expresar nuestro predicamento, porque es en esos momentos cuando nuestra vida adquiere eso que tienen las buenas películas: Acción Dramática.

Quizás sea éste el momento de señalar que precisamente esto –que los personajes estén metidos en grandes líos— contribuye a que el Teatro tenga un efecto benéfico para quienes lo hacemos, y también para el público.  Al representar o ver a personajes simpáticos deslindando dilemas, tomando opciones, equivocándose o acertando, siempre decidiendo asuntos inmensos en los que la felicidad es lo más pequeño que está en juego… al representar o ver estos trances aprendemos cómo es la vida cuando las cosas se ponen bravas.  Nos entendemos mejor a nosotros mismo y al mundo que vivimos.

Existen ejemplos de obras –pienso en Chéjov— donde la voluntad de los personajes principales no es del todo consciente, y los personajes se engañan a sí mismos pensando que tienen ciertos propósitos sin darse cuenta de que sus propósitos son otros –de aquí proviene la evidente dificultad de montar las principales obras del maestro ruso: carecen del interés que brinda una Acción Dramática dura. Con estas obras hace falta mantener la atención del público bridándole un conjunto de atractivos no argumentales: el de la curiosidad por presenciar escenas íntimas entre ciertas personalidades interesantes, la fascinación de ver cómo se comportan en la vida diaria ciertas personas que se parecen mucho a nosotros mismos, y la revelación intelectual de enterarnos qué tipo de pajaritos tenían en la cabeza los aristócratas rusos de fines del XIX y principios del XX, en qué tonterías estaban pensando mientras se incubaba la revolución del año diecisiete.

6) La Acción Dramática (dura o blanda) organiza toda la obra. Esto es así porque la Acción Dramática sitúa en forma jerárquica los distintos propósitos de los personajes dentro de un sistema que llamamos de ‘acciones concéntricas’ –ver título aparte más abajo.

7) La Acción Dramática (dura o blanda) unifica toda la obra. Esto es así porque permite determinar cómo todas las voluntades actúan a favor o en contra de una sola voluntad rectora, que es la Acción Dramática. Ninguna voluntad es neutral a esta. Si lo es, sobra.

La Acción Dramática unifica también el montaje. Si entendemos Obra Dramática como ‘espectáculo con convención que representa una historia’, la Acción Dramática –la expresión más neta de la historia representada— es la herramienta natural para realizar los aspectos visuales de un montaje. Si todos los elementos escénicos –utilería, iluminación, vestuario, música y demás— sirven para ‘contar la historia’, entonces la Acción Dramática rige su diseño. Los artistas a cargo de esos elementos no pierden su tiempo si consideran como fuente de inspiración la Acción Dramática definida por el director para el montaje.

8) La Acción Dramática (dura o blanda) está vigente de comienzo a fin.
La Acción Dramática no necesariamente aparece al inicio absoluto de la obra sino con el ‘punto de ataque’, ese evento de anagnórisis con peripateia con el que termina el prólogo y se desata el propósito que nos llevará hasta el final de la obra.

Cuando aparece la Acción Dramática el público lo nota de inmediato.  Porque es un propósito no realizado, comienza a interesarse en lo que va a hacer de allí en adelante el personaje para imponer su propósito. ‘Venganza’ pide el fantasma de Papá, y en ese momento aparece una Acción Dramática, que es matar al tío Claudio. En este momento el público comienza a intuir que, cuando se cumpla o fracase ese propósito que ahorita comenzó a ejercerse, en ese momento mismo terminará la obra. Porque ha entendido que la obra se trata de eso y no de otra cosa.  Se trata de ‘matar al tío Claudio’.

Un propósito –una Acción Dramática—no necesariamente triunfa, ni en la Vida ni en el Teatro. El evento final buscado puede no ser posible de realizar, la estrategia puede fallar, el enemigo puede ser demasiado poderoso. Si la Acción Dramática de Otelo fuera de Yago, y fuera ‘destruir a Otelo’, pues esta acción se cumple cuando Otelo muere y, ya desprovista de Acción Dramática, la obra termina.  Triunfe o fracase, lo importante es que la AcDr deje de tener vigencia.  Y si se queda sin AcDr vigente, la obra termina. 

El público siempre se da cuenta de que falta poco para que la AcDr triunfe o fracase. Se da cuenta de que de pronto lo que está en juego está más en juego que nunca. El público ha tomado partido y quiere que la acción triunfe. Está tan interesado en esto que no se le pasa por la cabeza dejar de mirar la obra. Lo que está en juego se lo va a ‘jugar’ nuestro personaje en este momento, apostándolo por una sola opción entre dos, o más, que tiene delante.  El dilema es difícil.  No sabríamos qué aconsejarle.  Y nos quedamos pegados al asiento para presenciar qué es lo que decide nuestro personaje y qué resultados alcanza. 

Cuando ocurre ese evento que la Acción Dramática Dura quiere lograr (o no ocurre pese a todo) la obra termina.  Y termina sencillamente porque la AcDr ya no existe, y esa era la forma como estábamos manteniendo el interés del público.  Si el público ya sabe que el propósito del personaje triunfó o fracasó, ¿qué más puede interesarle?  El tío Claudio por fin está muerto y los noruegos se han tomado el país. ¿Qué podría interesarnos ahora?  ¿A quiénes escoge Fortimbras como ministros?  De ninguna manera.

Cabe anotar aquí que la resolución de la Acción Dramática no debe parecer bajada de la Luna para darle a la obra algún final –cualquier final.  El final perfecto es, idealmente (y lo repito sabiendo que redundo) tan lógico como sorprendente, tan insólito como necesario –en el sentido que le dimos a ‘necesario’ al hablar de lo verosímil.

LAS ACCIONES CONCÉNTRICAS
El Argumento de una obra, sobre todo si es tan larga y complicada como Hamlet, aparenta a primera vista un gran desorden. Hay muchos personajes de distinta importancia y cada uno tiene su propia voluntad a largo plazo y sus pequeñas voluntades inmediatas, cada uno tira para su lado, hace lo suyo, en contacto o no con los personajes protagónicos o centrales, que también tienen sus propias voluntades grandes y chicas y también tiran para sus lados y hacen lo suyo propio. El conjunto parece ser un caos. Sin embargo, si miramos la obra de cerca, percibimos que este aparente caos está organizado, hay una dirección, una forma. ¿Qué es lo que le da a la obra esta organización? Pues la Acción Dramática, claro está, en la que confluyen –esto es importante- las voluntades de todos.

Se puede armar un sistemita con las acciones
Miremos un propósito pequeñito, de esos que parecen andar sueltos o estar ahí para pasar el tiempo, divertir al público, dar una lección o quizás ilustrar algo. Tomemos, por ejemplo, el propósito que hace que un personaje diga determinada frase de cinco palabras. Una voluntad tan pequeñita, ¿puede tener relación con la Acción Dramática? La voluntad de saludar a alguien, por ejemplo, ¿cómo puede ser coadyuvante a la voluntad rectora de toda la obra? Pues si la obra está bien escrita, la conexión entre cualquier frase y la Acción Dramática puede ser establecida sin mayor esfuerzo.

La pregunta ‘para qué’ es cargosa pero vital
Para vincular las pequeñas voluntades con la gran Acción Dramática sólo hace falta preguntarle ‘para qué’ a la acción pequeña.

¿Para qué le dice Fray Lorenzo a Romeo que deje de lamentarse? Como respuesta, encontraremos un propósito de una importancia algo mayor. Si a ese propósito a su vez le preguntamos ‘para qué’, saltaremos a un nivel superior donde encontraremos una respuesta mayor, y así sucesivamente seguiremos preguntando ‘para qué’ hasta que la respuesta al último ‘para qué’ sea la Acción Dramática, el gran propósito al que todos los demás propósitos confluyen.

La Acción Dramática es la penúltima respuesta
¿Cómo sabemos que estamos en el nivel de la Acción Dramática? De la siguiente forma: si a esa voluntad le preguntamos ‘para qué’, encontraremos que la respuesta es muy abstracta y general, y que siempre es algo muy parecido a ‘alcanzar la felicidad’. Cuando nos topamos con esta respuesta sabemos a ciencia cierta que hemos encontrado la Acción Dramática, porque la AcDr es la voluntad anterior.

¿Por qué no sirve ‘alcanzar la felicidad’ como Acción Dramática? Pues porque ‘alcanzar la felicidad’, o alguna variante de esta frase, es aplicable a todas las obras que existen, desde Edipo Rey de Sófocles hasta Ámbar de Grace Eléspuru  y, pues –como siempre y en todo orden de cosas—aquello que sirve para todo, no sirve para nada.

A favor o en contra, todo gira
Hemos imaginado ya la obra como un sistema de voluntades en el que la voluntad mayor es la Acción Dramática. Imaginemos ahora a todas las voluntades de todos los personajes de la obra como anillos concéntricos de una mágica máquina.  Estos anillos –los imagino de acero sueco—giran en una dirección o en la contraria, haciendo fricción unos con otros. El anillo exterior es la Acción Dramática, que gira en el sentido de las agujas del reloj, junto con un buen número de voluntades –de anillos— interiores que forma su propio sub-sistema (concéntrico, claro). Pero otra gran voluntad gira en la dirección contraria. Es la Acción Contraria, y en ese sentido giran otras voluntades de la obra. Todas estas voluntades forman parte del sub-sistema (concéntrico) de la Acción Contraria.

Para lograr su propósito –para girar hasta las últimas consecuencias en la dirección que se ha propuesto—la Acción Dramática, y todas las voluntades que giran en su mismo sentido, tienen que sobreponerse a la fricción que causa el movimiento de la Acción Contraria y de todas sus voluntades subalternas.  Estos dos sistemas (AcDr y Acción Contraria) están en conflicto, y uno de ellos hará que el otro se detenga.  Entonces terminará la obra.

Ningún personaje es neutral, sépalo o no
Queda dicho que no todos los personajes son conscientes de la Acción Dramática. Algunos están conscientes de ella, otros se van haciendo conscientes, otros se hacen conscientes de pronto, otros nunca. Pero sean o no conscientes de la AcDr, las voluntades de todos los personajes, y los eventos que provocan, giran en un sentido o en el otro. Vale decir que, a sabiendas o no, ayudan o retrasan el cumplimiento de la Acción Dramática.

Mercutio no está para nada consciente de la Acción Dramática de la obra. Cuando convence a Romeo de ir a la fiesta de los Capuletos, lo único que quiere es sacar a Romeo de su tristeza por los desaires de Rosalinda. No obstante, su voluntad de convencer a Romeo de que vaya a la fiesta gira en el sentido de la Acción Dramática –si es que fuera reconciliar a las familias. Es que el evento que causa esta voluntad ‘inconsciente’ –que Romeo conozca a una joven, que resulta siendo Julieta—gira a favor de esa Acción.

Todo, en el mundo dramático, gira concéntricamente
En una obra bien construida ningún evento queda suelto, fuera del sistema, en su propio sistemita, girando sobre su propio pequeño eje, con su propia velocidad y energía. Escribir tales eventos manteniendo el interés del público es un reto de muy alto riesgo–Brecht lo asume todo el tiempo, y con mucha frecuencia pierde. A los dramaturgos que somos simples mortales nos corresponde lograr que todos los eventos giren dentro del sistema, a favor o en contra de la Acción Dramática. Salvo, claro –esto de la dramaturgia es una arte y no una ciencia— que el evento ajeno a la Acción Dramática sea de un interés muy grande por su espectacularidad, por su belleza, por estar claramente atado al tema de la obra, o por cualquier otro motivo. Pero–repito— es una decisión de muy alto riesgo escribir eventos que no se muevan concéntricamente con la Acción Dramática.

EL DILEMA
La Secuencia Pero/Por tanto es una serie concatenada de eventos.  Los obstáculos (estos son los ‘peros’) van seguidos de eventos que llevan adelante tácticas para sobreponerse a dichos obstáculos (estos son los ‘por tantos’), y todo ello está orientado a un propósito (los ‘paras’) que tiene por fin último el producto de la Acción Dramática.

Porque tienen que escoger entre tácticas, los personajes se ven constantemente obligados a optar. En realidad, la esencia misma de lo dramático es optar.  Nuestra palabra ‘drama’ viene del griego δράμα / drama, que a su vez se deriva de ‘hacer’ (δράω / dráō). El significado de este ‘hacer’ no es, sin embargo, el de un ‘hacer’ cualquiera.  Es un ‘hacer después de haber pensado’, hacer después de haber tomado una decisión.

El drama es entonces (también semánticamente) un asunto de escoger entre una cosa y otra para derrotar un obstáculo y alcanzar un propósito. Cae por su peso que, a mayor dificultad en escoger, más comprometidos estaremos en cuál será la decisión, y cuál su resultado. Para cualquiera resulta más interesante ver el resultado de una opción que no es fácil. Y la opción menos fácil es aquella que exige resolver un espinoso dilema.

Definiendo el dilema
Estar en un dilema es tener que escoger entre dos costos equivalentes o dos premios equivalentes. Dilema es la necesidad de escoger el mal menor –escoger entre la sartén y el fuego (Hamlet), o el bien mayor –entre la mandarina y la manzana (Bodas de sangre).

Las opciones del dilema son mutuamente excluyentes: no podemos tener la mandarina y también la manzana, o escoger caer en la sartén y también en el fuego.

El dilema no tiene escapatoria: es inevitable escoger una de las dos opciones.

El dilema es sólo solucionable por quien lo enfrenta: cualquier solución al dilema que viene de fuera resultará siendo un deus ex machina.

Lo que el dilema es
Es dilema tener que escoger entre un reloj de oro con diamantes y un reloj de platino con rubíes, entre un ramo de rosas y uno de tulipanes, o escoger entre cumplir algunos años de cárcel y entregar todos los bienes terrenales.  Dilema tremendo es el de Sofía, quien ha tenido que escoger entre dejar con vida a su hijo o a  su hija.

Lo que el dilema no es
No es dilema escoger entre bienes no equivalentes (entre un automóvil y una bicicleta) o entre males no equivalentes (morir decapitado o cumplir cinco años de cárcel).

No es dilema estar ante dos peligros sin poder intervenir, o en trance de recibir dos bienes sin opción de escoger. No hay dilema en no saber si vamos a morir de cáncer o de sida, o si nos vamos a sacar la lotería mayor o el premio Nobel.

No es dilema tener que escoger, por ejemplo,  entre un reloj de platino sin calendario y un reloj de plástico con calendario.  ¿Quién escogería el plástico?  Pues, como todo es relativo y todo depende de las circunstancias, ese reloj de plástico con calendario sería el preferido por un náufrago solitario que quiere saber en qué día vive.

El dilema del personaje compromete al espectador
Nada más apasionante que esperar la resolución de un dilema muy difícil. Nosotros, que nos hemos puesto en su lugar, no sabemos qué recomendarle. Por eso, cuando el personaje opta por uno de los caminos que el dilema le señala, nos interesa muchísimo saber si su opción fue la correcta. Y seguimos mirando.

Cuando siente morir en sus brazos a Mercutio, Romeo enfrenta un terrible dilema. Si no ataca a Teobaldo dejará a su amigo Mercutio sin venganza y quedará como un gran cobarde. Si ataca a Teobaldo estará arriesgando la vida, ya que el Príncipe ha decretado pena de muerte para quien ataque al tradicional enemigo. Romeo opta por lo que, en ese momento, le parece el mal menor: ir tras Teobaldo arriesgando la condena a muerte.

Formulando el dilema
Para saber si estamos identificando bien el dilema, formularlo así:
Dilema entre dos bienes: el personaje debe optar.  Si opta por esto, accede al bien equis; si opta por esto otro accede al bien zeta, y son bienes equivalentes.

Dilema entre dos males: el personaje debe optar.  Si opta por esto se expone a este mal, y si opta esto otro se expone a este otro mal, que es equivalente.

Otra manera de formular el dilema es haciendo las preguntas siguientes:
Entre hacer A y hacer B: ¿Qué es lo bueno de hacer A?  ¿Qué es lo bueno de hacer B?  ¿Qué es lo malo de hacer A?  ¿Qué es lo malo de hacer B?

Sofía tuvo que preguntarse: Entre dejar morir a la niña y dejar morir al niño, ¿qué es lo malo de dejar morir al niño? ¿Qué es lo malo de dejar morir a la niña?  ¿Qué es lo bueno de dejar morir al niño?  ¿Qué es lo bueno de dejar morir a la niña?

La opción es siempre entre dos bienes equivalentes e ineludibles, o dos males también equivalentes e ineludibles, jamás entre un bien y un mal, porque esto no entraña dilema. Tampoco hay dilema al escoger entre dos bienes o dos males que no son equivalentes.

La fuerza de los dilemas va en aumento
Si examinamos con suficiente cuidado los sucesivos dilemas que la acción va planteándoles a los personajes, vemos que con frecuencia se van haciendo cada vez más álgidos, difíciles y graves, y lo que está en juego es cada vez más importante. Al inicio de la obra un dilema de Romeo es colarse, o no colarse, a la fiesta de los Capuletos. Al final de la obra su dilema es si seguir viviendo con el dolor de la muerte de Julieta, o morir para evitar ese dolor. Para Romeo, en ese momento, morir es el menor de esos dos males.

Es cosa buena examinar la obra (propia o ajena) en términos de los dilemas que se van planteando, para ver si acaso van en escalada, si al inicio las opciones son más bien simples y poco a poco van llegando a ser dilemas graves. La progresión contraria (dilemas que van de mayor a menor dificultad) sencillamente no funciona.

Para quien lleva la AcDr con frecuencia resolver el último dilema significa jugarse el producto mismo de la Acción Dramática. Hamlet se lo juega al aceptar el duelo, pese a que es una trampa. Pero la muerte puede sacarlo por fin de la angustia de tener que matar al Rey. De la resolución de este su último dilema depende todo. Hasta su vida.

Todo lo dicho es cierto también para la comedia. En su bella comedia romántica El perro del hortelano, Lope de Vega va haciendo escalar los dilemas de la duquesa. En un inicio debe optar entre el dolor de no ser amada y el dolor de la vergüenza de ser amada por un simple secretario. Al final tiene que optar entre el mal de renunciar a su amor para siempre y el mal de avalar para siempre una mentira, acto que, sin embargo, le garantiza la felicidad. Ella opta por la mentira, que para ella es el menor de dos males. Dentro de nuestra pragmática ética ella opta muy bien: mentir es menos grave en nuestro siglo que en el XVII. En esa época esta opción debe haber sido vista como mucho más grave.

Presenciamos, en la película El fugitivo,  un memorable momento de agudísimo dilema. Kimble (Harrison Ford), perseguido de cerca por el Sheriff (Tommy Lee Jones), llega en su fuga al final de un seco túnel de agua. Ve que está al borde del acantilado de una altísima represa. Kimble mira hacia abajo: son unos doscientos metros de caída libre al agua turbulenta del río. Mira a sus espaldas y ahí está el Sheriff apuntándole, listo para llevarlo a la silla eléctrica a la que estaba siendo llevado. Qué es preferible para Kimble: ¿rendirse y ser ejecutado dentro de unos días, o saltar al vacío arriesgando la vida ahora mismo? ¿Cuál es el mal menor? Kimble salta al vacío. Y, contra todo pronóstico, sobrevive.

Puesto de otra forma: si Kimble salta, el mal es morir ahogado ahora mismo.  Si no salta, el mal es morir en la silla eléctrica de aquí a unos días.  Si acaso salta, el bien es sobrevivir.  Si no salta, el bien es vivir unos días más.  Por lo general los dilemas son como tortillas: por un lado están los dos males y por el otro los dos bienes.

Una vez más: que el dilema no sea falso
No me cansaré de insistir en lo importante que es no crear un falso dilema, nunca hacer que el personaje opte entre un bien y un mal o entre dos bienes o dos males no equivalentes. Las malas obras y los malos filmes están plagados de falsos dilemas o de decisiones mal tomadas  producto del poco talento y conocimiento de guionistas primitivos.

LA ACCIÓN DRAMÁTICA BLANDA
Hay Acción Dramática en obras del teatro moderno y del teatro poético que no parecen tenerla. Es la Acción Dramática blanda.  Que la AcDr sea blanda no quiere decir que la obra sea mala. Sólo quiere decir que mantener el interés del público será bastante más difícil que hacerlo con una Acción Dramática dura. Por esto la gran mayoría de las obras con AcDr blanda no duran más de cincuenta minutos continuos, como absoluto máximo.

La Acción Dramática Blanda es persistente
La diferencia entre la Acción Dramática Dura y la Blanda reside, como quedó esbozado, en un atributo: el verbo de la AcDr no es productivo, vale decir que no prefigura un evento final, no nos pone en la cabeza algo que va a suceder –algo concreto, como la muerte del tío Claudio.  Más bien nos pone en la cabeza un estado de cosas permanente.

El verbo de la Acción Dramática Blanda no es un verbo productivo y no produce un evento final, pero igual produce eventos a lo largo de la obra. Verbos no productivos son ‘amar’, ‘oprimir’ o ‘soportar’, y consecuentemente los personajes se pasan la obra amando, oprimiendo o soportando. Obviamente, ‘soportar’ no es algo que pueda estar por lograrse al final, sino más bien algo que se ejerce durante todo el trayecto. Percibimos estos verbos no productivos como situaciones continuas y no como posibles eventos futuros.

Esperando a Godot tiene Acción Dramática
Esperando a Godot es una obra maestra del teatro moderno. Y tiene Acción Dramática (de otra forma no sería una obra dramática) pero su Acción Dramática es blanda. 

En esta obra no hay un verbo aplicable a los propósitos de los personajes principales (Estragón y Vladimiro) que sea productivo. Los verbos aplicables son ‘matar el tiempo’ o (quizás) ‘entretenerse’ (para ‘matar el tiempo’). En esto se la pasan los dos personajes, ésta es la Acción Dramática Blanda que ellos asumen en forma consciente, de comienzo a fin.

Salvo el atributo 2), que atañe a la productividad del verbo, todos los demás atributos de la Acción Dramática están presentes en Esperando a Godot. ‘Matar el tiempo’ es 1) voluntad rectora; 3) es conflicto (se opone al aburrimiento natural a esperar); 4) es una acción asumida por uno o más personajes (la asumen todos salvo el Niño); 5) es una acción asumida conscientemente (los personajes hacen cualquier cosa por no aburrirse); 6) es una acción que organiza toda la obra (cualquiera de las acciones que cualquier personaje realiza es concéntrica a ‘matar el tiempo’); 7) es una acción que unifica (todo está dirigido a ‘matar el tiempo’); y por último 8) es una acción vigente de comienzo a fin: ‘matar el tiempo’ es lo que se ponen a hacer al principio del día y es lo que ya no pueden seguir haciendo cuando el día y el tiempo terminan, al final de cada acto.  Mañana tendrán que ponerse nuevamente a matar las horas, pero por lo menos las de hoy ya terminaron.

Esperando a Godot es una obra aristotélica
¿Quiere esto decir que Esperando a Godot es una obra aristotélica? Pues claro. No es así porque Beckett haya querido escribir una obra tradicional –se confunde mucho ‘aristotélico’ con ‘tradicional’—sino porque quiso escribir una obra dramática y, para que se sostuviera sobre el escenario, la obra debía tener algún tipo Acción Dramática. Y es por esto que Godot puede ser analizada aristotélicamente, tal como puede ser analizada aristotélicamente toda obra dramática –toda obra que cuenta una historia. Incluyendo las de furibundos antiaristotélicos como son Eugene Ionesco y Bertolt Brecht.

Quedamos, entonces, en que la acción es dura o blanda según la naturaleza del verbo que contiene.  Si es un verbo productivo –un verbo que prefigura y produce un evento final— la acción es dura.  Si el verbo no promueve y produce un evento final sino más bien muchos eventos similares durante toda la obra, la acción es blanda.

Dirigiendo la obra con Acción Dramática Dura
Es evidente que la Acción Dramática es una sola, pero no es la única acción de la obra, no es el único propósito que vemos desarrollarse.  Según el análisis que hagamos, podremos optar entre varias posibles acciones dramáticas que cumplen todas ellas con todos los requisitos.  Podremos, con buena conciencia, optar por la que más nos convence, que obviamente será la que mejor expresa nuestra visión de la obra.  Consciente o inconscientemente, sabiendo o desconociendo lo que en teoría es, el director elige una Acción Dramática, y con ella dirige la obra.  Cuando dirige una obra clásica que necesita corte –casi todas lo necesitan—cortará según la AcDr escogida, y es así como tendremos siempre versiones distintas –y a veces distantes entre sí—del mismo texto. 

En términos de montaje, si identificamos una acción blanda habiendo una dura –cosa que nos pasa todo el tiempo, cuando no manejamos bien el concepto de AcDr—el montaje posiblemente nos salga también blando y carezca del duro interés que podría tener.

Si escogiéramos para montar Hamlet la acción blanda ‘indagar en su propia naturaleza’, y la pensáramos como conscientemente asumida por Hamlet, quedaríamos regio con los doctores en literatura, pero acabaríamos haciendo un montaje reflexivo, y aburrido.  Hamlet se la pasaría indagando dentro de sí mismo con cada cosa que dice o hace, en vez de ocuparse del futuro del Rey. ¿Nos importa de verdad lo que Hamlet pueda descubrir dentro de sí? No creo que tanto como si cumplirá, o no, su promesa de matar al Rey.

La múltiple utilidad de la Acción Dramática
Resulta crucial para el dramaturgo y, en general, para la persona de teatro adquirir una fuerte destreza en 1) inventar (o descubrir) y 2) enunciar correctamente la Acción Dramática, tanto de las obras dramáticas que escribe como de las que encuentra escritas, así como de aquellas que ve sobre el escenario o la pantalla.

Inventar, descubrir y enunciar la Acción Dramática sirve para 1) reconocer si uno ha tenido una idea apropiada para escribir una obra dramática, o si acaso la idea no estaría mejor servida si la convirtiéramos en cuento, novela, poema, crónica o ensayo. También sirve para 2) no perder el rumbo en el momento de escribir la obra. También para 3) encontrar –ésta es una frecuente dificultad— cómo ha de ser el final de la obra que uno está escribiendo. Sirve asimismo para 4) analizar la dramaturgia de una obra ajena, y para 5) plantear dramáticamente el montaje de una pieza (única forma de plantearlo, en términos de la historia que la obra cuenta), y también para 6) analizar un personaje, y para 7) concebir el planteamiento escénico de un montaje. Entre otras utilidades muy concretas.

¿Es la Acción Dramática una panacea? Pues claro que sí, en la medida en que sirve para comprender y definir a cabalidad el corazón dramático de una obra, su espina dorsal, su esencia. Y además le sirve a todo el mundo, desde el autor hasta el utilero.

La Acción Dramática también aparece en la narración
Una obra dramática es cautivante si es que tiene una Acción Dramática Dura. Algunos cuentos y novelas tienen Acción Dramática Dura. Otros la tienen blanda. Y algunos buenos cuentos se la pasan bien sin Acción Dramática.  Porque son narración, y no drama.

Don Quijote, por ejemplo, tiene una Acción Dramática blanda, pero Madame Bovary la tiene dura. ‘Corregir entuertos’ –que sería la voluntad más grande o importante de don Alonso Quijano—no sugiere un evento final sino una serie de entuertos corregidos o no corregidos (esto último es bastante más frecuente que lo otro). La Acción Dramática del Quijote es, por esto, esa acción blanda: ‘corregir entuertos’.

En cambio Madame Bovary de Flaubert parece tener una Acción Dramática dura, asumida por el personaje central. Esta voluntad de la Bovary sería ‘librarse de su marido’ y mueve todos sus actos, de comienzo a fin de la novela. Esta voluntad –o una variante más amplia y menos dura, que sería ‘ser libre’ o ‘liberarse’— triunfa al final,  aunque trágicamente. La Bovary se mata para ser libre y también para librarse de su marido.

Adaptar la narración al drama es encontrar la Acción Dramática
Es evidente que una novela o un cuento no puede ser exitosamente convertido en obra de teatro o film simplemente ‘escenificando’ o ‘poniendo sobre la pantalla’ aquello que relata o expresa. Esto sería simplemente ilustrar un texto con medios escénicos o cinematográficos. Para tal caso, de la misma forma se podría ilustrar escénicamente un poema, nada más fácil. Pero esto no es crear una obra dramática.

Para lograr una obra dramática tampoco basta convertir en diálogo lo narrado, o hacer que los personajes hablen todo el diálogo original.  Tampoco sirve la ayuda de un ‘personaje narrador’ o de muchas ‘voces en off’ que vayan hablando el texto original. Si no hay Acción Dramática, por más medios cinematográficos o teatrales que usemos, de todos modos acabaremos con una narración escenificada.

Tampoco basta, a la hora de adaptar una narración, decidir cuáles eventos ponemos en escena (o en la pantalla) y cuáles dejamos afuera o simplemente mencionamos. Si hacemos solamente esto –y para hacer esto no hace falta saber gran cosa—el resultado será una simple narración con acompañamiento escénico o fílmico, una narración ilustrada con personajes a quienes veremos solamente comportarse, no actuar eficazmente, vale decir que nunca los veremos causando eventos según sus propósitos para lograr una meta conocida –no los veremos, en fin, cumpliendo una Acción Dramática.

Gente muy culta no sabe lo que es Drama
Pasa que mucha gente muy culta desconoce que las naturalezas de la narración y del drama son radicalmente distintas. Hasta hay quienes piensan que la diferencia entre una narración y un drama es solamente que el drama es ‘purito diálogo’. Muchos piensan que con sólo escribir buen castellano basta para escribir buen diálogo y por ende escribir buen drama. Pero que no es tan fácil escribir drama lo atestiguan las muchísimas obras fallidas que han sido escritas por excelentes narradores y poetas de todos los tiempos, aquellos que no conocen a Aristóteles, no saben que el drama no es diálogo sino ‘representación de una acción’, y confunden los medios y los fines, el decir y el hacer, el discurrir acerca de una meta y el tratar de lograr la meta propuesta por la Acción Dramática.

Reiterando: el material de la Narrativa (cuento, novela) es la palabra.  En la narrativa es la palabra la que cuenta la historia. El material del drama no es la palabra sino la Acción.  Son los eventos, acompañados o no de palabras, los que cuentan la historia, que es propulsada por un propósito. Es urgente que se aprendan esto los narradores y poetas que quieran escribir teatro, para así tener menos obras fallidas de autor famoso.

Hay materiales más adaptables que otros
El traslado al género dramático funciona con mayor o menor facilidad, por supuesto, si el material original ya contiene una Acción Dramática. Pero si no contiene Acción Dramática habrá que descubrírsela o inventársela para instalársela sin más ni más.

Novelas o cuentos que no tienen Acción Dramática, o la tienen blanda, pueden resultar en plomazos narrativos. Sin embargo algunos se salvan, y hasta triunfan como obras teatrales o filmes por mérito de sus actuaciones, su ambientación, su Acción Dramática por blanda que sea, u otros méritos. Pero estos méritos tienen que ser muy altos para que, sin Acción Dramática, la obra pueda captar y retener la atención del público.

Acción Dramática (recapitulada)
La Acción Dramática existe como herramienta para lograr que la obra que uno escribe (o el montaje que realiza) cuente una sola historia. Esta historia interesa porque marcha en forma coherente y ordenada en dirección de un final ya intuido o prometido, y porque cuenta la historia en forma argumental –como una concatenación de eventos unidos por causa y efecto— y no en forma episódica –o sea como una sucesión de eventos que se siguen unos a otros sin relación de causa y efecto en un orden fácilmente alterable.

Las obras episódicas son problemáticas
Una obra episódica presenta una serie de eventos, uno tras otro, que están (o no) vinculados a un mismo tema, que están (o no) vinculados entre sí por causa y efecto, pero que no están organizados ni unificados por una Acción Dramática. Por ende, esta cadena de eventos no habrá de cautivarnos por la vía del interés argumental, que es la vía principal y preferida para retener la atención del público, requisito indispensable del drama.

En una obra episódica pasa este evento, y luego pasa este otro, y luego pasa este más, y luego pasa esta otra cosa, y luego esta otra, y luego esta otra y la obra sigue así, presentando eventos hasta que termina, para sorpresa del público que no estaba esperando un final, ningún final.  Más bien estaba esperando que la obra comenzara, vale decir que por fin apareciera la AcDr. En obras de este tipo el público sospecha que la obra es capaz de cesar en cualquier momento, o continuar indefinidamente –sensaciones nada agradables que todos hemos experimentado. Todos hemos asistido a alguna obra o film en los que el saludo de los actores, o la aparición de la palabra Fin, nos ha hecho pensar ‘Cómo, ¿ya terminó?’. Pero hemos aceptado este final. Con resignación, claro –reveladora actitud, la resignación del público, a la que apelamos mucho más de lo que nos gustaría admitir.

La forma episódica de contar aparece, pues, en obras imperfectas que vemos por todos lados, tanto en el teatro como en el cine. Pero aparece también, pero sólo por momentos, en obras que sí son regidas por una Acción Dramática Dura.  Son eventos desconectados de la Acción Dramática que aparecen de pronto y toman tiempo.  Estos eventos desmerecen, o no, la obra en su conjunto según la eficacia de la función que puedan ejercer, y de cuánto daño le puedan hacer a nuestro interés por ver cumplirse la Acción Dramática.

Es que una Acción Dramática funcionando nos fuerza a comprometernos con su avance, y nos distrae que aparezcan de pronto uno o varios eventos que lo retarden.  De allí el riesgo de insertar uno o más episodios desconectados de la AcDr.  Tendrán que ser demasiado atractivos y cautivantes para que no nos acaben aburriendo. 

La verdadera obra episódica no tiene un final anunciado
La característica fundamental de la obra episódica es, entonces, que podría continuar indefinidamente, o terminar en cualquier momento. Al no tener Acción Dramática no nos plantea ningún ‘final anunciado’ que echaríamos de menos si la obra de pronto cesara.

Una obra con una Acción Dramática perfecta da la impresión, desde su inicio, de que un propósito importante ha sido puesto en marcha y que ‘algo’ se está completando a medida que la obra avanza.   Y tendremos la impresión de que cuando este ‘algo’ se complete, la obra terminará. Este ‘algo’ es lo que escribimos para que salte del papel y viva por su cuenta, y es el alma del arte al que tenemos el privilegio de dedicar nuestras vidas.

Conjuntos de obras breves no son obras episódicas
Hay obras que voluntariamente escogen ser una serie de escenas argumentalmente desvinculadas. Existen muchos ejemplos de este tipo de obra, sobre todo en tiempos modernos. Vienen a la memoria inmediatamente La ronda de Schnitzler (Austria, 1862-1931), Terror y miseria del Tercer Reich de Brecht, Los papeles del infierno de Buenaventura (Colombia, 1925-2003), La ciudad de los reyes de Cortés (Perú, 1927- 2011), y Elsa Schneider, Caricias y Morir, todas del extraordinario catalán Sergi Belbel (Cataluña, 1963).

Ninguna de estas obras es una sola obra.  Todas son colecciones de obras breves vinculadas temáticamente. Algunas, como La ronda y las obras de Belbel mencionadas, intentan unificarse echando mano a tenues recursos. Pero no es apropiado buscarle una sola AcDr a todo el conjunto, aunque cada una de las pequeñas obras la tiene.

Como estas piezas son conjuntos de pequeñas obras nosotros bien podemos, sin mala conciencia, permutarlas o eliminar alguna de nuestro espectáculo –tal como hicieron en los Estados Unidos (con anuencia de Brecht) para el estreno absoluto de Terror y miseria... Por otro lado, muchas de estas obritas con frecuencia se montan individualmente sin que nadie extrañe el resto del conjunto, tal es su independencia la una de la otra.

Lo que la Acción Dramática no es
Es importante definir ahora qué es lo que la Acción Dramática no es.

A) La Acción Dramática no es jamás un sustantivo
Un sustantivo no es una Acción Dramática, es un Tema. ‘El amor’ no es una Acción Dramática, es un Tema, igual que ‘los Celos’, ‘la Libertad’ y ‘la Violencia’. Frases sin verbos tampoco son Acción Dramática; ‘el amor prohibido’ o ‘el sacrificio por la Patria’ no son acciones dramáticas. La Acción Dramática contiene siempre un verbo productivo.

Muchos temas hay en una obra
Si bien ‘el amor imposible’ podría ser el Tema de Romeo y Julieta, también podría serlo ‘la venganza entre familias’ o ‘la opresión de la tradición familiar’. Pero ¿cuántas obras podríamos decir que tienen ‘el amor imposible’ como tema, además de Romeo y Julieta? Bodas de sangre es una entre cientos, quizás miles. ‘Venganza entre familias’ es también el tema de El padrino.  Como siempre, lo que sirve para todo, no sirve para nada.

Identificar el tema tiene mucho sentido
¿Para qué sirve identificar un tema? Pues no para mucho, en términos de la construcción técnica del drama, pero sí para un montón, en términos creativos. Si la Acción Dramática es el ‘para qué’ de lo que pasa, el Tema es el ‘para qué’ de algo aún más importante: ‘para qué’ escribimos. Y si escribimos, debemos saber qué es lo que estamos diciendo.

Encontrar un Tema no es suficiente
Encontrar un tema no es haber comenzado a parir una obra. Si después de una experiencia intensa de amor frustrado nos sentimos impelidos a escribir una obra con ‘el amor frustrado’ como tema, debemos buscar y encontrar, dentro de esa experiencia, qué voluntades específicas estuvieron en conflicto. Por ese camino encontraremos el verbo productivo que será el corazón de nuestra Acción Dramática y por ende de nuestra obra. Y ese verbo no necesariamente tendrá nada que ver con la frustración del amor, pese a que el tema es ese. Por otro lado, si acaso no encontramos una AcDr que sirva al tema ‘el amor frustrado’ más nos vale escribir un poema, género en el que el Tema puede ser suficiente.

El Tema tiene mucho qué ver con lo que estamos tratando de explorar y decir, está muy cercano al propósito del autor. Es la entraña intelectual y moral de la obra, es lo que la obra significa para nosotros como autores y –esperamos—también para el público.

Pero generalmente no hablamos mucho sobre Tema.  Eso por lo general lo hablan aquellos que se ocupan del análisis literario (que no dramático) de obras de teatro. Este tipo de análisis de Tema se acerca a las obras como si fueran cuentos o novelas dialogadas, con frecuencia desconociendo la realidad de la escena, y sobre todo la realidad de la Acción Dramática.  Allá ellos.  Igual (y aquí entre nosotros) el Tema es importante para nosotros.

El análisis literario del drama es una falacia
El análisis literario confunde drama con literatura, acometiendo la obra como si hubiera sido escrita para ser leída y releída, como si no hubiera sido escrita para ser percibida en Tiempo Natural sobre un escenario, después de determinada interpretación escénica. Los críticos literarios ven la obra como si fuera, claro, una obra literaria terminada cuya existencia está completa porque está sobre el papel.

La literatura no se analiza tal como se analiza el Teatro, porque la literatura no es una realidad que se va formando en la mente del público hasta que finalmente se completa. La literatura se analiza como una realidad que existe en un espacio abstracto y atemporal que va siendo captado por el lector en forma más bien global. Nada, pero nada tiene que ver el análisis metafórico, conceptual y temático, ese que hacen los críticos literarios, con el análisis estructural y temporal que usamos para escribir y hacer Teatro.

Ejercer estos criterios literarios y conceptuales da trabajo (y títulos académicos) a mucha gente de buena voluntad. Estas personas, ni lo que dicen, son, de por sí, nocivas para el Arte Dramático, salvo que contagien a los teatreros y al público. Cuando el dramaturgo cae en la trampa temática o conceptual deja de escribir historias y se pone a escribir algo mucho más fácil: escribe poemas para ser escenificados, sin acción y quizás sin personajes, con el propósito de que el público se pase la obra buscando y analizando temas, símbolos y metáforas en vez de vivir las vicisitudes de los personajes y de pensar en cómo resolver los dilemas que la obra va presentando.

B) La Acción Dramática no es el propósito del autor
El propósito de un personaje con relación a otro(s) personaje(s) o eventos es una cosa muy distinta al propósito del autor con relación al público.

Una pieza de teatro contemporáneo puede tener, y con frecuencia tiene un propósito social, político o hasta psicológico. El autor, a través de su pieza, puede querer denunciar el desamparo de la niñez aborigen, la corrupción en los partidos políticos o la crueldad de las suegras septuagenarias. El autor quiere o piensa que su obra tendrá un efecto sobre el público. A esa esperanza o convicción la llamamos propósito del autor.

Una obra de teatro no solamente moviliza al público emotivamente sino que también le mete ideas en la cabeza. Qué ideas le mete es algo muy importante. Si la obra refuerza prejuicios o, por el contrario, los ridiculiza, si avala ideas tontas o, para mejor, las demuestra equivocadas, si promueve valores o los denigra, es algo que hace falta cuidar.

Por otro lado, a punta de voluntarismo y ganas de cambiar las cosas, uno sin querer puede ponerse a escribir obras para catequizar a los ya convertidos (para convencer a los esquimales de que el hielo es frío, o a los estudiantes de que hace falta aprobar los exámenes). Y también uno puede deslizar un ‘mensaje’ que no quería dar. Este tema importantísimo se toca en toda su merecida extensión en la segunda parte de este manual.

C) Dos Acciones Dramáticas jamás en la misma obra.
Hay obras, como La vida es sueño, en las que parece que hubiera dos acciones. Vemos que hay un Argumento principal y también otro secundario, cada uno con su propia voluntad principal. Tenemos, por un lado, la acción del rey Basilio (poner en el trono al legitimo rey) y por otro la acción de Rosaura (recuperar su honor). Estas dos acciones, tan diferentes, confluyen en el momento en el que, para recuperar su honor, Rosaura toma partido por Segismundo, quien se ha rebelado para ponerse en el trono como legítimo rey. La acción de Rosaura resulta siendo concéntrica a la Acción Dramática de Basilio/Segismundo.

Una obra que falla en este sentido contendrá dos acciones que nunca confluyen, y podremos desmontar la obra para separar sus dos acciones –separar los tramos que pertenecen a una AcDr y los que pertenecen a la otra.  Así podremos presentar dos obras independientes, cada una con su propio final que culmina su propia Acción Dramática. Si hay dos acciones dramáticas es porque hay dos obras que sólo parecen ser una sola.

Lo que sí hay en una obra es muchas voluntades o propósitos, todos concéntricos a la Acción Dramática o a la Acción Contraria. Si la voluntad de Romeo es ‘casarse con Julieta’, la voluntad de su padre es ‘casar a Julieta con Paris’. Si la voluntad de Paris es ‘casarse con Julieta’ la voluntad de Julieta es ‘antes morir que casarse con Paris’. Pero ¿cuál es, por fin, la Acción Dramática de Romeo y Julieta?

Buscando y encontrando la Acción Dramática
Uno puede tener una idea para una obra sin saber cuál es su Acción Dramática. Uno puede terminar de escribirla y seguir sin saberlo. No importa. Lo importante es la sensación de que existe, aunque esté momentáneamente escondida. Por eso resulta importante saber buscar y saber encontrar la Acción Dramática, tanto de la obra propia como de la ajena. Siguen algunas claves para encontrarla.

Comenzar por observar el final: Ya que la Acción Dramática nos lleva desde el principio hasta el final de la obra, y ya que produce un evento final, el evento final de la obra nos puede bridar claves importantes. Podemos partir de este evento para preguntarnos qué es lo que resuelve, vale decir cuál es el verbo productivo que deja de tener vigencia cuando se produce ese evento final. Por ahí estará la Acción Dramática.

Examinar el propósito principal del personaje protagónico. Si bien la Acción Dramática no es necesariamente llevada por un protagónico, por lo general lo es. Romeo ni Julieta llevan la Acción Dramática pero Edipo y Hamlet y muchos otros sí la llevan.

Escoger cualquier acción del personaje principal y preguntarle ‘para qué’. Hacerle esta pregunta a una acción pequeña nos llevará a acciones más grandes, concéntricas a la primera. La secuencia de acciones concéntricas acabará cuando lleguemos al nivel de ‘ser feliz’. De allí retrocederemos un nivel para encontrar la Acción Dramática.

Prueba y error. Podemos inventar y probar acciones dramáticas que nos parecen viables, para verificar cuál responde a todas las ocho características de la Acción Dramática. Que responda a todas es prueba de que hemos hallado la correcta.

El arte no es matemático
Viene al caso hacer aquí dos advertencias. Analizar una obra no es resolver un problema matemático. En el arte no hay una sola respuesta buena. En el teatro la alternativa no está entre lo acertado y lo desacertado (2012 es el año correcto, 2120 es el desacertado), sino entre las opciones válidas y el disparate (esto está bien y esto también podría estar bien, pero esto sí que es un disparate).

Entonces, si bien no es dable que haya dos acciones dramáticas en una obra, sí es dable que tengamos divergencias de opinión en cuanto a cuál es su AcDr. Es posible encontrar en una obra dos o tres acciones que cumplan todos los ocho requisitos y que bien podrían cada una ser la Acción Dramática. Podemos hasta encontrar una Acción Dramática blanda que nos resulta más útil o servicial que una acción dura.

Pero al final, indefectiblemente tendremos que definir una sola Acción Dramática. En el momento de escribir la versión final de una obra, o de comenzar a montarla, debemos tener una sola meta y un solo parámetro que guíe los pasos de nuestros personajes, de nuestro montaje y de nosotros mismos como artistas. Porque así es la obra de arte, pues: tiene que tener unidad, aunque en algunos casos intente parecer que no la tiene.

Formulando la Acción Dramática
Es muy importante formular la Acción Dramática para que su enunciado sea una herramienta útil. Necesitamos una formulación tan sucinta como completa.

El enunciado –ya está dicho—contiene como corazón un verbo productivo, y algunas palabras más que enuncian el objetivo de ese verbo.

Digamos que la Acción Dramática de Romeo y Julieta es ‘reconciliar a las familias enemigas’. Ésta es una buena formulación porque es completa pero no demasiado larga.

Es que una formulación como, muy simplemente, ‘reconciliar’ no nos basta. Este ‘’ es un verbo productivo, sí, pero está suelto y es aplicable a muchas obras. ‘Reconciliar a Capuletos y Montescos’ es más específico, aunque quizás demasiado. Funciona mejor ‘reconciliar a las familias enemigas’ porque alberga la idea de antigua enemistad. ¿Haría falta que la formulación fuera ampliada a ‘reconciliar a las dos familias enemigas’? Quizás, porque estaríamos precisando que las familias son dos y no cinco. Pero ‘reconciliar a Capuletos y Montescos, las dos familias enemigas’ es una formulación demasiado larga, redundante y engorrosa como herramienta de análisis.

Otro ejemplo: ‘conseguir el amor’ no sirve para gran cosa. A este enunciado le falta precisión, podría ser la Acción Dramática de más de una obra. ‘Conseguir el amor de María’ es algo más preciso pero no anuncia claramente un evento. Preguntamos ¿cuál es el evento que ‘conseguir el amor de María’ propone? Pues ‘casarse con María’. Este enunciado es bueno porque prefigura o anuncia un evento real y concreto, que comenzamos a esperar en cuanto la acción se nos hace clara (quizás cuando Juan le manda flores a María declarándole su amor).

Es la experiencia en formular el enunciado de la Acción Dramática lo que nos irá enseñando cómo encontrar y trabajar con enunciados tan expresivos como exactos y útiles.

EL ARGUMENTO (ahora sí)
El Argumento es, como quedó señalado, el primer elemento en la serie de seis que Aristóteles identifica, y el principal en la obra dramática. Dentro de nuestra visión aristotélica de la obra como ‘teatro que cuenta una historia’, los cinco elementos restantes están todos orientados a la cabal expresión y comprensión del Argumento, y se subordinan a éste.

Llamaremos Argumento a lo que vemos sobre el escenario
Puede parecer algo arbitraria esta definición, pero sirve para desmontar el espectáculo teatral de manera útil y clara.

ATRIBUTOS DEL ARGUMENTO:

1) Todo el Argumento de cualquier obra, de cualquier duración, es una cadena ininterrumpida de eventos (los eventos son los eslabones de la cadena);

2) Todos los eventos del Argumento de cualquier obra, de cualquier duración, suceden delante de nuestros ojos.

3) El Argumento de cualquier obra, de cualquier duración,  está compuesto de tres partes continuas –Principio, Mitad y Final- articuladas y distinguibles entre sí;

4) Los eventos están unidos el uno al otro por una relación de causa y efecto;

5) La relación de causa y efecto de los eventos es organizada y unificada por la Acción Dramática.

EL EVENTO DRAMÁTICO
Un evento sucede por voluntad de alguien
El evento es la unidad mínima del Argumento. El evento sucede como producto de la voluntad de uno o más personajes.  El evento sucede porque alguien quiere que suceda y por ello causa que suceda. Eso que sucede de manera fortuita lo llamamos incidente.

Los eventos son dichos y son realizados
Uno puede ejercer su voluntad y causar un evento diciendo algo o haciendo algo, pero también diciendo algo mientras hace algo.

No hay evento dicho que no sea realizado, porque siempre estaremos viendo el momento en que se dice aquello que causa efecto.  Simplificando: decir es algo que uno realiza.

Escuchamos decir ‘estoy enamorada de ti’ mientras vemos el acto de decirlo. Podemos clasificar este evento como ‘dicho’ porque su efecto proviene de palabras. Pero si, en vez de escuchar ‘estoy enamorada de ti’ vemos cómo, en total silencio, ella le da a él un súbito beso, diremos que este mismo evento es ‘realizado’.  Pero el efecto argumental será el mismo.  Y seguirá siendo el mismo si escuchamos las palabras mientras vemos el beso.

Hay eventos argumentales que aluden a otros eventos
Hay ‘eventos dichos’ que aluden a eventos que 1) sucedieron antes del momento en el que se alude a ellos, o que 2) están sucediendo fuera de escena en el momento en el que se alude a ellos. Esta distinción es importante a la hora de desmontar los eventos que una obra dramática narra. Entraremos en esto en detalle más adelante.

Una obra contiene eventos dichos y eventos realizados
Todas las obras dramáticas contienen una mezcla de eventos dichos y eventos realizados. Algunas obras le dan preponderancia a un tipo de evento, pero esto no tiene nada qué ver con su calidad. Sófocles y Tennessee Williams le dan preponderancia a los eventos dichos. Shakespeare y Brecht usan mucho los eventos realizados. Alguno teatreros prefieren un tipo de obra sobre la otra, pero esta es una cuestión de gusto personal, ya que un tipo de obra no es de por sí mejor que el otro.

Dicho esto, vale la pena enfatizar que el público viene al teatro para presenciar una historia, y que el dramaturgo no debe escatimarle el placer de ver cómo suceden cosas. Es posible escribir una obra totalmente fascinante donde los personajes solamente hablan, sin moverse nunca. Igual, no concebir y escribir la acción escénica es un gran riesgo.

Hay incidentes y hay coincidencias
Incidentes y coincidencias ‘suceden’ sin que nadie las prevea.  La diferencia estos dos está en que el incidente no es voluntad de nadie: cae del cielo. Y la coincidencia es una conjunción fortuita de voluntades. El incidente no es producto de la voluntad y la coincidencia sí lo es, aunque coincidir no haya sido, por supuesto, voluntad de nadie.

El incidente es un suceso fortuito
Llamamos incidente a un suceso fortuito, vale decir que no es fruto de una voluntad. El incidente no es desdeñable ni su uso correcto es torpeza. La situación inicial de Edipo Rey proviene de un incidente, que es el ataque de la plaga (si es que, claro, no pensamos que esta plaga es producto de la voluntad de algún dios del Olimpo). La muerte de Julieta es –por su causa más inmediata— producto de un incidente: la llegada de la ronda. Y el desastre final es producto de otro: la plaga que impide que Romeo reciba la carta de Fray Lorenzo.  Como estos ejemplos hay miles, tanto en el drama como en la vida real.

Incidentes y coincidencias son buena cosa
No les tengamos miedo a incidentes ni a coincidencias, ni menos pensemos que son inverosímiles por naturaleza. ¿Qué haríamos sin ellas, tanto en el teatro como en la vida?

En la vida real vivimos todo el tiempo coincidencias, encuentros inverosímiles, hallazgos casuales, circunstancias caprichosas. Nos la pasamos preguntándonos qué hubiera sido sin tales o cuales sucesos fortuitos. Sabemos que sin coincidencias ni sucesos fortuitos la vida sería muy aburrida, totalmente predecible.  Lo mismo sucedería con el drama.

Desde Edipo Rey hasta Esperando a Godot, todas las obras escritas –y las que están por escribirse—tienen y tendrán una dosis, mayor o menor, de incidentes y coincidencias.

Que Hamlet llegue a Elsinore de regreso de su aventura con los piratas justo en el momento en que entierran a Ofelia es tremenda coincidencia, aunque menos notoria que la llegada a Tebas, justo en el momento fatal, del Mensajero de Corinto; y ésta coincidencia es menos fortuita que la aparición en casa de Laura Wingfield de precisamente su amor secreto de la secundaria,  y justo aparece Pozzo cuando Estragón y Vladimiro ya no dan más de aburrimiento y… bueno, no hay obra, tal como no hay vida, que no tenga su cuota, a veces muy alta, de incidentes y coincidencias.  Sin ellos la buena dramaturgia es imposible. Pero unos y otros deben cumplir con la regla básica que sigue.

Los incidentes no resuelven sino complican
Incidentes y coincidencias no deben servir para descomplicar, ni menos resolver una situación, sino más bien para complicarla más aún. Todos los ejemplos citados de coincidencias e incidentes complican, a veces muchísimo, la situación en la que se insertan.

Lo contrario (descomplicar) puede ser fatal.  Digamos que un grupo de prisioneros se ha pasado toda la obra intentando escapar. Pese a todos sus fracasos, deciden intentar el escape una última vez. Justo cuanto el túnel de escape colapsa, a un carcelero se le cae su llavero cerca de la reja de una celda. Los prisioneros abren la puerta grande y escapan. El encuentro de la llave es un mal recurso porque resuelve la acción. Otra cosa sería que los prisioneros perdieran, de manera fortuita, una llave que han logrado robar. Este evento complicaría mucho y sería, por eso mismo, un buen giro del Argumento.

El Argumento es una cadena de eventos
Que el Argumento es una cadena ininterrumpida de eventos significa que cada evento proviene del evento anterior y causa el evento siguiente.

Que cada evento sea producto de una voluntad no excluye que más de un evento sea producto de una misma voluntad. Sucede que el primer evento producto de la voluntad de un personaje no es suficiente para cumplir su objetivo, porque las voluntades de los personajes (igual que las voluntades de las personas) no son omnipotentes. Los personajes (y las personas) no cumplen inmediatamente sus objetivos porque surgen obstáculos.

Salvar estos obstáculos para cumplir su propósito, su objetivo mayor, su meta final es la tarea de todo personaje de una obra dramática.

Contra los obstáculos se yerguen las tácticas
El trayecto de un personaje por el Argumento es guiado por su propósito de lograr algo. Este propósito encuentra un obstáculo que es, o no, salvado usando una táctica. Asumir un objetivo, enfrentarse a un obstáculo, y elaborar una táctica son el proceso que el personaje sigue para lograr su objetivo final, que es el producto de la Acción Dramática.

LA SECUENCIA PERO/POR TANTO
Veremos ahora una herramienta que es muy útil para la creación dramática porque resume la esencia misma del drama: la persecución de un propósito que causa un conflicto.

La secuencia pero/por tanto es una cadena
Como queda dicho, una voluntad siempre, o casi siempre, se topa con un obstáculo. ‘Quiero hacer tal y tal (voluntad) PARA (objetivo) PERO (obstáculo).

Al toparse con un PERO (al toparse con un obstáculo) el personaje desarrolla una táctica para salvarlo y así poder continuar persiguiendo su objetivo. ‘Quiero tal y tal PARA (voluntad) PERO (obstáculo) POR TANTO (táctica) PARA (voluntad) PERO (obstáculo) POR TANTO (táctica) PARA (voluntad) PERO (obstáculo) POR TANTO (táctica) PARA’ etcétera hasta que el personaje cumple su objetivo o muere en el intento.

La Secuencia Pero/Por tanto (P/PT) es útil herramienta para el análisis y la creación. Usándola al analizar una obra (propia o ajena) verificamos si los eventos que un personaje propicia 1) están todos relacionados por causa/efecto, y 2) están todos orientados al mismo fin (todos los PARAS tienen el mismo propósito).

El gran PARA de la secuencia y de la obra es la gran propósito que le da forma y sentido general. Esta Gran Voluntad Rectora es, como sabemos, la Acción Dramática.

Los peros y los ‘por-tantos’ son a veces traicioneros
En la práctica de la Secuencia Pero/Por tanto es importante mantener presentes los significados reales de la palabra ‘pero’ y de la frase ‘por tanto’. Estas palabras no deben ser usadas como simples conectores. ‘Ella se disgustó con su padre POR TANTO pasó el heladero PERO su perro la mordió’ es una mala secuencia.  Si ‘pero’ y ‘por tanto’ no tienen sentido gramatical, la secuencia no tiene sentido dramático.

Hay secuencias Pero/Por tanto de todo tamaño.
Característica importante de la Secuencia P/PT es que puede ser usada en distintas escalas. Podemos resumir Bodas de sangre –y cualquier obra—en una secuencia de unos cuantos eventos muy grandes. ‘La Novia va a casarse con el Novio PERO justo cuando está por casarse aparece Leonardo, POR TANTO ella se fuga con él (PARA realizar su verdadero amor) PERO el Novio busca vengarse de Leonardo POR TANTO (PARA limpiar su honor) el Novio va en su persecución PERO Leonardo se le enfrenta POR TANTO (PARA definir las cosas) ambos hombres se apuñalan a muerte’.

Pero también podríamos crear una Secuencia P/PT detallada de esta misma o cualquier otra obra, llegando casi al desmenuzamiento de la acción, página por página.

El diálogo también es un Pero/Por tanto
Podríamos llegar a decir que el diálogo es una Secuencia P/PT en forma de Dicción:
Fulano quiere que Mengano confiese
PERO Mengano no se allana a su deseo
POR TANTO Fulano insiste usando otro Argumento (otra táctica)
PERO Mengano sigue en sus trece y así se lo dice a Fulano
POR TANTO Fulano saca una pistola para lograr que Mengano confiese
PERO Mengano saca a relucir su propia pistola
POR TANTO Fulano trata de convencer a Mengano de que no dispare
PERO Mengano sí dispara
POR TANTO Fulano contesta el fuego
PERO Mengano esquiva la bala
POR TANTO... etcétera.

Aquí la secuencia P/PT es tan detallada que prácticamente sólo le falta hablar para convertirse en diálogo.

Esta secuencia P/PT minuciosa es tan válida como la de gran escala pero, por cierto, es inútil para la escritura de una obra –casi tan inútil como un mapa de tamaño natural.

Sin embargo no está demás echarle una mirada a una página de diálogo como si fuera una Secuencia P/PT. Podremos verificar si todos esos pequeños ‘eventitos dichos’ que un dialogo contiene están efectivamente encadenados entre sí como causa y efecto. Si es así, lo escrito es buen Diálogo, que no es decir buena Dicción (veremos más adelante los atributos de Dicción y Diálogo y cómo así ambos no son la misma cosa).

LAS TRES PARTES DEL ARGUMENTO
Bastante más arriba hemos visto que todo aquello que sucede dentro del tiempo sucede en tres partes consecutivas. Pasemos ahora a la obra dramática como algo que sucede en el tiempo. Y por ello digamos –con Aristóteles—que su Argumento tiene tres partes. Llamemos a esas tres partes ‘principio’, ‘mitad’ y ‘final’ (valga la aristotélica perogrullada, pero en realidad esta es la mejor –quizás la única— nomenclatura válida).

Introducción, Nudo y Desenlace son una falsa nomenclatura
En el colegio, o en cursos, cursillos y cursitos, por lo general se usan los términos Introducción, Nudo y Desenlace para designar estas mismas tres partes. Tales términos son malos por varias razones, pero baste aquí señalar una sola: que sugieren un desarrollo argumental complicado, como el de una obra policial o de una farsa de enredos. En estos géneros la situación inicial se delinea durante largo tiempo, para que estén presentes todos los detalles que más tarde serán útiles, luego los ‘hilos’ del Argumento efectivamente se van haciendo un nudo hasta que, en la parte final, se el nudo se desenreda (se ‘descubre el pastel’ o se relata cómo fue identificado el asesino).  Lo malo es que, dentro de la realidad del desarrollo histórico del drama universal, las esas tres partes cumplen todo tipo de funciones dramáticas: las cosas pueden ya estar ‘enredadas’ desde el inicio mismo o no enredarse nunca, porque el Argumento de la obra no va por ese lado. También se usan los términos ‘presentación’, ‘desarrollo’ y ‘conclusión’, y otras variantes inexactas o defectuosas.  Nos quedaremos con Principio, Mitad y Final.

EL PRINCIPIO es la parte del principio
La parte de la obra que llamamos principio es aquella antes de la cual la obra no había comenzado (la perogrullada es de Aristóteles). El principio del Argumento como elemento aristotélico de la obra dramática comienza, entonces, con la primera imagen que vemos sobre el escenario y termina con la última imagen.

Pero una cosa es el Argumento y otra la Acción Dramática.  Que el Principio del Argumento comience con la primera imagen no quiere decir que en ese momento comience la Acción–vale decir, que comience a ejercerse ese propósito que llevará a la obra y al público de la nariz. La Acción puede comenzar más tarde que la primera imagen –esto es lo que generalmente sucede— o puede haber comenzado antes de que se iniciara la obra.

El Prólogo es la presentación de las cosas como están
Si es que la acción de la obra puede comenzar después de la primera imagen que vemos, ¿qué pito toca aquello que presenciamos entre la primera imagen y el evento con el que la Acción comienza? Pues que durante este tramo se presenta la Situación, o sea el ‘dónde’, el ‘cuándo’ y el ‘qué está pasando’ de la obra.  A este tramo le llamamos Prólogo.

La situación presentada en el prólogo es casi siempre inestable.  La peste en Tebas, la podredumbre en Dinamarca, la pelea ancestral entre familias rivales son situaciones que obviamente tienen que desembocar en algo porque no pueden quedarse como están.

Pero también el prólogo puede ser –aunque esto es menos interesante— la presentación de una situación estable que el primer evento de la acción viene a desestabilizar.  Aquí es importante que la situación estable tenga algún tipo de interés intrínseco.

El prólogo establece el Quién, el Dónde y el Cuándo
Es importantísimo remarcar aquí que, para poder entender cualquier historia y atender a lo que el autor estará tratando de contar y de comunicar, necesitamos ubicarnos en un contexto, necesitamos saber ‘dónde’ sucede la historia, ‘cuándo’ sucede cada evento y también saber, en todo momento, ‘quién es quién’. Es con frecuencia en el prólogo que el autor establece estos parámetros. Y de pronto algo comienza a suceder, vale decir que comienza a desarrollarse la Acción Dramática.

Otra opción –la más interesante y más difícil— es que el ‘quién’, ‘cuándo’ y ‘dónde’ se comiencen a revelar cuando la acción ya ha comenzado. En este caso nos daremos el gusto de ir pescando al vuelo los datos que nos van ubicando. Pero esta pesca será parte de nuestro deleite siempre y cuando no llame la atención sobre sí misma –si es que el dramaturgo no se deleita a sí mismo con ocultarle estos datos al público. 

Estos parámetros del ‘quién, dónde y cuándo’ deben estar clarísimos para el público en todo momento. No tiene ninguna gracia dejar al público sin saber quién es un personaje, dónde está y cuándo está, y hacemos esto sólo cuando no revelar estos datos es un recurso narrativo. No es válida la común idea de que ‘el público también tiene que hacer su trabajo’, y que ‘no se le debe dar todo digerido’. Que el público tenga que trabajar es ya de por sí discutible, porque nadie paga dinero por trabajar, sino que más bien cobra por ello. Pero más importante que aquello es esto: tener al público tratando de enterarse quiénes son, dónde están y cuándo están los personajes es hacerlo perder su tiempo y sus neuronas tratando de descifrar algo mundano, trivial y elemental. Mucho más valioso y meritorio es tener al público bien enterado de quiénes son, dónde están y cuándo están los personajes, para que pueda dedicarse a reflexionar acerca del drama y sus dilemas, del Tema de la obra, de su significado y de la relación entre la obra y su propia persona y entorno.  Salvo, claro, que uno no tenga Tema qué desarrollar, que el significado de su obra sea pobre y que no haya relación entre la obra y su público. Entonces, claro, dejar sin aclarar cualquier cosa puede lograr que el público ingenuo piense que es su culpa no entender nada, cuando la verdad es que no hay nada qué entender.

El prólogo termina con el Punto de Ataque
El prólogo termina cuando un evento desencadena la Acción Dramática. A ese evento lo vamos a llamar (siguiendo una útil nomenclatura propia del cine norteamericano) el ‘punto de ataque’. Idealmente éste aparece muy pronto después del inicio de la obra (el minuto cero).  Esto hace que el prólogo sea de una duración mínima –si es que existe: hay obras en las que lo primero que presenciamos es el ‘punto de ataque’.

El punto de ataque es el inicio de la Acción Dramática
Un ejemplo muy claro –entre muchísimos—de prólogo y de punto de ataque lo encontramos en el film Atracción fatal (1987). Sus primeros minutos presentan la estabilidad de la familia del protagonista. Esta estabilidad será muy pronto alterada por las intenciones seductoras del personaje encarnado por la magistral Glenn Close. La primera acción seductora eficaz que atenta contra la estabilidad de la familia es el ‘punto de ataque’.   Esto es así porque la Acción Dramática de la película es ‘recuperar la estabilidad de la familia’ y su Acción Contraria es ‘adueñarse del hombre, por casado que esté’.

La Acción Contraria es aquella fuerza principal que se opone a la Acción Dramática.  Si la AcDr es ‘matar al rey’, la Acción Contraría es ‘matar a Hamlet’.

También es cierto que la Acción Dramática y la Acción contraria son, con frecuencia, intercambiables. Vale decir que podríamos etiquetar la Acción Contraria como Acción Dramática, y viceversa.  Esta es una opción de análisis, porque escoger una u otra AcDr significa escoger entre alternativas.  Una película cuya Acción Dramática es ‘recuperar la estabilidad de la familia’ tendrá un punto de vista distinto al de una cuya AcDr es ‘adueñarse del hombre por casado que esté’.  Aquí aparece muy claramente el hecho de que escoger la Acción Dramática es un asunto artístico y no científico.

LA MITAD viene después del principio y antes del final
La mitad (la parte del medio) del Argumento es la que sigue al principio y nos lleva hasta el inicio de la parte final. Nada más se puede decir sobre esta parte media, pese a que algunos malos teóricos aducen que éste es el momento en que la trama se complica. Tal cosa no es (repito) cierta. La trama puede comenzar a ‘complicarse’ desde el principio y puede no resolverse hasta muy cerca del término mismo de la obra.

EL FINAL viene después de la mitad y continúa hasta la última imagen
El final sigue a la mitad y es la parte final de la obra, después de la cual no hay nada (y esta tercera sabia perogrullada es, también, de Aristóteles). Ojo que la parte final no es el final mismo (la última imagen de la obra), sino todo el último gran tramo, el tercio final.

Importante es señalar aquí que, en algún momento durante esta parte Final, comenzaremos a percibir que la obra está por terminar. Esto no sucede porque haya pasado suficiente tiempo desde que la obra comenzó, sino porque percibimos que la Acción Dramática está por extinguirse –está por cumplirse o por fracasar. Cuando la AcDr se extingue el Argumento termina. A partir de ese momento la obra no puede durar mucho más.

EPÍLOGO es lo que vemos cuando la Acción Dramática ya ha terminado
Igual que puede haber un momento anterior al ‘punto de ataque’ (inicio de la AcDr) que llamamos Prólogo, puede también haber un momento posterior al final de la Acción Dramática, que llamamos Epílogo.

Si la Acción Dramática es la acción concéntrica anterior a esa acción universal –y por ende inútil—que es ‘alcanzar la felicidad’, pues el Epílogo nos proporciona una visión de esta felicidad, o de cuánto se ha perdido (o ganado) al no cumplirse la AcDr.

El Epílogo contiene, pues, culminaciones argumentales que estrictamente son innecesarias pero que cumplen una importante función emocional (vemos a injustamente acusado salir libre y reunirse con su familia, o a Tom Hanks y Meg Ryan tomarse las manos al acercarse al ascensor (Sleepless in Seattle).

Durante el epílogo no aparecen obstáculos que planteen nuevos desarrollos argumentales. No aparecen conflictos por resolver. Si no hubiera epílogo, igualito podríamos contar cómo terminó la pieza (‘Hamlet le cumplió su promesa a su padre pero murió en el intento’). Pero si la obra efectivamente terminara con la muerte misma de Hamlet (como algún montaje ha hecho que suceda cortando el original) quedaríamos frustrados, ya que no vemos nada del desastre que deja la muerte de Hamlet –y el cumplimiento de la Acción Contraria (‘matar a Hamlet’).

El epílogo con alguna frecuencia define el destino posterior de los personajes o sugiere una continuación. Hay muchos ejemplos de tales epílogos, desde Edipo Rey hasta Daniela Frank y mil obras más, tanto del teatro como del cine.

Y también puede haber un INTERLUDIO
A veces aparecen tramos durante el transcurso del Argumento que quedan fuera de la Acción Dramática, tal como sucede con Prólogo y Epílogo. Estos interludios deben ser intrínsecamente interesantes (deben funcionar por el lado de la fascinación) y deben ser breves. Los coros de las tragedias griegas son interludios que llenan de espectáculo las elipsis argumentales, al mismo tiempo que aclaran significados filosóficos y poéticos. Un ejemplo más reciente de Interludio es la aparición de los festejantes en Señorita Julia. Su baile llena la elipsis en la que Julia pierde su virginidad –fuera de escena, naturalmente.


LAS TRES PARTES del Argumento y cómo distinguirlas
Surge la obvia pregunta: si las partes no tienen funciones distintas (enredar, desenredar), y si la obra es un todo continuo, ¿para qué dividirla en tres? Pues 1) para desmontar y así entender la obra mejor (una obra es cosa compleja), 2) para saber darle un desarrollo más interesante, y 3) para que el montaje de la obra cuente bien clarita la historia.

Una obra no es una construcción matemática.  Las tres partes de la obra no son, ni podrían ser, de la misma duración. Pero si el Argumento se divide en tres partes de duración asimétrica… ¿cómo se distingue entre una parte y la siguiente?  Fácil: identificando aquello que las divide.

Tienen que existir, entonces, dos momentos (dos eventos) específicos dentro del Argumento que sirven para convertir el principio en mitad, y la mitad en final: debe haber dos bisagras o pivotes de suficiente importancia como para dividir el Argumento en tres.

Los eventos pivote son anagnórisis con peripateias
Los eventos pivote, capaces de transformar una parte en la siguiente, son anagnórisis (revelaciones) que producen peripateias (transformaciones). Porque las partes son tres, serán dos, y sólo dos, los pivotes que necesitamos ubicar para definirlas.

Estos pivotes son revelaciones (anagnórisis) tan fuertes que cambian la situación que prevalece en ese momento, haciendo que el Argumento cambie de rumbo (peripateia). Los pivotes sorprenden y deleitan al público, que suponía que las cosas iban a ir por un lado y se pregunta qué es lo que ahora pasará y por qué lado irán ahora las cosas.

El punto de ataque no se cuenta como uno de los pivotes
Las características del ‘punto de ataque’ son las mismas que las del evento pivote, vale decir que es una anagnórisis que produce una peripateia –en este caso produce el rumbo en el que dirigirá toda la historia, vale decir la Acción Dramática.

Anagnórisis es descubrimiento o revelación
Una revelación, o descubrimiento (anagnórisis) es un evento por el cual un personaje descubre algo, o algo se le revela. Una anagnórisis puede ser interna: el personaje se ‘da cuenta’ de algo a través de un proceso de pensamiento o de sentimiento. Otro término, de connotación religiosa, para este tipo de anagnórisis interna es ‘epifanía’.

Pero la anagnórisis puede también ser externa, como cuando el personaje descubre algo que está fuera de él o de ella (‘¡Ay caray, mi novio en mi cama con mi mejor amiga!’).

Una anagnórisis externa siempre causa una anagnórisis interna (‘Mmm, creo que este novio no me conviene’) y causa también –esto es lo más importante—una peripateia, o transformación, ya sea en la situación (‘¡fuera de mi cama, chusma!’) o en el personaje (‘¡Tú ya no eres mi mejor amiga!’).

Otros ejemplos de anagnórisis-con-peripateia son el descubrimiento de Romeo de que está enamorado de Julieta (anagnórisis interna que lo cambia, quitándole la melancolía y la memoria de Rosalinda), o su descubrimiento de que ella es una Capuleto (anagnórisis externa, que lo vuelve intrépido), o el descubrimiento de Julieta de que ama a Romeo (anagnórisis interna, que la asusta y la arroba) o su descubrimiento de que Romeo ha matado a su primo Teobaldo (anagnórisis externa, que la hace odiar a su amado que ya es su marido)... y podríamos seguir con los ejemplos hasta siempre, porque no hay pieza que no contenga muchísimas anagnórisis-con-peripateia.  Pero para distinguir entre una parte y la otra necesitamos sólo dos. Y por ello escogemos las dos más grandes e importantes anagnórisis que producen las dos más importantes y grandes peripateias.

Hay anagnórisis de todo tamaño
Llegando a extremos se podría decir que cada frase de buen diálogo (cada réplica) produce una anagnórisis-con-peripateia, en cuanto algo se le revela a quien la escucha y en consecuencia algo –por pequeño que sea—cambia dentro de su ser. Si esto es cierto, en toda la obra tendremos cientos de anagnórisis-con-peripateias grandes, medianas y pequeñas. Y precisamente porque son tantas, debemos escoger dos, las dos más importantes, para dividir la obra en tres partes válidas.  Demás está decir que seguiremos nuestro criterio personal para escoger estas tres anagnórisis, porque –una vez más— lo que estamos haciendo es ejerciendo un arte y no practicando una tecnología.

Peripateia es transformación
Hemos visto que la transformación (peripateia) es causada por un descubrimiento. Esto es así porque en el drama nada pasa –nada se descubre—en balde. Nada sucede para que luego todo siga igual. Todo lo que sucede en el drama sucede de propósito y produce un cambio, grande o pequeño, en la situación, revelando también un aspecto más de los personajes. En la vida esto puede no ser siempre cierto, pero por eso es que la vida es aburrida.  En el drama lo contrario es cierto, todo tiene consecuencias, porque el drama no es la vida, sino una imitación de la vida, una reducción y simplificación artística de la vida, un mapa de la vida que sirve para entenderla y manejarse mejor dentro de ella.

La peripateia tiene rangos de importancia
Si peripateia es cambio, éste puede darse en diversas escalas, desde un cambio temporal de actitud hasta un cambio completo en nuestra expectativa de lo que será nuestra vida futura. Romeo comienza siendo un muchacho romántico enamorado de una linda muchacha llamada Rosalinda y en unos cuantos días está muerto por su propia mano por amor a una muchacha llamada Julieta. Julieta comienza siendo una púber con muchas ganas de casarse (y de hacer el amor) y acaba muerta por su propia mano. La ciudad de Verona comienza como un campo de batalla entre Capuletos y Montescos y acaba en perfecta paz. Todas estas peripateias suceden en cinco días pero son de muy amplio rango.

El rango de una peripateia es la distancia que espiritual que se abre entre su inicio y su final.  Una peripateia es interesante en función de su rango y su velocidad. Es tremenda la peripateia de Edipo: de rey adorado a último de los parias, todo en un solo día. El interés eterno de la Cenicienta está en su peripateia, de hermana postergada a princesa del reino. Es más difícil escribir una peripateia de amplio rango que toma poco tiempo que una peripateia pequeña y muy pausada.  La primera es mucho más interesante.

Una peripateia pequeña sería la que sufre una chica que está a punto de casarse y que termina la obra ya casada. Una obra con tan pequeña peripateia debe lucir otros atributos para ser interesante. Esperando a Godot tiene una peripateia mínima –si es que existe: Estragón y Vladimiro comienzan esperando a Godot y terminan decidiendo que seguirán esperando a Godot.  Pero igual, pero por otras razones, esta obra tiene inmenso interés.

El proceso para escoger los dos pivotes
Para dividir la obra en tres comenzaremos por escoger, de todas las anagnórisis-con-peripateia que podamos identificar, tres o cuatro de las más importantes. De estas, después de considerar todas las posibilidades, escogeremos las dos que nos parecen más importantes. Graduaremos la importancia en términos de la magnitud de los cambios que producen, siendo más grandes los cambios más permanentes y radicales.

Por ejemplo, la anagnórisis de Romeo al enterarse de que ha muerto Julieta causa un cambio no sólo en sus intenciones sino hasta en su manera de ser. Para mí, este evento es el pivote entre la Mitad y el Final. Y el anterior pivote (entre el Principio y la Mitad) es la muerte de Teobaldo, que también transforma totalmente la situación.

La división en partes no es mecánica, es una opción artística
Esta división en partes de Romeo y Julieta es opinable, por supuesto, y expresa –como cualquier otra división—determinado punto de vista respecto a la obra en su conjunto. En el caso del director de escena, escoger los dos pivotes resulta particularmente importante.

Y también es cierto que dividir el Argumento en tres partes es una de las labores de análisis que menos pueden ceñirse a un criterio técnico estricto. Como queda dicho, aquí interviene, en gran medida, el criterio artístico y personal de quien está haciendo la distinción –sea éste autor, director, actor, escenógrafo o simple lector analítico de una obra.

Cada anagnórisis es un proceso que toma su propio tiempo
Ya en términos de la escritura dramática, hace falta señalar que la anagnórisis no es un hecho instantáneo. El proceso de descubrir, de ‘darse cuenta’ incluye asimilar lo descubierto, vale decir ‘dejar de descreer’ en lo descubierto. Esto toma su tiempo.

Es obvio que asimilar el descubrimiento de que se han desplomado las dos Torres Gemelas toma más tiempo que asimilar el descubrimiento de que nuestro bus está quince minutos retrasado. Cada descubrimiento tiene una duración apropiada a su naturaleza y también apropiada a la del personaje dentro de la situación dada. Estas tres variables – importancia del descubrimiento, naturaleza personaje y situación específica— intervienen en la duración de la anagnórisis.  ¿Cuándo termina la anagnórisis? Cuando el personaje recupera su capacidad de reaccionar apropiadamente a las revelaciones que vienen. 

Hace falta representar el cambio, no contarlo
En términos de la escritura, debemos cuidar que los cambios sean visibles. Como público, no nos interesa tanto entender las cosas como son, sino entender cómo cambian. Y queremos ver el cambio personalmente, no queremos que nos cuenten que algo cambió durante el intermedio o que cambió fuera de escena. Como autores, debemos escribir los cambios para que aparezcan sobre el escenario.  Como público, queremos presenciar el cambio más que cualquier otra cosa.

Esto es así porque el Teatro, si es que sirve para algo es para ser permitirnos comprender mejor nuestro propio ser y nuestro entorno.  Y no es tan difícil, ni tan útil, comprender cómo es que las cosas son, sino más bien cómo es que las cosas cambian. 

El pivote es una bisagra, no un episodio
Y por último, hace falta enfatizar que el evento pivote es un evento que funciona como bisagra. Este evento es algo que sucede y que causa una anagnórisis.  No es un episodio, que tendría un evento a cada extremo.  Es un solo evento, aquel con el que termina una parte y aquel con el que comienza la siguiente. Por eso lo llamamos ‘pivote’.

ANALIZANDO DEL ARGUMENTO
Veremos ahora los atributos que son exigibles de cualquier Argumento de una obra de teatro que quiere contar una historia.

Los atributos del Argumento son tres
1) verosimilitud;
2) magnitud suficiente;
3) integridad.

ATRIBUTO 1: Nada es más importante que la verosimilitud
Nada hay más importante que la verosimilitud. Perdernos dentro del mundo ficticio de la obra, ‘creérnosla’ totalmente, es el deleite propio del teatro. Consecuentemente, ‘hacerlo creíble’ es nuestra principal misión como dramaturgos y como creadores de teatro (o de cine, para tal caso), cualquiera que sea nuestra especialidad.

Verosimilitud no es verismo
Que nadie piense que sólo una obra teatral dramática ‘convencional’ (Hamlet, Bodas de sangre, La puerta del cielo ) puede ser verosímil porque logra parecerse mucho a la vida real. También debe y pude ser verosímil una obra ‘abstracta’, un ‘happening’ o una ‘performance’. Estas formas no realistas crean su propio universo peculiar que funciona de acuerdo a sus propias reglas y parámetros de verosimilitud, un universo dentro del cual podemos crédulamente perder conciencia de nuestro propio tiempo y realidad.

La verosimilitud de lo estrictamente escénico (escenografía, vestuario, maquillaje) es un estudio muy importante pero ajeno a nuestra materia.  Nos importará mucho la verosimilitud de la obra dramática, y no tanto la de su realización física sobre las tablas.

Lo cierto no es necesariamente creíble y viceversa
‘Verosímil’ se deriva de ‘vero’ (verdadero) y ‘símil’ (parecido) y es la condición de ser de algo que resulta creíble. Veremos más abajito que, ni siquiera en la Vida Real, resulta que algo es creíble solamente porque es verdadero. En el arte, lo creíble sólo tiene que parecer verdadero. Verosímil es aquello que creemos verdadero porque queremos creer que es verdadero –pero verdadero ‘de mentira’, ‘verdadero’ entre comillas, ya que nunca perdemos conciencia de que estamos creyendo en algo que no es ‘de verdad’.

En la vida real (y ésta es una de las dificultades de vivir en la vida real) hay muchas cosas muy ciertas que no son creíbles y muchas muy creíbles que no son ciertas. Hay cosas que pasan que resultan ‘increíbles’ pese a que han sucedido, y hay cosas inventadas que parecen verdaderas. 

Curiosamente lo artificial y lo natural se usan como mutuos paradigmas. Escuchamos encomiar una verdadera puesta de sol diciendo que ‘parece pintada’, así como oímos encomiar la pintura naturalista de una puesta de sol diciendo que ‘parece de verdad’.

Los eventos son creíbles porque son naturales o porque son necesarios
Un Argumento es verosímil cuando sus eventos son creíbles, y esto sucede en la medida en que sus eventos son naturales o que los volvemos necesarios.  Los eventos naturales semejan las cosas como naturalmente son.  Otros eventos no semejan lo que naturalmente es o existe.  A estos tenemos que volverlos necesarios para que sean verosímiles.

Lo natural se ajusta a las cosas como son
Lo natural no contradice las normas generales de la vida real, no está opuesto a lo que consideramos ‘normal’ dentro del mundo en el que vivimos y por ello nos resulta verosímil sin tener que pensarlo dos veces.  Que un perro muerda a un hombre, por ejemplo, es algo natural.  No hace falta mucho esfuerzo para hacerlo creíble, si incluimos este evento en una ficción.  Pero que un hombre muerda a un perro no es natural, y para hacerlo verosímil tendremos que volverlo necesario. 

Dramáticamente hablando lo malo de lo natural es que resulta cotidiano, y lo cotidiano tiende a ser aburrido. Por ello las más grandes obras de todos los tiempos desarrollan eventos que no son naturales y normales. Por ejemplo matar al padre y tener hijos con la propia madre, matar al tío asesino por indicación del fantasma del padre asesinado, estar preso toda la vida y de pronto convertirse en príncipe, huir con el amado en plena boda.  Estos no son eventos ‘naturales’, no pasan todos los días. Por ello mismo son interesantes.  Pero sólo si los volverlos verosímiles.

Lo que no es natural interesa más que lo natural
Es, entonces, difícil pero provechoso salirse del terreno facilón de lo normal, ordinario y cotidiano, para internarse en el terreno fascinante pero difícil de lo extraordinario, lo excepcional. ¿Por qué difícil? Porque tenemos que imaginarlo y/o estudiarlo, porque (repito) lo extraordinario no resulta verosímil de manera natural y por eso hay que hacer un esfuerzo dramatúrgico especial para volverlo verosímil por la vía de lo necesario. Esto es difícil pero (igual que hacer el amor, según el poeta Cisneros) ‘se aprende’.

¿Por qué es provechoso salirse de lo cotidiano?  Porque creando personajes que viven circunstancias extraordinarias aprendemos algo acerca de cómo los seres humanos las enfrentan.  Y también porque mirando una obra que desenvuelve circunstancias extraordinarias aprendemos algo acerca de lo que nosotros mismos quizás haríamos, o dejaríamos de hacer si, en la Vida Real, si nos topáramos con los mismos, o parecidos, dilemas.

Lo necesario no es natural, pero lo volvemos verosímil
Necesario es aquello que, no siendo natural, se torna verosímil en virtud de algo que ha sido previamente establecido, o algo que es establecido más adelante (esto sucede cuando el evento no nos resulta del todo verosímil en el momento de presenciarlo, pero que adquiere verosimilitud gracias a que algo es revelado más adelante). 

Que un hombre salga a matar al violador y asesino de su pequeña hija es natural y por ello automáticamente verosímil. Que este mismo hombre salga a salvarle la vida a este mismo asesino no es natural pero será verosímil si lo volvemos necesario, tan necesario que nos resultaría inverosímil que no quisiera salir a salvarle la vida.

Hasta lo más inusual puede ser verosímil
En última instancia, podemos lograr que parezcan naturales los comportamientos más inusuales, si es que los preparamos y presentamos apropiadamente.

Aunque es raro, rarísimo, que una novia se escape con su antiguo amor inmediatamente después de casarse con un novio a quien quiere y admira, pues esta Novia de Bodas de sangre hace precisamente esto, y lo aceptamos perfectamente porque el gran maestro García Lorca ha vuelto necesario un evento extraordinario e inusual, y lo ha hecho mostrándonos el grado y la estirpe del amor que la Novia y Leonardo se tienen. En estas circunstancias, más bien nos sorprendería que la Novia no se fuera con Leonardo. 

Un evento inverosímil es inverosímil para todos –y esto lo vuelve verosímil
El comportamiento natural no necesita justificación porque no sorprende al público (‘todo el mundo hace lo mismo’). El comportamiento que se escapa de la norma sí sorprende.

Por ello, como todos los personajes son seres humanos como nosotros, el evento fuera de norma sorprende también a los demás personajes de la obra.

Si el único sorprendido es el público, si allá arriba en el escenario a nadie le parece curioso aquello que a nosotros de acá abajo tanto nos llama la atención, habremos entrado en el terreno de lo inverosímil. Pero si el evento o hecho extraordinario es reconocido como tal por un personaje, ese evento o hecho se volverá verosímil.

Lo fantástico resulta verosímil si es coherente
Por otro lado es posible inventar una realidad (un mundo, una sociedad) ‘especial’, que difiera mucho y hasta contradiga la realidad que conocemos. Podemos perfectamente lograr que el público se dé el gusto de creer en que las cosas caen para arriba.

Esto es posible si, en este mundo creado las cosas siempre caen para arriba y si todo aquello que depende de cómo caen las cosas obedece a este mismo principio.  La característica ineludible de una realidad inventada es su coherencia: si en este mundo las cosas caen para arriba, pues deben caer para arriba siempre. Si Súperman es indestructible, debe serlo siempre –salvo por obra de la kryptonita, ya definida como lo único que lo puede dañar.  Y la kryptonita será, por supuesto, nociva siempre para Superman.

ATRIBUTO 2: El Argumento debe ser de buen tamaño
Aristóteles señala que el Argumento debe ser de magnitud suficiente para contener la acción (contenerla en forma verosímil y completa, claro está).

A mayor rango de peripateia (a mayor transformación) mayor interés se crea en el público por el desarrollo de la historia pero también –esto es muy importante— la historia resulta más difícil de escribir. No es fácil llevar a un personaje de un extremo a otro de la experiencia humana, no es fácil hacerlo de manera verosímil en un tiempo ficticio determinado y en un tiempo natural no demasiado flexible.

A mayor peripateia, mayor extensión
Contar la historia de un personaje que recorre la experiencia humana –que va de ser rey omnipotente a mendigo expulsado—no es algo que podamos retratar verosímilmente en una o dos escenas que duran, en total, unos diez minutos. Hay demasiadas anagnórisis en esta historia, y cada una debe tomar su tiempo de acuerdo a su propia naturaleza.

Para que la peripateia que sufre un personaje sea convincentemente representada, debemos poner en escena el desarrollo del cambio. Para que un joven enamoradizo llegue a matarse (verosímilmente) tienen que haberle pasado un montón de cosas –tiene que haber sufrido muchas anagnórisis (descubrimientos), cada una causando su propia peripateia.  Cada una de estas anagnórisis-con-peripateia toma su debido tiempo.

Una obra no puede tener cualquier duración
Algunas obras son más largas que otras. ¿Por capricho del autor? No. Porque todas las historias no pueden ser convincentemente presentadas en el mismo Tiempo Natural. Esto es así porque la duración de una obra no es una opción libre: viene con la idea.  El desarrollo extenso de una idea corta resulta aburrido. El desarrollo breve de una idea larga resulta inverosímil. Hay que acertar con la ‘magnitud suficiente’ del desarrollo de la idea.

Tener una idea para una obra es concebir una acción.  ¿Cuántos minutos de tiempo natural necesita esta acción para desarrollarse verosímilmente?  Los que sean necesarios para representar verosímilmente la magnitud –grande o pequeña—de su peripateia.

Ciertas acciones necesitan un desarrollo más largo que otras porque van a llevar a uno o más personajes a través de una peripateia más amplia. Y la peripateia será más amplia en la medida en que sean más fuertes –y por ende más largas— las anagnórisis. 

Cuando la duración de la obra es obligatoria  (y obligada por un curso de dramaturgia,  un bloque de televisión, o la duración estatutaria de un corto cinematográfico) es responsabilidad del dramaturgo concebir ideas que puedan ser desarrolladas en la duración impuesta, y no ponerse a reducir o a ampliar el desarrollo de cualquier idea que pueda tener.

La magnitud es un valor, o ‘Mientras más largo, mejor’
Según Aristóteles, la magnitud (la duración, la extensión) es un valor. Ergo, dada la misma calidad intrínseca, una obra breve es menos valiosa que una obra larga. Este criterio, que yo por cierto comparto, arremete en contra de criterios a la moda que, regodeándose en la paradoja, adjudican un gran valor a la brevedad, sosteniendo que la perfección es alcanzable en cualquier dimensión (cosa cierta) y que por ende una perfección pequeña es tan valiosa como una perfección grande (cosa falsa).  Una porción pequeñísima de un perfecto pastel de manzana no es tan valiosa como una porción normal de ese mismo pastel.  Así de simples –y de gastronómicas— pueden ser las cosas del arte.

La dimensión es un tema fundamental en la escritura
Quedó dicho que existe una magnitud (extensión, duración, tamaño) óptima para cada obra de arte. Esta magnitud es, a mi entender, aquella que permite que la obra 1) adquiera o tenga la forma apropiada a su naturaleza, 2) diga o haga todo lo que puede decir o hacer, y 3) cumpla el cometido de su género.

La magnitud de una obra dramática tiene límites por ambos extremos. Su duración máxima en Tiempo Natural es aquella que nos permite, al llegar al final, tener presente el comienzo en nuestra memoria intelectual y también en nuestra memoria emocional. Y la duración mínima, creo yo, es aquella que, pese a su brevedad, nos sigue permitiendo distinguir principio, mitad y final. No nos resulta posible distinguir partes en un evento demasiado breve –el sonido de un disparo, por ejemplo, o el destello de un flash fotográfico.

Aplicando una vez más la utilísima metáfora gastronómica, un pedazo de pastel de manzana no debe ser tan grande que nos hostigue y no podamos terminar de comerlo, ni tan pequeño que no podamos saborearlo y no nos alimente.

Hay dos tipos de memoria: intelectual y emotiva
Vale la pena aquí definir dos tipos de memoria. Es memoria intelectual aquella que recuerda datos y con ello permite que la inteligencia haga conexiones entre un dato y otro. Es memoria emotiva aquella que recuerda sentimientos y que, al hacerlo, nos permite desarrollar gustos y disgustos respecto a personas, eventos y cosas.

En nuestra memoria emotiva se acumulan los sentimientos que vamos teniendo a través de cierto tramo de nuestra experiencia. Por esto nuestra reacción a una noticia o novedad puede variar diametralmente dependiendo del estado de ánimo en el que estamos.

La continuidad emocional es crucial
También por esto –y éste es un tema muy importante para los actores—el estado de ánimo en el que se encuentra un personaje en determinado momento debe ser cuidadosamente establecido. Un personaje se va transformando –o quizás lo vamos conociendo mejor—a medida que atraviesa su peripateia. Ningún evento –ni siquiera el primero de la obra— se precipita sobre el personaje mientras este se encuentra en un vacío emocional. Algo siempre le ha sucedido al personaje antes de sufrir ese evento que lo ha puesto en el presente estado de ánimo. Todo lo que le llueve a un personaje, le llueve sobre mojado.

No debemos, entonces, escribir (ni menos actuar) personajes que llegan a cada escena como si llegaran de la nada. Más bien escribamos personajes en quienes las experiencias se van acumulando, para así lograr una verosímil continuidad emocional.

ATRIBUTO 3: El Argumento tiene integridad
Entendamos por ‘integridad’ cierto inevitable orden que adquiere la secuencia de eventos de un buen Argumento. Vale decir, ningún evento de un Argumento puede ni debe ser mudable (cambiable de lugar dentro de la obra), permutable (intercambiable con otro evento de la obra) substituible (reemplazable por un evento distinto) o elimi¬nable (cortable) sin causarle daño el conjunto –y esto último es lo verdaderamente importante.

Lo anterior se refiere a un Argumento ya terminado, por supuesto, a una obra ya oleada y sacramentada, porque durante el proceso de escritura de una obra es normal y enfáticamente aconsejable mudar, permutar, sustituir y eliminar eventos. Y agregar eventos también, por supuesto.  En realidad, quizás recién tendremos un Argumento totalmente terminado cuando ya no podamos mudar, permutar, sustituir o eliminar ningún evento más.

Aprender a escribir es aprender a cambiar cosas
Aprender dramaturgia es aprender a manejar el material que hemos inventado, y que tenemos entre manos, como si fuera arcilla, mudando, permutando, sustituyendo y eli-minando lo que haga falta, escribiendo y reescribiendo hasta encontrar el texto que queríamos escribir.  Y debemos tener presente siempre, con la mayor disciplina, que nada de lo escrito es permanente.  Nada está cincelado en piedra.  Nada es un pie forzado ni obligado.  Todo puede cambiar siempre.  Ninguna idea propia es sagrada (con las ideas ajenas la cosa es relativa).  Y ninguna idea, por antigua que sea dentro del proceso de escritura, debe estar a salvo de ser cambiada o de desaparecer. 

Cambiar cosas en los textos clásicos no es necesariamente violentarlos
También, por supuesto, hay obras maestras en las que debemos, para montarlas, mudar, permutar y eliminar eventos (mas nunca sustituirlos ni agregarlos). Pero no lo haremos por capricho, sino para que la obra siga diciéndonos a nosotros lo mismo que le dijo a su público original.  Hamlet es un buen ejemplo de la necesidad de cortar y permutar para lograr un buen montaje, ya que su duración completa es de cuatro horas con diez minutos –cosa insólita hasta para Shakespeare, cuyas obras duraban unas dos horas en pro¬medio (como ya hemos visto al tratar Tiempo Natural).

DESMONTANDO EL ARGUMENTO
Para escribir y para analizar una obra es bueno ver cómo está organizada la narración dramática.  Esta narración ésta hecha de eventos que han sucedido, o suceden, en cierto momento. Por ello es útil clasificar los eventos de la narración dramática según dos criterios: 1) cuándo suceden; y 2) cuándo nos ente¬ramos de que suceden.

Todo lo contado es Narrativa que contiene Historia Anterior, Argumento y Fábula
La obra dramática relata eventos.  Todos son necesarios para contar la historia cabalmente.  Pero no podemos ponerlos todos en escena, porque nos falta Tiempo Natural.  Por eso, algunos eventos los presenciamos y a otros eventos los conocemos ‘de oídas’.

Hay dos tipos de eventos ‘de oídas’. Los que pasaron antes de que la obra comen¬zara y los que suceden durante su transcurso.

Miremos un esquema gráfico: el tiempo fluye de izquierda a derecha y los eventos están en tres carriles: Carril 1: Narrativa; Carril 2: Historia Anterior, seguida de Argumento; y Carril 3: Fábula.

Carril 1 |<<<<<<<<<<<<<<N A R R A T I V A>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>|

Carril 2 |<....H I S T O R I A....><______ Argumento______________ >|
                                                     
Carril 3 |                             __        __    F Á B U L A   __ 

Carril 1) NARRATIVA.  Llamamos Narrativa al conjunto de todos los eventos que la obra cuenta, puestos en orden cronológico partiendo del más remoto y llegando hasta el evento final del Argumento, aparezcan o no aparezcan en escena.  Esta Narrativa está hecha de Historia, de Argumento y de Fábula, vale decir de todo lo que va a ser contado.

Carril 2) HISTORIA ANTERIOR. La Historia Anterior incluye aquellos eventos de la Narrativa que sucedieron antes de que comenzara el Argumento. Nótese que Historia Anterior y Argumento están en el mismo carril. Esto es así porque, si nos ponemos a contar todo lo contable (la Narrativa), en cierto momento la Historia Anterior se convertirá en Argumento, vale decir los hechos dejarán de ser referidos y comenzaremos a presenciarlos.

Carril 3) FÁBULA. Los eventos en Fábula son aquellos que suceden durante el transcurso del Argumento pero que no presenciamos.  También son Fábula los eventos que están sucediendo durante ese transcurso, pero que suceden fuera de escena.

Los eventos de la Historia Anterior y los de la Fábula son aludidos.  La diferencia entre ellos está en cuándo suceden.  Los eventos en Historia Anterior sucedieron antes de que comenzara el Argumento, los eventos en Fábula suceden durante el Argumento.

La Narrativa se monta sumando todo
Si encajamos los eventos de la Fábula en sus respectivos momentos dentro del Argumento, y si pegamos este enriquecido Argumento a continuación de los eventos de la Historia Anterior, tendremos la suma de todo lo contado. Esta serie de eventos, puestos en estricto orden cronológico a partir del más remoto, es la Narrativa, vale decir la suma total de TODO, con todos los patitos (eventos) de todos los colores (tipos) puestos en fila.

La Narrativa es, por cierto, una construcción teórica y analítica, no necesariamente una obra de arte. Sirve (como todo lo que estas páginas tratan de impartir) para mejor analizar la obra, o escribirla, o ponerla en escena, o actuar en ella. Pero antes que nada –y mejor que nada— sirve para organizar, en el cerebro del autor, el proceso de escribir su obra.

Un ejemplo de Narrativa minuciosa
‘Hace muchos años Capuletos y Montescos comenzaron a matarse mutuamente en son de venganza. El actual Príncipe ha tratado de detener esta guerra, sin lograrlo. Hija única del patriarca Capuleto es Julieta. Hijo favorito de los Montescos es Romeo. Una mañana de domingo, en la plaza del mercado de Verona, surge una pelea más entre las dos familias.  El Príncipe la detiene bajo amenaza de muerte. Luego llega Romeo con mal de amores y sus amigos lo animan a filtrarse en una fiesta de los Capuletos. Esta hazaña no está exenta de peligro, porque los Capuleto…

Lo que sigue cuenta muchos eventos: el enamoramiento de Julieta y Romeo, su matrimonio secreto, la muerte de Mercutio, el exilio de Romeo, la falsa muerte de Julieta, la falla en la entrega de la carta a Romeo (en la obra, este es un evento ‘en Fábula’) hasta llegar al día en el que Romeo regresa de Mantua, mueren Romeo, Julieta y Paris, y...

‘...el Príncipe, con los cadáveres de los tres jóvenes delante, exige a los patriarcas de las dos familias enemigas que se reconcilien ahora y para siempre. La tragedia es tan grande que las dos familias se amistan de buena gana’.

Fin de la Narrativa.  En algunos casos puede decirse que la Narrativa termina después de la obra, cuando dentro de la obra se predicen eventos que indudablemente habrán de ocurrir, tales como erigir las estatuas de Romeo y Julieta, o enterrar a Hamlet.

La Narrativa es una madre prolífica
La Narrativa es el ‘relato madre’ de una obra pero por eso mismo es la posible madre de muchas obras. Por su propia naturaleza, una Narrativa contiene muchas obras. A partir de la Narrativa de Romeo y Julieta podríamos escribir otras obras con distintas acciones dramáticas. Edipo Rey contiene por lo menos dos estupendos argumentos protagonizados por el Esclavo Pastor y Yocasta, que podría ser otras tantas obras, cada una con su propia Acción Dramática. Por ende, es parte del buen ejercicio del dramaturgo preguntarse, después de haber construido la Narrativa de su obra si acaso no habrá varias obras escondidas dentro de su Narrativa.  Y preguntarse cuál de todas es la que verdaderamente quiere escribir.  Este ejercicio con frecuencia proporciona agradables sorpresas.

El famoso ‘tratamiento’ cinematográfico es una Narrativa
En la industria del cine y de la televisión se usa elaborar una Narrativa como paso previo a la escritura de un guión. Se le llama –sabe Dios por qué—Tratamiento (término castellano que viene del inglés treatment, término inglés de igualmente misterioso origen). El significado que se le da al término Tratamiento es ‘descripción en prosa de los eventos del film’, vale decir una narración, en tiempo presente, de la futura película.

Es vital usar el tiempo presente del verbo
Vale la pena mencionar aquí que cualquier tipo de tratamiento, idea, historia o material destinado a un uso dramático debe ser escrito siempre en tiempo presente. Nunca en pasado y menos aún en futuro –ni siquiera por momentos.

Esto es importante porque el producto final, ya sea teatro o film, estará sucediendo delante de nuestros ojos.  Lo viviremos en tiempo presente y es bueno comenzar a usar el tiempo presente desde que escribimos la idea de la obra. Y es bueno que el lector de la Narrativa de un film se la imagine como que está viéndola en tiempo presente.

La Historia Anterior es todo lo que pasó antes de que comenzara la obra
La Historia Anterior –que es, igual que todo, parte de la Narrativa— se inicia con la Narrativa y termina cuando comienza el Argumento. La Historia se convierte en Argumento.

Un ejemplo de Historia Anterior
La Historia Anterior de Romeo y Julieta comienza con la Narrativa, o más bien es parte de la Narrativa: ‘Hace muchos años Capuletos y Montescos comenzaron a matarse mutuamente en son de venganza. El actual Príncipe ha tratado de detener esta guerra…’

Y Narrativa e Historia Anterior siguen siendo la misma cosa hasta que… “Una mañana de domingo, en la plaza del mercado de Verona, surge una pelea más entre las dos familias’.

Con este evento de la pelea comienza la obra, con este evento la Historia Anterior se convierte en Argumento, esa ‘serie de eventos que presenciamos sobre el escenario’. Comenzará la Acción Dramática poco después, cuando el Príncipe prohíba la guerra entre Capuletos y Montescos para reconciliar a las familias enemigas.  Shakespeare ha querido dejar en Historia Anterior aquello de Romeo paseando por los bosques muerto de rabia y pena porque Rosalinda no quiere nada con él. Shakespeare podría haber comenzado su obra con esto, pero no lo hizo. Comenzó por la pelea. Y esta fue una buena decisión.

El Argumento es lo que vemos sobre el escenario
Cuando, en la vida real, uno le pide a alguien que le cuente ‘el argumento’ de una obra, el amigo entenderá esta palabra en su significado coloquial y nos contará, en forma libre, lo que conocemos como Argumento mezclado con Fábula y con Historia Anterior. Vale decir que nos contará la Narrativa de la película.  Pero para nuestro uso lingüístico, Argumento es solamente aquello que presenciamos ocurrir sobre el escenario.

La situación es lo que existe al comenzar
Hemos visto que cuando comienza el Argumento ya existe un ‘estado de cosas’, Agreguemos ahora que ese estado de cosas es el resultado de algo que pasó en un Tiempo Ficticio anterior al Argumento –es decir durante la Historia Anterior. Esta situación inicial es la materia del Prólogo y es generalmente una situación inestable, preñada de futuro. ‘Algo va a suceder aquí’ transmite el prólogo. Y algo sucede porque si no, no hay obra.

Las obras dramáticas miran al futuro
Ese futuro implícito en la situación comienza a desembalsarse cuando aparece la Acción Dramática.  Mientras transcurre el futuro será cambiante, e irá siendo conocido por nosotros a medida que vayamos presenciando el Argumento. El grado de interés que tengamos en conocer el final de ese futuro nos mantendrá interesados en la obra.

Todo en el Argumento es cambio
La situación inicial (el Prólogo) termina, como hemos visto más arriba, con un evento que desata la Acción Dramática (aquella voluntad principal que va a mover el Argumento).

Desde este Punto de Ataque en adelante el Argumento es, como hemos visto, una situación en permanente estado de cambio. Cada evento, por mínimo que sea, altera la situación que los personajes están viviendo. Cuando Romeo estaba enamorado de Rosalinda se encontraba en cierta situación que cambia cuando se enamora de Julieta, vuelve a cambiar cuando se entera de que ella es una Capuleto, cambia otra vez cuando sabe que Julieta también lo ama, para cambiar nuevamente cuando Fray Lorenzo le ofrece casarlo, y así sucesivamente, la situación de Romeo cambia con cada evento que causa o que sufre, hasta que cambia para siempre con su muerte (la única ‘situación estable’ que existe).

Si se examina el párrafo anterior, se ve que las situaciones no cambian porque sí, ni en cualquier momento, sino porque suceden eventos ante los cuales los personajes toman decisiones, y no de manera arbitraria, sino guiados por propósitos definidos y conscientes.  Todos estos propósitos se organizan alrededor de la Acción Dramática.

Hay eventos en Fábula que ya han sucedido
Un fraile franciscano, mensajero de Fray Lorenzo, le cuenta (en escena) qué fue lo que pasó que impidió la llegada a Mantua de una carta crucial para Romeo.  Este evento (el fracaso de la misión) está ‘en Fábula’ y sucedió antes de ser narrado.

Hay eventos en Fábula que están sucediendo ahora
Hay eventos a los que se alude mientras están sucediendo fuera de escena. Mercutio dice “una vela, una vela” aludiendo al tamaño de la Nodriza (gorda como un barco) y a su tocado.  Nosotros no la vemos todavía, pero ellos ya la han visto.

Los eventos en Fábula pueden ser de gran importancia. Romeo no recibe la carta de Fray Lorenzo.  ¿Hay algo más importante? Por esto, y sólo esto, la pareja termina muerta.

Lo visto es más fuerte que lo aludido
La calidad de la escritura es crucial para los eventos en Fábula. Debemos ‘ver’ los eventos no vistos. Pocas descripciones más impresionantes que la que hace el Mensajero de Palacio de la forma cómo Edipo se saca los ojos.

Así y todo, los eventos en Fábula y en Historia Anterior sufren de una intrínseca debilidad: no son presenciados. Pueden ser aludidos en detalle, hasta descritos, pero no son vistos, y los eventos presenciados son más fuertes –y tienen mayor recordación- que los aludidos. Debemos, entonces, poner en escena, para que sea presenciado, todo lo posible de ser puesto en escena, sin dejar nada importante para que ocurra durante el intermedio.

Del evento ausente no se oye ni la tos
Decimos que está ‘ausente’ un evento cuando, siendo parte del desarrollo natural o necesario de los hechos, no aparece como Historia Anterior ni como Fábula ni menos en el Argumento. El Evento Ausente es un evento virtual al que ni siquiera se alude verbalmente, ya sea porque es sabido, porque es fácilmente colegido o simplemente porque es aburrido. Un ejemplo notorio de evento ausente es la bendición del matrimonio entre Romeo y Julieta, ocurrida en la celda de Fray Lorenzo. No se hace nunca referencia a este evento, pese a ser importantísimo –lo incluiríamos en la Narrativa—, pese a que ha sido anunciado, pese a que presenciamos los instantes anteriores, pese a que se conocen sus consecuencias y, por ende, tiene que haber ocurrido. Nadie, sin embargo, lo menciona.

Estos eventos ausentes suceden, por supuesto, durante una elipsis –vale decir durante ese salto de Tiempo Ficticio que se da entre una escena y otra.

La cuestión es qué poner dónde
Vemos, al desmontar una obra, algunos eventos son Argumento (son presenciados), algunos son Historia Anterior (son aludidos como que sucedieron en un tiempo anterior al inicio del Argumento) y otros son Fábula (aludidos que están sucediendo ahora).  Vemos también que algunos eventos son demasiado obvios como para siquiera escribirlos.

Hemos visto anteriormente que todos estos tipos de eventos pueden ser alineados cronológicamente para que, juntos, conformen la Narrativa de toda la obra.

Es, entonces –como ya mencionamos y veremos luego en detalle—labor clave del dramaturgo decidir cuáles partes de su Narrativa –de aquello que quiere contar—son de cuál tipo.  El proceso de escribir una obra es, en buena parte, resolver este tema.  Y el dramaturgo y el guionista se pasarán la vida decidiendo cuáles eventos de su Narrativa van en Historia Anterior, cuáles aparecen como Argumento y cuáles se quedan a nivel de Fábula.

Aquí termina el desmontaje de cómo ponemos en escena todo lo que tenemos por contar.

LA CATARSIS
Aquí algunas notas sobre este curioso efecto atribuido a la antigua tragedia que ha tenido un interesante desarrollo a través del tiempo.  Y además es un concepto útil.

La catarsis es famosa por malos motivos
Para terminar con nuestro análisis aristotélico del elemento Argumento veremos Catarsis. Esta Catarsis sería el resultado de presenciar los eventos del Argumento.

La catarsis para Aristóteles es casi nada
Aristóteles menciona en la Poética la posibilidad de que se efectúe en el público una catarsis (purgación) de sentimientos al presenciar una tragedia. Esta purgación sería parte de su propósito, ya que es la parte final de su definición.

Según la definición de Aristóteles, “la tragedia es la imitación de una acción que es completa, de cierta magnitud, en buen lenguaje, actuada y no contada, y que mediante el terror y la piedad lleva a cabo la purgación de tales sentimientos”.

Esto querría decir que, al haber ejercido su capacidad de sentir terror y piedad, el público sale del teatro purificado, mejor persona de la que entró.

La parquedad de Aristóteles es extrema en cuanto a la catarsis –usa la palabra solamente dos veces, y la segunda vez la usa en el sentido médico.  Este y otros factores nos llevan a pensar que Aristóteles no estaba teorizando de manera pura sino inventando con desgano una justificación moral para validar a la tragedia como un ejercicio artístico legítimo. Él estaba enseñando dentro de un clima filosófico dominado por Platón, enemigo del arte en general, y sobre todo de la tragedia porque causaba sentimientos fuertes.

‘Catarsis’ ya no es una palabra inocente
El término ‘catarsis’ y sus interpretaciones han tenido graves repercusiones a través de los siglos. De este término se deriva la antigua idea de que el teatro debe tener propósito moral, debe siempre servir para que el público aprenda algo moral o socialmente útil.

Esto de la catarsis también tiene consecuencias políticas
Este propósito no artístico sino social o moral adjudicado al teatro lo saca del terreno del arte y lo convierte en Agente del Bien, cualquiera que sea la definición de ‘Bien’ por la que se opte. Todos los movimientos políticos de la Historia han recurrido al teatro (y más modernamente también al cine) para sacar adelante sus propósitos. Y podemos constatar fácilmente que todas las obras cuyo propósito principal es impartir una consigna a través de sentimientos o de la expresión de un ‘mensaje’ han sido, y siempre serán, muy malas. 

La mejor interpretación moderna de catarsis es ‘interna a la obra’
Una lectura moderna de ‘catarsis’ (tal como Aristóteles la usa en la Poética) ubica el terror y la piedad como emociones que se dan sobre el escenario. Vale decir que son los personajes de la tragedia –ellos, allá arriba— quienes sufren piedad y terror. Esto nos lleva a lo obvio: que los espectadores, al ver sufrir piedad y terror, sufren también una ‘imitación’ de esas emociones. Pero que los espectadores queden ‘purgados’, es muy otro asunto.

La catarsis –sea lo que fuere— tiene su parte buena
Dejando de lado, entonces, aquello de la benéfica purgación, nos queda el hecho cierto de que existe una vinculación emocional entre el público y lo que pasa en la obra. El espectáculo dramático causa emociones en el público por su propia naturaleza. El público sufre emociones –no importa cuáles, ni si las sufre poco o mucho —porque le están contando una historia en la que alguien quiere algo. El público se identifica con ese ‘alguien’. A ese ‘tomar partido’ –esto es muy importante—le llamamos ‘empatía’. 

Todo el teatro dramático causa empatía
Bertolt Brecht,  temeroso de que el teatro aristotélico/emotivo –que él consideraba sentimental—obnubilara al público, ‘inventó’ el efecto de distanciamiento.  Si de algo sirve esta invención es para demostrar (pace, Bertolt) la validez del análisis aristotélico: si el teatro no tuviera –por su propia naturaleza y no por estar mal escrito—capacidad de emocionar y tendencia a hacerlo, Brecht no hubiera necesitado ‘des-emocionar’ al público. Si fuera fácil (provoca decir ‘si fuera posible’) escribir obras dramáticas que no emocionaran, Brecht las hubiera escrito sin tener que inventar tantos y tan complicados métodos de ‘distanciamiento’ para acabar, a la larga, no logrando escribir obras frías ni historias ‘distanciadas’. Las cosas son como son y el teatro dramático emociona sencillamente porque tiene que contener historias con propósitos y conflictos, y el ser humano no puede resistirse a tomar partido cuando de propósitos y conflictos se trata. Y tomar partido es emocionarse. Así de fácil y sencilla es, en realidad, la cosa.

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SEGUNDO ELEMENTO: PERSONAJE

El Personaje es…
El Personaje es el agente que, ejerciendo su voluntad, produce los eventos que van formando el Argumento.

El personaje tiene cinco atributos: ficticio, eficaz, apropiado, reconocible y consecuente.

Ficticio: por más que haya sido o sea real, un personaje no es una persona verdadera. Cuando alguien haga la película de terror que el caso Vladimiro Montesinos merece, obviamente no será Montesinos quien encarne a Montesinos sino otra persona.  Habrá aparecido entonces un Montesinos ficticio. Las repercusiones de este deslinde son muy importantes, sobre todo en el campo de la libertad artística del dramaturgo que se interna en el azaroso terreno de la obra histórica –pero esto es tema de legislación, más que de dramaturgia.  Baste decir que, cuando escribimos de nuestra cabeza el texto que un personaje dice, estamos inventando al personaje, por más que éste sea verdadero.  Esto también es cierto cuando un personaje aparece como sí mismo en una obra de teatro: al ponerse dentro de un contexto ficticio –al entrar dentro de una ficción—estará su propia persona para ponerse a representar –curiosamente y aunque no lo desee—su propia persona.

Eficaz: lo que el personaje hace es producto de lo que quiere lograr.  El personaje es eficaz en la medida en que su voluntad causa eventos, por pequeños que estos sean.

Apropiado: los propósitos del personaje son compatibles con su naturaleza y su personalidad. Un banquero franco e inocente se comporta como banquero franco e inocente todo el tiempo y no se le ocurre, por ejemplo, robar un banco a punta de pistola.  Si roba el banco, será porque ese comportamiento fue vuelto verosímil por la vía de lo necesario.

Reconocible: la naturaleza del personaje tiene eco dentro de nuestra experiencia. No necesariamente debamos conocer a alguien igualito al personaje. Basta con que podamos ‘reconocer’ al personaje por nuestro conocimiento de sus rasgos de personalidad.

Hasta los más fantásticos personajes de la ciencia ficción tienen características de personalidad congruentes con las de los seres humanos y, por ello, son ‘reconocibles’. No parece posible aceptar como verosímil algo que no tenga referencia con lo conocido.

Consecuente: las voluntades del personaje tienen continuidad a través del Argumento. Un personaje errático debe serlo consecuentemente, debe ser errático siempre.

Para analizarlo, el Personaje se desmonta
Es útil para la escritura dramática, para el análisis de un personaje y para el montaje de una obra, desagregar eso que llamamos Personaje en sus cuatro elementos constitutivos que al parecer son 1) Papel, 2) Persona, 3) Personalidad y 4) Rol.

En el habla cotidiana intercambiamos los vocablos personaje, papel y rol, pero para poder entendernos ahora le asignamos a cada término un significado específico.

Papel es todo el material escrito que atañe a una persona ficticia –texto, acotaciones y referencias a este ser ficticio. El papel existe en el papel, esas hojas que contienen lo que hemos inventado para que alguien lo interprete. Lo que hay allí es una persona ficticia que tiene determinada personalidad, ejerce voluntades, realiza eventos y asume roles dentro de un Argumento. Al Papel, lo único que le falta para ser Personaje es quien lo encarne.

Persona es el ser humano real y concreto que encarna el Papel. La ‘persona’ tiene, igual que el ‘papel’, una ‘personalidad’.

Personalidad es el conjunto de atributos –los expresamos mediante adjetivos y adverbios—que tanto Persona como Papel ostentan.

La Personalidad tiene atributos externos e internos
Los atributos externos de personalidad son percibidos por los sentidos (la vemos rubia, lo olemos sudoroso, la escuchamos tierna, lo sentimos caliente, la saboreamos salada).  En el Papel, estos atributos están escritos.  En la Persona, los percibimos directamente.

Los atributos internos de la personalidad los derivamos de los eventos que causa o deja de causar, de la forma como habla, sus opiniones, las opciones que toma, cómo resuelve sus dilemas.  En el Papel, estos elementos de personalidad interna están escritos o los conjeturamos de lo escrito.  En cuanto a la Persona –el actor que interpreta el papel—no es importante que efectivamente tenga los atributos de personalidad interna que el papel ostenta: basta que parezca tenerlos y que comprenda y pueda expresar lo que son.

Personalidad y Argumento son huevo y gallina
¿Cómo nos enteramos de que un papel es dubitativo, bromista o temerario? Pues por lo que decide y la forma en que lo decide, vale decir por los eventos que causa durante el Argumento (las cosas que hace) y sus reacciones a los eventos que lo involucran. También, por supuesto, lo conocemos por los eventos que deja de causar (Hamlet).

Los eventos que el papel causa o deja de causar son parte del Argumento. Por ello podemos decir que el el Argumento lo que define la personalidad interna del papel.

Pero sucede que sólo esta personalidad interna específica sería capaz de causar los eventos del Argumento. Los eventos, entonces, definen la personalidad interna, y la personalidad interna define el Argumento.  ¿Es que el papel define la personalidad, o es acso viceversa? Esta es una situación de huevo y gallina que no vale la pena explorar demasiado.  Quedémonos con que Argumento y Personaje son parte de una y la misma cosa.

Para más abundamiento digamos que la obra Hamlet puede tener el Argumento que tiene porque el personaje Hamlet tiene una personalidad dubitativa. Si Hamlet no se la pasara dudando, el Argumento sería otro.  Aquello que para Hamlet es un gran dilema, pues Laertes lo haría fácilmente y para Fortinbras sería pan comido.  Para que Hamlet tuviera la personalidad interna de Fortinbras la obra tendría que ser otra.  Podría tener la misma Acción Dramática pero desarrollaría un Argumento en el que el príncipe Fortinbras nunca dudaría de matar al Rey.

De todo esto se desprende que no podemos hacer un análisis de personalidad sin antes o simultáneamente analizar el Argumento y también, por supuesto, viceversa.

Definir personalidades es complicadillo
La personalidad que derivamos del papel es principalmente la personalidad interna, porque material tenemos de sobra: pensamientos, decisiones, actitudes, reacciones.

No sucede lo mismo con la personalidad externa. Los datos en el papel son pocos y están en las acotaciones y en menciones ocasionales. En el teatro clásico –donde las acotaciones son sumarias o inexistentes—tenemos que apelar a nuestra imaginación y buen criterio teatral para definir personalidades externas, examinando el texto en gran detalle.

Separar atributos no es tan fácil
No debemos clasificar atributos externos como internos, y viceversa. Confundirlos es más fácil de lo que parece, porque hay 1) atributos internos que se revelan a través de actitudes externas (por ejemplo la timidez –atributo interno— es revelada por una posición del cuerpo) y 2) hay atributos externos que se revelan solamente por necesidad de la acción o por la naturaleza específica del papel –son conocidas las características corporales –jamás mencionadas en el texto—de un torero o de un luchador de sumo.

La descripción en abstracto puede ser una falacia
Con frecuencia la descripción en el papel de un Papel –usual ejercicio previo a la creación de un Argumento—contiene características interesantes y sutiles que son siempre expresadas usando bonitos adjetivos y adverbios. Pero a la hora de leer la obra, con frecuencia esas características están ausentes. Esto alude a la extrema dificultad de inventar una personalidad sin estar inventando simultáneamente el Argumento en el que esa personalidad se desarrolla. Las características de personalidad son producto de la Acción.

El personaje es una conjunción
El Personaje es la conjunción de Persona y Papel. Es el Papel representando por una Persona –por lo general un actor.  Es esta conjunción –y no el Papel solamente— lo que el público percibe.  De allí la importancia vital del buen casting.

Este concepto de conjunción implica que hay tantos personajes Hamlet como actores representen ese Papel. El Hamlet de Branagh es muy distinto al de Olivier, al de Burton, al de Gielgud, al de Jean-Louis Barrault, al de Saba, al de Vega y al de Odar.  Es más, la ‘creación’ de un papel –su primera representación—puede ‘marcar’ el papel de tal forma que se establezca una tradición. Son los casos del propio Hamlet (en tiempos modernos), de Blanche Dubois y de Willy Loman, entre muchos otros.

Rol es el último elemento constitutivo del Personaje.  Rol es la manera de comportarse y de relacionarse —la de un papel, un personaje o una persona— apropiadamente a 1) la situación en que se encuentra y 2) sus propios propósitos. Esto último es importante: el sujeto persigue algo al comportarse y relacionarse de cierta forma.

Romeo aparece en la obra como un joven melancólico, perdidamente enamorado de Rosalinda. Evidentemente no está fingiendo, no está ‘haciendo como que sufre’, sino que está sufriendo de verdad. Pero ¿hasta qué punto se está portando de una forma totalmente natural e inocente? ¿Es que no desea ser reconocido como ‘sufriente enamorado’ para ser, por ejemplo, consolado? ¿No es quizás que no está solamente sufriendo, sino también queriendo parecer sufriente? Estamos aquí en el reino de la interpretación, pero valga este Romeo del inicio de la obra como ejemplo de un personaje que ejerce un Rol.

Más adelante Mercutio quiere sacarlo de ese rol y, para lograrlo, lo convence de colarse en la fiesta de los Capuletos. Una vez allí, Romeo se enamora de Julieta. Cuando le habla, ¿acaso no se mete en el rol de ‘enamorado romántico’? Romeo no está jugando este rol cínicamente –vemos y sentimos cómo y cuánto se está enamorando— pero no se porta como se portó con Mercutio, cuando estaba en el rol de ‘amigo’ o de ‘compinche’.

Jugar roles no es señal de falsedad o hipocresía: es algo natural en los seres humanos. ¿Acaso Romeo podría enamorarla –acaso uno puede enamorar— en rol de ‘mejor amigo’? ¿Puede Romeo dirigirse a Julieta usando el lenguaje y las actitudes que usa con su grupo de amigos? Romeo asume el rol de ‘enamorado’ instintivamente. Como lo hacemos todos cada vez que jugamos nuestros roles de cada día, durante todo el día.

La vida sin roles no es vida
Jugamos sucesivos roles acordes con la situación en que estamos y los propósitos –por leves y sencillos que sean—que perseguimos. Somos y nos comportamos, en el momento que corresponde, como hijo o hija, compañero o compañera de estudios, pareja de nuestra pareja, amigo o amiga del barrio o del colegio, sobrino o sobrina, tía o tío, etcétera. Y pasamos de un rol a otro sin siquiera darnos cuenta.

Pero si nuestro Yo juega roles todo el día, ¿cuál es nuestro Yo verdadero? ¿En qué momento somos nosotros mismos? Pues solamente cuando estamos solos, que es cuando no tenemos una situación a la cual adaptarnos, ni una persona o varias ante quiénes jugar el rol apropiado para conseguir determinado fin.

El momento a solas es siempre creíble
Porque en la vida real no jugamos roles cuando estamos a solas, el público cree a pie juntillas todo lo que el personaje hace o dice cuando no tiene ante quién jugar un rol.

Después del baile Romeo se cuela en el huerto de los Capuleto y, por azar, sorprende a una Julieta tan totalmente enamorada que habla consigo misma y con un imaginario Romeo. No solamente Romeo sino también nosotros le creemos todo lo que dice. Está diciendo que ama a Romeo. Cuando Romeo revela que ha escuchado aquello, Julieta tiene que admitir que lo que ha dicho es verdad –tiene que admitirlo porque no podría ser de otra forma. Pero Julieta hace más: le confiesa a Romeo que con gusto negaría sus sentimientos (con gusto jugaría un rol) como lo hacen todas las jóvenes. Pero ella ya no puede hacerlo (no puede jugar el rol de ‘jovencita difícil’) porque Romeo ya se ha enterado de sus sentimientos. Opta, entonces, por confesarlos, gozando del amor correspondido y ahorrándose el fastidio de jugar los roles de la joven indiferente y detallosa.

En el teatro clásico los soliloquios son una vía estupenda para comprender el pensamiento verdadero del personaje. Hamlet, o Segismundo, cuando están a solas, no dicen ni más ni menos que lo que están verdaderamente pensando, y porque están solos creemos que eso que dicen tiene que ser la pura verdad de lo que están pensando.

No es posible lograr que el público tome como mentira lo que un personaje expresa a solas. ¿Por qué, para qué, y ante quién mentiría?  A solas, lo expresado es la pura verdad.

La verosimilitud del personaje
Hay otros factores más que atañen a la verosimilitud de un personaje.  Conviene tomarlos muy en cuenta.

Un personaje es verosímil aunque no sea típico
Nuestra cultura está anegada de ‘ciencias’ que, según algunos, no son verdaderamente científicas, entre ellas la psicología social, la sociología, la antropología y todas sus variantes. Algunos incluyen en esta lista a la psicología y a la psiquiatría analítica (el psicoanálisis freudiano) que, según algunos, no es una ciencia sino una poética.

Simplificando mucho, diré que las ‘ciencias sociales’ estudian las características de los individuos de determinado grupo humano para definir al ser humano típico de dicho grupo.

Tal es la influencia de las ciencias sociales que con frecuencia los científicos sociales intentan descalificar la verosimilitud de nuestros personajes diciéndonos, por ejemplo, que “una pituca de Miraflores no haría eso” o “una campesina de Ayacucho jamás aceptaría tal cosa”. Lo que estas descalificaciones olvidan es que nuestro arte no busca representar individuos en todo acordes con el perfil que las estadísticas definen. Busca más bien crear personajes excepcionales, que no caben dentro de esas estadísticas. Y si bien una pituca de Miraflores estadísticamente típica –si es que existe tal cosa—no haría lo que hemos escrito, nuestra pituca miraflorina, esta que hemos escrito, sí lo haría, porque su personalidad es específica –como son todas las personalidades interesantes de todos los papeles escritos en todos los tiempos.  ¿O acaso Hamlet es el típico príncipe danés, o Nora la típica esposa sueca?

Dicho lo anterior, importa señalar que cualquier personaje, por atípico e individual que sea, debe seguir perteneciendo –porque no es marciano—a una clase o grupo, y que una parte de las características de su personalidad sí puede, y debe ser ‘típica’.
Los ‘raros’ no dejan de ser lo que son
Hamlet es un príncipe danés peculiar, pero no deja de ser un príncipe danés. Y si bien ‘la novia típica’ de una provincia de España de principios del XX no abandona a su marido el día de su boda, pues esta Novia sí lo hace –pero llenándose de culpa, lo que la valida como novia de su clase y de su tiempo. ¡Qué aburridos y planos serían los personajes de todas las épocas si sus autores hubieran seguido los consejos de los científicos sociales, buscado hacerlos totalmente representativos, sacrificando su individualidad!

Porque de lo que se trata en el arte es de llegar a lo universal a partir de profundizar en lo individual. Esto es cierto no solamente en el teatro sino en todas las artes. Lo individual y específico, lo nacional y del barrio, lo privado y personal son el camino para llegar a expresar lo universal, eso que atañe a todos los seres humanos.

El personaje debe ser emocionalmente verosímil
La verosimilitud emocional atañe a la credibilidad de los sentimientos de los personajes y es tanto, o más importante que la verosimilitud argumental.

Nuevamente aquí aparecen lo natural y lo necesario. Hay emociones que son verosímiles por la vía de lo natural –el dolor que causa la muerte de la madre, por ejemplo—y otras que sólo son verosímiles por la vía de lo necesario –que la muerte de la madre cause alegría, por ejemplo. Esto no es natural, pero se lo puede volver verosímilmente necesario  manejando el Argumento, la personalidad del personaje y otros elementos de la obra.

Las emociones duran lo que deben durar
Es parte de la verosimilitud emocional la duración del proceso, la duración del viaje entre un estado emocional y el siguiente. Esto se vincula al tema ya tratado de la Anagnórisis.

Las emociones, en la vida natural, cumplen ciclos. Cada descubrimiento tiene un tamaño (y una duración) natural que el público encuentra verosímil. Por ende, resulta inverosímil escribir una anagnórisis tan rápida, o tan lenta, que contravenga su natural duración. Salvo, por supuesto, que hagamos necesaria la rapidez o lentitud de determinada anagnórisis.  Darse cuenta (internamente, cabalmente, en todas sus implicancias) de que ha muerto la madre normalmente toma más tiempo que darse cuenta de que ha muerto el gato.  Para que lo contrario sea verosímil tenemos que volverlo necesario.

Este es un flanco difícil para el dramaturgo.  El público ingenuo no sabrá mucho de teoría teatral, pero sabe perfectamente cómo son las cosas de la vida que vive todos los días. Sin haber estudiado actuación puede detectar una emoción falsa en un personaje, y sabe juzgar si la duración de un proceso emocional es apropiada o no lo es. Que el público encuentre verosímil –y por tanto compartible— determinada emoción no depende solamente de la actuación.  Depende en primera instancia de la escritura.

La continuidad emocional es indispensable
Un personaje sufre sucesivas emociones en el curso de una obra. Si ha tenido una experiencia fuerte –digamos la muerte de la madre—y cinco minutos más tarde (ojo: cinco minutos de Tiempo Ficticio) aparece fresco como una lechuga –sin que esta frescura haya sido hecha necesaria—la verosimilitud de ambas emociones (el dolor y la frescura) será cuestionada por el público –salvo, por cierto, que la personalidad del personaje contenga este tipo de extrema fluctuación emocional, lo que la convierte en necesaria.

Es importante examinar cuáles emociones irá sufriendo un personaje en el transcurso de la obra, y cómo estas emociones irán afectándolo. El Romeo que comienza la obra, ese Romeo enamorado de Rosalinda que llega a la plaza de Verona, no es el mismo que va donde el Boticario a comprar veneno. Entre un momento y el otro ha sufrido muchas cosas, y lo sufrido ha ido haciendo huella dentro de él.  No ha cambiado totalmente de personalidad –sigue siendo un joven apasionado— pero ha sufrido una fuerte transformación (peripateia). El actor, al encarar el papel, debe tomar en cuenta cómo las emociones del personaje van dejando cicatrices y debe considerar cómo el tinte o color, por así llamarlo, de una escena va tiñendo su personaje del color que tendrá durante la siguiente escena, y la emoción de esta escena lo teñirá para la siguiente, y así hasta el final de la obra. Puesto de forma más simple: el personaje –igual que la persona—va madurando y cambiando a medida que sufre las experiencias que tiene que sufrir durante la obra. 

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TERCER ELEMENTO: PENSAMIENTO

Este tercer elemento…
aristotélico es importantísimo y atañe no solamente a la escritura dramática sino también, y muy directamente, a la actuación.

Hay dos definiciones de Pensamiento
Existen dos escuelas de pensamiento respecto al elemento Pensamiento. Una es antigua y de gran utilidad conceptual. Define Pensamiento como el contenido filosófico o ideológico de la obra. La otra –más moderna y útil para la dramaturgia—define Pensamiento como aquello que sucede dentro del personaje –en su mente y en su corazón.

Pensamiento como contenido ideológico
A las finales, una vez adquiridas todas las destrezas necesarias para escribir una obra viable, la diferencia entre una obra maestra y una obra normalmente buena no estará en cómo dice lo que dice (lo bien escrita que está) sino en qué es lo que la obra dice. Una obra de gran calidad no provoca en nosotros solamente deslumbramiento por su factura artística. También nos impacta por la profundidad con que trata su tema.

Es obvio que esa profundidad se aprecia solo a través de una excelente factura artística. Pero si hemos de comparar dos obras de igual perfección formal, la trascendencia de lo que dicen es lo que marca la diferencia.

La fuerza que ejerce sobre nosotros Romeo y Julieta no reside solamente en su eficaz factura dramática, sino en que nos acerca eficazmente al tema principal – ‘el amor prohibido’— y a muchos temas más. Percibimos y nos afecta, mientras presenciamos la obra, el absurdo de la violencia gratuita, la crueldad extrema del odio ejercido sin motivo, la inocencia de los jóvenes amantes, el oportunismo del fraile y decenas de temas más.

La transmisión de las ideas no la logra las palabras. Lo más ‘filosófico’ de Hamlet o de La vida es sueño no es el ‘ser o no ser’ o el ‘Ay, mísero de mí, ay infelice…’. Las reflexiones que hacemos al presenciar esas obras no son producto de lo que los personajes dicen cuando reflexionan. Son producto de los eventos que presenciamos. El contenido ideológico se expresa a través de la acción. Una obra en la que una joven, la heroína de una hipotética pieza, se niega a hacerse un aborto, enfrentando con valentía y generosidad su predicamento, nos está diciendo algo sobre cómo enfrentar un embarazo no planeado.  El contenido ideológico de la pieza estará allí en virtud del desarrollo argumental, sin que sea ni de lejos necesario (esto es lo importante) que ni ella ni nadie se suelte un rollo sobre lo malo que es matar una vida humana y lo correcto que es dar al bebe en adopción.

Pero estas dos definiciones de ‘Pensamiento’ como 1) ‘las ideas que nos entran a través de lo dicho’, y 2) ‘las ideas que nos entran a través de la acción’, son ambas imperfectas.

Aplicando la segunda definición (las ideas entran por el Argumento) no podemos distinguir Pensamiento de Argumento porque el Argumento contiene el Pensamiento. Y aplicando la primera definición (que Pensamiento está en los rollos que los personajes hablan) no podemos distinguir Pensamiento de Dicción, porque la Dicción contiene el Pensamiento.

Esto hace que sea válida una segundo definición, más moderna, de ‘Pensamiento’, también derivada de Aristóteles pero no tan extendida como la anterior.

Pensamiento como ‘movimiento interior’
‘Pensamiento’ es todo lo que camina por dentro del personaje y que motiva sus decisiones y causa los eventos que el personaje realiza.

Como tanto el raciocinio como las emociones causan eventos, Pensamiento no es aquí solamente lo que el personaje piensa, sino también aquello que siente..

Esta definición permite aislar el elemento Pensamiento de todos los otros elementos. Pensamiento, en este caso, no es parte de, ni está contenido en, ni es expresado por el Argumento ni tampoco por la Dicción, ni menos, por supuesto, por la Melodía y el Espectáculo. Es un elemento aparte que está, claro, dentro del ámbito del personaje pero que no es el personaje mismo sino aquello que lo mueve y que habita en un lugar misterioso, ese lugar donde nace la acción, allí donde se encuentra “la oscura raíz del grito”. 

Atributos del Pensamiento
El personaje siempre está pensando y sintiendo. Estas dos ‘actividades’ (pensar y sentir) siempre están presentes, aunque no siempre sean claramente perceptibles.

Los atributos del Pensamiento son tres: eficaz, evidente y auténtico

Eficaz: el Pensamiento causa eventos.
Los eventos son producto del Pensamiento. Ningún personaje causa eventos sin antes ‘pensar/sentir’ –aunque piense poco, piense mal o sienta lo que no tendría por qué sentir.

En el drama uno percibe lo que el personaje piensa y siente solamente a través de lo que dice y hace. Esta es la característica que más lo distingue de la literatura: en la literatura el autor puede escribir directamente el mundo interior del personaje.

El secreto de la actuación está en expresar el Pensamiento del personaje. Esto comienza por saber qué es lo que mueve al personaje a decir tal o cual cosa o realizar tal o cual acción. Con esto definido, todo lo demás será fácil.

Escribir Pensamiento es una destreza propia de la dramaturgia.  Descubrir y analizar el Pensamiento es indispensable para el director y el actor. Saber cómo se escribe Pensamiento es saber cómo se interpreta el pensamiento.  Es por esto –y por muchas cosas más—que el conocimiento de la teoría dramática es importante para el actor.

Evidente: el Pensamiento es visible y audible
El Pensamiento de un personaje no es una conjetura.  Aunque vive escondido, es visible y audible. Sobre el escenario, y más aún en la pantalla, el Pensamiento no verbalizado de un personaje es audible, a través de las inflexiones de su voz, y/o visible en su gestualidad y su expresión facial. En el cine, los ojos son esenciales como medio de expresar el Pensamiento. En el Teatro la inflexión tiene más importancia –los ojos están lejos.

Algunos directores les dan a sus actores instrucciones como “pon cara de bueno” o “dale una sonrisa seductora”. Hacen muy mal, por supuesto, porque le están pidiendo al actor que produzca los resultados del Pensamiento, en vez de ayudarlo a explorar y construir ese Pensamiento que dará como resultado precisamente esa cara o esa sonrisa específica. Este antisistema de dirigir, propio del nivel escolar, produce, en el peor de los casos, una actuación muy falsa y exterior. Y en el mejor de los casos causa que el actor, por su cuenta, convierta ese absurdo pedido de resultados en un proceso interno que producirá, con verosimilitud y verdad, esa ‘sonrisa seductora’ que el mal director le ha pedido.

El Pensamiento es audible pero no siempre a través del lenguaje sino también, y más frecuentemente, a través de la forma como se expresa ese leguaje. Hay muchas formas de decir ‘te amo’. Con esa frase se puede expresar desde el amor más rendido hasta el insulto más fuerte: todo depende del Pensamiento que mueva al personaje a decir ‘te amo’.

Con aún mayor frecuencia (que en el caso de la expresión facial o corporal) los malos directores se suben al escenario y le actúan el texto al actor, usando las inflexiones que quieren que el actor imite. Nuevamente aquí le están pidiendo al actor que produzca los resultados del Pensamiento que el director ha construido en su cabeza, y no ayudándolo a explorar y construir personalmente ese Pensamiento que resultará en esa misma inflexión, sólo que llena de verdad y con verosimilitud, y no como una copia estereotipada.

Un personaje (y también, por supuesto, una persona) dice todo de cierta manera para lograr determinado efecto en quien lo escucha. Esto se aplica a cada frase que dice el personaje y hasta a cada palabra. Y hay siempre una actitud que es la manera como el personaje enfoca aquello que tiene delante, sea el Mundo en general o determinada persona o cosa. Defínase esa actitud y el efecto que el personaje quiere lograr con su texto (pregúntesele al personaje qué siente respecto a su interlocutor y ‘para qué’ dice tal o cual cosa) y se habrá encontrado el Pensamiento y, con esto, el ‘tono’ de la frase, eso que más propiamente llamamos ‘intención’.

El Pensamiento es actoral pero se escribe
Casi todo lo anterior parecería estar diciendo que el Pensamiento es asunto de actores y directores.  No es así.  Definir para el escenario el Pensamiento de un texto es producto del análisis para la interpretación escénica, por supuesto. Pero el Pensamiento está allí dentro, escrito dentro de ese texto que está siendo interpretado. El subtexto es, por así decirlo, la parte no escrita del texto. Pero ¿cómo escribir aquello que no está escrito?  Escribiendo un contexto argumental que obligue la interpretación correcta del subtexto. 

En la vida real vivimos y nos entendemos a través del subtexto. La felicidad de una buena relación amorosa, por ejemplo, está basada en la comprensión de los subtextos. Un ‘buenos días’ puede ser un insulto o una declaración de amor. Adivinamos intenciones, estados de ánimo y significados a través de la forma y manera en que hablamos. ‘Sí, lo sé, no parece nada pero me lo dijo bien feo’ es una frase usual que expresa la distancia que hay entre el texto dicho y lo que ese texto ha expresado. Y lo que importa, por cierto, es lo expresado, el Pensamiento detrás de las palabras, el Subtexto.

La verdad, entonces, es que los dramaturgos no escribimos palabras: escribimos subtextos, escribimos eso que las palabras quieren expresar.

¿Cómo expresa el autor el subtexto? Una primera manera es que cada réplica expresa directamente la intención del personaje (dice ‘te odio’ para expresar que lo odia). Y la segunda es que el personaje dice ‘te odio’ para expresar todo lo contrario: mucho amor.  Odio y amor son, entonces, subtextos contrarios de la misma réplica.

Auténtico: el Pensamiento no miente ni disimula. El personaje puede mentirle a otros personajes, y mentirles muy bien, pero su Pensamiento no puede mentir: lo que el personaje está pensando/sintiendo es lo que efectivamente está pensando/sintiendo, aunque logre ocultarlo totalmente a los otros personajes y por ende al público. Pero esto sucederá sólo cuando el personaje no esté solo.  Cuando presenciamos el Pensamiento directamente, en el momento a solas, podemos dar por cierto todo lo escuchado.

CUARTO ELEMENTO: DICCIÓN
(y DIÁLOGO)

DICCIÓN
La Dicción es el cuarto elemento del listado de Aristóteles. Este lugar dentro de sus prioridades nos habla de cómo la Dicción es producto del Pensamiento, y sin Pensamiento no hay Personaje, y sin Personaje no hay Argumento. Este es un orden muy bien pensado.

Dicción es lo que se dice
Dicción es lo que sale de la boca de los personajes. Por lo general son palabras, muchas palabras, pero también pueden ser sonidos: gritos y murmullos, sonidos balbucientes, interjecciones que los dramaturgos tratamos de poner en el papel recurriendo a mil y un artificios de escritura (Ah, ajjj, pssst, hmmm, mmm). Es frecuente que los actores emitan sonidos por su cuenta, algo así como una morcilla  sonora. Si está bien hecho, esto es perfectamente legítimo y hasta necesario, salvo que se trate de teatro en verso .

Diálogo es Dicción con propósito
Diálogo es el intercambio de palabras hecho con un propósito perceptible. La conversación es también un intercambio de palabras pero sin propósito. De ahí que el diálogo tienda a ser interesante y la conversación tienda a aburrir –salvo que esa conversación esconda como Pensamiento (como subtexto) un fuerte propósito. 

Llamamos conversación, entonces, al simple intercambio de palabras que no acarrean intenciones.  La conversación es –como dicen los españoles—hablar por no callar. Y el diálogo es dicción con intención. Cada frase es dicha para algo. Cuando un diálogo es bueno, cada réplica produce un efecto en otro personaje, quien reacciona diciendo lo suyo. Cuando un diálogo es estupendo, estamos pendientes de aquello que los personajes van a decir en respuesta. La vieja ‘causa y efecto’ es también el alma del diálogo.

Atributos de la Dicción: apropiada, consistente, rítmica y concisa
Pese a que es apenas el cuarto elemento, la Dicción es lo primero que el público percibe, lo que tiene más cerca, lo que domina –todo el mundo habla el idioma que los personajes usan— y  su mal uso puede echar por tierra la verosimilitud del personaje y de la obra.

La dicción es apropiada: la dicción del personaje es compatible con su naturaleza. Un  campesino puede hablar como un banquero pero sólo si no es un campesino ‘normal’ y es necesario que habla como banquero. Lo natural es que el hable como campesino.

Por su forma de hablar –por la dicción que usan—comprendemos a las personas. Su cultura, su clase social, su rol del momento, su personalidad se reflejan muy claramente en las palabras que usan (su vocabulario) y en cómo construyen sus frases (su sintaxis). Escuchamos cuatro palabras por teléfono y sabemos qué tipo de persona está hablando.

Es por ello importante para el dramaturgo escuchar a la gente hablar. Escuchar con qué dicción le habla un jefe a su subordinado, y viceversa, y con qué otra dicción le habla ese mismo jefe a su propio jefe; escuchar cómo le habla un bodeguero a un cliente y cómo le habla a otro cliente. Escuchando hablar es cómo aprendemos a escribir dicción.

La dicción es consistente: la dicción del personaje tiene continuidad a través de toda la obra. Un personaje errático en su dicción debe serlo consistentemente. Un personaje que usa más de una forma de expresarse –por lo general según el rol que quiere jugar—debe expresarse siempre de la misma forma cuando está en ese mismo rol.

La dicción es rítmica: la dicción de un personaje tiene ritmo y cadencia. Por más realista que la obra sea la dicción tiene una forma artística. El dramaturgo pasa muchas horas perfeccionando la dicción. Que un personaje diga, por ejemplo, “yo ya no puedo a Dios pedirle tanto”  es muy distinto a que diga “A Dios tanto no puedo pedirle yo ya”. La primera réplica tiene cadencia de plegaria y un ritmo apropiado para ser dicha con total facilidad. La segunda réplica (la variante es mía) dice exactamente lo mismo en las mismísimas palabras, pero el resultado es pedestre, hasta banal y no viene tan bien a la boca.

El dramaturgo se pasa muchas horas en el manejo de estas variables, probando una y otra forma en la que un personaje diga sus cosas. Por esto el actor tiene la responsabilidad, moral y profesional, de respetar el texto escrito por el dramaturgo.

La dicción es concisa: la dicción no es una derivación directa de la Vida Real, es un producto artístico, una ‘imitación’ –en el sentido aristotélico—de la dicción de la vida real. Por ello debe ser compacta, concreta, ajustada, precisa, lacónica, concisa.

Si hacemos una grabación de un diálogo de la vida real y lo transcribimos, veremos cuan caótica, desorganizada e inexpresiva puede ser nuestra dicción natural: decimos palabras a medias, damos vueltas hasta encontrar lo que queremos decir para luego repetirlo, etcétera. Sobre el escenario, una dicción grabada de la vida real, transcrita sin retoque, memorizada y actuada resulta inverosímil. ¿Cómo así?

Pues sucede que el teatro, porque es un arte, exige ‘imitaciones’ y rechaza la realidad cruda y peluda. El diálogo más realista debe ser, y es, conciso. Los personajes más locuaces dicen lo mínimo con precisión. En la vida real nadie habla con la concisión, precisión y color que les exigimos a los personajes del drama. 

Esta concisión no prohíbe el barroquismo en la dicción de un personaje que ‘es’ de dicción barroca –Polonio, por ejemplo, o Hamlet cuando hace mofa de Osric. Pero en estos casos la redundancia está artísticamente lograda, y por ello resulta entretenida.

DIÁLOGO
El diálogo es, como queda dicho, la interacción entre los personajes, cada quien guiado por sus propios propósitos.

Atributos del diálogo: intencionado y necesario
Estos atributos bien pueden servir como lista de verificación para constatar si la dicción que uno ha escrito es buena.

El diálogo es intencionado: cada una de las réplicas es un eventito dicho, todas las réplicas expresan un propósito y todas están relacionadas por causa y efecto, vale decir que el personaje Fulano dice Tal porque el personaje Zutano dijo Cual.

El diálogo es necesario: Lo dicho es producto del Pensamiento. La Dicción (lo dicho) es como la espuma de una ola, siendo la ola el Pensamiento del personaje. Vale decir que la Dicción es producto del Pensamiento. Al escribir diálogo vale la pena pensar, parafraseando a Rilke, que el personaje debe hablar solamente cuando no puede evitarlo. 

En el Cine los personajes hablan muy poco. Un diálogo de dos páginas seguidas es excepcional. La parquedad del diálogo cinematográfico no es una norma vacía ni un producto cultural, sino una necesidad artística de economía expresiva. Expresar el Pensamiento –que es lo más interesante-- a través de muchas palabras es innecesario cuando tenemos a nuestra disposición la imagen, que expresa mejor al Pensamiento.   La cámara capta lo que dicen los ojos, que es la vía más directa para conocer el Pensamiento del personaje (y también, por cierto, de la persona en la Vida Real).

Esto quiere decir que el buen diálogo tiene subtexto, porque es producto del Pensamiento (‘subtexto’, como hemos visto, es solamente otro nombre para ‘Pensamiento’). Quizás una de las destrezas más difíciles de cultivar en el dramaturgo es la de escribir no solamente aquello que los personajes dicen, sino expresar, a través de lo que dicen, la procesión que llevan por dentro. Que es aquello que, al fin y al cabo, más nos interesa.

Dicción versus diálogo
Puede haber casos de buena dicción y mal diálogo: los personajes hablan bien, con dicción apropiada y concisa, etcétera, pero no se escuchan ni menos se responden reaccionando a las intenciones ajenas.  Y puede haber buen diálogo con mala dicción (los personajes se escuchan y se responden pero su habla suena falsa porque es inapropiada, abundosa, etcétera).

ESCRIBIENDO DICCIÓN
La escritura de dicción es una tarea tan nueva y peculiar para cualquier persona normal que vale la pena desmenuzar su naturaleza y analizar las tareas que plantea.

No estamos preparados para escribir dicción
La naturaleza de la escritura dramática contradice la naturaleza de la escritura que estamos preparados para hacer.  Todas nuestras vidas hemos escrito para leer y ser leídos en silencio por nuestros propios ojos o los ajenos. Cuando escribimos Dicción, estamos escribiendo para que lo que escrito sea hablado y escuchado, no leído. Escribir Dicción es una destreza que se aprender a partir de cero. He ahí su dificultad.

Escribir para ser hablado no es algo natural
Los lingüistas distinguen dos tipos de lengua: la hablada y la escrita. Cada una tiene sus propias usos y normas. Cuando escribimos una carta o un ensayo usamos formas y términos que no usaríamos cuando hablamos, y viceversa. Por ello al escribir dicción resulta frecuente caer en usos, términos y formas apropiadas para la lengua escrita. Y la dicción escrita en ‘lengua escrita’, o que contiene resabios de lengua escrita, suena falsa.

Es uno de los retos del dramaturgo realizar bien ese antinatural acto de escribir para ser hablado y escuchado. Para que sea verosímil, nuestra dicción no debe sonar a que fue escrita por alguien, sino como algo que el personaje está sacando de su cabeza. La dicción debe parecer producto del Pensamiento del personaje y no de la pluma del autor.

La misión del dramaturgo es desaparecer
Corolario de esto es que la misión mayor del dramaturgo –que es la misma que la del director y del actor—es la de desaparecer totalmente del escenario, logrando que el público crea que los personajes hacen lo que hacen y de la forma en que lo hacen, y dicen lo que dicen en la forma en que lo dicen por su propia iniciativa, y no porque existe un texto que los actores hayan memorizado, ni porque un director los haya orientado o marcado. Al público debe parecerle que los personajes (no los actores) están escogiendo las palabras necesarias para decir lo que dicen, y también que es opción propia de los personajes, y no decisión del director, hacer lo que hacen. Y de esto está hecho –una vez más—eso que comúnmente se llama ‘la magia del teatro’. Que no es otra cosa que la capacidad que tiene el teatro de lograr que queramos creernos una ficción.

Escribir dicción no es escribir música
Viendo el montaje de su obra, el autor encuentra que el actor dice el texto tal como él lo imaginaba, expresando la misma ‘música’. O que el actor lo dice ‘a su manera’. Pero aunque el actor no haya acertado con la música imaginada y esté creando –esto es inevitable—otra ‘música’ para el texto, no debe cambiar su intención. Cambiar la música es lo de menos, cambiar la intención es pecado mortal.  Salvo casos muy excepcionales.

Es que el actor puede decir el texto cambiando totalmente sus intenciones. El buen actor puede ‘hacer sentir algo’ al público usando sólo sus recursos actorales, al margen de lo que el texto pueda significar o expresar. Un buen actor puede ‘salvar’ un mal texto, no viceversa (un buen texto no salva a un mal actor, más bien lo expone, porque sus deficiencias se notan más). El público puede aceptar un personaje inverosímil porque el actor es tan bueno que lo vuelve verosímil, o puede comprometerse con un personaje anodino porque el actor le cae bien. Es hasta posible emocionarse con una actuación sin conocer lo que está diciendo el personaje, por simple empatía.

Nuestros recursos para escribir la ‘música’ del texto son . , ; : — ¿? ¡ ¡ a a AA “ ”  /
Para escribir la forma y manera en que los personajes deben decir lo que dicen, los dramaturgos usamos los siguientes medios: el punto, la coma, el punto y coma, los dos puntos, el guión, los signos de interrogación, los de admiración, las cursivas (o el subrayado), las mayúsculas corridas DENTRO DEL DIÁLOGO, las comillas dentro del diálogo, la tarja (o ‘slash’) dentro del diálogo y... nada más. No usamos paréntesis dentro del diálogo porque los dejamos para circunscribir las acotaciones de actuación, y no usamos negritas porque significan lo mismo que las cursivas o la subraya. No resulta elegante, dicho sea de paso, usar más de un énfasis. Y esto (subraya más cursivas más negrita) pues ¡nunca!

Con esos pocos medios debemos darles a los actores indicaciones internas (dentro del texto mismo) de cómo expresar las intenciones de nuestro texto.

Pero el texto mismo, por su propia naturaleza, expresa la forma en que debe ser interpretado.  Para ello resulta importantísimo que el dramaturgo domine el arte de la puntuación. Si su diálogo está bien puntuado, los actores harán las pausas que los puntos y las comas implican y sabrán, desde que ven abrirse los signos de interrogación y de admiración, que la frase es una pregunta o una exclamación. No hace falta abundar en ejemplos de cuánto ayuda a la actuación una buena puntuación. Baste decir que por falta de una puntuación correcta un texto dramático puede resultar incomprensible para el actor.

Las acotaciones de actuación deben ayudar a los actores
Instrucciones externas de cómo decir su texto se las damos a los actores a través de las acotaciones de actuación. Éstas son frases breves que van circunscritas entre paréntesis y anteceden a la réplica, jamás la siguen.

Obviamente, no ponemos cualquier frase como acotación ni ponemos demasiadas acotaciones. Idealmente, el texto se expresa solito, la dicción lleva dentro de si su propia interpretación y no hace falta acotar nada.  Pero esto es ideal y no siempre posible.

Si, al escribir, tomamos la acotación de actuación como un último recurso, y la usamos cuando no tenemos más remedio, estamos en el camino correcto. El texto ideal, entonces, es aquel que no tiene acotaciones de actuación, pero no por consigna o capricho sino porque no las necesita. No tienen acotaciones los textos de los griegos clásicos ni de Molière, Shakespeare y nuestros clásicos españoles. Las acotaciones de actuación (así como las de escena) son un invento reciente.

Las acotaciones pueden ser inútiles y literarias
Miremos de cerca algunas acotaciones que no tienen cabida dentro de un buen texto:

TULIO
(tierno y fuerte, pero con cierto rencor que algo tiene de esperanza frustrada)
        Sí.

¿Existe actor en este mundo que pueda meter en un solo monosílabo esa ‘ternura fuerte con cierto rencor que algo tiene de esperanza frustrada’? Este no es un ejemplo extremo, se han visto peores en otras obras imperfectas.   Los dramaturgos que cometen este pecado en realidad están dejándose llevar por ese narradorcito que todos llevamos dentro –acotar es una forma de narrar. Aquí lo acertado hubiera sido escribir más diálogo, algunas líneas para TULIO que expresaran esa ternura y esa nostálgica esperanza frustrada.

Pero miremos otra réplica:

TULIO
¡Te odio, te odio, entiéndelo por fin!

Este texto contiene una intención tan claramente sugerida por la dicción, que no hace falta acotar, por ejemplo:

TULIO
(con odio)
¡Te odio, te odio, entiéndelo por fin!

Pero a lo mejor el dramaturgo tiene en mente una intención que no es evidente:

TULIO
(tiernamente)
¡Te odio, te odio, entiéndelo por fin!

Aquí hay una contradicción entre el contenido de la réplica y la acotación, porque esa extraña mezcla es precisamente lo que el dramaturgo quiere expresar.

Acotamos solamente 1) cuando resulta indispensable y 2) cuando la acotación contradice o aclara lo que sería la interpretación natural de la réplica.

Verbos antes que adjetivos o adverbios
Es preferible usar verbos en infinitivo.
TULIO
(enternecerla)
¡Te odio, te odio, entiéndelo por fin!

Esta acotación no le está indicando al actor el ‘cómo’ decir esa réplica (‘tiernamente’) sino el ‘para qué’ decirla (‘enternecer’). De este propósito fluirá la ternura.

Decir y hacer en presente es distinto a contar lo pasado
Como ya vimos, toda nuestra vida ha sido y sigue siendo narrar (hablando y por escrito) y escuchar y leer narraciones –un artículo periodístico es una narración. Por eso todos los seres humanos llevamos dentro del pecho un narradorcito escondido.

Puestos en el trance de tener que escribir acción para las tablas, hace falta lograr que ese narradorcito se calle la boca. Hace falta cambiar de cerebro, dejar de pensar en tiempo pasado y comenzar a inventar cosas para que estén sucediendo ahora. Comenzando por poner en el libreto solamente aquello que será escuchado o visto por el público.  Poner otra información es hacernos creer a nosotros mismos que estamos expresando teatralmente algo que estamos expresando sólo narrativamente.

El narradorcito se hace presente en acotaciones demasiado largas que en el fondo quieren reemplazar al diálogo, y en largas descripciones de escena. He puesto en nota al pie un ejemplo de una acotación que es casi un cuento completo metido dentro de la obra.

Veamos otro ejemplo de narración contrabandeada.

ACTO ÚNICO
Escena 1

Sala de la casa de los Ramírez. JULIA es una chica que solamente está interesada en el dinero de TULIO y que lo ha conquistado en base a hacerse pasar por una sexy millonaria, aunque TULIO pronto va a descubrir su treta. La obra comienza cuando los DOS están sentados en el sofá y ELLA lo está acariciando.

TULIO
¿Me quieres?

TULIO no sabe que JULIA está enamorada de otro, y por eso se pone contento cuando ella, aparentando ingenuidad, le contesta.

JULIA
Sí.

Lo anterior no es un trozo de obra, es una narración formateada como teatro. ¿Por qué escribir que ‘JULIA es una chica que solamente está interesada en el dinero de TULIO’?  Una acotación así es doblemente inútil: o la acción eventualmente evidencia el oportunismo de Julia, o esto nunca sucede, en cuyo caso la acotación se pierde totalmente.

QUINTO ELEMENTO: MELODÍA

Cuando Aristóteles habla de la melodía se refiere, en lo principal, al acompañamiento musical que acompañaba invariablemente la representación de la tragedia clásica.

Hoy en día el teatro con mucha frecuencia no contiene un ápice de música. Por eso nos remitimos al efecto de ese acompañamiento musical, y a los motivos que tenían para usarlo, para de allí derivar una definición de melodía que resulte útil para nuestros tiempos.

Melodía es la obra percibida como música
La melodía es la obra percibida solamente por el sentido del oído. Vale decir, lo que ocurre con las cuatro variantes principales que puede tener el sonido: 1) fuerza (más fuerte o alto, más débil o bajo), 2) tono (más agudo, más grave), 3) pulso (más rápido, más lento) y 4) color (pastoso, ronco, vibrante). Es, en fin, la obra sentida como una composición musical (sinfónica, claro).

Esto nos lleva a decir que podemos percibir perfectamente la melodía de una obra desconocida representada en un idioma incomprensible.

El libreto no tiene melodía. Es signos sobre un papel. Pero contiene una obra y una melodía imaginable para esa obra, una melodía virtual o potencial.

La melodía de la obra no es la ‘musicalidad’ del buen decir de los actores (la ‘buena enunciación’ o los ‘tonos’) ni tampoco la musicalidad (el ritmo, la cadencia) de la dicción que ha sido escrita, ni menos la música que forma parte de la obra (cuando la hay). Estos elementos son por cierto parte de la melodía de la obra, pero la melodía es más que eso: es la forma audible de todo el espectáculo.

Por otro lado, no debe confundirse melodía con tensión emocional. Es fácilmente imaginable un tramo de una obra que tiene una melodía muy notoriamente cambiante y ágil, pero que no produce mayor efecto emocional (cinco personajes hablando todos juntos muy rápida y fuertemente pueden producir una tensión emocional muy baja). Y puede imaginarse también un tramo de una obra en el que los personajes, en voz muy tenue, se dicen apenas una palabra cada medio minuto pero producen –en virtud de lo que dicen—una tensión emocional muy alta.

Tres atributos de Melodía: compleja, consecuente y unitaria

Compleja: la melodía de una obra no es uniforme, plana, monótona. Tampoco tiene necesariamente que ser permanente y desesperadamente cambiante. Una buena melodía alterna pulsos, volúmenes y tonos mientras va construyendo un conjunto interesante por ser complejo. La melodía de una obra debe estar a medio camino entre la simplicidad y el caos, que es el lugar exacto donde debe, óptimamente, estar la obra. Este lugar se llamaría ‘complejidad sin histeria’.

Consecuente: La melodía es producto del Argumento. No es un elemento manejable en forma independiente. En términos de montaje, una escena de amor no ha de ser realizada a gritos solamente porque la melodía del montaje en ese momento pide una porción de fuerza. De la misma forma, el dramaturgo no debe introducir una escena violenta dentro de su desarrollo argumental porque se la antoja que su obra está melódicamente monótona y necesita en ese momento ‘levantar’ la melodía.

Unitaria con el Público: El público es parte de la melodía. Mediante su reacción (risas, aplauso, silencio) el público establece una comunicación inconsciente con los actores. Aparece un flujo y reflujo sensorial y emotivo que cambia la melodía prevista para la obra.

Esto es bastante inquietante: la obra (vale decir el libreto montado) no está terminada hasta que su melodía –uno de sus seis elementos—no está presente, vale decir hasta que no aparece un público coautor de su melodía. No hay manera, durante los ensayos, de prever cuál será la contribución del público a la melodía de la obra.

Hay que acostumbrarse a una idea clave: recién comenzamos a hacer teatro de verdad cuando la obra es confrontada con su público. Todo lo anterior es simple preparación, conjetura, adivinanza. En nuestro medio, ay, damos a la obra por terminada cuando la confrontamos con el público, cuando es precisamente en ese momento que el trabajo recién comienza. Ensayar después de haber estrenado es la marca y distintivo de los mejores profesionales del teatro. Porque están por fin perfeccionando todos los elementos de la obra.

SEXTO ELEMENTO: ESPECTÁCULO

Aristóteles ninguneó al espectáculo
Aristóteles le dedica muy pocas líneas al elemento espectáculo, casi exonerando al dramaturgo de su creación y adjudicándoles la responsabilidad a los diseñadores (de vestuario, máscaras, escenografías).

Aristóteles toma esta actitud porque en tiempos de los griegos clásicos el montaje era casi totalmente convencional. No hacía falta que el dramaturgo inventara el espectáculo de su obra porque todas las tragedias se escenificaban de la misma forma y manera. Siempre había máscaras siempre de las mismas formas, la locación de todas las obras era un exterior, los trajes eran convencionales (reyes de un color, mensajeros de otro), los actores que iban a la ciudad salían por la izquierda, los que iban al puerto salían por la derecha, etcétera. Dentro de esta rígida convención, la posibilidad de inventar un espectáculo era muy estrecha. Por eso es que Aristóteles no le da demasiada importancia.

Que no es decir que no la tuviera, porque era precisamente el dramaturgo quien, en esa época, se encargaba de la dirección escénica de sus obras. Y a veces introducía pequeñas variaciones dentro de la convención vigente.  Pero la principal labor del autor/director griego era la de entrenar a los actores y al coro en la correcta interpretación de su texto, según los parámetros que la tradición establecía. De aquí, quizás, se derive el nombre de ‘didáskalos’ (profesor) que se le daba al director de escena.

Pero no en vano han pasado dos mil trescientos años desde que Aristóteles escribió su Poética. Ahora al dramaturgo tiene más libertad, y le resulta posible concebir, y poner sobre el papel, muchísimo más que lo que ponían los griegos. O de lo que ponía Shakespeare quien también –como muchos autores de su época—dirigía sus propias obras, aunque dentro de parámetros escénicos bastante menos rígidos. La libertad de opciones para representar una obra es algo que va en aumento y cuya culminación (en la libertad total) es de verdad reciente (inicios del Siglo XX).

Ahora bien: ¿qué es este elemento espectáculo en términos contemporáneos?

Espectáculo es lo que vemos
Espectáculo es todo aquello que vemos sobre el escenario (o la pantalla, en el caso del film).

Espectáculo es la obra percibida solamente por el sentido de la vista. Incluye el movimiento de los actores y su gestualidad, la escenografía, la utilería, el vestuario, las luces y los efectos especiales –sólo los visuales, naturalmente. Incluye también el local o el ámbito en el que se desarrolla la obra. Y excluye todo aquello que es melodía y, por cierto, todo lo que pertenece a los otros cinco elementos aristotélicos.

El espectáculo, al igual que la melodía es, entonces, lo que resulta perceptible cuando presenciamos un montaje de una obra desconocida sin percibir el sonido (sin audio).

Los atributos del espectáculo son tres: narrativo, unitario y global
Vale la pena pensar que el espectáculo es ahora mucho más importante que lo que era en tiempos anteriores, y que vale la pena cuidar que cumpla con su principal función dentro del teatro dramático, que es contar la historia.

Narrativo: el espectáculo cuenta la historia tanto como cualquier otro elemento. El hecho de que el espectáculo cuenta la historia no debe ser jamás tenido en menos. Hemos visto ya cómo el público asume, por la naturaleza misma del arte teatral, que todo aquello que está sobre el escenario está allí con un propósito determinado. Este propósito el público lo supone, en primera instancia, como narrativo. Cualquier error del espectáculo (un papel de deshecho sobre la alfombra, una puerta a medio cerrar, una botella medio vacía que antes del intermedio estaba llena, un disparo que no suena) será tomado por el público, en primera instancia, como un elemento narrativo más que ha sido cuidadosamente planeado. Sólo cuando el error acaba no contando nada es que el público concluye que ha sido un error, con la consiguiente desilusión que proviene, como sabemos, del quiebre de la convención, de la destrucción de la ilusión.

Unitario: todo responde a una sola concepción plástica, a un estilo. Lo que no quiere decir que el espectáculo no pueda contener incongruencias, ya que las incongruencias (vestuarios de distintas épocas, por ejemplo) pueden ser, por supuesto, un ‘estilo’.

Global: el espectáculo incluye el local donde se realiza la obra. La naturaleza de la obra obliga a cierto tamaño, forma y estilo del local donde se la presenta. Pese a que el local no es un factor fácilmente controlable, debe hacerse todo lo posible por conseguir el local perfecto para cada obra o, en su defecto adecuar el montaje al local disponible (sin hacerle violencia, claro).

Debe tomarse en cuenta que la naturaleza del local modifica las expectativas del público respecto a la obra. Una obra puede ser un éxito espectacular en el teatro Mocha Graña, pero eso no debe llevarnos a pensar que va a seguir siendo un éxito si la trasladamos al teatro Municipal, aunque se cobre lo mismo y se asegure el mismo tipo de público. Esto ocurre porque las expectativas del público respecto a la obra cambian en virtud de la naturaleza del local: lo que funcionó a la maravilla en el Mocha no necesariamente funcionará en el Municipal y ni siquiera en el Británico o en el ICPNA.

Nota sobre la globalización del Teatro
El hecho de que podamos apreciar la melodía y el espectáculo de una obra a pesar de estar viéndola en checoslovaco ha propiciado el auge del festival internacional de teatro, tan al uso en la actualidad. Estos festivales multilingües han propiciado a su vez la creación de obras que priorizan melodía y espectáculo. Esto sucede sencillamente porque los festivales internacionales programan preferentemente obras que no le exijan al público entender la dicción. Y todo el mundo quiere ir a festivales internacionales.

Dentro de un festival de este tipo, una obra tan magistral como Hamlet presentada en un montaje exquisitamente actuado y dirigido pero de corte tradicional tiene mucho menos chance de triunfar que un espectáculo folklórico que cuenta una historia banal pero que está aderezado con una sensual coreografía realizada por bellas mulatas desnudas, y no escatima lluvias de estrellas, todo ello acompañado de muy bella, rítmica y melodiosa música brasileña.

Sea dicho de paso: la creación inocente de obras que privilegian melodía y espectáculo es perfectamente legítima. No es legítima la creación de obras de este tipo con el exclusivo o primordial propósito de exportarlas a festivales. El arte empieza por casa.

¿Es que la globalización acabará con la obra dramática clásica, aquella en la que lo verbal tiene preeminencia (caso Edipo Rey, quizás) o en la que lo verbal y lo no verbal comparten el escenario por partes iguales (caso Hamlet)? ¿Es que quien quiera presentarse en países de hablas distintas a la propia está obligado a trabajar un teatro prioritariamente espectacular y melódico? Dejaremos abiertas estas interrogantes, no sin señalar que, dentro del mundo hispano, gozamos de una situación privilegiada: usando el mismo idioma podemos compartir nuestros espectáculos –verbales y no verbales—con públicos de culturas distintas a la nuestra: un Hamlet hecho por mexicanos puede ser entendido y apreciado en Chile, un Edipo paraguayo puede ser entendido y apreciado en Madrid y también –por qué no—en Los Ángeles. Y también, por qué no, en el Portugal.

La subordinación de los seis elementos
Y por último, veamos cómo los seis elementos aristotélicos se concatenan entre sí. Convalidemos, pues, el orden de prelación que les Aristóteles.

Y la concatenación dice así:
--sin Argumento no hay personajes,
--sin personajes no hay Argumento porque los personajes realizan los eventos del Argumento.
--sin pensamiento no hay personajes, porque sin pensamiento estos no serían más que loritos amaestrados repitiendo textos desconocidos.
--la dicción expresa, directa e indirectamente, el pensamiento,
--la melodía no existe sin Argumento, pensamiento y dicción, y
--el espectáculo hace visible todo lo anterior.

Y esto es todo, por el momento, en cuanto se refiere a teoría dramática y a cómo escribir teatro. Lo que sigue atañe al libreto, que es lo que el dramaturgo escribe al ejercer la profesión de dramaturgo, que es tratada en la segunda parte de este manual.

* * *

TERCERA PARTE

ESCRIBIENDO LA OBRA DRAMÁTICA
INVENTANDO LA OBRA
El proceso de la escritura es algo extremadamente personal que no acepta un único método, pero sí tiene ciertas características y elementos que intentaremos definir y describir.

¿Qué es una idea?
El proceso comienza, obviamente, con la idea. Comencemos entonces por decir que no hay nada más frágil que una idea. Pocas cosas son más difícilmente expresables y, por eso mismo, pocas son más fácilmente destruidas. Nada más sencillo que tirarse abajo una idea recién nacida. Y si la idea es original o difícil, y si acaso es genial, pues todavía más fácil resultará traérsela abajo. En parte porque una idea que no es común es tan frágil como difícil de expresar.

En realidad, la única manera de expresar una idea para una obra de arte es mostrando la obra de arte terminada.
— Voy a pintar mi cuarto de rojo.
— ¿Que cosa? ¿Rojo?
— Pues sí, pero de un rojo... interesante, un rojo...
— ¡Pero vamos, qué locura, cómo vas a pintar tu cuarto de rojo!
Pese a toda la oposición, el cuarto termina pintado de rojo, de ese rojo preciso, ese específico rojo que estaba en la cabeza del dueño del cuarto. Entonces el que se oponía dirá:
—Ah... Ese rojo. Ah, ya… Está bonito, sí.

¿Es preferible, entonces, no hablar de la idea hasta no tener la obra terminada? Hacer esto no es siempre posible, sobre todo en el entorno académico, porque al enseñar y aprender dramaturgia debemos entrar en el espinoso terreno de cuál es una buena Idea para una obra dramática –y no para una novela, no para un poema—y cuál no lo es.

¿Qué es una idea para una obra de teatro?
Una idea para una obra dramática es, sencillamente, un germen narrativo que contiene una Acción Dramática. ‘El fantasma del padre de un príncipe se le aparece y le pide venganza’. Éste podría ser el germen de Hamlet. Quizás haya sido la idea original. La idea para una obra es eso que –respecto a Romeo y Julieta— Marlowe le regala a Shakespeare en un bar en el buen film Shakespeare in Love. La idea de dos enamorados que pertenecen a familias enemigas. Ese tiene que haber sido el comiencito de todo.

¿Qué no es una idea para una obra de dramática?
Un tema no es una idea. ‘El amor prohibido’ no es una idea. Si a Shakespeare se le ocurrió este tema, pues se dio cuenta de que no le servía. Exploró este tema hasta encontrar la idea ‘dos muchachos de familias enemigas se enamoran’. Esto sí es una idea para una obra en cuanto entraña un conflicto. Pero un conflicto—como sabemos—es producto de la Acción Dramática, no es la Acción Dramática. Shakespeare debe haber continuado su indagación hasta encontrar quizá algo como ‘el amor amista a dos familias enemigas’. Esto sí es una idea porque contiene el germen de una Acción Dramática –amistar a las familias. Por supuesto que Shakespeare hizo todo este proceso sin conocer el concepto de Acción Dramática y quizás sin tener presente a Aristóteles. Igual, cayó en una Acción Dramática sencillamente porque el drama no funciona sin ella.

¿De dónde sacamos una idea?
Bueno, pues de quienes somos y del mundo en que vivimos. De las cosas que nos pasan, de las que hemos escuchado que les han pasado a otros, de las personas que conocemos, de lo que hemos leído, de los eventos que hemos presenciado (queriendo y sin querer), de los lugares donde hemos estado, de los sueños que hemos tenido, de las fantasías que abrigamos en secreto (nada más sabroso que realizarlas en una obra), de nuestros planes, de nuestras penas, de nuestras esperanzas frustradas, de nuestros triunfos, de nuestros amores. Todo este material es, por cierto, personal. Pero no hay forma de evitar que nuestra escritura sea personal, porque todo, al final de cuentas, es experiencia propia: somos nosotros quienes estamos teniendo la idea. Y lo hacemos usando esas cosas tan privadas como son nuestros cerebro y nuestro corazón.

Nada que nadie haya escrito ha dejado de ser, de alguna forma y en alguna medida, experiencia propia. Cuando Yocasta le dice a Edipo ‘muchos hombres sueñan que se acuestan con sus madres’ ¿no es acaso pensable que Sófocles estuviera recordando algún sueño que tuvo o algún sueño que alguien le contó? Nunca lo sabremos, pero la vitalidad que exuda esta obra, el hecho de que los personajes de Edipo Rey parecen reales, demuestra que Sófocles tiene que haber recurrido a su propia vida, su propia experiencia, al escribir ‘Edipo Rey’ –por más conocida que fuera la anécdota de esa tragedia.

No estoy aquí diciendo, por supuesto, que Sófocles se acostó con su madre después de matar a su padre y que a partir de eso escribió ‘Edipo Rey’. Ni menos aún –Dios me libre—estoy diciendo que hace falta realizar tales hechos para poder escribir acerca de ellos. Estoy diciendo que Sófocles se tuvo que haber imaginado, en carne propia, lo que puede un hombre sentir al darse cuenta de que ha venido teniendo relaciones con su madre durante unos dieciséis años –y que la última vez fue anoche.

El autor imagina lo inimaginable
Igual que un actor construye las experiencias que le toca representar a partir de gérmenes de esas experiencias que tiene en su memoria (‘memoria emotiva’ se llama esto) el autor imagina experiencias inimaginables por lo fuertes o grandes a partir de una pequeña experiencia o sensación germinal que tiene dentro. Los dramaturgos hacemos lo mismo que los actores, que no tienen que haber matado a nadie para matar convincentemente sobre el escenario. Sófocles no tuvo que acostarse con su madre para escribirlo convincentemente. Sólo tuvo que imaginarlo.

Siempre estamos, entonces, usando responsablemente nuestra vida como material de nuestra obra. ¿Hasta qué punto es lícito y productivo hacer esto, usar nuestra vida para hacer arte?

Para comenzar una nota básica: nada hay menos legítimo que modificar o manipular la vida propia para usarla como material artístico. Hablo de meterse drogas para escribir sobre la droga, de enamorarse para luego pelear y así poder escribir sobre el amor frustrado o la reconciliación. Esta actitud es aberrante y denota una gran falta de responsabilidad respecto a la propia vida, además de una gran falta de imaginación. Si acaso el autor no conoce de cerca una realidad que desea retratar, pues la crea o la recrea en su imaginación, la inventa o la reinventa. Esta es parte importante del arte del dramaturgo.

Realidad y ficción
Está vedada la modificación de nuestra vida real para escribir ficción, pero resulta lícito escribir acerca de lo que inocentemente nos pasó (inocentemente es la palabra clave) o quizás nos está pasando: usar la anécdota, ponerse a uno mismo sobre el escenario. Se puede hacer, pero hacerlo es pisar terreno minado.

Lo delicado de escribir una obra sobre algún aspecto o hecho de la vida personal está en que resulta difícil alcanzar la objetividad necesaria para crear una obra de arte. Uno está demasiado cerca de los hechos y de las personas.

Pero al mismo tiempo (todo tiene pros y contras) si nos exigimos a nosotros mismos jugar bien la partida de ajedrez, pues tendremos que darle a la muy odiada y muy real tía Tula y a su antipático gato (personajes de nuestra vida y de nuestra obra) las mejores jugadas posibles. Si hacemos esto con lealtad y valentía, estaremos usando la escritura de nuestra obra como una experiencia formativa, porque estaremos obligándonos a creer, por lo menos un poco, que la tía Tula es una buena persona –o por lo menos una sincera amante de los gatos. Y quién sabe si no acabemos dándonos cuenta de que nuestra verdadera tía Tula no es tan mala persona, después de todo.

Por otro lado es extremadamente delicado poner en escena personajes basados en personas que no sean personajes públicos. Los modelos se van a reconocer a sí mismos sobre el escenario. Si no los hemos retratado bajo una luz halagadora, va a haber problemas. Y aunque no los haya, no tenemos derecho de usar la vida ajena como material, sin antes contar con el consentimiento del aludido.

En todo caso, salvo cuando se trata de una sátira o de una obra histórica, mejor es asimilar la experiencia de la vida real, condensarla, mezclarla, disfrazarla, en resumen reinventarla para luego recién ponerla en escena.

La realidad no es una excusa
Que sea reflejo –fiel o no tan fiel, con nombres o sin ellos— de la realidad no es algo que automáticamente le otorgue validez a una obra de teatro. Así como tampoco –como hemos visto—le otorga verosimilitud.

Una pieza de teatro es una obra de arte que es, y debe ser, juzgada solamente como tal. Que exista o haya existido una verdadera tía Tula o un verdadero gato no es algo que deba importarle al espectador. A él solamente le importa la obra y no las paltas del autor con su tía y con su gato. Lo mismo es cierto en el caso de las obras históricas.

Que el personaje sea estupendo no hace estupenda la obra, pero…
Estoy seguro de que hay más malas que buenas obras escritas acerca de Miguel Grau. Las malas obras sobre Grau ni siquiera se leen en Londres, quizás se montan pero fracasan en Lima, pero por supuesto triunfan en Piura. ¡Pero vaya usted a opinar en Piura que es muy mala esa obra sobre Grau que se acaba de estrenar en el colegio Miguel Grau! En estos casos la realidad se entremete y hace que el juicio artístico resulte imposible.

La originalidad de la idea dramática
¿La originalidad? ¡Una higa! ¡Un pepino! Un invento de los inventores tecnológicos, un producto del desarrollo científico, una falacia del Mundo Moderno. Cuando el mundo moderno dice ‘originalidad’ casi siempre quiere decir ‘novedad’.

En el arte nuestra misión no es ser novedosos, sino auténticos. Lo verdaderamente original es producto de querer hacer las cosas lo mejor posible de la manera más auténtica posible. La originalidad es ser, antes que nada, fiel a uno mismo. Escribir desde adentro, sin mentirse ni mentirle al público, eso producirá siempre algo verdaderamente original. Y si lo que sale resulta siendo novedoso, pues mejor que mejor. Porque no sólo será novedoso sino bueno. De puro ser auténticamente propio. Pero aquí lo importante es que no se busca lo novedoso: lo novedoso resulta siéndolo. Buscando la novedad se encuentra lo artificial, lo forzado y lo disforzado.

La originalidad y la verdad
Si acaso pensamos que estamos siendo originales, eso es sólo porque no conocemos lo que ya ha sido hecho. Si rebuscamos bien en todas las obras ya escritas, descubriremos que eso que creemos original nuestro ya ha sido plasmado una y mil veces. Creerse original es sólo un síntoma de ignorancia.

¿Qué hacer, entonces, cuando nos invade el temor –y nos invade siempre—de que nuestras ideas o nuestras historias no son ‘novedosas’ y por eso mismo pueden ser aburridas? Pues podemos pensar en dos cosas.

Una: que Shakespeare escribió treinta y ocho obras pero inventó un solo Argumento, el de ‘La tempestad’ (y quizás, según algunos, también el de ‘Sueño de una noche de verano’). Pese a esto sus obras son inimitables.

Dos: que, por trillada y cotidiana, por natural y normal que sea la anécdota de nuestra obra, la podemos volver originalísima si profundizamos en su contenido a tal punto que le encontramos aspectos insospechados, inexplorados, y esa misma cotidianeidad se convierte en su mayor virtud.

Vale decir, escribimos esa idea trillada con total convicción personal y total entrega desde nuestro mundo interior. Entonces, siendo cada uno de nosotros totalmente único, la obra resultará ‘única’, por más trillada que pueda haber parecido ser la idea.   Y nos pondremos a escribir el libreto.

EL LIBRETO
Corriendo el riesgo de redundar con algo, o con mucho de lo ya escrito, aquí van algunas notas sobre ese fajo de papeles que normalmente hace falta escribir para que haya –y  pueda seguir habiendo, tras dos mil quinientos años— Teatro en este Mundo.

El libreto es el comienzo y el fin
Es eso que está al comienzo de todo y sin el cual no hay nada. Con el libreto comienza el trabajo de todos los que hacen teatro y con el libreto termina ese trabajo el día de la última función, que es cuando el Jefe de Escena y los técnicos archivan ese ejemplar que han venido usado función tras función (cuando los actores ya hace tiempo que han perdido los suyos).

El libreto es eterno
Antes del libreto no había nada. El Dramaturgo escribe el libreto a partir de nada. Por eso es el único creador absoluto dentro del Teatro. El libreto es eterno. Renace con cada montaje, era tras era, siglo tras siglo. Las actuaciones y los montajes son efímeros, desaparecen con la última función. La labor del dramaturgo es la única, de todo el teatro, que no desaparece ni caduca. Es la labor más importante de todas.

El libreto es la expresión más común de una obra de teatro
Queda señalado que teóricamente se podría crear una obra de texto fijo basándose en la memoria, pero queda también consignado que desde hace 2,500 años la manera usual de crear una obra ha sido y sigue siendo escribir lo que se va a representar.

El destino del libreto es ser interpretado
La destino del libreto no es ser leído, es ser convertido en representación. Es que el libreto no es una obra literaria, es el registro de aquello que la obra de teatro va a ser, cuando sea representada.

El Teatro Occidental ha permanecido vivo 2,500 años porque se ha mantenido permanentemente actual y ha crecido enormemente. Esto se debe a que en tiempos modernos ponemos en escena no solamente las pocas nuevas piezas sino nuevos montajes de muchísimas piezas viejas. Esto no siempre ha sido así. Sófocles, Shakespeare, Moliere y Lope de Vega no montaban piezas extranjeras ni menos piezas antiguas. Ahora lo hacemos porque tenemos nuevos criterios acerca de la interpretación teatral, pero sobre todo tenemos los viejos libretos, que nos permiten montar las viejas obras. Y por eso estas maravillosas piezas maestras se mantienen vigentes: son representadas con los nuevos medios que cada intérprete tiene a mano. Esos medios las modernizan y mantienen frescas siglo tras siglo. Las grandes obras clásicas no mueren jamás.

La interpretación teatral
Si el libreto tiene valor solamente como posible representación, entonces aquellos que la van a representar tienen mucha importancia. Le dan vida al libreto, No está en manos del libreto ser su propia representación –el libreto no es la obra de arte terminada— y por esto el libreto tiene que someterse a una interpretación por parte de muchos artistas de muy distinto tipo, desde actores hasta utileros. Sólo de esta forma llega a su destino: ser una obra de teatro.

Las interpretaciones envejecen, las obras no
Cada película es de su tiempo. Ese tiburón de ‘Tiburón’, que hace treinta años nos asombraba tanto por su verosimilitud, ahora nos parece un monstruo de cartón piedra. Cada año que pase será más anticuado. Una nueva película nos mostraría un nuevo tiburón verosímil de verdad. Pero no habrá una nueva ‘Tiburón’, como sí habrá, año tras año, muchos montajes de una obra escrita hace cien años. Y la obra parecerá siempre nueva, porque su interpretación será siempre del momento actual. La interpretación en vivo no envejece. Su registro –el cine—sí lo hace.

El director interpreta en presencia
El director estudia el libreto a solas, para formarse una imagen de lo que la obra puede y debe ser sobre el escenario el montaje terminado. Esta imagen no siempre es clara pero siempre es compleja, y abarca desde la dicción, las personalidades y propósitos de los personajes, hasta su entorno y su forma de vestir. El proceso de ensayos es lo que permite que esta imagen se vaya concretando. O lo que hace que se vaya formando mientras se concreta. Es perfectamente legítimo que el director inicie el proceso de ensayos sin una idea totalmente clara, para ir explorando y descubriendo lo que habrá de ser el montaje terminado. El director hace lo mismo que un poeta, que va buscando con palabras lo que habrá de ser su poema terminado.

El director interpreta en ausencia
Cuando el trabajo de dirección está terminado, el director deja de tener importancia. Ha puesto en escena una obra, ha transferido su interpretación y podría o no estar presente durante el estreno y las funciones. Su actividad en estos momentos por lo general se limita a mantener fresca su interpretación.

Los actores interpretan diciendo y haciendo
Lo que los personajes dicen y hacen está todito en el texto, tanto escrito allí como inferido, expresado indirectamente. Los actores interpretan aquello, a partir del libreto, usando las acotaciones y lo que suponen son las intenciones de los personajes, no siempre explícitas. Estas intenciones son el subtexto. Los actores hacen suyos la personalidad, las intenciones, actitudes y acciones o voluntades de los personajes. Para darles vida.

Demás está decir que en el libreto todos estos elementos deben estar expresados por el dramaturgo con total claridad y precisión.

Cómo hacen los actores para hacer lo que hacen
Los actores crean sus personajes a fuerza de análisis intelectual del texto que escribimos y a fuerza de imaginación emocional. Ambas los llevan a un conocimiento muy fuerte y completo de sus papeles. Tan fuerte y completo que, cuando hacen de cuenta que ellos son sus papeles, comparten la emoción que sus papeles sienten.

Para entender cabalmente lo que los personajes son y hacen, los actores deben ponerse en sus zapatos. Este indispensable acto implica, para los actores, indagar en sus propias personalidades e historias anteriores, para encontrar puntos en común entre sus personas y sus personajes. La distancia y la diferencia no pueden ser mayores entre la fría página y el vital personaje representado en tiempo presente y en tres dimensiones que se agitan, respiran y acaso sudan. Esta distancia y esta diferencia las elimina el actor.

Las acotaciones de escena deben ser parcas
Está en manos del dramaturgo escribir en su texto la manera como quiere que el director monte su obra. No está en sus manos montarla a través del papel.

El dramaturgo inmaduro o inexperto hace esfuerzos inútiles por poner en escena su obra, escribiendo complejas acotaciones. No debe hacerlo. Debe confiar en el director, en su inteligencia, buen juicio y buena voluntad. Y sobre todo confiar en el actor.

El director de buena voluntad piensa que el dramaturgo es un colega, un hombre de teatro que, con sus acotaciones, está tratando de expresar lo que tiene en mente, no metiéndose a dirigir la obra usando el papel. Las acotaciones de escena parcas, precisas e indispensables merecen el respeto del director. Ese respeto es lo que queremos siempre.

Las acotaciones de actuación deben ser pocas y breves
Debe el dramaturgo también confiar en el actor. Las acotaciones de actuación deben ser indispensables y breves. Las acotaciones de actuación deben estar claramente separadas del texto, jamás deben parecer parte del texto del actor, porque lo inducirán a error.

La dicción expresa solita muchas cosas
Casi siempre la dicción solita trae consigo su forma de ser expresada. Sólo cuando esta forma no es obvia, el dramaturgo se atreve a acotar la actuación.

Si acaso no acota cuando resulta necesario, estará confiando en el talento y la buena voluntad del actor y del director. Si acota más de la cuenta, si sus acotaciones resultan obvias y por eso inútiles, el dramaturgo perderá el respeto del director y los actores.

La dicción es la puntuación
Es chamba de los actores interpretar un texto escrito claramente. No es su chamba descifrarlo. Si una frase no lleva la puntuación que debe, si faltan comas y signos de interrogación y de admiración, los actores tendrán que descifrar el texto para poner la puntuación mientras leen. Un libreto sin buena puntuación pierde autoridad y lleva al actor al error. Si es una lectura que será juzgada y calificada, el dramaturgo que induce a los actores al error o el tropiezo está cavando su propia tumba.

La dicción es el ritmo de la frase
El ritmo de la frase –la manera como se distribuyen los acentos— es importantísimo. El actor se siente cómodo con un texto de buen ritmo, y sufre y se fuerza cuando el ritmo del texto no es cómodo. Una buena porción del arte del dramaturgo está en darle a sus frases un ritmo apropiado.

El buen formato es indispensable
El bueno formato no es un capricho sino una necesidad. No es necesidad de los dramaturgos ni de los impresores, sino de los actores. El buen formato garantiza que el actor lea y entienda perfectamente todo el texto, pero sobre todo su propio texto. Si el texto está en buen formato, el actor puede dedicarse plena y exclusivamente a su labor: la interpretación de ese texto. Para eso está.

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LA ESCRITURA
Para que nadie se desanime con tanta teoría, aquí va el método sucinto para escribir un drama en seis fáciles pasos.

Los seis pasos a seguir para escribir drama a la manera usual
Si la Narrativa es la historia madre de una obra, una obra comienza a escribirse cuando 1) inventamos una Narrativa. Luego 2) identificamos su Acción Dramática. Luego cortamos nuestra Narrativa en pedacitos, vale decir, 3) desmenuzamos nuestra Narrativa en eventos y los ponemos todos en fila, quizás en secuencia Pero/por tanto. Y aquí recién comienzan las decisiones fuertes porque el siguiente paso es 4) definir cuál escena va a ser la primera escena de nuestro Argumento. Hecho esto, hace falta 5) definir cuáles escenas del Argumento van a ser dramatizadas (presenciadas por el público) y cuáles escenas vamos a dejar en Fábula, es decir no serán vistas sino solamente aludidas (estos son eventos que ya han pasado o están pasando). Hecho esto comenzamos a 6) dialogar, haciendo las referencias necesarias a los eventos que se quedaron como Historia Anterior y a los que hemos puesto en Fábula.

Por supuesto que hay tareas complementarias, como definir locaciones –tratando de que sean el mínimo posible—así como escribir, o por lo menos pensar, descripciones someras de los personajes y definir por escrito, en papel aparte, las relaciones entre los personajes (si son muchos, esto ayuda a no perderse al escribir).

Todos estos pasos parecen abrumadoramente complicados pero no lo son, porque se van dando uno por uno a través de un tiempo.  No es posible, ni tampoco aconsejable, cumplir estos pasos necesariamente en el orden señalado arriba. En realidad, ni siquiera debería yo llamarlos pasos, sino más bien actividades que se cumplen inevitablemente pero no necesariamente en esta secuencia correlativa sino mezcladas unas con otras según van apareciendo las ideas y se van poniendo por escrito las escenas.

Escribir una obra es un proceso orgánico. Uno puede ir inventando la Narrativa a medida que escribe diálogo, y a veces convierte en Fábula y en historia lo que antes era diálogo, o desarrolla como evento dialogado lo que había puesto sólo en Fábula. Esto entraña varias, y a veces muy bravas, decisiones que se afectan mutuamente y que pueden complicar mucho las cosas. Pero en una obra corta, de unos veinte minutos (una buena duración para comenzar) no se complican demasiado. Si es que, claro, se ha tenido muy en cuenta lo principal del contenido de este manual. Vale decir, si se ha inventado y puesto en marcha, una buena y dura Acción Dramática que platee un fuerte dilema.

Y el resto… pues el resto se escribe.

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ERRORES FAVORITOS  DE LA DRAMATURGIA UNIVERSAL
Escena ausente
Un evento interesante, emocionante y transformador resulta siendo solamente referido, se queda en Historia o se queda en Fábula, ocurriendo durante el intermedio o durante el cambio de escena; lo malo es que nos quedamos sin presenciar lo mejor.  Por lo general una escena ausente es también una la escena difícil de escribir  y con frecuencia no la evitamos conscientemente sino que se nos olvida escribirla o considerarla –lo que demuestra lo holgazán que puede ser nuestro inconsciente. 

Transformación ausente
Hemos visto cómo a un personaje le sucede algo transformador, pero en la escena siguiente sigue tal como estaba, sin que aparentemente le hubiera pasado nada: emocionalmente no ha cambiado.

Comprensión relámpago con reacción inmediata (anagnórisis breve)
El personaje reacciona como un rayo a un evento difícil de comprender y asimilar.  Le avisan que su abuelo más querido ha muerto súbitamente y pregunta de inmediato a qué hora es el entierro.

Falta de tiempo natural transcurrido en escena
Una señora pituca se retira a escoger un vestido y vestirse para acudir a un matrimonio y luego regresa vestida, todo en el tiempo que le toma a su esposo servir dos whiskies.  O alguien sale a preparar un café y vuelve con el café servido, todo en el tiempo que a su huésped le toma sacar de su mochila cuatro libros y un lápiz.

Exceso de tiempo natural
La acotación señala que el personaje realiza una serie de actividades cotidianas o una serie de acciones sucesivas, pero son tantas –y realizarlas tiene tan poco interés argumental—que nuestro público se queda dormido mientras mira cómo el personaje riega las plantas, luego tiende la mesa, luego acomoda los cojines, luego pone en orden unos libros para finalmente hacer lo que nos interesa verle hacer.

Mensaje como dicción
Un personaje resume la intención del autor, como si el público no pudiera sacar sus propias conclusiones –éste es un error cotidiano en los malos espectáculos para niños.

Personajes demasiado corteses en su habla
Los personajes se sueltan sucesivamente largos y enjundiosos parlamentos y jamás se interrumpen, como si estuvieran guardando turnos para hablar –y uno se pregunta si lo que está diciendo un personaje no merecería en algún momento un comentario o interjección del otro, como sucede en la vida real.

Diálogo escrito sólo para informar al público
Los personajes comparten entre sí información que ellos ya conocen de sobra, y lo hacen para que se entere el público.  Esto es distinto a que unos personajes rememoren un evento con cualquier propósito (revivir un momento de dicha, reconstruir un suceso complicado).

Dicción inapropiada
Personajes de época usan vocabulario actual, adultos usan jerga juvenil, campesinos usan vocabulario de banqueros.

Cambios de tema explícitos
Personajes sueltan ‘como te iba diciendo’, ‘a propósito’, o quizás ‘volviendo al tema’ porque el autor no sabe cómo hacer avanzar su diálogo o ligar un tema con otro.

Acotaciones de acciones físicas demasiado largas y detalladas
El autor, acostumbrado ancestralmente a controlar la página escrita, quiere tener control total sobre todo lo que se verá sobre el escenario, y por ello acota cada detalle de lo que imagina será el comportamiento apropiado de sus personajes: describe la forma cómo uno toma una copa (por el pie y no por el borde) y bebe de ella (con los labios muy cerrados) y cómo otro personaje mira por la ventana (con la cabeza ligeramente caída hacia el lado izquierdo –ojo, el lado izquierdo y no el derecho).  Obviamente los actores y directores sensatos hacen caso omiso de tales indicaciones, porque cumplirlas exactamente consumiría todo el esfuerzo que deben dedicar a la interpretación del texto.

Acotaciones actorales imposibles
Las acotaciones abundan en detallitos imposibles para ser ejecutados por el actor, tales como ‘sus ojos se pierden en la transparencia de los ojos de ella durante ocho o diez segundos’, o ‘lo mira como miraba a su abuelo o su abuela cuando era chico’.  Descripciones de este tipo se originan en la escritura narrativa, donde la descripción detallada retiene su valor porque jamás se mueve de la página.

Acotaciones redundantes
La acotación es ‘con amor’.  El texto al que corresponde esta acotación es ‘te amo’.
 
Acotaciones narrativas
La acotación de escena explica motivos, intenciones o historia anterior: ‘ella entra decidida a vengarse de su madre porque la noticia que recibió ayer la dejó fría’ o ‘Entra del aeropuerto donde ha despedido a su novio’.  Este tipo de acotación puede redundar (porque su contenido aparece en el texto o en la acción) o ser inútil (porque su contenido jamás se menciona).

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LA PROFESIÓN DE DRAMATURGO

Inventar realidades para cambiar de piel
No voy a entrar mucho al tema de por qué una persona quiere, o necesita, o decide dedicarse a escribir teatro, y no a la política, o a cuidar el jardín o a inventar juguetes para niños o bombas atómicas. Lo único que, en este sentido, me parece que tiene asidero es que uno se vuelve dramaturgo –o cineasta, o director de escena—para poder inventar realidades distintas a las que vive. Y el actor, por supuesto, es actor para poder vivir realidades distintas –inventadas por el dramaturgo.  Esto me parece cierto.
Pero resulta más pertinente tratar de responder preguntas más específicas y menos fundamentales. Por ejemplo: si vamos a escribir algo ¿por qué escribirlo como teatro? ¿Qué implica escribir teatro? ¿Qué implica ser dramaturgo?

¿Por qué escribir algo como Teatro?
Más allá de que el teatro es el medio que personalmente nos produce más deleite, escribiremos como teatro aquellas ideas (aquellas historias que conocemos o inventamos) que se van a expresar mejor en la forma dramática. Y escribiremos como cuento o novela o poema aquellas ideas que resultarán mejor en estos géneros. Esto es una perogrullada pero hace falta señalarlo: cada idea que uno tiene viene con su género bajo el brazo.

¿Qué implica escribir para el teatro?
En esencia, escribir para el teatro es deleitarse con el hecho de que lo que uno escribe va a saltar de la muerta página al vivísimo escenario; que lo que escribimos va a convertirse en un espectáculo interpretado por alguien. Esto último es lo más importante: escribimos sabiendo que lo escrito llegará al público habiendo sufrido una intermediación.

Si alguien quiere tener total control, si no desea que nadie intervenga en la expresión (y por tanto afecte la apreciación) de lo que escribe, quédese tranquilo en la narración o la poesía. Pero sepa que nunca le verá la cara a su público mientras presencia lo que ha escrito, y jamás se expondrá al terror –y al deleite—de presenciar la reacción ingenua, pura, sin prejuicios, totalmente creíble de su público respecto a su obra.

¿Cómo percibe un narrador o un poeta 1) que su obra es apreciada y 2) la opinión del público ingenuo respecto a ella? Que su obra es apreciada lo sabe solamente a través de la siempre sospechable actitud de críticos, parientes y amigos lectores. La opinión del público ingenuo la sabe solamente por su volumen de ventas. Es que el autor de una narración o un poema no está presente mientras su público lee su obra. El dramaturgo sí.

¿Qué implica ser dramaturgo?
En lo creativo, implica llevar una doble vida. Una vida es muy tranquila, es la vida del escritor en su torre de cristal, mismo poeta o narrador, horas de horas frente a la máquina, y por favor que nadie le dirija la palabra. Su otra vida es la de persona de mundo, de teatrero metido en el vórtice del montaje y los nervios del estreno, en contacto con directores, actores, productores, administradores de teatros, escenógrafos, taquillas y públicos. El escritor que solamente le gusta la vida de gabinete, que no se meta a dramaturgo. Quien no soporte la vida de gabinete, que no trate de escribir teatro: el teatro mismo le ofrece muchas especialidades que están dentro de la vorágine del mundo.

Ese ‘algo qué decir’, ese ‘mensaje’
Escribimos porque tenemos algo qué decir. Tenemos recuerdos, sensaciones, ideas, percepciones de cómo son, o quizás cómo deberían ser las cosas de este mundo, los seres humanos y las circunstancias de nuestra vida.

Y como somos seres inteligentes y de nuestro tiempo, queremos decir algo, o acabamos diciendo algo con nuestra obra, que estará a favor o en contra de algo. Aunque no queramos hacerlo. Ineludiblemente será así, porque todos tenemos preferencias, ideas, convicciones que aparecen en lo que escribimos casi sin quererlo, y que no podemos –ni debemos—ocultar. Nuestras preferencias y actitudes son el origen del tema de nuestra obra (es por algo que escribimos una obra sobre los robots y no sobre los sueños de los osos panda, sobre cierta provincia del Perú y no sobre el otro lado de la Luna).

A esta voluntad de decir algo la hemos llamado –por no llamarla ‘mensaje’— ‘intención de  autor’.

No siempre ha tenido gran importancia el propósito del autor. Por ende el propósito del autor no es siempre fácilmente identificable. El propósito de Sófocles al escribir Edipo Rey puede haber sido ‘hacer respetar a los dioses del Olimpo’ o cualquier otra buena intención, tan conjeturable como indemostrable, que puede haber abrigado para con su público. Pero ¿qué habrá querido enseñar, demostrar o probar Shakespeare escribiendo Hamlet? ¿Qué propósito moral, social, filosófico, político o de otro tipo abrigaba Shakespeare al escribir esta obra, otro que no fuera aprender algo respecto a la naturaleza humana, o complacer a su público y a lo mejor a la Reina y hacer, de taquito, algún buen dinero? Cualquier conjetura es buena porque ninguna tendrá sustento con evidencia contenida en la obra (la llamamos evidencia interna) y no existe evidencia externa (documentos, testimonios de la época) que nos aclaren el propósito de Shakespeare al escribir Hamlet. Para éstas y muchísimas otras obras, de todas las épocas, el propósito del autor queda escondido. Y lo único que podemos hacer es conjeturar.

Para Romeo y Julieta, una obra mucho más sencilla y anterior a Hamlet, sí podemos pensar, por lo menos, que Shakespeare no estaba a favor de la venganza ancestral y ciega entre familias, sino más bien a favor de la paz social. Entonces podemos decir que su propósito como autor, al escribir esta obra, puede haber sido ‘denunciar la venganza ciega’. Pero también puede haber sido ‘enamorar a la amada imposible’, como tan bien quiere hacernos creer el excelente film Shakespeare in Love (Shakespeare apasionado).

Sin embargo, otros autores clásicos como Molière sí consideraban importante ‘decir algo’ sobre su sociedad –lo que por cierto al gran francés le causó suficientes contratiempos.  Y a medida que los tiempos iban avanzando, el propósito del autor se iba haciendo cada vez más presente hasta que, con el Romanticismo, aparece y se define la ‘obra de tesis’, vale decir aquella obra que se propone demostrar algo para efectuar o facilitar un cambio en la sociedad o en el ser humano. Obras como Casa de muñecas de Ibsen tienen un contenido ideológico clarísimo que chocó frontalmente con su época y que, por cierto –por lo menos en el caso de Casa de muñecas— sigue chocando hasta hoy.

Las buenas intenciones no hacen la obra
El propósito del autor, por bueno y noble que sea, no sirve como validación artística de la obra. Pese a que sería bonito pensarlo, la cruel verdad es que las buenas intenciones de una mala obra no rescatan a esa obra del naufragio.

Pero, ¿qué pasa si la obra tiene malas intenciones?
Por lo menos para quien esto escribe, si el autor tiene intenciones malvadas respecto al efecto de su obra sobre el público, estas intenciones invalidan la obra como objeto artístico. Una obra que (por voluntad perversa, apatía moral o amoralidad de su autor) elogiara o pusiera como paradigma el terrorismo, el crimen, el odio, la discriminación, el prejuicio racial, sexual o de clase, la violencia, el suicidio, la adicción a substancias o, en fin, estuviera a favor del sufrimiento y la muerte no es, ni podría ser, aceptable como obra de arte. Lo bello no es compatible con lo malvado.

Pero hace falta hacer aquí una distinción entre obra malvada y autor malvado. Que el autor sea una buena o mala persona en la vida real es algo que no debe importarnos al evaluar su obra. Lo único que debe importarnos es la virtud o maldad de la obra misma, la intención –virtuosa o malvada— del autor al escribirla.

¿Cómo decir algo con un mínimo de honestidad?
Los dramaturgos, igual que todas las personas, no sabemos nada de nada con total certeza. Ninguno de nosotros es quien para andar por ahí predicando soluciones a problemas sociales o personales, ni menos para pontificar, desde un púlpito artístico, ninguna ‘verdad’. Todos estamos buscando algún tipo de certidumbre. La única verdad es esa.

¿Quiere esto decir que no tenemos derecho a decir nada? Pues no. A lo que no tenemos derecho es a dar por ciertas las verdades que postulamos. A dejarlas sin cuestionar. Nuestra obra no debe decir verdades ya sabidas—porque en realidad no sabemos nada—sino buscar verdades desconocidas que podamos plantear tentativamente.

Podemos tener la convicción profunda de que el aborto es malo. Podemos querer escribir una obra que diga precisamente esto. Sabemos que mucha gente piensa lo contrario. ¿Comenzamos a escribir nuestra obra seguros de que el aborto es malo? ¿Hacemos caso omiso del pensamiento contrario porque no lo consideramos válido? No. Escribimos la obra usando la estructura dramática para ir cuestionando nuestras propias convicciones. Sólo así podremos convencer al público de que son válidas. Lo contrario –estar convencidos de nuestra verdad y no usar la obra para cuestionarla sino para demostrarla—es una inútil prédica dirigida a los convertidos, que no afectará a los escépticos, porque estos se cerrarán totalmente frente a una argumentación que no permite réplica.

La partida de ajedrez contra uno mismo
Para revelar honestamente nuestras convicciones, y para aspirar a convencer de ellas al público, debemos asumir la escritura de una obra como una partida de ajedrez que jugamos contra nosotros mismos. Por supuesto, no sabemos cuáles piezas van a ganar. Aunque creemos en nuestras blancas (las blancas están en contra del aborto), le damos a las negras (que están a favor del aborto) las mejores jugadas posibles. ¿Qué pasa si ganan las negras, si nuestras blancas se quedan sin argumentos y acaba triunfando la causa a favor del aborto? Pues... caballero.

¿Caballero? Pues sí. Lo más probable en este caso es que, en el camino de demostrar que el aborto es malo, hayamos encontrado que –por lo menos en algunas circunstancias— el aborto puede ser aconsejable y hasta virtuoso. Y ya no estaremos tan convencidos de la inmaculada pureza de nuestra causa. Habremos aprendido algo nuevo y de paso –esto es lo más importante—a lo mejor también el público habrá aprendido algo nuevo.  Por lo menos que aquellas cosas que parecen totalmente negras pueden no serlo. 

Ésta es, al entender de quien escribe, la actitud correcta respecto a nuestras convicciones y las del público: no es la actitud de un profesor (dramaturgo) ante alumnitos (el público), sino la de un compañero de ruta del público, con quien vamos buscando algún tipo de verdad que, como todas las verdades, es elusiva, cuestionable, relativa, cambiante, traicionera y, sobre todo, eternamente revisable. Esto último es, quizás, lo más importante.

Cómo hacer para escribir
Hay un dicho del excelente novelista norteamericano E. L. Doctorow que dice: ‘Escribir no es planear escribir. Estructurar, investigar, contarle a la gente detalles acerca de lo que uno está haciendo no es escribir. Escribir es escribir’.

Y citando una vez más a Gabriel García Márquez: para escribir bien debemos esperar ‘que la inspiración nos encuentre escribiendo’.

Muy bien, pero ¿cómo escribir? Pues comenzando por el principio y continuando hasta llegar al final (la frase es del gato Cheshire, de Alicia en el país de las maravillas). Hacer esto es la voz.

Hacerlo desde el principio hasta el final.  Varias veces.

Escribimos dando manos de pintura
El peor método de todos es ir perfeccionando a medida que se avanza, perfeccionar, y perfeccionar lo perfeccionado, antes de avanzar el siguiente pequeño trecho. Aquí debemos tomar nuestra pauta de los pintores, tanto los de brocha gorda como los de caballete. No existe pintor que termine totalmente la esquina superior izquierda de su cuadro, por ejemplo, antes de avanzar hacia abajo a la derecha. Los pintores de caballete quieren ‘ver todo el cuadro’ cuanto antes, aunque sea ‘en borrador’. Hacen un esbozo, observan el conjunto, ponen algún color aquí y otro allá, miran el conjunto otra vez, luego cambian algo, luego miran el conjunto nuevamente y así siguen trabajando hasta terminar el cuadro, acometiéndolo por partes pero con una visión global. Los pintores de brocha gorda hacen lo mismo: dan una mano a toda la pared antes de dar la siguiente mano, también a toda la pared. Esta es la manera lógica y sana de avanzar en cualquier tarea de cierta extensión.

Esta visión de conjunto de toda la obra es necesaria precisamente para que el conjunto tenga sentido como tal. Y por eso, lo aconsejable no es quedarse prendido o engolosinado de la primera escena, o parte primera, o primer parlamento, sino trabajarlo hasta que tenga forma pero dejarlo imperfecto y así poder avanzar a lo que sigue. Al alcanzar el final, el artista volverá al principio para perfeccionarlo todo. Y esto se repite muchas veces hasta que la obra está terminada.

Y luego, en la vida real, haremos una segunda versión de la obra. Y una tercera. Y una cuarta. Y una quinta y una sexta y quizás... pues quizás llegaremos a pensar, como piensa quien esto escribe, que el trabajo creativo no tiene fin y que, a la larga, lo único que detiene la escritura de una obra es la oportunidad de ponerse a escribir la siguiente, porque la anterior ya ha sido montada porque, en su momento, nos pareció que estaba lista para su montaje. Pero ¡ay de que la revisemos! Querremos escribir una versión más. Siempre.

Procedimientos para desarrollar una idea y escribir una obra
Cada quien encuentra su forma, su procedimiento para escribir una obra. Hay algunos que son prototípicos y que listaremos aquí. Pero no como procedimientos infalibles sino como aproximaciones, haciendo además la salvedad de que, al parecer, cada idea para una obra ‘pide’ su propio procedimiento. Como que la idea viniera con su procedimiento bajo el brazo. Y los principales procedimientos son estos:

La Narrativa se convierte en diálogo
Esta es el una variante del método descrito al principio de esta sección. Algunos autores, entre ellos el inmortal Ibsen, fundador del teatro moderno, comenzaba por escribir la historia completa de los personajes, eso que aquí nosotros llamamos Narrativa. Era un largo documento, casi una novela corta. Luego la escribía otra vez, dialogando algunos pasajes y no otros. Luego hacía lo mismo, dialogando más pasajes y así sucesivamente, agregando cada vez más diálogo hasta que toda esa Narrativa –o la gran mayor parte de ella—se había convertido en diálogo. Y el resto en Historia Anterior y en Fábula.

La escaleta se convierte en obra
Algunos autores escriben primero una Narrativa –quizás una página o dos—que luego desglosan en cierto número de escenas. Y luego dialogan esas escenas.

Comenzando a partir de cero
Es posible comenzar de cero, o casi de cero, teniendo en la cabeza apenas la Acción Dramática de la obra y también –esto es muy importante—el evento final, la forma cómo se resuelve la acción. Algunos autores no pueden escribir sino a partir de cero, y hay otros que no podrían escribir así ni para salvar la vida.

Y por supuesto es perfectamente posible que estos procedimientos se nos mezclen en el camino: que abandonemos la escaleta para seguir sin pautas por otro lado, o que decidamos escribir una Narrativa porque escribir sin una guía no nos está resultando. Y tampoco debemos pensar que usaremos siempre el mismo procedimiento: escribimos una obra de una forma y de pronto nos encontramos escribiendo la siguiente de otra forma. Este asunto del procedimiento es el mayor misterio.

El proceso de la escritura y reescritura
En medios más avanzados, sobre todo en los países anglosajones, una obra no se estrena oficialmente hasta que no se han dado una, dos y hasta tres semanas de funciones de preestreno. Durante este tiempo se perfecciona la obra en todos sus aspectos, tomando en consideración la reacción del público durante cada función. El dramaturgo corta, modifica y re-escribe cada noche, los actores memorizan y ensayan cada mañana los cortes a la obra, así como nuevas escenas, y en el ensayo de la tarde el director modifica interpretaciones y significados; esa noche el autor atiende atentamente a esa Melodía que la obra y el público hacen juntos, toma notas sobre lo que funciona y lo que no funciona para tener una reunión esa noche con el director y el productor y luego irse a escribir, repitiendo el proceso al día siguiente. Y así, cada día y cada noche, a veces durante semanas. El resultado es una obra cuya eficacia, en términos de comunicación con el público, ha sido probada. Es por esto que una obra norteamericana podrá ser buena o podrá ser mala, pero siempre funcionará sobre el escenario.

Este trabajo de re-escritura y ensayos, simultáneo con la realización de funciones de preestreno, no es solamente válido sino necesario para que la obra en su versión final –la que habrán de ver los críticos y el público, la que será eventualmente publicada—sea lo más perfecta posible. Lo más clara posible. Lo más eficaz posible en términos de su comprensión por parte del público.

Es que el teatro es un arte de comunicación y este método no es otra cosa que el perfeccionamiento de la comunicación con el público en circunstancias reales, con el público delante: no ‘adivinamos’ antes del estreno lo que el público va a entender, sino que lo constatamos directamente y actuamos según lo constatado antes de estrenar. ¿Se parece este método a los tan mentados ‘focus groups’ modernos? Así es, sólo que ya estaba usándose décadas antes de que se desarrollaran las técnicas del marketing moderno.

La constatación con el público en nuestro medio
En nuestro medio, si nos ponemos a hacer muchas funciones de preestreno nos quedaremos sin público para la temporada. Pero podemos hacer lecturas de distintos tipos, ensayos públicos y funciones con públicos especiales.

La primera lectura en mesa es sencillamente un elenco leyendo la obra ante un público limitado: el autor, el director, quizás un par de amigos y colaboradores. El autor escucha por primera vez el texto que ha escrito. Se lleva muchas sorpresas, sufre muchos desalientos y tiene muchas más satisfacciones. Y volverá a su computadora a seguir escribiendo hasta que pueda tener una nueva lectura en mesa, y otra más si hace falta.

La siguiente etapa es de lecturas ya no tan privadas. Queremos confrontar nuestra obra con un público ingenuo. Invitamos a unas diez o veinte personas y les hacemos escuchar nuestra obra. Ya no miramos a los actores, y no enterramos la nariz en nuestro libreto: le miramos las caras al público. Queremos saber en qué momento se distraen, cuándo se mueven en sus asientos, cómo reaccionan a cada texto. Luego, por cierto, reescribimos, porque la reacción del público siempre habrá sido contraria a lo que nosotros queríamos.

La siguiente etapa es la lectura en pie, en un teatro o auditorio. Un grupo de actores y un director han ensayado la obra y hacen un esbozo de interpretación. La obra cobra mucho más vida porque es casi un montaje. Lo que le falta para serlo es perfeccionamiento y, sobre todo, la memorización del texto.

Por último, es conveniente para el montaje –aunque peligroso en algunos aspectos—mostrar la obra al público durante los ensayos. No es difícil juntar (en el local de ensayos que estamos usando) a unas cincuenta personas y mostrarles una pasada de la obra, de comienzo a fin.  Este ensayo público debe hacerse con suficiente anterioridad al estreno.

Hacer esto es una prueba de fuego. Puede ser que la obra esté muy larga, y recién entonces nos demos cuenta. Puede ser que el público se aburra a chorros. ¿Es culpa de la obra, o quizás del montaje, o quizás del hecho de que el montaje no está terminado? Hace falta experiencia para deslindar dónde está lo más perfectible. Pero más falta hace la valentía artística necesaria para mostrar la obra antes del estreno y averiguar cómo van las cosas. Mucho más cómodo resulta esconder la cabeza en la arena ensayando y ensayando en total privado, conjeturando –solamente conjeturando—cuál habrá de ser el efecto de nuestros esfuerzos cuando el público los vea. Hacer esto es tan cobarde como temerario: nadie puede predecir la eficacia de la comunicación con un público inexistente y conjeturarla es artísticamente irresponsable. Y de lo que se trata el teatro –siempre hace falta decirlo—es de comunicación entre el autor y el público a través del escenario.

¿Después del estreno se ensaya? Sí. El estreno es recién el comienzo del verdadero trabajo teatral. Porque el hecho teatral no existe sin el público. Así de sencillo.

Si es que tenemos la oportunidad y el profesionalismo necesarios, seguiremos ensayando después del estreno hasta que la obra y su montaje queden perfectos. El autor cortará, aumentará, modificará, y el director y los actores lo acompañarán en este esfuerzo, presentando una función distinta –y cada vez mejor—a cada público. Que se merece, igual que el público del estreno, la mejor obra y el mejor montaje posibles. Con el estreno no termina el trabajo. En realidad recién comienza, porque recién tenemos delante al motivo de todos nuestros esfuerzos: el público. ¿Ensayar después de la tercera semana? ¿Por qué no, si faltan cinco semanas para el fin de la temporada?

LA PROFESIÓN DE DRAMATURGO
Aquí van, someramente, algunas impresiones sobre lo que es, en la vida real, ser dramaturgo, tanto en el Perú como en otros países. Como impresiones, son personales y fruto de la experiencia.

El impacto de lo interpretado
Ver el texto que uno ha escrito cobrar vida produce un impacto fuerte. Hablo, por cierto, de los montajes que otros artistas han dirigido. A veces nos producen la impresión de que nosotros no hemos escrito ese texto. Y no porque esté mal interpretado sino por lo contrario. No reconocemos nuestro texto porque ha cobrado vida propia. Nos parece que los personajes están inventando el texto con su propia cabeza. Lo que dicen jamás fue escrito por nadie, pensamos. Como autores hemos desaparecido. Como debe suceder. Pero conocemos el texto mejor que nadie –porque lo hemos escrito—y quizás nos sentimos un poquito expropiados. Pero de eso se trata ser dramaturgo: de dejarse expropiar la obra por otros artistas y gozar de ese proceso de expropiación. Al escritor que esto no le cuadre, pues que se dedique a la poesía, al cuento, la novela o el ensayo.  Él se la pierde.

El otro impacto fuerte es la reacción del público. No hay mayor satisfacción en este mundo, para quien tiene verdadera vocación de dramaturgo, que sentir que el público entiende precisamente lo que uno quiere que entienda, y que se emociona junto con uno con precisamente aquello que a uno lo emociona. Se trata de estarse comunicando con una masa desconocida e ingenua. Cuando esto ocurre, lo que uno siente puede ser sublime. Lo contrario es un infierno. Una misma función puede llevarnos de un extremo a otro. El teatro es arte y oficio de valientes.

La relación entre la obra y su puesta en escena
Porque los dramaturgos necesitamos intérpretes, nos cabe reflexionar sobre la naturaleza del trabajo del director, y sobre la relación que existe entre el director y el dramaturgo, así como entre el dramaturgo y los actores.

Hay dos tipos principales de directores de escena: 1) los intérpretes, vale decir aquellos que se piensan a sí mismos como intermediarios entre los libretos y su público, y 2) los usuarios, que se sirven de los libretos para poner en escena su propia creación. Estos son dos tipos extremos, pero resulta didáctico definirlos tajantemente.

El intérprete encuentra su deleite y autoestima en explorar, descubrir y expresar cabalmente aquello que el autor ha escrito, tal como lo siente y entiende.  Para este tipo de director, el libreto es un fin.

El usuario encuentra su deleite y autoestima en expresarse a sí mismo a través de la escenificación, sin preocuparse por comprender y expresar el libreto.  Para este tipo de director, el libreto es un medio.

Por cierto que una interpretación, por más fiel al autor que intente ser, no puede estar exenta de las ideas escénicas, gustos artísticos y convicciones ideológicas del director. No existe interpretación totalmente fiel a la obra –quizás porque ‘la obra’ es una entelequia imaginaria derivada de unas páginas escritas, y no una realidad concreta con la que pueda compararse la interpretación del director.

Pero eso no vuelve legítima la actitud del usuario. Que el director transforme la obra para expresar lo suyo, obliga a preguntarle por qué no escribe su propia obra. Por lo general este tipo de director es un autor frustrado, incapaz de escribir a partir de cero, y por eso transforma lo que ya existe. Esto es malo.

Todo es relativo, sin embargo. La legitimidad de la transformación del usuario depende con frecuencia de su talento. Si el talento del director es mayor que el del autor, bienvenida la transformación porque mejorará el producto final. Por desgracia la mayoría de los directores usuarios echan mano a los clásicos para satisfacer sus impulsos creativos, y como el talento de cualquier director contemporáneo no es más grande que el de cualquier autor clásico, uno acaba extrañando la versión puramente interpretativa.

Obviamente, desde el punto de vista del dramaturgo el director intérprete fiel es preferible. Pero un intérprete fiel puede ser inepto y poco creativo y un director usuario puede ser un genio. ¿Cuál es preferible para que dirija nuestra obra? Lo que finalmente importa es la calidad intrínseca del resultado sobre las tablas. Y eso hay que juzgarlo sobre los hechos.

EL PROTOCOLO DEL TEATRO
Llamamos ‘protocolo’ a los sistemas, formas y maneras que debemos guardar en nuestras relaciones dentro de cualquier profesión o actividad. Qué se hace cuándo, quién habla con quién y quién realiza tal o cual actividad son elementos de cualquier protocolo.

El protocolo teatral no es arbitrario ni gratuito: su función es facilitar las relaciones entre las personas y garantizar la eficiencia del trabajo. Señalaremos aquí sólo algunas pocas características del protocolo teatral que atañen más de cerca al dramaturgo.

La actitud general respecto al autor
Por lo general, tanto el director como los actores, diseñadores y demás teatreros consideran que el dramaturgo tiene la última palabra sobre cualquier aspecto de la obra, grande o pequeño. Esto es así porque se piensa –y es cierto—que el autor es quien mejor conoce la obra.

La presencia del autor en los ensayos altera la correlación de fuerzas, y es por lo general temida. Las palabras del autor respecto a la dirección, las actuaciones y hasta la utilería son tomadas como de boca de alguna artística divinidad. Se supone que es el autor quién más sabe acerca de la obra y quien es el dueño de todos sus secretos.  Esto sucede, claro está, sólo en los medios teatrales en los que la genealogía artística de la dramaturgia se remonta a autores como Shakespeare, Goethe o Lope de Vega.

Dramaturgo y director: ¿quién manda a quién?
No obstante lo dicho, la relación entre director y dramaturgo puede y debe ser horizontal. Esto es así porque el organigrama del teatro pone al proceso de montaje en manos del director. Aunque en la práctica es el dramaturgo quien tiene el poder moral mayor, porque lo sabe todo acerca de su obra, es el directo quien estará poniendo en escena sus intenciones, y en eso estriba su poder.  Es así cómo la autoridad del dramaturgo se convierte, en el teatro, en sólo un poder de veto frente al dramaturgo.

El dramaturgo, entonces, se comunica horizontalmente con el director quien tiene, y debe tener, pleno derecho para plantear cambios, cortes y modificaciones a la obra durante el proceso de ensayos. Y ejercer su poder de veto en caso necesario.

Y es el director, y no el autor, quien se comunica con los actores, diseñadores y técnicos, salvo durante la primera etapa de planeamiento del montaje y quizás también más tarde, pero sólo en excepcionales circunstancias.

Dramaturgo y actor
La relación entre el dramaturgo y el actor es, en la práctica, bastante más lejana que la relación del dramaturgo con el director.

El protocolo teatral exige que, salvando excepcionales circunstancias, el dramaturgo se comunique con el director y no con los actores directamente, y que sea el director quien les comunique a los actores las ideas del dramaturgo respecto a sus personajes y a su obra. Así debe ser.

Esta norma parece a primera vista una pérdida de tiempo o una falta de confianza, pero es saludable porque evita que los actores se confundan y reciban (o piensen que están recibiendo) opiniones o explicaciones contradictorias o hasta encontradas, unas del autor y otras del director. 

La relación entre el dramaturgo y los diseñadores es bastante más distante y, en frecuentes casos, hasta inexistente. Aunque por cierto este escribidor ha tenido que absolver directamente preguntas importantes de diseñadores y de actores.

Conformando el reparto
Es en el momento del reparto de papeles o casting que la participación del dramaturgo resulta crucial y su contacto con los actores indispensable. Esto sucede, naturalmente, sólo en los medios teatrales avanzados.

En fin de cuentas, el proceso de casting es sencillamente el proceso de buscar y encontrar la persona (actor) cuya personalidad esté más cerca de la personalidad del papel. El dramaturgo es quien posiblemente tenga más clara que nadie la personalidad de los papeles que ha escrito. Por ello participa en el casting.

Un buen reparto es importante sobre todo en el caso del estreno mundial de una obra, porque puede definir por mucho tiempo la forma en que sucesivas generaciones habrán de ver y representar el personaje.

Aunque por cierto Hamlet no era una obra de estreno en los años 40s, el Hamlet de Lawrence Olivier –melancólico y pensativo—definió una forma de hacer el personaje que duró muchos años. Cuando Burton, el ‘64, hizo en Nueva York un Hamlet dinámico, apasionado y hasta violento, su personaje resultó muy sorprendente, y por cierto hizo escuela.

Blanche Dubois, la heroína de Un tranvía llamado Deseo de Williams, fue puesta en manos de una personalidad tan dulce como la de la extraordinaria inglesa Vivan Leigh. Esta opción también marcó para siempre una interpretación de ese papel como el de una mujer víctima de sí misma, poética y exenta de culpa, cuando en realidad ella es (o también es) una megalómana ninfomaníaca y alcohólica, más o menos capaz de cualquier cosa –incluyendo seducir a un total extraño solamente para llevárselo a la cama, o acostarse con el marido de su hermana la noche en que ésta acaba de tener un hijo –no sin antes negarse totalmente para mejor seducir al varonil cuñado.

Otro caso de casting históricamente determinante es el de Lee J. Cobb como Willy Loman en La muerte de un viajante. El autor, Arthur Miller, ha declarado que la personalidad de este corpulento actor lo llevó a modificar su auto-descripción dentro del diálogo. Miller cambió ‘gusanito’ (shrimp) por ‘morsa’ (walrus) porque este epíteto se adecuaba mejor al gran porte del actor.  Muchos años más tarde Miller hizo la versión de televisión con Dustin Hoffman, y sólo entonces pudo volver –debido a la personalidad externa del delgado y petiso Hoffman—al epíteto original, ese ‘gusanito’ del texto original.

El autor y el montaje de su obra
En algunos sectores de nuestro medio pervive la noción –quizás subconsciente o hasta tradicional—de que el dramaturgo es un literato, o sea aquel artista que hace lo que la ‘gente de teatro’ no puede o no sabe hacer, que es escribir diálogo. Para algunos teatreros primitivos el dramaturgo es un mal necesario, un escribidor de letra que nada sabe de teatro y que, por tanto, no tiene por qué participar en la puesta en escena de sus obras.

En medios más avanzados que el nuestro el dramaturgo es –por formación, por experiencia en teatro, por pago de piso teatral—tan ‘persona de teatro’ como el director o el actor, y sabe tanto de teatro como éstos, o hasta más, ya que puede hacer bien lo más difícil, que es poner sobre el papel aquello que los demás teatreros habrán de querer interpretar.

Por ello, en los medios avanzados la contribución del dramaturgo a la puesta en escena de sus obras es considerada valiosísima. Y el ninguneo local del dramaturgo como persona de tablas se debe (esto es una conjetura del presente escribidor) a la falta de una tradición del dramaturgo como ‘persona de teatro’.

Durante muchos años no ha habido verdaderos dramaturgos profesionales en nuestro medio, escritores que escribieran exclusivamente, o casi exclusivamente, obras de teatro. Las obras que se presentaban en los 40s y 50s y hasta mediados de los años 60s, eran por lo general escritas por poetas, ensayistas, psiquiatras, novelistas, cuentistas, pintores, y por cuanta persona especialista en algún ejercicio de las artes o las letras (o hasta de las ciencias) que quisiera poner sus ideas en forma de diálogo (agregándoles alguna descripción de escenario, y una que otra acotación). Eso es, más o menos, la dramaturgia moderna peruana hasta mediados de los 60s, con la excepción de dos autores: Sebastián Salazar Bondy y –aunque sólo hasta cierto punto—el psicólogo Enrique Solari Swayne.

Es en esa época, hoy totalmente superada, que se origina un viejo dicho, atribuido a Ricardo Roca Rey (director de escena peruano), que resultaría totalmente insólito en cualquier medio avanzado: “el mejor dramaturgo es el dramaturgo muerto y el peor dramaturgo es el dramaturgo presente en el teatro”.

Y claro, hay que entender el momento en que este despropósito entró en vigencia. Si el autor es un poeta, un historiador o un economista, por supuesto que es mejor que no se aparezca durante los ensayos.  ¿Qué persona de teatro querría tener de consejero, o de colaborador, a alguien que de teatro no sabe nada, por más que haya escrito la obra? Pero en fin, hoy en día –principios del siglo veintiuno— esta situación está en vías de remediarse con creces. Tenemos ahora dramaturgos con experiencia como actores, directores, productores y hasta diseñadores. Tenemos dramaturgos que son gente de tablas, perfectamente capaces de actuar, de dirigir, de producir, de diseñar, o que por lo muy menos han visto mucho, muchísimo teatro y por ello son capaces de colaborar en las tareas de tablas opinando de igual a igual con el director de escena sobre el montaje de sus obras (y ejerciendo su veto cuando hace falta). Estos dramaturgos obviamente no están ni estarán nunca ‘mejor muertos que presentes’. Más bien serán siempre bienvenidos como un gran aporte artístico para el director y el productor que quiera, y pueda, tenerlos como colaboradores dentro de una relación de trabajo horizontal.

Shakespeare fue todo un hombre de teatro, dicho sea de paso, y nuestro mejor ejemplo de dramaturgo-persona de teatro, ya que podía tanto escribir, como dirigir, como actuar, como producir y su opinión, en cualquiera de estos terrenos, era respetadísima (y también fue un gran empresario teatral). El viejo Will vuelve a ser nuestro paradigma.

Aunque siempre suceden cosas fuera de lo común. Ocasionalmente aparece un escritor que no tiene experiencia práctica en el teatro pero que ha visto mucho teatro, ha leído algo de teoría dramática, respeta el escenario y los protocolos del teatro y escribe una obra viable o hasta buena. Y puede ser que un director quiera montarla. Y puede ser que el resultado sea óptimo. Como siempre, tanto en el teatro como en todo, aparecen excepciones que parecen contradecir, pero que terminan confirmando con creces, todas las reglas.

***

APÉNDICE 1

EL AMOR POR EL TEATRO
(Fragmento de ‘¿Qué es el Teatro?’)
Eric Bentley (1956)
Traducción de Alonso Alegría

¿Qué es la esencia del Teatro y del interés que nos provoca? ¿Cuál es la esencia de la cosa? Muchos, lo sabemos, hemos sido picados por el bicho del Teatro pero ¿qué bicho exactamente nos picó? Muchos hemos sido más que picados: nos hemos recuperado de la infección y, a esta singular institución le hemos dedicado vidas enteras de trabajos forzados. Muchos hemos sufrido amarga pobreza por su culpa, y más amarga humillación, porque mucho peores que la constante precariedad económica que el Teatro ofrece son sus igualmente constantes golpes a la autoestima. ¿Qué es este arte que cobra un precio tan alto? Muchos han escrito acerca del Teatro, proclamando con entusiasmo sus propios puntos de vista y oponiéndose a cualquier otro punto de vista en forma lapidaria, jocosa o balbuciente. ¿Qué es aquello que nos causa tanto entusiasmo? ¿Tanto que cualquier entusiasmo contrario nos vuelve vengativos, frívolos o indecisos?

Bueno, yo pienso que lo que pasa es que el Teatro tiene un no sé qué, un algo que... —comienza uno a decir y de pronto se da cuenta de cuán poco está agregando al conocimiento acumulado sobre el tema.

Yo no sé,
no sé decirte cómo fue,
no sé decirte qué pasó
pero de ti me enamoré...

Y ya que no podemos decir por qué nos enamoramos del Teatro, tratemos por lo menos de decir de qué es que nos hemos enamorado.

Para comenzar, el Teatro es un lugar. Este lugar, en todas las formas en las que se lo conoce, causa una vibración en aquellos que lo frecuentan. Esta vibración tiene ciertas propiedades indescriptibles que en general se sugieren usando el término ‘magia’ y son invariablemente atribuidas el edificio mismo. En nuestra época, por ejemplo, ¡cuántos periodistas, y hasta universitarios de primer año mencionan ese silencio lleno de expectativa que se hace cuando bajan las luces de la sala, y la emoción que causa la subida del telón! Me dirán que esto se debe en parte a aquello que llamamos ‘psicología del público’. Muy bien. Pero sigue siendo cierto que la parafernalia [los equipos, los dispositivos] del Teatro tienen, de por sí, un poder de fascinación muy especial. Y también cuando no hay un público presente, también cuando el escenario está desnudo de decorados y la pared de ladrillo del fondo queda expuesta, esta curiosa máquina mantiene su pérfido atractivo. Igual que en el caso de un ser humano, un teatro no deja de ser fascinante cuando se quita la ropa.

Pirandello obviamente ya se había dado cuenta de esto cuando escribió ‘Seis personajes en busca de autor’; y también se había dado cuenta de que los procedimientos del Teatro contienen una ‘magia’ similar.   En términos racionales, las actividades de los actores y del personal de escena durante los ensayos pueden parecer tan sensatas que las podemos calificar de aburridas, o tan tontas y anacrónicas que las podemos calificar de despreciables. Saber cómo así pueden trascender este aburrimiento despreciable equivaldría a haber descubierto el misterio del Teatro como lugar.

Pero si es que hay un algo en el Teatro como lugar, también hay un algo en sus habitantes, los actores. No he estado hablando de los méritos de un teatro sobre los de otro, ni tampoco tengo ahora en mente los méritos de un actor sobre algún otro. Hay un algo en el actor como tal, un algo en el simple hecho de la personificación: también hay ‘magia’ en esto. Se han hecho muchas conjeturas sobre los inicios de la actividad de actuar; muchas teorías se han forjado para explicar su continuo y universal encanto. El hecho es que este hecho es inequívoco. A una niña le fascina vestirse con el sombrero y las plumas de la abuelita. Los mayores acuden a bailes de disfraces durante Carnavales. Para darle el mayor efecto posible a su historia, quien la cuenta le agrega mímica. Algunos grupos primitivos creen que pueden aplacar a sus dioses vistiéndose de cierta manera; algunos grupos no tan primitivos creen que pueden curar las neurosis usando una forma de personificación grupal a la que han bautizado ‘psicodrama’. Un famoso actor joven recientemente declaró para ‘New York Times’   que para él ‘actuar es la forma más lógica que existe para manifestar las neurosis’. No veo razón para creerle y varias razones para no creerle pero en todo caso el corazón de ese actor palpitaba en el sentido correcto: él quería decir algo definido y claro acerca del actor y lo único que pudo atinar a decir, en el fondo, fue que hay, pues, hay algo en eso de ser actor.

Pero hay un algo también en el público –vale decir, en un grupo de individuos apiñados, sus caras todas apuntando en la misma dirección –sus ojos, oídos, corazones y mentes dirigidas sobre un mismo objetivo. Hay algo en ese dejar de ser meramente Uno para convertirse, bajo estas circunstancias, en este lugar, delante de este actor, en parte de un Nosotros. Hay un algo en la intimidad y en la sociabilidad de este entorno físico. Y posiblemente –pese a que uno no quisiera reconocerlo—también hay un algo en su falta de privacidad, en su falta de sociabilidad, y en su muy evidente incomodidad. Esa falta de sitio para las piernas, esa molestia que causa la gente que se nos aprieta al pasar a tomar sus asientos y, en Nueva York, esta prohibición de fumar,  esta falta de bares en los lobbies, y también los lobbies mismos, siempre tan pequeños –todas estas cosas le otorgan cierto peso a ese evento que ocurre en la vida de uno y que se llama ‘ir al Teatro’. Una vez más, cualquiera que sea su explicación, el hecho es conocido: una experiencia cualquiera cambia cuando es compartida con cierta gente, de cierta manera específica.

Los casos extremos y notorios de psicología del público son casos de histeria colectiva, y de desmayos, y del prematuro parto de bebés.  Pero si juzgamos al Teatro meramente por el grado de su efecto, entonces el mejor Teatro sería una misa de sanación   o una manifestación política. En el Arte Dramático propiamente dicho, observamos respuestas del público más moderadas –ese chiste que yo festejo en mi estudio con apenas una sonrisa imperceptible, nosotros en mi sala lo festejamos con una sonrisa ostensible y, como público de un teatro, lo festejamos con una gran carcajada grupal.

Pero qué está pasando aquí. ¿Es que estamos todos ebrios? ¿Acaso somos todos tímidos y queremos demostrarle a todo el mundo que somos sociables? ¿Será que somos muy considerados, y nos reímos exageradamente, como cuando festejamos el mal chiste del Presidente del Directorio? Estos motivos poco respetables sin duda intervienen, porque en un teatro nos encontramos directamente bajo las narices de nuestros congéneres, expuestos de manera inmisericorde y, por ello mismo, más bien con ganas de portarnos bien. Pero ¿no es acaso principalmente la atmósfera de un teatro lleno, la psicología de ese nosotros, lo que nos hace sentirnos cómodos y logra que emerjan en nosotros, y emanen de nosotros, sentimientos gratos que, en otras circunstancias, reprimiríamos? Si es que, claro está, hemos sentido esos sentimientos gratos desde el principio, porque mucho depende de las circunstancias en las que nos encontramos, mucho depende de quiénes son los que componen ese nosotros. O quizás, para decirlo con más precisión, si bien es cierto que tales sentimientos gratos son iniciados por los actores y por el lugar, son aumentados por las circunstancias, por esa psicología del nosotros.

Uno habla cotidianamente de ‘entusiasmo contagioso’, y no hay duda de que el deleite que un público expresa es definitivamente contagioso. Los Puritanos  se equivocaron al decir que el Teatro era una mujer escarlata. Se hubieran equivocado menos si hubieran dicho que era más bien una peste escarlata. Admitimos con suficiente facilidad, creo yo, que la gente va a los partidos de fútbol para compartir la experiencia orgiástica de saltar, gritar, cantar y gesticular en comunidad . El carácter orgiástico del Teatro ya no es ostensible, pero es uno de los primero factores que habría que tener en cuenta si hemos de explicar cómo así alguien puede pasar por alto las alternativas que se le ofrecen –particularmente la TV en su casa y el cine a la vuelta de la esquina —y, en vez de deleitarse con ellas, atraviesa la ciudad bajo la lluvia o la nieve para embutirse en un asiento caro pero incómodo en un edificio también incómodo que se llama ‘teatro legítimo’.  ¡Qué tal palabra, ‘legítimo’! ¡Vaya con las obritas que se montan en tales teatros! Obritas que podrían a lo más durar noventa minutos si fueran películas o una hora (incluyendo los comerciales) si fueran programas de televisión.  En esa cosa que –si cayéramos en la tentación—llamaríamos el hijo ilegítimo del Teatro Verdaderamente Legítimo tales ítems son estirados a más de dos horas de duración usando el muy ilegítimo recurso de meterles largos intermedios durante los cuales no hay bar ni restaurante en el teatro al que uno pueda acudir y solamente un superpoblado lobby donde uno puede fumar un cigarrillo.

¿Qué ventajas ofrece el Teatro que compensen tan abrumadoras deficiencias? Pues, por cierto, el lugar, el actor y la psicología del nosotros. ‘Pero si el Cine tiene esos tres elementos’ dirá alguno ‘porque ¿cómo podría haber Cine sin un lugar donde presentarlo, actores que actuaran en las películas y un público que las viera?’. Sí, claro, por supuesto, pero hay un cortocircuito en el sistema eléctrico del cine. Ninguna corriente fluye entre la pantalla y el público –o, en todo caso, no fluye ninguna corriente del público a la pantalla.

En un cine podemos ver el desarrollo de una historia y podemos admirar muchas cosas que hacen los actores, pero no podemos ser cautivados por ese flujo de sentimiento vivo que pasa del actor al público y regresa del público al actor. En el cine, Shirley Booth  podrá sonreír, y uno puede devolverle la sonrisa, pero ella no puede sentir nuestra sonrisa para devolvérnosla en forma de otra sonrisa, o cambiarla para devolverla en forma de sollozo o de nudo en la garganta. Y es ésta precisamente la dinámica del Teatro. Para bien o para mal, hay mucha gente que emprende viaje al teatro de Broadway atravesando la peor congestión de tráfico del Mundo solamente para intercambiar sonrisas o lágrimas con Shirley Booth. Personalmente hablando, yo exijo un poco más. Pero si queremos saber qué es el Teatro, pues tenemos que saber qué es lo menos que puede llegar a ser el Teatro –la condición mínima que puede tener este espectáculo para seguir siendo Teatro.

¿Y qué es, por el contrario, la condición máxima, el máximo que el Teatro puede ofrecernos? O, en todo caso, ¿qué es lo máximo que alguna vez nos ha ofrecido? Para mantener este capítulo dentro de ciertos límites, me olvidaré de la danza, la pantomima y el canto para concentrarme en el arte que puede reclamar para sí el sitio más importante dentro de un teatro. Este arte es el Drama.

Los libros que cuentan la Historia del Drama acostumbran seguir el desenvolvimiento del Teatro desde aquello que se llama sus comienzos primitivos y pasar por todos los momentos de mayor florecimiento. Pero hay algo engañoso en este procedimiento porque, en las fases llamadas primitivas, el arte con frecuencia muestra aquello que se llama sofisticación y, ocasionalmente, lejos de quedarse contento con exigencias mínimas, se extiende hasta alcanzar la máxima satisfacción posible. Un ejemplo de esto es el arte de la Tragedia en el momento mismo de su inserción, tal como conjeturalmente lo establece Jane Harrison:

... tendemos a olvidar que pasar del epos –la Narrativa— al drama –la representación—es dar un paso fundamental. Este paso, por lo que sabemos, no fue tomado en Grecia hasta después de siglos de logros en la épica (el epos) y luego fue tomado de pronto, casi en la oscuridad, y de forma irrevocable. Todo lo que en verdad sabemos respecto a este paso fundamental es que fue tomado en algún momento del Siglo VI antes de Cristo y que fue tomado en el contexto del culto al dios Dionisio. Ciertamente es por lo menos posible que el verdadero impulso que llevó al drama –a la representación—no estuvo totalmente dado por los ‘cantos al macho cabrío’ y los ‘lugares circulares para danzar’ sino más bien en la principal y esencialmente dramática convicción que tuvo la religión del dios Dionisio: que aquel que rinde culto no puede solamente rendir culto, sino que puede convertirse en ese dios, puede llegar a ser ese dios.

Quizás este pasaje sugiere demasiado. Si bien algunos historiadores se refieren al drama posterior como si fuera un deterioro del teatro griego, la señorita Harrison quiere sugerir que incluso la tragedia griega fue un deterioro después de ese primer momento sublime cuando el devoto de Dionisio se convirtió en dios.  Para mí, el valor de esta idea está en que marca un paradigma. Si un simple creyente es capaz de convertirse en su dios, pues ya sabemos lo que debemos esperar de un héroe trágico. El enunciado de Aristóteles, tan exacto y seco, de que el héroe trágico debe ser más que de tamaño natural adquiere más significado. Se nos abren los ojos acerca de lo divino y de lo blasfemo en todos los héroes trágicos, desde Edipo hasta Halvar Solness.  Y nos damos cuenta de lo dolorosa que ha sido la pérdida cuando los dramaturgos dejan de lado esa búsqueda del dios y esa blasfemia sencillamente porque ni ellos ni su cultura creen ya en la existencia de los héroes.

Los orígenes de la Comedia traen también a la mente los más altos paradigmas que puede ponerse a sí mismo el Drama.  Porque –pese a que las circunstancias exactas de su origen son aún más inciertas que las de la Tragedia—hay algún consenso en que la Comedia se deriva de la simple celebración de la fertilidad –de aquello que Bernard Shaw  llamaba la Fuerza Vital, y que la cultura moderna en general frívolamente etiqueta usando una de sus más indignantes simplificaciones: la palabra Sexo.

Si en la tragedia sentimos que podemos convertirnos en un dios, en la comedia nuestra identificación es con la primavera, la semilla, la cosecha. Un sentimiento de unidad con la naturaleza vive en el fondo de la Comedia, una profunda y dedicada aceptación de la vida y de la sexualidad como algo crucial para la vida –una aceptación tan tristemente ausente de la cultura moderna como la de ausencia del culto al héroe. No debe sorprendernos, entonces, que nuestros hombres más sabios, desde Carlyle hasta D. H. Lawrence , nos exhorten a reconquistar las antiguas sabidurías, los antiguos lazos con el éxtasis.

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APÉNDICE 2

VARGAS LLOSA CAMBIA DE GÉNERO

Alonso Alegría

Transformar una obra narrativa –un cuento o una novela— en una obra dramática –ya sea de Teatro o de Cine—no es cosa fácil ni menos automática. Para que una obra narrativa pueda ser exitosamente convertida en dramática hace falta encontrar o inventar un germen dramático dentro de la obra narrativa. De otra forma la obra dramática adolecerá del peor defecto posible: será episódica. No todas las obras narrativas tienen consigo este germen, y demás está decir que para ser excelentes obras narrativas no tienen por qué ser potenciales obras dramáticas. Esta potencialidad es una característica adicional de algunas obras narrativas, que ni les quita ni les pone como tales, pero que resulta indispensable para su exitosa transformación en drama. El ejercicio al que brevemente habré de someter a todos ustedes esta tarde será el de analizar cuán adaptables al género dramático son algunas de las obras narrativas de Mario Vargas Llosa, y también cuán dramáticas son sus obras escritas para el teatro.
Para comenzar por el principio, resulta necesario preguntarse y responder qué es aquel germen que le hace falta a la narrativa para ser potencialmente una buena obra dramática.
Aristóteles, en su definición de la Tragedia –que para todos los efectos prácticos modernos es también una definición de la Obra Dramática— enseña que la tragedia es una ‘imitación de una acción representada y no narrada’. Vale decir que es una acción –un devenir de personajes— representada en vivo sobre un escenario –o, para tal caso, presentada en imágenes sobre un ecran—y no narrada con palabras sobre un papel. Si se toma en cuenta solamente esta condición –que el texto pase a vivir sobre un escenario— parece sencilla la tarea de transformar el devenir de una narrativa en un devenir sobre el escenario. Bastaría con convertir en realidad visible y audible aquello que imaginamos al leer una narración. ¿Que el narrador describe un ambiente en su novela? Pues ponemos ese ambiente sobre el escenario, o lo filmamos tal cual. ¿Que el narrador hace hablar a sus personajes? Pues conseguimos actores que memoricen ese diálogo y lo actúen. ¿Que la novela es demasiado larga si la representamos toda? Pues cortamos lo que haga falta hasta lograr que dure dos horas y media. Y se acabó. Con hacer esto ya tendríamos la novela o el cuento sin mayor esfuerzo convertidos en Teatro o en Cine. Pero esa, claro, no es la cosa.
Mucho del drama adaptado a partir de la narrativa no pasa de ser narración ilustrada que como drama fracasa soberanamente. Es entonces que surge la angustiada pregunta del lego inocente: si la novela es tan buena, ¿por qué es tan aburrida la película? Pues porque no basta con solamente representar –ilustrar—lo narrado. Para que la narración tenga sustento y sentido cuando se la convierte en drama, debe cumplir con el indispensable requisito que más arriba señalábamos. Debe contener una acción susceptible de ser dramatizada y no solamente diálogo para ser dicho e imágenes para ser visualizadas.
Pero ¿acaso la novela o el cuento no tienen siempre no sólo una sino muchas acciones? ¿No sufren sus personajes una infinidad de peripecias que bien podría servir? Por supuesto que sí, pero a veces lo que abunda sí daña. Aristóteles no habla de muchas y diversas acciones sino de una acción, una sola en singular, que unifica, ordena y le da su peculiar forma e interés a toda la obra dramática. Esta acción no es sencillamente un hecho que sucede, como el colapso de un helicóptero o matrimonio. En el sentido aristotélico y dramático, una acción no es algo que sucede sino (he aquí el secreto) la voluntad de lograr algo. He aquí la clave para entender el drama y para analizar la potencialidad dramática de cualquier narración.
Esta voluntad la ejercen uno o más personajes. Esta voluntad persigue algo que acabará siendo un hecho concreto. Edipo quiere encontrar al asesino del rey Layo. Hamlet quiere matar al rey Claudio. Fuenteovejuna quiere librarse del Comendador. Nora quiere convertirse en una persona adulta y cabal. Estas acciones nos enganchan y obligan a prestar atención para ver si, al final, esta voluntades lograrán, o no, sus fines.
Y es así cómo resulta siendo cierto que todo material dramático que logra captar y mantener nuestra atención contiene una voluntad que la recorre de comienzo a fin. Esa voluntad es el germen que mencioné al inicio, es aquello que ciertos cuentos y novelas contienen y que los hacen susceptibles de ser adaptados exitosamente al género dramático. Y también, por cierto, aquello cuya presencia o ausencia hace o deshace una obra de teatro o una película por hay, cómo no, muchos dramas y filmes fallidos por falta de esta voluntad rectora, también conocida como Acción Dramática.
Un ejemplo casi escandaloso de falta de Acción Dramática es, por supuesto, DIATRIBA DE AMOR CONTRA UN HOMBRE SENTADO. Esta fallida pieza de Gabriel García Márquez derrocha teatralidad (o quizás debería escribir ‘teatralismo’) porque no hay recurso escénico del que su autor no eche mano, pero no contiene ni asomo de Acción Dramática. La Esposa –el único personaje que habla—no ejerce más voluntad que la de hablarle a su marido, y esta voluntad no mantiene nuestro interés porque no tiene futuro: la señora ya está hablando. Si su voluntad fuera separarse de su marido podría captar nuestro interés, porque estaríamos a la expectativa de si se separa o no. Pero ella ha decidido separase antes de entrar a escena, ha venido a explicarle por qué se separa, y en juego ahora ya no hay nada. Esta falla fatal convierte a la obra en una narrativa escenificada que fracasa estrepitosamente como drama.
Si miramos bajo esta luz aquellas obras narrativas de Vargas Llosa que ya han sido transformadas al cine o al teatro, vemos que todas ellas contienen Acción Dramática. Está presente en LA CIUDAD Y LOS PERROS y la acción es ‘descubrir al asesino del Esclavo’. Esta acción va hilvanando y organizando un cúmulo de acciones secundarias que Lombardi hizo bien en desatender, concentrando su atención en la acción principal, que en la novela comienza a operar casi a la mitad. La Acción Dramática de PANTALEÓN Y LAS VISITADORAS está clarísima desde el principio, y es ‘satisfacer las necesidades sexuales de todo ejército peruano acantonado en la selva’. En LOS CACHORROS –adaptación teatral que yo escribí en 1970—también la acción está muy clara desde el inicio, y es ‘convertirse en un hombre sexualmente normal’. LA TÍA JULIA Y EL ESCRIBIDOR tiene, como novela, dos posibles acciones, correspondientes a cada uno de sus dos carriles narrativos. Una acción es ‘cazarse con la tía Julia’ y la otra es ‘escribir la mejor radionovela del Mundo’. Como una obra dramática no puede tener más de una acción, los realizadores adoptaron por ‘casarse con la tía Julia’.
Quizás a estas alturas ya está comenzando a aparecer el criterio que hacer falta usar para definir cuál narración es adaptable al género dramático y cual no. Es adaptable sólo aquella que en sus páginas contiene Acción Dramática, o acaso aquella narrativa a la que, forzando un poco las cosas, se le puede insertar una Acción Dramática. Falta convertir al cine LA GUERRA DEL FIN DEL MUNDO (cuya Acción Dramática es ‘liberar a los oprimidos’) y LA FIESTA DEL CHIVO, cuya Acción Dramática no puede estar más clara ni ser más apremiante: ‘acabar con el tirano’.
¿Cuáles obras narrativas de Vargas Llosa no tienen posibilidades de adaptación? Pues a primera vista yo diría que CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL, no porque no sea ‘dramática’, no porque no tenga momentos muy ‘dramáticos’, sino porque parece no contener Acción Dramática. Con este ejemplo queda claro, por supuesto, que una novela no necesita tener Acción Dramática para ser una novela magistral. Como novela, no como matriz para parir un drama.
Pero yo soy un hombre de teatro y aquí me compete analizar no solamente la potencialidad dramática de la narrativa de Vargas Llosa sino la de sus mismísimas obras de teatro. Miradas bajo la aristotélica luz de la Acción Dramática, vemos que sus obras van siendo más de cal y menos de arena a medida que el autor va ejercitándose en el difícil arte de la narración dramática, tan sustancialmente distinto al de la narrativa.
Sus primeras obras –LA SEÑORITA DE TACNA y KATHIE Y EL HIPOPÓTAMO—son ostensiblemente más teatro que drama, más narrativa ilustrada escénicamente que ‘acción representada y no narrada’. Lo mismo debo decir de LA CHUNGA, cuya acción parecería ser ‘saber qué pasó con la chica desaparecida’. La pesquisa que se emprende en escena para saber qué pasó con la chica tiene como propósito solamente satisfacer la curiosidad de ‘los inconquistables’: la chica hace ya tiempo que está desaparecida y la pesquisa nunca parece estar llevando a ningún evento que pueda importarnos. Evento contundente es, por ejemplo, ‘lograr la salvación de los balcones de Lima’.
Esta acción –esta voluntad—es el motor de EL LOCO DE LOS BALCONES, única obra de Vargas Llosa que, pese a haber sido publicada en 1993 y a ser más teatral y sobre todo más dramática que todas las anteriores, permanece sin representar en idioma castellano –quizás porque sus exigencias de montaje son bastante complejas. Pero en eso de montarla estamos, amigos, en este momento, dicho sea de paso.
Luego viene, por cierto, en el tiempo, la más reciente pieza de nuestro autor: OJOS BONITOS, CUADROS FEOS. Aquí los elementos teatrales se han reducido al mínimo mientras que los dramáticos se multiplican y crecen. Estamos en un interior y el autor se concentra totalmente en la acción (dramática, se entiende). Es una acción clara y contundente que nos mantiene interesados en un desenlace concreto potenciado desde casi el inicio. La acción es, por supuesto, ‘matar al asesino de la novia’. Y de la resolución de esa acción –de su éxito o de su fracaso—estaremos pendientes desde el principio hasta el fin de la pieza porque, si triunfa, habrá un hecho de sangre y un muerto en escena. De estas inminencias a largo plazo está hecha la Acción Dramática y también, por cierto, el interés que una obra pueda concitar. Y esto viene sucediendo desde que Edipo le preguntó a su desesperado pueblo si alguien sabía algo acerca del asesino de Layo.
Es porque tienen una Acción Dramática muy clara y concreta que me atrevo a decir (apoyándome como puedo en Aristóteles) que las dos últimas obras de Mario Vargas Llosa –EL LOCO DE LOS BALCONES Y OJOS BONITOS, CUADROS FEOS—son las que transforman definitivamente al eximio narrador –ese que alguna vez ilustró con efectos escénicos sus narraciones— en un dramaturgo propiamente dicho, uno que piensa en términos de una acción representada y no narrada, y que no necesita recursos teatrales para lograr que la vida salte de la página para ser presenciada sobre el escenario en su forma más álgida: como un personaje tratando de lograr algo y nosotros comprometiéndonos con ese personaje y esperando, con el personaje y de preferencia con el alma en un hilo, que su voluntad triunfe o fracase al final de la obra.

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 APÉNDICE 3

SORPRESAS CAEN DEL CIELO

Alonso Alegría

Presenciar una obra de teatro interesante es pasarla conjeturando qué sucederá, cuáles son las alternativas, qué camino argumental seguirá la obra. Si quiere aburrirnos soberanamente, el Argumento cumplirá a pie juntillas nuestras más elementales expectativas. Pero si desea sostener nuestra atención durante todo su trayecto –largo o corto – deberá propinarnos unas cuantas sorpresas muy bien puestas y de buen tamaño. ¿Cómo se propina una sorpresa? Logrando que el público esté segurísimo de que la historia va a ir por este lado para luego proceder a dirigirlo en otra insospechada dirección. ¿Cualquier sorpresa vale? Nones. La sorpresa debe ser fuerte pero al mismo tiempo lógica, vale decir insólita y nunca sospechada pero al mismo tiempo sutilmente apoyada o respaldada por antecedentes conjeturados, si no previstos. ‘Ah vaya, eso no lo había pensado pero claro, ¡cómo no lo pensé!’. Esto es lo que el público debe sentir ante cualquier sorpresa dramática o narrativa. Solo en la vida real las sorpresas caen del cielo.
Mientras más sorprendente sea la sorpresa, más lógica deberá resultar. Si acaso no tiene lógica, o la que tiene es falsa o insuficiente, la sorpresa defraudará. Esto es lo que sucede con las sorpresas en Al pie del Támesis, la más reciente obra de Mario Vargas Llosa hace poco estrenada en Lima. Sorprenden mucho pero defraudan igual.
Estamos en una suite del Hotel Savoy de Londres. Un empresario cincuentón espera inquieto. Toca a la puerta una bella mujer que se ha presentado por teléfono como Raquel, hermana de Pirulo, el viejo amigo de Chispas –así se llama este exitoso empresario. Pirulo no tiene hermanas, alega Chispas, y además Pirulo se hizo humo al terminar el colegio –y de eso hace treinta y cinco años. ¿Qué hace aquí esta desconocida? ¿Quiere sacarle plata? Nos enteramos de los motivos que tuvo Pirulo para desaparecerse: una tarde, en las duchas del gimnasio de su club, Chispas le metió tremendo puñetazo en la cara cuando Pirulo quiso darle un beso en la boca. Ese puñetazo causó la desesperación de ambos y la desaparición de Pirulo durante tantos años. Al repasar este momento Chispas cae en cuenta de una inaudita verdad: esta Raquel es Pirulo. Su viejo amigo ha soportado un total cambio de sexo. Raquel confiesa su secreto amor de siempre por Chispas mientras Chispas no sabe cómo reaccionar. Es en este momento cuando la obra, que venía fascinante, comienza a llenarse de elementos innecesarios.
En el prólogo de la pieza (también hace poco publicada en Lima) el autor delinea su trabajoso proceso de escritura. El estímulo que engendró casi inmediatamente una primera versión fue una anécdota que le contó Cabrera Infante. Un común conocido de años pasados lo había visitado en Londres, convertido en mujer. Vargas Llosa nos relata su reacción ante lo que le contaba su amigo: ‘En ese momento supe, con absoluta certeza, que la obra (…) giraría en torno a un encuentro tan inesperado como (ese)’.
A mí me hubiera pasado lo mismo. Uno se imagina escuchando tal revelación y la mente se llena de preguntas. Pero hay una pregunta, importantísima, que descuella, y que es: ¿para qué fue ese amigo/a a ver a Cabrera Infante? Puestos ya en la ficción, ¿para qué viene Raquel/Pirulo, tantos años después, a darle a su amigo Chispas tal noticia? ¿Cuál es su propósito?
Cuando Chispas le pregunte esto a Raquel y conozcamos la respuesta de ella (¿quiero casarme contigo? ¿dame ese beso y me voy?) querremos ver la reacción de Chispas y por supuesto el resto de la obra. A partir de ese momento el conflicto central de la obra habrá quedado planteado, su posible desarrollo establecido y su aún remoto final conjeturado. O Chispas le da ese beso (o alguna variante de una aceptación de que es mujer y que la ama) o la manda al cuerno –tomen partido, amigas y amigos. Vargas Llosa, sin embargo, no se pregunta nunca para qué ha venido Raquel, ni menos hace que Chispas le haga la pregunta. Es así cómo el meollo del tema queda sin explorar, la obra se queda sin el motor de ese ‘para qué’ y a su autor le sucede lo que le tenía que suceder cuando no les insufla voluntad a sus personajes: ‘Ocurrido el encuentro inicial, la gran sorpresa de Chispas al reconocer en la mujer (…) a su mejor amigo de la infancia, el desarrollo (de la obra) se volvía estático, previsible y hasta rígido, e iba languideciendo y marchitándose’. Luego Vargas Llosa trabaja mucho pero, ay, acaba inventando soluciones teatrales y escénicas (no dramáticas) caprichosas que poco a poco van sacando a la obra de ‘la realidad concreta y objetiva y (metiéndola) cada vez más en la etérea realidad subjetiva de la memoria o, acaso, de la pura fantasía o el sueño’.
Es así como se nos revela lo más grave. Teníamos ya sabido que aquel puñetazo no había sido tal, sino más bien una agresión con una pesa gimnástica. Ahora, en la página 79 de 82, nos enteramos de que esa agresión no fue solo lacerante sino fatal: ‘No querías matarme, Chispas, te lo concedo’, dice Raquel. ‘Estoy segurísima de que no. (…) Pero da igual, ¿no? Porque bien muerta que estoy’. ¿Qué cosa? ¿Cómo dijo? ¿Esa mujer ha dicho que siempre ha estado muerta? ¿Es ella un fantasma, entonces? ¿O acaso una alucinación o fantasía de Chispas? Debe ser esto último, una fantasía, porque ¿cómo hace Raquel para estar allí, si ella es el resultado de un cambio de sexo que Pirulo muerto no pudo haberse hecho? Nuestra sorpresa es tremenda y con fuerte sabor a trampa, o a desengaño –acaso a engaño – porque es una sorpresa que no tiene antecedentes, que no se inserta dentro de un proceso, que no la sustenta la lógica. Chispas le contesta a Raquel muerta: ‘Son treinta y cinco años, Raquel. ¿No es bastante?’. A lo que su amiga muerta responde, muy animosa: ‘Claro que sí, Chispas, cambiemos de tema. No nos pongamos tristes ni trágicos. Busquemos algo divertido de qué hablar’. Chispas se niega a seguir conversando, bota a Raquel de su suite y se pone a hablar solo. Lo interrumpe un urgente toque a la puerta. ¿Quién es? Es… ¡es Pirulo! Sí, amigos, es Pirulo Saavedra vivito y coleando, sin cambio de sexo, en terno de hombre, que está entrando a llevarse a Chispas a la reunión que este abandonó para atender a Raquel. ‘Si te digo qué (estaba haciendo aquí) te caerías de espaldas, Pirulo’, le dice Chispas al salir. La pieza termina y nosotros nos resignamos a aplaudir desconcertados. La aparición de Pirulo vivo cancela la idea, que Vargas Llosa nos hizo pensar, de que Chispas lo había asesinado hace 35 años, tal como ese asesinato canceló la idea, que Vargas Llosa también nos hizo pensar, de que Pirulo, transformado en mujer, había venido a visitarlo. Este Pirulo vivo no ha muerto por querer besarlo, y ese muerto no ha cambiado de sexo para venir de visita. A fuerza de transformaciones del nivel de realidad, Vargas Llosa ha cancelado lo que venía mostrando como cierto para acabar cancelando esto también.
Pero ¿no es acaso legítimo efectuar tales cambios de premisa o nivel? ¿Tales transformaciones no han funcionado bien nunca? Como en el teatro que conozco no se han dado, recojo de la narrativa, casi al azar, tres ejemplos clásicos de sorprendentes saltos en el nivel de realidad establecido. En An Occurrence at Owl Creek Bridge de Ambrose Bierce, a un ahorcado se le rompe la soga. Él escapa, camina mucho y llega a su casa. Justo en el momento en que está abrazando a su esposa la soga termina de ajustarse alrededor de su cuello: en medio segundo ha alucinado toda su deseada salvación. ¿Sorprendente? por supuesto. ¿Tiene lógica? La tiene, porque el cuento, a partir de la (falsa) salvación, ha narrado esa escapatoria usando elementos cada vez más surrealistas, y acabamos apreciando el salto de realidad como la culminación de un cambio que ya se venía dando. En Las ruinas circulares de Borges la idea de que alguien pueda crear un hombre con solo soñarlo es de por sí surrealista, y el salto de realidad final –es el soñador quien está siendo soñado – solo viene a redondear el clima onírico. En La noche boca arriba de Cortázar hay dos realidades –la del hospital y la de la antigua guerra ritual— que se van alternando con cada vez mayor frecuencia hasta que una misma descripción sirve para ambas. De este modo, que el antiquísimo guerrero que está por ser sacrificado por los aztecas resulte siendo quien sueña al moderno motociclista a punto de morir, y no al revés como veníamos suponiendo, es una revelación tan asombrosa como natural. El arte está en esta paradojal combinación, en esta sorpresa sin sorpresa total.
Trasladando estas observaciones al escenario de Al pie del Támesis concluimos que casi toda la pieza podría haber sido escrita –también montada—con un marcado sesgo onírico que fuera anticipando la revelación de que Raquel es una fantasía. Y concluimos también que la obra se pierde en teatralismos fáciles –la pareja juega al matrimonio y a los amantes— que intentan contrarrestar los soporíficos efectos de no haberle hecho a Raquel la crucial pregunta: ¿a qué has venido, mujer?
Hay, entonces, dos obras por escribirse, ambas escondidas en esta pieza y ambas mejores, creo yo: en una, toda la acción sucede en la realidad concreta. El propósito de Raquel está claro: rehacer con Chispas su vida. Chispas tendría que reaccionar ante la posibilidad de recibir ese beso por parte de esta… esta… pues esta persona querida, esta mujer bella que antes fue su amigo querido y a quien, vaya, podría besar porque ahora es mujer, pero antes... En fin, de esta dialéctica surgiría una fructífera exploración de la sexualidad humana. La otra posible obra adquiere un segundo acto –la obra original es breve. Aquí Chispas le cuenta a Pirulo que ha estado ensoñando su transformación de sexo y también su muerte. Probablemente se arme el gran lío esclarecedor. Ambas exploraciones nos hubieran dado sendas piezas más completas y reveladoras que Al pie del Támesis.
De más está decir que las dos posibilidades me entusiasman en la misma medida en que me defrauda la obra actual. He tenido siempre la convicción de que Vargas Llosa llegará a escribir una obra maestra teatral que ha de equipararse en calidad y difusión a la mejor de sus novelas. Bienvenido será entonces a un gremio al que no pertenezco: el de los grandes dramaturgos de habla hispana. Mientras tanto, una relectura de la mejor teoría dramática podría ser útil para que nuestro primer novelista se convenciera internamente de que siguen siendo válidas dos muy antiguas verdades: que la pregunta fundamental del drama es ‘para qué’, y que toda sorpresa debe ser tan sorprendente como lógica.

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APÉNDICE 4

CONSEJOS DE LA BBC PARA ESCRIBIR UNA OBRA DE TEATRO:

ACTITUD Y MÉTODOS
(Adaptado de BBC GUIDELINES for drama writers)
Escribir una historia que te apasiona. Lo que siempre resulta satisfactorio para los escritores es escribir acerca de algo que nos mantiene despiertos por las noches, que se nos ha metido debajo de la piel, algo –un recuerdo, un hecho, una convicción— que llevamos dentro. Nunca escribir por cumplir con el encargo ni menos tratando de adivinar qué es lo que quiere el cliente (o el profesor).
Enganchar al espectador. Tomarlo por asalto desde un inicio, obligándolo a seguir mirando de buen grado. La capacidad de ‘escapar del enganche’ de una historia es menor a medida que va decreciendo el sacrificio de libertad que su medio exige. El teatro (donde hay poca libertad, ya que hace falta guardar silencio total y no se puede comer canchita) compromete totalmente nuestra libertad individual. Tenemos más libertad en el cine (donde se puede comer canchita pero es difícil salirse). Tenemos más libertad mirando televisión (la podemos apagar en cualquier momento) y la radio es el medio más interrumpible y desatendible que existe, porque normalmente nos acompaña mientras hacemos otra cosa. Por esta –entre otras características—contar una historia a través del Teatro es más difícil que hacerlo a través de cualquier otro medio.
Arrancar la historia cuanto antes. No escribir un largo momento de diálogo para presentar a los personajes y dibujar el ambiente y las circunstancias dadas. Nunca tratar de revelar lo que piensan y sienten dándoles a cumplir actividades cotidianas u obligándolos a sostener simples conversaciones sobre temas diversos: mostrar lo que piensan y sienten a través de lo que hacen, de las decisiones que toman. No sumergir al libreto en simple exposición inicial ni agobiarlo con largas y complicadas acotaciones. Mostrar, no relatar.
Construir personajes intensos. Esa gente que está sobre el escenario debe ser vívida y atractiva si es que quiere que uno la acompañe en su viaje a través de su historia. Necesitamos comprometernos con su destino, a nivel emotivo. No todos –como en la Vida Real—tienen que gustarnos. Pero deben interesarnos, debemos querer saber qué les pasa al final. Por eso deben tener una meta –un objetivo— que podamos compartir. Para alcanzarlo tendrán que sobreponerse a obstáculos, y tomar decisiones para resolver sus dilemas. Si un personaje nos engancha, estaremos pendientes de si logra, o no, su objetivo. Hace falta pensar en cada personaje como un individuo que habla y actúa después de haber pensado de acuerdo a su inteligencia, su cultura, sus prejuicios, sus convicciones, sus afectos. Pero sobre todo los personajes deben hacer cosas, no limitarse a reaccionar ante lo que pasa a su alrededor.
Comprometer emocionalmente al espectador. Una obra cerebral e intelectual deja a los espectadores emocionalmente fríos. Esto es natural, no puede ser de otra forma. Si una obra no crea un compromiso emocional por parte del público, sólo podrán (quizás) interesarse en ella aquellos pocos que están ya interesados en los temas cerebrales o intelectuales que la obra plantea. No son las ideas que expresa sino sus personajes quienes tienen en sus manos el éxito o fracaso de la obra. Que los personajes tengan ideas es otro tema: su destino como seres humanos –no el destino de sus ideas—es lo que nos involucra emocionalmente.
Usar los recursos apropiados. Hace falta estar seguro de que uno está usando el medio, el género y la duración correcta. Una historia puede ser apropiada para la radio (o la televisión o el cine) y no para la escena; o para convertirse en comedia (o farsa, o tragedia) y no en drama; para ser contada a través de una obra corta y no de una larga, o para contarse en escena a través de una convención y no de otra. Y esa misma historia puede funcionar mejor, finalmente, como cuento o novela que contada a través de un medio dramático. Es legítimo jugar (por lo menos en la imaginación) con medios, géneros y formatos antes de decidir cuál es el apropiado. Pero una vez tomadas las decisiones, el medio, el género y el formato deben ser vigentes de principio a fin.
Sorprender. Lo usual, lo conocido y lo predecible acaban aburriendo. Es cierto que existe un número limitado de arquetipos, situaciones y géneros, y que muchas historias –si no todas—tienen y tendrán siempre antecedentes y paralelos. Todos los años aparecen por lo menos seis obras con el tema del aborto, y otras tantas con el tema del abandono (y otras más con el tema del suicidio). La originalidad no reside en el tema sino en la percepción personal del tema. Toda visión verdaderamente personal, libremente expresada, es única. Tan única como uno mismo. Si uno desarrolla las destrezas necesarias para poder expresar cabalmente su visión, su obra será necesariamente original.
Crear una estructura apropiada. La historia debe comenzar a contarse en el momento correcto. Y debe parecer que, a partir de ese momento, la historia se mueve en cierta dirección específica propulsada por un propósito claro de alguno o algunos de los personajes. Cada secuencia, escena y momento de la obra tiene una función: ninguna falta, ninguna sobra, ninguna estorba. Todas las escenas y momentos importantes de la historia están allí, sobre el escenario, y no fuera de escena ni menos ocurriendo durante un intermedio.
No escribir exposición obvia. ‘Como sabes, querido esposo Julio, nuestra hija Juanita va a cumplir quince años el próximo mes y está insistiendo en que le hagamos un quinceañero, pero nosotros no podemos darnos ese lujo’. Las personas de verdad no se cuentan cosas que saben que su interlocutor ya sabe. Los personajes tampoco lo hacen. El diálogo es expresión de los pensamientos y deseos de los personajes y no un medio para pasarle información al público.
Formatear el libreto correctamente. El formato en la página de una obra de teatro no ha sido desarrollado a través siglos por simple capricho o intención estética. Su función es hacerles la vida más fácil a sus intérpretes –actores, director, artistas colaboradores y técnicos. Hay que tener siempre presente que el libreto va a ser expresado a través de un espectáculo, que es la obra. Esta obra no está hecha de papel sino de seres humanos y de cosas tridimensionales; no se lee sino se presencia. Por esto, todas las intenciones del autor deben ser expresadas sólo a través de aquello que el espectador puede ver y escuchar sobre el escenario, y no de aquello que el lector puede leer en la página del libreto. Nunca escribir en el libreto –como acotaciones o prologuitos a escenas—antecedentes de los personajes, opiniones, sentimientos y pensamientos propios, recuerdos de los personajes o cualquier cosa que el actor no pueda mostrarnos a través de su actuación o que la escena no pueda mostrarnos a través de sus distintos elementos y medios.

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APÉNDICE 5

CONSEJOS DE CUATRO TEATREROS INGLESES

Tomado de ‘The Guardian’ (diario inglés)
Edición del lunes 2 de enero 2012

Polly Stenham, playwright

• Listen to music
I always have music on while I'm writing. I'm a very aural person; as soon as I hear a lyric or phrase, I'm transported to a particular time or place. My taste varies wildly.

• Doodle
I'm very fidgety, and I seem to work best when my hands are occupied with something other than what I'm thinking about. During rehearsals, I find myself drawing little pictures or symbols that are somehow connected to the play.

• Go for a walk
Every morning I go to Hampstead Heath [in north London], and I often also go for a wander in the middle of the day to think through a character or situation. I listen to music as I go. Again, it's about occupying one part of your brain, so that the other part is clear to be creative.

Lucy Prebble, playwright

• Act it out yourself. Draw the curtains.

• If ever a character asks another character "What do you mean?", the scene needs a rewrite.

• Feeling intimidated is a good sign. Writing from a place of safety produces stuff that is at best dull and at worst dishonest.

• It's OK to use friends and lovers in your work. They are curiously flattered.

• Imagine the stage, not the location.

• Write backwards. Start from the feeling you want the audience to have at the end and then ask "How might that happen?" continually, until you have a beginning.

• Reveal yourself in your writing, especially the bits you don't like.

• Accept that, as a result, people you don't know won't like you.

• Try not to give characters jobs that really only appear in plays; the deliberately idiosyncratic (eg "the guy who changes the posters on huge billboards at night") or the solipsistic (eg "writer").

• Write about what you don't know. If you know what you think about something, you can say so in a sentence – it doesn't take a play.

• An apparently intractable narrative problem is often its own solution if you dramatize the conflict it contains.

• Surround yourself with people who don't mind you being a bit absent and a bit flakey.

• Be nice to them. They put up with a lot.

• Break any rule if you know deep inside that it is important.

Ian Rickson, director

• Hang on in there.
Inspiration can come at any time, even after it feels like you haven't been getting anywhere. Keep your stamina up, don't force too hard, and trust that you will find your way.

• Try to create an atmosphere where people feel free to take risks.
Fear can shut down creativity, as can the pressure to impress.

• Enable the power of the group
so that what can be collectively achieved transcends the pressure upon any single person.

• Trust the ingenuity and instinctiveness of actors.
Surround them with the right conditions and they'll teach you so much.

• You cannot overprepare.
Enjoy being as searching and thorough as possible before you begin, so you can be as free as possible once you've started.

• Questions often open the doors of the imagination,
even if we feel we should provide answers.

• Embrace new challenges.
When we're reaching for things, we tend to be more creative.

• Try to remove your own ego from the equation.
It can get in the way.

• Work hard
and relish the opportunities.

• Take a deep breath,
and a leap of faith.

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APÉNDICE 6

Anthony Neilson
NO SEAS TAN ABURRIDO

Tomado de ‘The Guardian’ (diario inglés)
Edición del miércoles 21 de marzo, 2005
Traducción de Alonso Alegría

Una vez yo fui parte de un movimiento teatral. Como casi todos los movimientos, nadie que fuera parte del movimiento notó que algo se estuviera moviendo en ese momento. Yo no sabría hasta el día de hoy que en efecto hubo el tal movimiento si es que un periodista no me lo hubiera informado. ‘En-tu-cara’  se llamaba, y este título ofendía a los más famosos de mis colegas movimienteros, pero yo estaba contento de que alguien por lo menos hubiera notado que yo estaba vivo. Por lo que colijo, lo que hacían los de ‘En-tu-cara’ era ponerse asquerosos y escribir acerca de la caca y el sexo anal. ¡Y yo que pensaba que estaba escribiendo historias de amor!

Quince años más tarde ya no había ningún movimiento, o sea que decidí comenzar uno mío propio. Desafortunadamente, aparte de que estoy bastante seguro de que el próximo movimiento va a ser de naturaleza absurdista, no se me ocurría ningún título sonoro qué ponerle a mi movimiento, o sea que desistí. Luego pensé que a lo mejor podía escribir un manifiesto bien provocador, al estilo de Dogma, el de esos chicos que hacen cine, pero sólo pude inventarme cuatro reglas, y con mi última pieza ya he roto dos de ellas. Entonces pensé en escribir Los Diez Mandamientos de los Dramaturgos Jóvenes pero a) sonaba un poco pretencioso, y b) solo hay un mandamiento que vale, y es éste: NO ABURRIR.

Aburrir al público es el único verdadero pecado en el teatro. Venimos aburriendo al público desde hace décadas. Y el público ha respondido con dejar, poco a poco, de venir al teatro. No me interesa que el reciente montaje de La gaviota agotó las entradas: para el 95 % de la población de este país el teatro –excepto las musicales y los shows cómicos— es algo totalmente superfluo. De ese 95% a lo mejor hemos logrado atraer al teatro a quizás el 10%, que acudieron a ver una obra en algún momento de sus vidas, pero los aburrimos tan soberanamente que no volvieron más. No son ellos los que rompieron el pacto. Ellos pagaron su plata suponiendo que se iban a entretener. Y nosotros los devolvimos a las calles aburridos, oprimidos y confundidos. O sea, ¿estamos haciendo algo mal o no?

La respuesta más deprimente con la que me encuentro cuando le pregunto a alguien si va o no va al teatro es la siguiente: “debería ir, pero nunca voy”. Ese enfático ‘debería’ lo dice todo. Imaginemos la respuesta en otros contextos. “Debería ir al casino pero nunca voy”, o “debería ver Bailando por un sueño, pero nunca lo veo”. Ese ‘debería’ nos está diciendo que, para la gente común, ir al teatro no es una forma de entretenimiento sino una forma de autoayuda.  Las universidades, los críticos y la propia gente de teatro tienen que cargar con algo de la culpa por esta situación.

Muchos críticos académicos están todavía convencidos de que el teatro tiene un rol político-educativo que cumplir, que la obra debe plantear una posición que el dramaturgo luego debe demostrar o negar. El crítico académico tiene un interés creado en propagar esta idea porque hace que su tarea sea más fácil. Es fácil estar o no estar de acuerdo con la posición del dramaturgo. Esto no es decir que una obra no puede nunca ser educativa o hasta abiertamente política. Solamente quiere decir que el debate debe nacer orgánicamente a partir de la historia contada. Pese a lo obvia que es esta idea, sigue teniendo vigencia la idea contraria, esa que dice que plantear una tesis es la virtud principal de una obra de teatro, y que demostrarla o negarla es su mayor mérito. Esta idea ha contaminado la dramaturgia de arriba abajo y hasta la médula.

No se imaginan cuántas veces le he preguntado a un dramaturgo aspirante qué es lo que está escribiendo, y la respuesta ha sido ‘estoy escribiendo una obra sobre el racismo’, por ejemplo. Si uno le pide leerla, se entera de dos cosas: 1) la obra no cuenta ninguna historia y 2) el autor ha estado atascado en la página 10 desde hace un año, pero insiste en seguir escribiendo la obra. ¡Es que esa obra demostrará que el racismo es mala cosa! A este dramaturgo le interesa ser provocador, no le interesa explorar las trazas de racismo que hay en todas las personas, ni el racismo inverso, que también existe. Este autor usa su obra para proyectar su propia imagen de sí mismo. El ego se entromete en el arte.

Los periódicos y los programas de noticias son los lugares apropiados para los debates de ideas. El público no piensa ‘¿voy al teatro este viernes, o mejor voy a esa conferencia de teoría sociopolítica?’ El teatro no se está peleando el público con las escuelas para adultos. Compite por el público con el cine, con el bar de la esquina y con una noche en casa con una pizza y un DVD.

Somos gente de espectáculo. Lo que nosotros hacemos no es tan importante para la sociedad como la neurocirugía –ni tan importante como la recolección de la basura, para tal caso. Pero cuando el neurocirujano y el recogedor de basura terminan de trabajar, vienen a nosotros, necesitan a la gente que hace los espectáculos. Y nuestra chamba es entretenerlos. No necesariamente distrayéndolos y punto, sino más bien entreteniéndolos y estimulándolos, refrescándolos, comprometiéndolos en algo más que la neurocirugía o la recolección de basura. Ese es nuestro lugar en el ordenamiento general de todas las cosas de este mundo, y es una responsabilidad que deberíamos tomar muy en serio. Dejar que nuestros egos se entremetan y reclamen una importancia mayor –una importancia ‘intelectual y académica’—es tan censurable como que el neurocirujano escribiera ‘El doctor Fulano estuvo aquí’ sobre el interior de tu cráneo antes de volvértelo a encasquetar después de operarte el cerebro.

La forma de contrarrestar el ego de la ambición intelectual (y de reducir el riesgo de aburrir al público) es hacer de la historia nuestro dios. Hace falta encontrar una historia que le interese a uno y luego contarla. Eso es todo. No hay que preguntarse por qué le interesa a uno esa historia: escoger una historia para que nos interese es tan imposible como escoger a alguien para enamoramos. A lo mejor uno no es quien uno piensa que es –puede que uno no sea tan bondadoso, o liberal, u original como uno debería ser –y claro, esa historia que uno va a contar revelará precisamente esos defectos –si es que uno es fiel a la historia, claro está. Pero en el fragor de contar esa historia, puede ser que asome un poco de verdad, y esa verdad es la vida misma de un arte tan válido como emocionante como es el teatro.

No estoy diciendo que todos tenemos que ser Terence Rattigan.  La historia que uno cuenta puede tratarse de cualquier cosa, contada de la forma más eficaz posible que a uno se le ocurra. No hay reglas fijas. Pero esto me lleva al siguiente punto: accesibilidad.

Hasta el día de hoy salgo de algunos teatros preguntándome de qué demonios se trataba la obra. En otra época me sentía estúpido por ‘no pescarla’. Ahora ya no. Porque ahora sé que si yo ‘no la pesco’ el fracaso es del artista, no mío. No hace falta que cada quien del público pesque cada uno de los niveles en los que funciona una obra (son varios, si la obra es buena) pero es importante que el público vaya entendiendo la obra, momento a momento, mientras la está presenciando. De otra forma se desconecta y se aburre. Caperucita roja es totalmente comprensible para niños de cinco años, y sin embargo los académicos siguen escribiendo acerca de sus significados más profundos. Esta profunda simplicidad es lo que los dramaturgos deberíamos tener como paradigma. La simplicidad de la historia no solamente logra que una obra sea accesible (por lo menos al nivel narrativo) para un público sin experiencia, sino que también incentiva el mayor rango posible de interpretaciones de los entendidos. Pese a que me deprime mucho, como dramaturgo, que el teatro profesional esté todavía esclavizado a un repertorio de dramaturgos muertos, tengo que admitir que la claridad narrativa es la clave de la longevidad de los clásicos.

Uno puede contar la historia como uno quiera pero, por el amor de Dios, si la historia se cuenta mejor como una narrativa lineal, no cambalachearla solamente por darse el gusto de sentirse innovador. No hay que sentir vergüenza por contar bien una buena historia. Uno sí debe pensar en el público.

Mientras escriben la obra, pregúntense ustedes si todos esos amigos o parientes que nunca van al teatro por lo menos entenderían el meollo de lo escrito. Si no lo entenderían, entonces tienen trabajo por delante. Pero tampoco es legítimo ablandar las cosas porque el público quizás podría ofenderse. La verdad no es siempre cómoda, pero una obra deshonesta siempre es aburrida.

Dos apartes. Uno, el diálogo. Se escucha un montón de diálogo poético en el teatro hoy en día. A veces una obra es narrativamente accesible pero el diálogo es tan alambicado y manierista que la obra acaba siendo incomprensible. Esto le gusta a alguna gente, pero yo tengo mis dudas. El diálogo poético, mal escrito, no deja sitio para el subtexto. Y la falta de subtexto es fundamentalmente antidramática. Y aburrida.

Segundo aparte. La duración. Muchas obras son demasiado largas. Todos los dramaturgos contemporáneos deberían ser obligados a acudir al lugar donde se va a presentar su obra y a sentarse en un asiento con un cronómetro al cuello. Cuando su poto y su espina dorsal comenzaran a cantar, mirar el tiempo transcurrido. Ése debería ser el tiempo de duración de la obra, y pasarse de este tiempo sería un riesgo asumido responsablemente.

Ya es tiempo de que el teatro ‘serio’ aprenda su lección. Tenemos que darle al público del teatro lo que no puede obtener en ningún otro sitio. Debate de ideas puede encontrar en un periódico. Realidad real, pura y dura… –bueno, eso lo puede encontrar en la TV, en los shows de náufragos o de gente encerrada en una casa. Al público podemos ofrecerle el hecho de que el teatro es ‘en vivo’, pero lo malo es que pocas obras y pocos montajes hacen buen uso de esta característica esencial. Hay demasiados guiones de cine que se hacen pasar por obras de teatro y sobre el escenario teatral se hace demasiado uso de otros medios –cine, imágenes en vivo y fijas, televisión, proyecciones de todo tipo. Esto le ha impuesto al teatro una pesadez que no le sienta. Algunos dirán que la tecnología es la clave del espectáculo contemporáneo, pero la mayoría de los teatros no puede competir tecnológicamente con los grandes teatros del West End.  El espectáculo que el teatro puede ofrecer es el de la imaginación humana que se lanza a volar. Yo he escuchado públicos que han retenido la respiración audiblemente al presenciar ciertos giros del Argumento, al ver una locación dibujada con palabras por los actores, al escuchar cómo alguien decía una verdad sobre el escenario, al sentir la audacia de un momento dramático. No hay nada más mágico que esto ni tampoco nada –pero nada—menos aburrido.

Ah bueno, y si es que pueden meterle un par de canciones a su obra, mejor. La que estoy por estrenar lleva tres.
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APÉNDICE 7

Alonso Alegría
MENSAJE POR EL DÍA DEL TEATRO 2012

CARTA A UN TEATRERO JOVEN

Me dices que el teatro te gusta y que no puedes ni pensar en dedicarte a otra cosa.  ‘Me di cuenta, por fin, de que podía ser feliz’ me confiesas, tratando de describir ese momento bendito en el que sentiste que tu vida finalmente tomaba un rumbo ilusionado.  ‘Se te ha metido el bichito del Teatro’ te diríamos los que ya sabemos que, a partir de ahora, el Teatro habrá de ser el único arte y la única profesión con las que querrás alimentar tu alma y sostener tu cuerpo toda tu vida.

La decisión que estás tomando te da miedo.  No eres el primero.  Desde siempre, a todos los teatreros nos ha dado mucho miedo emprender este incierto camino.

‘Yo amo al Teatro’, me dices, ‘¿pero qué pasa si el Teatro acaba no amándome a mí?  ¿Si sólo me escupe fracasos, si me tiende trampas, si me maltrata día tras día, si no me alimenta siquiera? ¿Sufriré si acaso lo abandono y luego lo extraño mucho pero ya no puedo dar marcha atrás?’ me preguntas.

Pues no tienes por qué sufrir de ausencia.  Cualquier cosa que hagas para ganarte la vida puede ser parte del Teatro.  Porque el Teatro tiene que ver con todo.

Tu sueño es vivir tu vida sobre el escenario, o muy cerca de él.  Es posible que lo logres, y quizás para siempre te ganes la vida, o parte de ella, como dramaturgo, actor, director, escenógrafo, iluminador, utilero, telonero, productor, o cualquier otro de los bellos oficios que reciben o escuchan en vivo el aplauso del público terminada la función.  Si el Teatro te permite pagar las cuentas y escuchar aplausos, serás feliz por lo menos cinco noches por semana –y no mucha gente, te lo aseguro, tiene la felicidad garantizada cinco noches por semana.  Pero si tú—

‘¿Y qué me pasa si el teatro me aloca pero no puedo estar ni cerca de un escenario’ –me interrumpes—‘porque tengo que ganarme la vida en otra cosa?’  Pues si llevas el bichito y eres un gran contador, podrás ser feliz contando el dinero de un teatro.  Y si te vuelves el más famoso arquitecto, pues podrás ser feliz diseñando teatros.  Y si terminas de cocinero estrella, serás feliz manejando las cafeterías de los teatros del Mundo.  Si eres minero y te encuentras una mina de oro, crearás una compañía de teatro para que su director te adjudique, de cuando en cuando, un pequeño papel, porque sólo entonces ese bichito te dejará gozar tranquilo de tu fortuna.  Y si la Vida te propina el revolcón contrario y de pronto te encuentras de vendedor ambulante –esas cosas pasan, créeme— pues a la entrada de un teatro venderás los caramelos con forma de títere que tú mismo fabriques.  Escucharás, desde lejos, muchos aplausos ajenos, pero igual te harán feliz porque ¿sabes? sentirás que esos aplausos serán también para ti, por ser un teatrero que vende títeres dulces cerca de un escenario. Y tu suerte cambiará pronto.  Ese bichito que llevamos dentro nos protege y alienta cuando le somos fieles.

Dedícate al Teatro, entonces.  Sin miedo.  Te gusta, y no tienes más remedio, porque la picadura de ese bichito no tiene antídoto. Más te vale emprender tu carrera teatral.  Acepta ese papel, matricúlate en ese taller, preséntate a ese examen, diles a tus padres y a tu novia que toda tu vida serás teatrero, diles que sólo así serás feliz.  Les estarás diciendo la verdad.  Porque una persona con el bichito del Teatro dentro, no puede hacer nada más que Teatro para sentirse verdaderamente feliz. Toda, todita su vida.

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APÉNDICE 8

John Steinbeck
SEIS CONSEJOS PARA ESCRIBIR MEJOR

1. Desiste de la idea de que algún día vas a terminar la obra.  Pierde la cuenta de todo lo ya escrito y escribe una página por día.  Cuando termines, haber terminado te va a sorprender.

2. Escribe con libertad y tan rápido como puedas, poniendo toda la vaina sobre el papel. Nunca corrijas o reescribas hasta que no hayas terminado toda la cuestión.  Reescribir durante el proceso por lo general resulta siendo una excusa para no continuar con la obra. También interfiere con el flujo y el ritmo de la escritura, que sólo puede provenir de una asociación inconsciente de uno con el material.

3. Si una escena o una parte de la obra te gana, y sigues pensando que te conviene escribirla, ponla a un lado y sigue con lo que viene.  Cuando termines volverás a esa escena y cuando lo hagas puede ser que encuentres que el motivo por el que te daba problemas era porque no hacía falta escribirla.

4. Cuidado con esa escena con la que te encariñas demasiado, mucho más que con el resto.  Por lo general encontrarás que esa escena no tiene nada qué ver.

5. Di en voz alta el diálogo que escribes mientras lo escribes. Sólo así sonará a diálogo hablado.

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